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lunes, 23 de abril de 2007

Periódicos

Desde muy joven, y de esto hace ya algunos años, he leído periódicos con fruición. Tanto que, para mí, la lectura de varios periódicos al día no solo es una de las obligaciones que me impone mi profesión, sino una especie de deber que he de cumplir como ciudadano y, lo confieso, es una afición. 

Desde pequeño he sido lector de ABC porque era el periódico que, con el retraso de un día, llegaba a mi casa, por lo que sus páginas fueron parte de mi primera educación. Ya universitario, allá por los años finales de los setenta, empecé a comprar El País (un poco por rebeldía juvenil, un poco por la novedad, un poco por mimetismo) y a apreciar las ideas que suponían un contrapunto a las otras que leía. Más adelante, siendo ya profesional en esta ciudad, añadí a estas dos lecturas básicas las páginas del Diario Córdoba por aquello de saber lo que ocurría en mi entorno más cercano. Una visión local que empecé a completar con la lectura de The Economist que, desde entonces y semanalmente, me da la visión global de lo que ocurre en el mundo. Hubo temporadas en las que leí Diario16, como hubo tiempos en los que leí El Mundo (sobre todo por saber lo que opinaba el aznarismo gobernante). Y de vez en cuando me gusta comprar La Vanguardia por aquello de tener una visión de la realidad desde el nacionalismo periférico. Internet me permite muchos días darme una vuelta periodística por el mundo, pues desde la página web de la Asociación Nacional de Periódicos norteamericana (www.naa.org) se puede acceder a todos los rotativos importantes del mundo. The Washington Post, New York Times, Los Angeles Times, The Times, The Independent, Le Monde, La Reppublica, El Corriere, Süddeustche Zeitung, Die Welt, etc, son algunos de los que reviso casi todas las semanas. 

Con este bagaje de lector empedernido (casi diría que vicioso) de periódicos creo que puedo aventurarme a juzgar, sin hacer un análisis cuantitativo, la reciente evolución de nuestro cuarto poder en España. Y es que a, mi juicio, en los últimos años ha habido en nuestro país un fuerte deterioro de la calidad de la prensa escrita. Una pérdida de calidad que noto en un doble sentido: por una parte, creo que cada vez se escribe peor; y, por otra parte, creo que cada vez se escribe de una forma más desenfocada, más partidista. 

Que se escribe peor es casi un hecho. Y basta comparar cualquier periódico actual con alguno de hace veinte años. Y es que hay un empobrecimiento generalizado del lenguaje, quizás por la tiranía de la inmediatez y del espacio, que se nota en que cada vez se usan menos conceptos, se argumenta peor, se usan frases más cortas y se matiza menos. Parece como si el mundo que se quisiera describir fuera todo en blanco y negro, como si todo se tuviera que simplificar, como si en vez de escribir artículos y reportajes, los periódicos fueran sucesiones de eslóganes políticos y publicitarios. 

Pero, más grave que esto, es que cada vez más parece que la prensa española sirve a intereses partidistas, ideológicamente puros. Se dicen medias verdades, incluso se miente, se ataca al contrario sin hallar la equidistancia, sin neutralidad alguna. Los periódicos, más que servir al público con la verdad de los hechos y la honradez de las opiniones, parecen que se están convirtiendo en panfletos para agitar a los ya convencidos, cayendo, así, en un juego peligroso de competencia partidista que en nada les beneficia. Este deterioro de la prensa española es, para mí, un deterioro de nuestra democracia. Un deterioro que tenemos que evitar los ciudadanos exigiendo una mejor prensa. Una exigencia en la que nos va la calidad de nuestra convivencia. 

23 de abril de 2007 

lunes, 9 de abril de 2007

Capital humano

Desde que Adam Smith escribiera la Riqueza de las Naciones, allá por 1776, los economistas sabemos de la importancia de la educación en el progreso de los pueblos. Pero no sería hasta que confluyen las ideas de Jacob Mincer y Gary Becker, sobre capital humano, con las de Robert Solow y Paul Samuelson, sobre crecimiento económico, que no se empieza a pensar en la educación como una de las fuerzas que desarrollan una economía en el largo plazo. Hoy sabemos que existe una alta correlación entre el nivel de renta de una comunidad y su nivel educativo. De hecho, y dejando siempre de lado a los países petroleros, las economías más desarrolladas del planeta son las que tienen un nivel de alfabetización más alto, mayor índice de titulados universitarios y, lógicamente, mayor gasto medio en educación. De igual forma, se puede demostrar que un incremento en el nivel de gasto educativo produce, en el plazo de una generación, una aceleración del crecimiento económico. Así pues, invertir en educación es una de las mejores estrategias de desarrollo que se pueden seguir, especialmente en los países pobres. Esta idea, que es cierta con ese grado de generalidad, es necesario matizarla. 

El primer matiz viene desde la misma definición de capital humano. Así, si consideramos que el capital humano de una comunidad es el conjunto de conocimientos, habilidades y actitudes hacia el trabajo que posee esa comunidad y que les permiten producir bienes y servicios, hemos de considerar que no todos los conocimientos son iguales en cuanto a su utilidad para la producción, por lo que ese criterio, que se viene aceptando, de que el capital humano se mide por los grados de escolaridad medios de una población, no sólo no es exacto, sino que puede sesgar el análisis. Dicho de otra forma, dos países con el mismo porcentaje de titulados superiores y el mismo índice de analfabetismo tienen el mismo grado de educación, pero pueden tener distinto nivel de capital humano si en el primero de ellos todos los titulados lo son, por ejemplo, en lenguas muertas, mientras que en el segundo todos los titulados lo son en, por ejemplo, ingeniería industrial. De donde se deduce que, desde la perspectiva del capital humano, no sólo son relevantes los grados de escolaridad, sino qué se estudia. 

El segundo matiz tiene que ver con una variable oculta en las estadísticas. Y es que, por aquello de la corrección política, se considera, en las organizaciones internacionales, que todos los títulos de las mismas áreas tienen el mismo valor. Y eso es lo mismo que pensar que un título de Harvard contiene el mismo conocimiento que uno de una universidad española. Hay una gran diversidad de cantidad y calidad de conocimiento bajo el mismo título, como hay un abismo entre una titulada sobresaliente y un titulado aprobado. Así pues, la calidad de las instituciones educativas, que son los productores del capital humano, así como el nivel de exigencia dentro de ellas determinan distintos niveles de capital humano. 

De lo dicho hasta aquí se pueden extraer dos conclusiones básicas: si queremos crecer más en los próximos años tenemos que invertir más en capital humano, pero eso no significa necesariamente tener más titulados. Y, de igual forma, hemos de aumentar la calidad de nuestra educación, y eso tampoco significa necesariamente gastar más sino, probablemente gastar mejor. Y bastaría con que comparáramos lo que se ha hecho en Irlanda en los últimos veinte años con lo que hemos hecho en Andalucía, para que viéramos cómo se gestiona bien una política de capital humano. Lo malo es que esa comparación igual no le interesa ni a nuestros omniscientes planificadores educativos, ni desde luego, a nuestros sapientísimos y "magníficos" rectores. 

9 de abril de 2007