Páginas

lunes, 30 de octubre de 2006

Prejuicios

Hay algunos prejuicios muy curiosos sobre lo público y lo privado que, de puro repetidos, se creen como dogmas de fe, siendo, sencillamente, eso, prejuicios. 

Uno de estos prejuicios, típico de neoliberales, es aquel que dice que lo público siempre funciona mal, frente a una supuesta eficacia de lo privado. 

Y eso, que es cierto en algunos casos, no se puede generalizar porque hay, por ejemplo, bienes públicos que son indivisibles, cuya prestación es más eficaz si se prestan para un conjunto amplio de población por un monopolio público, que si se hace desde un atomizado sector privado. La seguridad o las infraestructuras, y esto ya lo argumentaba Adam Smith, son servicios mucho más eficientes prestados por el sector público que por el sector privado. Un policía protege a todo el mundo, mientras que un guardia de seguridad solo protege al que le paga. Por eso esa tendencia de los últimos años de privatizar la seguridad ha sido, en no poca medida, una de las causantes del aumento de la delincuencia en nuestras ciudades. Y de forma similar ha ocurrido en otros países. Y esto que ocurre con la seguridad, ocurre con las infraestructuras o con los sistemas de Seguridad Social, pues cuanta más gente pueda participar mayores son los rendimientos y menores los costes unitarios. Lo público no siempre es necesariamente ineficaz en la prestación de determinados servicios, mientras que lo privado no es siempre necesariamente unitariamente menos costoso. 

Otro de los prejuicios, esta vez típico de transnochados stalinistas, es ese que supone que todo lo que sea de iniciativa privada tiene un interés económico, una búsqueda del máximo beneficio. Es decir, que lo privado no puede, casi por definición, tener un carácter social (si entendemos por carácter social la atención a marginados o desfavorecidos por cualquier causa). Y para desmontar este prejuicio solo hay que mirar a nuestro alrededor para ver que, además de las Administraciones Públicas y de las empresas privadas, hay cientos de miles de instituciones que constituyen el tejido de la sociedad civil que tienen un carácter social, por su propia naturaleza y por la de los servicios que prestan, que las hacen imprescindibles. Y es que, por muy amplio que sea, el Estado del Bienestar no llega, por ejemplo, a todas las situaciones de marginación. 

Por eso, para atender a estas necesidades, han surgido, a lo largo de la historia, iniciativas, de carácter religioso en un principio y civil posteriormente, que se pueden llamar de muchas formas (Instituciones de caridad, ONGs, Asociaciones de lo que sea, etcétera), y siendo de naturaleza privada tienen un carácter social, llegando más allá de la acción de los poderes públicos. Y la prueba de su eficacia en las prestaciones sociales es el mismo reconocimiento y apoyo económico que reciben de estos poderes públicos. ¿O es que Cáritas, Manos Unidas, la Asociación contra el Cáncer o Córdoba Acoge son antisociales por ser instituciones no públicas o tener algunas de ellas un carácter religioso? ¿Es que Amnistía Internacional, Greenpeace, Intermón-Oxfam o Transparency International no cumplen una función social porque no son administraciones públicas? ¿Acaso no cumplen ninguna función social las Obras Sociales de las Cajas de Ahorro? O, ¿no son privadas las cooperativas de toda naturaleza? Identificar lo privado con las sociedades mercantiles con ánimo de lucro es hacer una simplificación de la realidad social que solo puede ser expresión de un prejuicio. 

Como es también un prejuicio (cuyo análisis merece un artículo completo) el sostener que los servicios públicos (por ejemplo, los sanitarios o educativos) son gratuitos y benefician a todo el mundo por igual, porque eso es desconocer quién los financia y quiénes son los que se benefician de ellos. Y expresar opinión sin conocimiento es solo expresar prejuicios. 

Y ya se sabe, los prejuicios son solo reflejo de la ignorancia. Aunque, también pueden ser reflejo de la estupidez. 

30 de octubre de 2006 

lunes, 16 de octubre de 2006

Política elemental

Las leyes existen porque son necesarias para la vida en sociedad. Y es que las leyes son solo un conjunto de principios que regulan el funcionamiento de las relaciones entre los seres humanos pues, al prohibir determinadas acciones o al obligar a realizar otras, evitan conflictos, aumentan la libertad del conjunto, ordenan la sociedad. Podemos decir que el orden social, el orden de las acciones de las personas en su vida con otros, es fruto del grado de cumplimiento de un conjunto de las normas. De ahí que una sociedad "bien ordenada" es aquella en la que, teniendo un conjunto de normas coherentes con los principios de la mayoría, estas normas se cumplen. Una sociedad sin normas, sin leyes, o con normas o leyes que no se cumplen es una sociedad desordenada. Los súbditos, los sujetos de la relación política, acatan las leyes y las normas por una mezcla compleja de tres razones: en primer lugar, porque pueden estar convencidos de que deben cumplirlas o que es bueno su cumplimiento concreto; en segundo lugar, porque cumpliendo la ley se benefician de alguna forma o evitan un perjuicio, y, finalmente, por coacción, porque los pueden sancionar de alguna forma. Es evidente que una sociedad puede estar bien ordenada por la coacción, pero hay una evidencia empírica de que los países democráticos son, en general, sociedades bien ordenadas, pues las leyes responden a los principios de una mayoría de la población y, además, el resto acepta la legitimidad de las leyes, aunque no compartan sus principios. De igual forma, se sabe que las democracias son, en general, sociedades ordenadas con menos coacción que las sociedades no democráticas. 

En una democracia, las leyes son elaboradas por el poder legislativo, que representa al conjunto de los ciudadanos, y aprobadas por unas reglas de mayoría; se han de hacer cumplir por el poder ejecutivo, que dirige la administración y los instrumentos de coacción; y el incumplimiento de las normas ha de ser determinado por un poder judicial independiente de los otros poderes para evitar así la arbitrariedad en la aplicación de las sanciones. Los gobiernos, pues, sean del nivel que sean, tienen la misión primigenia de hacer cumplir la ley, de hacer que lo que está prohibido no se produzca y de que lo que es obligatorio se cumpla. Si no lo hacen así caen en una irresponsable dejación de funciones que hacen a las sociedades desordenadas e injustas, pues prima entonces la ley del más fuerte o la de aquellos individuos más inciviles. 

Estos párrafos anteriores, que son lo más elemental de la política desde hace ya más de dos siglos, parece que se está olvidando por parte de todos los gobiernos que sufrimos. Parece como si, por un estúpido complejo, el uso de la ley y, en su caso, de la fuerza, fuera una acción antidemocrática. Cuando lo realmente antidemocrático, porque va en contra ese primer pilar de cualquier democracia que es el Estado de Derecho, es la dejación de funciones en el cumplimiento de la ley. Y esto lo digo porque es antidemocrático que se negocie con una banda terrorista algo más que la dejación de las armas, y menos una mesa de partidos al margen de la representación parlamentaria legítima, porque con ello se prima a los violentos. Como es antidemocrático que se suspenda un Consejo de Ministros de la Vivienda en Barcelona por "prudencia" en una clara claudicación del Estado ante unos centenares de ciudadanos inadaptados. Como es antidemocrático que un Ayuntamiento como el de Córdoba haga una dejación de funciones tan asombrosa, y durante tanto tiempo, con los parcelistas y con alguna constructora de cuyo nombre no quiero acordarme. Como es antidemocrática la llamada a la desobediencia civil de la ley del botellón de un parlamentario andaluz de IU. Y es que democracia es mucho más que elecciones. Es también cumplimiento de las leyes. Como bien sabrían nuestros políticos si supieran la más elemental política. 

16 de octubre de 2006 

lunes, 2 de octubre de 2006

Presupuestos

Los Presupuestos Generales del Estado para el año 2007, presentados la semana pasada, tienen, al menos en sus grandes cifras, tres características esenciales: en primer lugar, son, desde una perspectiva macroeconómica, suavemente restrictivos, muy en la línea con los de los últimos diez años; en segundo lugar, son productivistas, con un cierto cambio de orientación en las políticas de oferta; y, finalmente, desde un punto de vista político, son muy superficiales, especialmente por la forma en la que han sido presentados a la opinión pública por algunos responsables políticos y por la que, previsiblemente, tendrá su debate. 

Desde un punto de vista macroeconómico, los Presupuestos reflejan una opción de política macroeconómica ortodoxa y esencialmente correcta para el funcionamiento de nuestra economía. Y es que una economía cuyo patrón de crecimiento viene determinado por el fuerte impulso de la demanda interna, especialmente por un sostenido crecimiento del consumo privado y la inversión residencial; que, además, presenta problemas estructurales en el frente de la inflación, con altos diferenciales con respecto a sus competidores; y tiene un fuerte y correlativo desequilibrio en la balanza de pagos, necesita unos presupuestos de corte restrictivo, con superávit, para no acentuar los desequilibrios. En ese sentido, los presupuestos son, además, prudentes, pues, con la significativa reducción de la deuda pública hasta niveles históricamente bajos del 37,7%, hay margen de maniobra en el futuro para poder hacer una política más expansiva, si se suavizara el ritmo de crecimiento. Desde un punto de vista macroeconómico, pues, y a grandes rasgos, poco hay que objetar a estos Presupuestos. Máxime cuando este año las previsiones macroeconómicas y de precios internacionales son mucho más creíbles. 

Desde una perspectiva microeconómica, desde el comportamiento de los agentes, los Presupuestos Generales para 2007 suponen un esfuerzo, ligero aunque loable, por cambiar la concepción de la política económica desde una perspectiva sectorial a una perspectiva de economía de oferta. Y es que la vieja concepción, que todavía persiste fuertemente en los actuales y en los presupuestos de la mayoría de las administraciones, de fomentar o proteger determinadas actividades y sectores, empieza a dejar paso, en estos presupuestos, a una forma de asignar los gastos públicos más moderna, en la que lo importante es el crecimiento de la productividad de la economía. En este sentido, el incremento del gasto en educación, en investigación y desarrollo y en infraestructuras son decisiones necesarias para un intentar un cambio en nuestro modelo de crecimiento económico. El problema es que, sin cambios en la forma de gestión del gasto y sin unos criterios de eficacia y calidad, este esfuerzo puede ser baldío. Es decir, carece de sentido asignar más presupuesto a nuestras universidades, por ejemplo, si éstas viven obsesionadas con los ladrillos, los claustros son endogámicos, no hay exigencia a los alumnos y la producción científica es de escasa calidad. 

Finalmente, los Presupuestos Generales del Estado son, políticamente, superficiales, porque se van a aprobar tras un debate absurdo. Y es que están territorializando (atroz verbo) hasta gastos indivisibles por naturaleza. Se obvian, por el contrario, debates de más calado como serían, por ejemplo, ese sobre la forma en la que se distribuye la carga fiscal por niveles de renta, o ese otro sobre la manera en la que se distribuyen, marginando siempre a los marginados, los gastos mal llamados sociales o aquel en que se discutiera, de una vez por todas, los problemas de financiación de nuestros ayuntamientos, una de las causas de la generalizada corrupción de nuestra vida pública. Pero ya se sabe que el virus nacionalista genera una infección intelectual generalizada que se convierte en enfermedades políticas como el victimismo, el infantilismo, etcétera. Menos mal que, al menos, este Gobierno tiene a Solbes. 

2 de octubre de 2006