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lunes, 24 de octubre de 2016

Miedo

En el debate interno sobre estrategia que está manteniendo Podemos se viene discutiendo desde hace un mes sobre el grado de radicalidad de sus planteamientos. Un debate que se puede sintetizar en dos posturas: Pablo Iglesias habla de «dar miedo», mientras que Errejón sugiere «la seducción» como arma estratégica. Ambos con el mismo objetivo: el poder. 

Cuando Pablo Iglesias dice que «el día que dejen de dar miedo serán uno más y ese día no tendrán ningún sentido como fuerza política», lo que está diciendo es que quiere situar a Podemos como una fuerza revolucionaria cuya raíz ideológica es el antagonismo extremo con los que opinan diferente. Cuando Errejón dice que hay que usar la seducción, se sitúa en el plano de la democracia, del reconocimiento al otro, de la aceptación de las reglas del juego. 

La propuesta de Iglesias es, a pesar de su atractivo para sus bases, realmente peligrosa para el conjunto, pues el día que los españoles tengamos que tener miedo, en que unos nos sintamos amenazados por los otros, volverán a tener sentido político las palabras «ellos» y «nosotros». El día que tengamos que tener miedo dejaremos de ser una comunidad de hombres y mujeres libres, con sus fracturas, pero libres, para volver a ser miembros de «partidos», en los que habrá «bandas». El día que tengamos miedo Iglesias habrá logrado dar cumplimiento a la visión política del teórico nazi Carl Schmitt, que la concebía como un antagonismo, como una lucha entre los «amigos» y los «enemigos». El día en que tengamos miedo a una fuerza política porque «solo tiene sentido si da miedo» será el día de «Juego de Tronos». El día en el que renunciamos a construir una democracia. 

Porque la democracia se basa en no tener miedo. Es no tener miedo a pensar de una forma diferente, no tener miedo a decir lo que se piensa, no tener miedo a que te encarcelen sin un juicio justo, no tener miedo a que te excluyan de tu puesto de trabajo o te quiten tus propiedades, no tener miedo a que las administraciones discriminen a los que piensan de otra forma, no tener miedo… No tener miedo a ninguno de nuestros conciudadanos, no tener miedo al forastero, no tener miedo al extranjero. No tener miedo. Reconocer en el otro, en los otros, una buena voluntad. Confiar en que el otro, en los otros, es esencia de la convivencia y es la esencia de la democracia. Sin una mínima confianza en el otro, sin esa mínima confianza que elimina el recelo, no es posible la vida en sociedad, por lo que no es posible la democracia. El miedo de una ciudadanía es la medida de la calidad de una democracia, porque el miedo es inversamente proporcional a la confianza en los otros. 

Sin terminar de superar el miedo a ETA y sus adláteres, con miedo al terrorismo yihadista (que tantos derechos se está llevando por delante); con miedos cotidianos a un accidente de tráfico o perder el trabajo; con miedos sociales como el miedo al qué dirán... generar un nuevo miedo, aunque sea sólo en una parte de la sociedad, es lo último que nos faltaba por oír que ha de hacer una fuerza política por la ciudadanía. Y menos de una fuerza política que se dice democrática y moderna, pues la democracia es una forma de gobierno con los discrepantes, no una forma de gobierno de las unanimidades, ni votar a mano alzada en las asambleas, y la modernidad es liberación, no generar miedo. 

No sé si finalmente ganará la posición de Pablo Iglesias en Podemos, aunque lo normal es que sí, pues este debate lo han tenido todos los partidos revolucionarios desde el siglo XVIII y siempre ganaron los radicales. Lo que me preocupa es que Iglesias llevará a Podemos por un camino en los que soplan vientos totalitarios. Eso sí, un camino democráticamente elegido a la búlgara. 

24 de octubre de 2016 

martes, 11 de octubre de 2016

De las formas

En España, la palabra ‘educación’ tiene dos acepciones fundamentales que distinguimos, esencialmente, con los adjetivos con que la calificamos. En una primera acepción, educación significa, básicamente, el proceso por el que una persona adquiere un conjunto de conocimientos, desarrolla unas habilidades y practica unos valores. Esta educación se suele reconocer en forma de títulos de tal forma que, cuando decimos que alguien recibió una “magnífica educación”, pensamos que estudió en colegios o institutos reconocidos y en universidades prestigiosas. 

En una segunda acepción, educación significa tener modales, conocer y practicar usos sociales que permiten convivir. Es cumplir un código de conducta en los hechos cotidianos que ayudan a relacionarnos. Hechos simples como no decir palabrotas, no dar voces, ir vestido adecuadamente según la ocasión, no tirar nada al suelo, etc. son parte de esta educación. Cuando decimos que una persona tiene una ‘buena educación’, normalmente pensamos que es una persona que guarda las formas, que en ningún momento va a ponernos en una situación incómoda. Según esta acepción, uno está ‘bien’ o ‘mal’ educado, sin gradaciones, y, en general, la responsabilidad de esta ‘buena’ o ‘mala’ educación es familiar. 

Haber recibido una ‘magnífica educación’, no implica estar ‘bien educado’. Seguramente, la sociedad española con más posibilidades educativas de toda la historia sea la nuestra. Nunca el nivel de analfabetismo fue tan bajo (no llega al 2% de la población), ni el nivel de cualificación tan alto (el 30% de los españoles tiene educación superior). Nunca ninguna generación de españoles tuvo, como nuestros jóvenes, tantas oportunidades educativas, ni más recursos por estudiante, ni menor ratio profesor/alumno, ni más libros y medios a su alcance. Nunca tuvimos unos sistemas pedagógicos tan potentes como los que tenemos ahora. Aquellos que añoran, por ejemplo, los tiempos universitarios pasados idealizan lo que vivieron, pues no eran mejores las universidades españolas de finales de los 70 que las que ahora tenemos. Y basta con comparar la calidad media de los claustros (¿qué porcentaje de cátedros hablaba inglés en 1978 o había pisado el extranjero?), las ratios, las oportunidades de intercambios internacionales, las prácticas en empresa, las bibliotecas, los medios audiovisuales o los laboratorios para hacernos una idea de lo mucho que se ha invertido (nunca suficientemente) y se invierte en la educación en España. 

Sin embargo, al mismo tiempo, no creo que nunca hubiera tanto porcentaje de ‘mala educación’ en España como ahora. Y la prueba de esto lo tenemos todos los días en nuestros platós de televisión, en el Parlamento, en las redes sociales, incluso en los periódicos. Miren algunos programa de debate en televisión o no digamos ya los de cotilleo, asómense a un debate en el Congreso (como el del martes pasado sobre precisamente educación), estudien las discusiones que se producen en las redes sociales, hagan una breve investigación de las palabras que se usan en las radios o los periódicos, paseen por cualquier zona de botellón o por los aledaños de un campo de fútbol y verán la “mala educación” de nuestra sociedad. Parece que la ‘mala educación’ vende, que romper las formas es ahora el modelo social. 

Creo que las formas son fundamentales para vivir en sociedad, que una buena educación es parte del cemento con el que se construye una comunidad. Creo que la buena educación no está reñida con la profundidad de las discrepancias, pues se puede discrepar y debatir educadamente. Creo que la cortesía, lejos de ser una muestra de hipocresía, manifiesta el valor de ponerse en el lugar del otro, de los demás. Guardar las formas es un elemento esencial de cualquier civilización. 

Quizás por eso me desagradan, además de por las diferencias ideológicas, los populismos, pues sus líderes parecen permanentemente enfadados con el mundo. Quizás por eso hace dos semanas sentí bochorno por el espectáculo de los socialistas. Quizás por eso cada vez me desagrada más la política, porque, además de vacía, cada vez es más maleducada.