Páginas

lunes, 19 de mayo de 2003

Programas electorales

Estamos en plena campaña electoral. Los medios de comunicación dedican a los candidatos miles de páginas y cientos de minutos de cobertura. Hay carteles y anuncios por todos sitios. Nuestros buzones se llenan de decenas de cartas que, desde el presidente del Gobierno hasta el último candidato, se dirigen a nosotros para pedirnos nuestro voto. Incluso en internet hay miles de páginas dedicadas a las elecciones. Un votante tendría estos días un inmenso trabajo si quisiera leer y escuchar toda la información que le llega. Sin embargo, si el votante, siguiendo un criterio de racionalidad, quisiera conocer realmente el proyecto de ciudad que los candidatos proponen, tendría que ordenar una cantidad inmensa de información, muchas veces contradictoria e incompleta. Y es que parece que, en vez de programas que reflejen lo que los candidatos quieren hacer con el futuro de la ciudad, los políticos, sencillamente, se afanan en escribir unos cuantos folios de promesas que es una carta ideal a los Reyes Magos. Una carta cuyo contenido, a medida que se acerca el día de las elecciones, se va incrementando. 

Y es que los programas electorales no se hacen desde el análisis de la realidad y la propuesta y debate de ideas y criterios que, en metodología similar a la de un plan estratégico, debería responder a las preguntas de dónde estamos, dónde queremos llegar y cómo alcanzarlo, sino desde unas hipotéticas demandas (que hasta el lenguaje político hemos mercantilizado) de los ciudadanos y colectivos que ayudan a conformar la oferta electoral. Se trata, entonces, de ir ensartando propuestas concretas, más o menos coherentes, que conciten el apoyo electoral de una mayoría de los ciudadanos. Es decir, se sigue un método, inductivo, de suma de aspiraciones, viejas y nuevas reclamaciones, viejos y nuevos deseos. Un método cuyo resultado es ese pastiche de posibles acciones que parece, como sugería Sánchez Casas en estas páginas, el anuncio de Coca-Cola. Un método cuyo resultado es la incoherencia, la contradicción y la imposibilidad de la mayoría de los programas. 

La incoherencia de los programas viene dada porque es imposible, como demostró Arrow, hacer una agregación coherente de preferencias cuando hay más de tres asuntos sobre los que opinar, hay más de tres candidatos y hay más de tres ciudadanos con distintas preferencias. Condiciones las tres que se cumplen en todas las elecciones municipales, de ahí que el que quiera contentar a todo el mundo o da información incompleta a todos o no contenta a nadie. Pero, además, necesariamente cae en contradicciones. Y es que no se pueden prometer mil puestos de trabajo en el ayuntamiento y decir, en otros sitio, que no se van a subir los impuestos o la deuda. O no se puede prometer un gran número de actuaciones en las infraestructuras de todos los barrios y bajar los impuestos y reducir la deuda. O no se puede prometer una vivienda más barata y, en otro foro, decirle a los constructores y promotores que sigan invirtiendo porque pueden ganar más dinero. Y de las contradicciones nacen las imposibilidades y los incumplimientos. Porque, por la forma, en la que se hacen los programas y las campañas, se hacen tantas promesas, se dicen tantas buenas palabras y se expresan tantas grandes intenciones que es imposible, tanto material como temporalmente, cumplirlas todas. Y luego llega el desencanto, la desconfianza y el desprestigio de los políticos y de la política. 

No, no son buenos los programas electorales para tomar una decisión sobre el voto. Quizás es que no sean un proyecto de ciudad, sea lo que sea una ciudad, sino unos simples elementos de márketing. Quizás es que debieran darnos a todos la lección que, hace ya muchos años, recibió un pobre y novato profesor de provincias del ex ministro Miguel Boyer cuando, ante la pregunta de por qué si ya habían pensado en el año 81 la necesidad de hacer un ajuste y una reconversión industrial hicieron la promesa, en el 82, de los ochocientos mil puestos de trabajo, le respondió, mirándole con sus claros y fríos ojos, con otra pregunta no menos clara y fría: ¿Es que usted aún no sabe que un programa electoral se hace para ganar unas elecciones y no para gobernar? 

lunes, 5 de mayo de 2003

Los retos de Lula

Hace más de cuatro meses que Luiz Inacio Lula da Silva tomó posesión de la presidencia de uno de los países más fascinantes del planeta. Con un territorio diecisiete veces el de España y una población de 170 millones de personas, la economía brasileña tiene un producto interior bruto similar al español y una renta per capita de alrededor del 30% de la nuestra. Brasil tiene, además, unos ingentes recursos naturales, una contrastada capacidad tecnológica en algunos sectores y las posibilidades de un inmenso mercado. Pero estas posibilidades se ven lastradas por los, también, inmensos problemas sociales y económicos: grandes bolsas de pobreza, deuda externa, presión sobre la selva amazónica, megaurbes, corrupción. Problemas cuyo principal origen es el problema estructural de Brasil: una de las más desiguales distribuciones de la renta del mundo. Y es precisamente este problema el que impide a esta economía desarrollar sus posibilidades. Resolverlo y desarrollarse como la potencia que puede ser es el reto al que se enfrenta Luiz Inacio Lula da Silva. 

Luchar contra estos problemas pasa, como en tantos otros países, por alcanzar tres objetivos relacionados: conseguir una estabilidad política que permita construir un verdadero estado de derecho y una eficaz administración, libre de corrupción; generar confianza en todas las capas sociales, desde los empresarios internacionales hasta los marginados, de tal forma que aumente la inversión; y, finalmente, diseñar correctas medidas de redistribución que vayan modificando la estructura de distribución de la renta, lo que a su vez potencia el estado de derecho y el crecimiento económico. 

Las primeras medidas de Lula en estos cien días han sido esperanzadoras, tanto en los gestos políticos como en las acciones concretas. El nombramiento de su heterogéneo gobierno, en el que se mezclan artistas con financieros, la gira por los Estados más pobres, la cancelación de la compra de aviones militares y la campaña de lucha contra el hambre han sido cuatro importantes y espectaculares gestos con un fuerte contenido político. En cuanto a la política económica, en manos de Antonio Palocci, los objetivos son tan ortodoxos que sorprenden en un líder obrero: la lucha contra la inflación y el control de las cuentas públicas. Para controlar la inflación, Palocci ha tomado dos medidas que han sorprendido y que están causando fuertes presiones en el Partido de los Trabajadores: la primera, conceder la independencia al Banco Central y nombrar a Enrique Meirelles, un banquero privado, su gobernador, con lo que la política monetaria ha sido la de subir los tipos de interés hasta el entorno del 26%, diez puntos por encima de la inflación; y, en segundo lugar, congelar los gastos públicos no esenciales y reformar tanto la Seguridad Social, eliminando las altas pensiones de antiguos funcionarios públicos, como el sistema tributario, endureciendo la progresividad impositiva. En el frente de la redistribución, además de las medidas anteriores de indudables efectos redistribuidores, y con un objetivo de dinamizar la economía a través del consumo, las dos medidas estelares han sido la subida del salario mínimo en algo más del 20% y el proyecto de hacer propietarios a los pobladores de las favelas. El resultado inmediato de estas medidas ha sido la ralentización del crecimiento de la inflación a pesar de los contradictorios efectos a corto plazo de algunas de las decisiones; la estabilidad del real lo que favorece las exportaciones y reduce el saldo exterior; la generación de expectativas muy positivas en los inversores internacionales, por la credibilidad de la política monetaria y fiscal; y, finalmente, la aceleración de la tasa de crecimiento económico, debido al tirón del consumo y de la inversión, hasta el entorno del 3%. 

El éxito de Lula, en el que se juega su futuro político y el de Brasil, depende de cuatro factores claves: de su pragmatismo y su capacidad de luchar contra el dogmatismo de su partido; de su idea de reforma del Estado brasileño y de su capacidad para cambiar a los poderes fácticos brasileños; de su diplomacia y de capacidad para genera confianza internacional en su proyecto; y, finalmente, de la eficacia de las medidas concretas de redistribución. Si tiene éxito veremos el nacimiento de una nueva potencia de rango mundial. Si no lo logra al menos le quedará el consuelo de ser siempre una potencia en ese sucedáneo de realidad que es el fútbol.