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lunes, 21 de marzo de 2011

Desastres, información e histerias

No somos racionales. La opinión pública, que en los países democráticos determina lo que hace el poder político, no es, desde luego, racional. Y dudo que mejoremos. Así le va al mundo. 

En la desgracia que está viviendo Japón estos días, que coincide con otras, las noticias que hemos ido teniendo y las reacciones y debates que hemos generado ponen de manifiesto un fenómeno que conocíamos, y que las nuevas tecnologías de la información solo amplifican y no resuelven: la manipulación de la opinión pública. Una manipulación que empieza por la selección de los hechos; continúa con el sesgo que le dan los medios; sigue con la distorsión que políticos y opinantes (yo entre ellos) introducimos; y termina con el debate y generación de opinión en una población pasiva con escaso conocimiento de lo que se está hablando, pero que se siente en la obligación de ponerse a favor o en contra según quién dice qué y cómo se está diciendo, no de qué se dice, reaccionando rápida e histéricamente. 

Hubo una época en la que pensamos que, con la llegada de internet y la era de la información abundante, la manipulación que generaban los medios tenía los días contados. Nos equivocamos. Porque más información y más rápida no es sinónimo de buena información o de información útil. Peor aún, la avidez por la novedad que se ha instalado en la opinión pública solo nos está llevando a la perplejidad y a la inacción porque lo nuevo se queda obsoleto inmediatamente. Se olvidan rápidamente los problemas y los procesos complejos que no están permanentemente en los medios. El dato en tiempo exacto está sustituyendo al análisis, lo concreto impide ver lo general, lo actual oculta lo dinámico. Solo tenemos información de aquí y ahora, no sabemos de dónde viene ni por qué. Y sin causas, no hay conocimiento y sin conocimiento, la información no tiene sentido, significado. 

El terremoto de Chile o de China del pasado año o el de Haití son ya, a tenor de lo que la realidad reflejada y percibida en los medios, historias resueltas. Hoy Japón y su inmensa desgracia es la que ocupa las portadas de los medios, la que abre todos los telediarios. Como si no quedaran cicatrices en los dos terremotos y no supurara aún, sangrante y putrefacta, la herida de Haití. Y lo mismo ocurre con los conflictos armados. Palestina, Chechenia, Darfur, los Grandes Lagos, Costa de Marfil, la guerra colombiana o la del narcotráfico en México, hasta Afganistán ha pasado a mejor vida informativa. Peor aún, a la masacre que Gadafi y sus mercenarios está haciendo con su población civil solo le dedicamos la atención de unos días porque fue la causa de la subida en el mercado del petróleo. Olvidamos con excesiva facilidad, sustituimos la realidad con excesiva rapidez. Y así es imposible no solo que comprendamos nada, sino que resolvamos nada. Por eso, la siguiente actualidad de Libia, será, justo después de la autorización de intervención de la ONU, la victoria de Gadafi. 

Más aún, y lo acaecido en Japón es paradigmático, nos hemos vuelto adolescentes histéricos. Le hemos dedicado más atención al peligro nuclear que al maremoto. El maremoto ha causado más de 10.000 muertos, mientras que el desastre nuclear, en el peor de los casos, no ha producido más de unos centenares. La manipulación ha generado tal histeria (en parte por culpa de la señora Merkel) que ha mandado revisar la seguridad en las centrales nucleares, mientras que nadie ha pensado en hacerlo con las miles de construcciones que tenemos pegadas a las costas. Porque esto hubiera sido racional ya que si se produjese un maremoto que afectara a Vandellós, por ejemplo, ¿no causaría miles de muertos en la Manga del Mar Menor, Benidorm o Castellón? Lo siento, pero no solo no maduramos, sino que estamos en una regresión social hacia la adolescencia más inmadura. Algo que ya Walter Lippmann vaticinó hace un siglo. 

lunes, 7 de marzo de 2011

Ocurrencias energéticas

La crisis libia y la subida del precio del petróleo ponen de manifiesto dos de las debilidades estructurales de la economía española: la dependencia energética y la ausencia de una política energética seria y de largo plazo. 

La mayor dependencia energética de nuestra economía, un problema que arrastramos desde hace décadas y que todos los gobiernos han tratado superficialmente, tiene como consecuencias que, ante cualquier problema en el mercado de petróleo, se acentúen dos de nuestros problemas económicos crónicos: la inflación y el déficit exterior. Dos problemas graves porque agravan la situación de nuestra economía ya que el primero disminuye el poder adquisitivo de las familias, mientras que el segundo hace que aumenten las necesidades de financiación exterior de nuestra economía, ya de por sí altas. 

Por su parte, la ausencia de una política energética seria, además de acentuar el problema de la dependencia energética, distorsiona los precios en los mercados de la energía y hace que las empresas españolas tengan un coste más alto que la media europea, al tiempo que ha enquistado el problema de la deuda oculta con las empresas eléctricas. 

Para hacer una política energética seria, lo primero es preguntarse qué necesidades de demanda de energía previsible va a haber en los próximos veinte años, teniendo en cuenta los distintos usos, la población, el nivel de renta y una tasa de mejora de eficiencia energética. Y hay modelos econométricos fiables para este cálculo desde hace décadas. Conocida la demanda por usos, es posible calcular, con tecnología relativamente estable, cuáles son las fuentes de energía más eficientes (en costes económicos y medioambientales) para cada uno. A partir de ahí, es posible establecer qué estructura de mercados es la más adecuada para hacer lo más bajo posible el precio, al tiempo que se hace menos dependiente nuestra economía y se reducen los costes medioambientales. De lo anterior se derivarían las decisiones políticas que, mantenidas en el tiempo, dan como resultado un sector energético relativamente estable, competitivo y con menos riesgos económicos, políticos y medioambientales. 

Si se hubiera hecho esto, hubiéramos, por ejemplo, potenciado el transporte por ferrocarril de mercancías (más barato y menos contaminante por tonelada/kilómetro), estaríamos subvencionando de verdad la compra de coches híbridos y eléctricos, se habría potenciado el transporte público, se cumplirían las normas energéticas en la construcción, -habríamos abandonado el carbón, habríamos despejado ya la incógnita nuclear, habríamos potenciado un mix eléctrico equilibrado, estaríamos dedicando recursos a investigación en energía. Tendríamos, además, mercados energéticos más competitivos y hubiéramos usado los mecanismos de precios relativos, a través de los impuestos indirectos, para desincentivar el uso de aquellas energías más contaminantes y que nos hacen más dependientes, como el petróleo. 

En vez de esto, de hacer una política energética seria, el Gobierno ha hecho una política energética de ocurrencias. Que está de moda el cambio climático, subvencionamos la energía eólica y la solar con primas insostenibles en el largo plazo (y luego damos marcha atrás). Que tenemos que mirar por los intereses del carbón leonés, nos inventamos una subvención que forzamos en Bruselas (con compensación para las centrales en Galicia). Que tenemos que contentar a las eléctricas, subimos la electricidad "lo que cuesta un café". Que tenemos un problema con el petróleo, ponemos una pegatina en las señales de tráfico (que no sirve para ahorro energético, porque no afecta ni a los camiones, ni al tráfico en la ciudad, aunque es probable que aumente la recaudación por multas y se rebaje la tasa de accidentes). Incluso en las negociaciones sobre las pensiones se quiso meter por medio el tema de las nucleares, introduciendo ambigüedad en el debate. Ocurrencias de un ministro creativo. 

He de reconocer que el ministro Sebastián es genialmente ocurrente. Con sus ocurrencias hace que nos entretengamos en la anécdota, evitando lo preocupante: que no tenemos política energética. Lo que, además, me entristece porque Miguel Sebastián, al que aprecio, fue, hace mucho, mucho tiempo, un gran economista.