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lunes, 18 de marzo de 2013

La igualdad importa

Hace años que vengo diciendo que para analizar de forma más completa la situación de una economía habría que estudiar algún índice de igualdad o desigualdad. Describir una economía sólo por el crecimiento del PIB, la tasa de paro, la inflación y el resto de medidas de demanda, oferta y equilibrios es incompleto. Añadir la renta per capita y su evolución mejora la posibilidad de valoración, pero no deja de ser una media que no sirve más que para hacer comparaciones. Incluir en el análisis un índice de desigualdad que refleje cómo se distribuye personalmente o familiarmente la renta y cómo evoluciona esta distribución permitiría tener una imagen más completa de la situación. 

Disponer, además, de un índice de desigualdad con la misma periodicidad que el PIB o el paro nos permitiría comprender mejor la dinámica del crecimiento económico, porque la distribución de la renta, la igualdad o desigualdad de la distribución, el que haya más o menos ricos y pobres y más o menos clase media, influye de forma determinante en el ritmo de crecimiento económico. Por eso, en la mayoría de las economías, es falso el viejo dilema de los ochenta entre crecer o distribuir: todo crecimiento es distribuido. Más aún, en contextos de mucha desigualdad no se crece si no se distribuye más igualitariamente. Y la experiencia latinoamericana es paradigmática en este sentido. De la misma forma que todo empeoramiento de la distribución ralentiza, normalmente, el crecimiento potencial de una economía, como demuestra la experiencia británica. 

Más aún, la desigualdad influye en la política (y ya lo señaló Aristóteles) porque separa a la ciudadanía, genera fractura social, empeora la convivencia, llega a ser la causa de no pocas guerras civiles, y, en democracias, de la radicalización de la política. De hecho, hay una clara correlación entre aumento de la desigualdad y polarización partidista. 

Pero, ¿cuáles son los mecanismos más importantes de distribución y redistribución de una economía? En las economías modernas, el mecanismo más importante de distribución es el mercado de trabajo, pues de la distribución de salarios y de la tasa de paro depende la distribución general de la renta. Y, de ambas variables, la más significativa es la tasa de paro porque es dual: no tener trabajo es, en muchos casos, no tener renta. Por su parte, los mecanismos de redistribución que mejor funcionan son dos: el gasto público, especialmente el social, y un sistema impositivo progresivo. 

Por eso, porque la desigualdad importa, hay que tener mucho cuidado a la hora de hacer, por ejemplo, una política de ajuste fiscal o reformar o no el mercado de trabajo. Así, basar el ajuste fiscal en una subida del IVA (sin sustitución de cotizaciones sociales) y no en el IRPF es, además de injusto, más ineficaz para salir de la crisis. Como lo es recortar en pensiones antes que hacerlo en gasto corriente. Como es peor un mercado de trabajo rígido porque provoca paro. Uno de los modelos más exitosos de crecimiento económico es, como han demostrado los escandinavos y los centroeuropeos, la combinación de una economía flexible (con mucha competencia en los mercados de bienes y servicios), con un mercado de trabajo también flexible y un Estado del bienestar con un buen nivel de gasto público (especialmente en educación, sanidad y protección social), financiado por un sistema fiscal fuertemente progresivo. La experiencia de los países escandinavos en sus crisis en la segunda mitad del siglo XX y las enseñanzas de las políticas alemanas y austríacas de este siglo avalan esta idea. 

En medio de la urgencia de la coyuntura, de los chismes de corrupción y de los mismos y aburridos debates políticos alejados de la realidad no estaría mal que, tanto el Gobierno como la oposición sensata, hicieran una nueva reflexión sobre la igualdad y su dinámica y la introdujeran de forma rigurosa y sin tópicos en su discurso. Posiblemente saldríamos antes de la crisis y evitaríamos abismos que son muy peligrosos. 

lunes, 4 de marzo de 2013

Italia, eterna

La imagen que tenemos de un país los ciudadanos de otro depende en no poca medida de lo que publican los periódicos y vemos en los telediarios. Los viajes, los documentales, los reportajes de vida cotidiana (tipo "españoles por el mundo"), las visitas turísticas y los amigos y conocidos naturales de ese país nos ayudan a conformar un poco más la imagen, pero, en muchos casos, los estereotipos persisten. Si al ciudadano medio español se le pregunta por Italia tiene una imagen folklórica que se resume, además de en los nombres de ciudades eternas o míticas, en cuatro o cinco palabras clave: Berlusconi, mafia, Ferrari, pizza. 

Berlusconi es, y más tras su dulce derrota de la semana pasada, el símbolo de la compleja política italiana. Se subraya mucho ahora la "ingobernabilidad" de Italia por los resultados electorales de la semana pasada. Según parece nadie se explica la victoria por la mínima de Bersani, el segundo puesto de Berlusconi, el ascenso de Beppe Grillo y el fracaso sin paliativos de Monti. Sin embargo, cuando analizamos con una cierta perspectiva histórica lo que ha ocurrido, se puede concluir que, en Italia, ha ocurrido lo de siempre, lo que prácticamente viene ocurriendo desde hace décadas, incluso desde antes que se refundara la República allá por los primeros años 90, con la transformación del viejo Partido Comunista y la defenestración de toda su clase política por la corrupción. Ha ocurrido que los italianos son mayoritariamente gente pragmática, con sensibilidad social, con un punto moderno en medio de un gran apego a lo tradicional, que admiran el descaro, son escépticos, tolerantes y... están hartos. Un pueblo al que le gusta la política, su teatro y sus juegos, pero que ya está cansado de sus políticos, a los que, sin embargo, sigue eligiendo porque no tiene mucho donde elegir y porque cree que "son todos iguales". Una ciudadanía para la que la política es un arte (porque les emociona), un espectáculo (que les entretiene), un deporte (que les da una bandera y una competición). Italia es una sociedad tan potente, intelectual y económicamente, que se permite el lujo de tener una democracia imperfecta con problemas de gobernabilidad, corrupción, inestabilidad y mafia. Y ha podido permitírselo, hasta ahora, porque la economía italiana es Ferrari y pizza, es Finmeccanica y el Carnaval de Venecia, es Armani y Barilla.... La economía italiana es una potente economía, con casi un 30% de su PIB en la industria, lo que le permite tener una balanza de pagos relativamente equilibrada (por eso su deuda exterior es relativamente pequeña) y una envidiable (para parámetros españoles) tasa de paro del 11%, lentamente creciente. En la actualidad está sufriendo una recesión, más motivada por los fuertes ajustes fiscales de Monti (ha cerrado el año 2012 con un déficit de poco más del 3% --la mitad que nosotros--), que por la debilidad de su demanda. Italia, además, no ha tenido burbuja inmobiliaria, ni sus familias y empresas están altamente endeudadas (su nivel de endeudamiento global es 80 puntos menor que el nuestro). El problema de la economía italiana son sus cuentas públicas, el alto nivel de gasto público (parte de él improductivo y manejado corruptamente) y un sistema impositivo complejísimo con un alto nivel de fraude (que han colaborado a acrecentar sucesivas amnistías fiscales). Una política fiscal que ha acumulado en los últimos años un 123% de deuda pública sobre PIB, que es insostenible. El problema de Italia es Berlusconi y lo que significa, no Ferrari, es su política, no su economía. De hecho, el único problema económico de Italia es lo cara que le sale ese arte, ese espectáculo, ese deporte que es su política. Una política que tendrán que reformar porque no creo que puedan mantenerla. Lo bueno es que, pueblo viejo y sabio como son, ellos lo saben. Lo malo es que los que han escogido (Bersani, Berlusconi y Grillo) no creo que sean los más adecuados para hacerlo.