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lunes, 24 de febrero de 2003

¿Quo vadis, Europa?

Europa está desorientada. Tanto que parece que los retos a los que ahora se enfrenta, la ampliación hacia el Este y su propia organización a través de la Constitución europea, no le ilusionan, Tanto que parece que su propio papel en el mundo de la hiperpotencia norteamericana le asusta. Tanto que se muestra débil e impotente, dividida e histérica. Y en los momentos de desorientación, y más si coinciden con una cierta sensación de crisis económica, es cuando deben funcionar las instituciones y cuando los líderes son necesarios. El problema es que las instituciones europeas dependen demasiado de los líderes nacionales y éstos no se están mostrando a la altura de las circunstancias. La desorientación que vive Europa es, en gran medida, fruto de los mismos líderes que tenemos, o mejor, de la carencia de estos líderes. Europa no tiene líderes de talla europea. Prodi no es, desde luego, Delors, y a Solana le falta aún una mayor capacidad de protagonismo. Y los líderes nacionales no son creíbles para el resto de los europeos. ¿O alguien en España percibe a Berlusconi, a Blair, a Schröeder, o al mismo Aznar como un presidente de los europeos? Frente al liderazgo fuerte de Delors, de Kohl, de Miterrand o de González, por poner sólo el ejemplo de los más cercanos en el tiempo, el de los líderes actuales palidece. Y la prueba es que, mientras que los primeros podrían haber sido aceptados como presidentes por parte de ciudadanos de otros países, nadie de fuera de su propio país, y aun en éstos con no poca dificultad, acepta a los actuales. No, Europa no tiene líderes de proyección europea. Más aún, Europa no tiene líderes que tengan conocimiento de lo que es la política exterior, que no banalicen las relaciones exteriores. Y es que sustituir en la política exterior el debate de objetivos e intereses por las simpatías y fobias supone hacer superficial, hasta unos límites impropios, la política. Es convertir las relaciones entre estados y pueblos en relaciones personales y sociales, es sustituir la "química" por la historia y la política. Es hacer sustituir el pensamiento por la prensa rosa. 

Y la prueba de que esto pasa se observa en cómo nuestro presidente Aznar está sustituyendo la importancia, económica y política, que para España tienen Francia y Alemania, por la buena relación que tiene con Blair y con Berlusconi. Y cómo éstos dos están más preocupados por la hablar de tú con Bush que por la construcción de la nueva Europa. No, Europa no tiene líderes sólidos en política exterior. Y, más grave aún, los líderes que tenemos no tienen ideología europeísta. Pensar que Europa es sólo la suma de unos Estados, como hacen Blair, Belusconi o Aznar, y no la posibilidad de un super-estado, es reducir el futuro europeo a la dependencia de los Estados Unidos. Competir por la aquiescencia norteamericana es renunciar a la posibilidad de una política y una economía independiente. Acordar posiciones al margen de los demás como hicieron Chirac y Schröder y, después, los firmantes de la "Carta de los Ocho" es decir al mundo que Europa no es un proyecto común. No, Europa no tiene líderes europeístas. 

¡Pobre Europa! Que carente de líderes se refugia en gestores y burócratas. ¡Pobre Europa! Que carente de políticos con proyección se refugia en pequeños políticos. ¡Pobre Europa! Que sustituye el debate de ideas por el sensacionalismo de pequeñas rencillas y declaraciones. ¡Pobre Europa! Sin gobierno y sin norte. ¡Pobre Europa! A la que el nacionalismo y la carencia de líderes le llevó a destrozar su propia historia y a enfrentarse en dos guerras infinitas. ¡Pobre Europa! Que perderá, así, en el siglo XXI oportunidades que tanto trabajo le costó forjarse en el XX. ¡Pobre y desorientada y vieja Europa! ¡Qué poco será en el mundo del futuro! 

lunes, 10 de febrero de 2003

Balance de una guerra

Toda guerra tiene un coste, sin que se sepa si tiene ingresos. Sin entrar en el coste, incalculable e infinito, de las vidas y del horror que pagarán las personas que la sufran, la nueva guerra del Golfo tiene costes económicos que habremos de pagar todos y que aún no conocemos. Costes que se nos cobrarán directa e indirectamente. Costes que algunos pagarán más que otros. 

Las economías que sufrirán directamente los costes de la guerra son, como es obvio, aquellas que se vean involucradas directamente en el conflicto. Es indudable que el coste para Irak será inmenso: ya los ocho años de guerra con Irán lo hicieron retroceder a los niveles de renta per cápita de 1977, mientras que la anterior guerra del Golfo y el bloqueo de los noventa lo han hundido hasta la renta que tuvo hace cuarenta años. La nueva guerra hará que Irak, un país inmensamente rico, retroceda a la situación de poco después de su independencia, allá por los años veinte, con la circunstancia agravante de que no dispondrá de su petróleo en años por los contratos que se verá forzado a firmar con las compañías de los países vencedores. La guerra, una guerra que no puede ganar, llevará a Irak a la extrema pobreza por mucho tiempo. Extrema pobreza que provocará un éxodo de refugiados hacia Irán (los chiítas) y hacia Jordania, causando nuevos y graves problemas a estos países. 

Pero tampoco saldrá gratis la guerra a los Estados Unidos, ni a los que se alíen con ellos. Pues la movilización, durante dos o tres años, de un contingente de unos 200.000 soldados supondrá a la muy poderosa economía norteamericana un desembolso de más de dos y medio billones de pesetas por año, calculados según los costes de la anterior guerra del golfo. Un sobrecoste directo a su ya abultado déficit público que tendrá, por muy grande que sea la economía americana, indudables efectos en forma de menor crecimiento futuro. 

Pero al afectar la guerra al mercado del petróleo, tanto más cuanto más dure y más destrucción haya, la escalada de precios del crudo nos salpicará a todos. Así, a los países ricos y pobres que importan petróleo, la guerra les provocará inflación, tanto más alta cuanto más dependientes del petróleo y cuanto más ineficientes en el uso de este recurso. Y, de durar la guerra, la inflación será tanto más persistente cuanto más se contagie a los salarios y a los sectores más monopólicos. Una inflación que necesitará ajustes que llevarán a un menor crecimiento. O sea, justo lo que no necesita una economía mundial estancada por la desaceleración de la economía de los países desarrollados, las altas deudas que se arrastran en muchos países y la arriesgada posición financiera de empresas y familias en los mismos Estados Unidos, en Japón, en Alemania, en España. La guerra provocará, en una mayoría de economías, una menor tasa de crecimiento, una mayor inflación, un mayor paro y un mayor déficit público. Lo que traducido en cifras significa que puede costarnos, en forma de menor crecimiento y no proporcionalmente repartidos, entre uno y dos puntos del PIB mundial, es decir, entre 80 y 160 billones de pesetas, o lo que es lo mismo, en el mejor de los casos la renta de España de un año y, en el peor, la de Francia. Renta que no se producirá por la incertidumbre que retrae inversión, por el sobrecoste del petróleo, por la posible subida de tipos de interés. Lo que, a su vez, provocará paro y un peor reparto de la renta. Y, como en todas las crisis, afectará más a los más pobres. 

No, la guerra no nos va a salir gratis. Porque la guerra, cualquier guerra, y a pesar del reparto de despojos, no es una inversión, salvo para las aves carroñeras. Y es que en una guerra todo son pérdidas. Todos perderemos a las personas que en esa guerra mueran. Todos perderemos la inocencia de las vidas marcadas por el horror. Todos perderemos esfuerzos, recursos y tiempo. Y, por las razones por las que se inicia, mucho me temo que todos estamos perdiendo algo tanto o más valioso: la razón.