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lunes, 20 de octubre de 2003

Fuimos a la guerra

Fuimos a la guerra en Irak porque queríamos acabar con un tirano. Depuesto Sadam, no ha mejorado la seguridad en Irak: ahora está la tiranía de esos miles de tiranos que tienen armas. Les hemos cambiado la inseguridad de un régimen totalitario por la inseguridad de miles de pequeños regímenes totalitarios. Del secuestro y asesinato de Estado al secuestro y asesinato económico. Pero todavía por esto, lo hubiera entendido. Por la soberbia de creernos mejores, hubiera entendido ir a Irak a luchar. 

Fuimos a la guerra en Irak porque era un nido de terroristas. Y hasta ahora no hemos encontrado ninguno que la guerra no haya creado. Porque la guerra y la ocupación militar los ha fabricado y los justifica. Y aun por esto, lo hubiera entendido. Por el miedo al terrorismo fanático hubiera entendido luchar y morir en Irak. 

Fuimos a la guerra en Irak porque sus armas de destrucción masiva suponían una amenaza para sus vecinos y para la estabilidad internacional. Pero las armas no aparecen, e incluso sospechamos que Sadam mentía, y hemos logrado que otros dictadores y países se armen con la bomba atómica. Más aún, sabíamos que, tras los bombardeos selectivos, era improbable que tuvieran armas, ni siquiera para defenderse. Y la prueba está en lo que duró la guerra. Y hubiera entendido que, por un temor racionalmente fundado a esas armas, hubiera que ir a morir y a matar en Irak. 

Fuimos a la guerra en Irak porque tenía petróleo. Un petróleo que es útil para nuestras ricas economías de Occidente. Pero ahora resulta que tardaremos años en acceder a ese petróleo. Un petróleo que no es nuestro y que ellos estaban dispuestos a vendernos libremente, como, de hecho, hacían. Y ahora resulta que, para poder robárselo, hay que invertir en instalaciones que hemos destruido con la guerra. Mientras, de paso, empobrecemos a la ya pobre gente irakí. Y porque la codicia es, también, un pecado humano, que ha llevado a lo largo de la historia a morir y matar, lo hubiera entendido. 

Fuimos a la guerra en Irak porque íbamos a resolver el problema de Oriente Próximo, porque íbamos a mover a Israel hacia la paz. Pero Israel incendia Siria y Líbano y sigue masacrando a los palestinos ante el culpable silencio de la coalición internacional. Y lo hace incumpliendo sistemáticamente las normas de las Naciones Unidas, y no hay coalición que pueda obligarles a cumplirlas. Pero aun la hipocresía y la doble moral puedo llegar a entenderlas. 

Fuimos a la guerra en Irak sin la cobertura de las Naciones Unidas, erosionando fuertemente su legitimidad y autoridad, porque había que desmontar la amenaza de Sadam de inmediato. Y destrozamos el multilateralismo y el consenso, y celebramos la proclamación del nuevo Imperio americano. Y aun por la vanidad de ir con los más fuertes, lo hubiera entendido. Porque también el servilismo es parte de nuestra naturaleza interesada. Se nos dijo que íbamos a la guerra en Irak porque así nos ayudarían los norteamericanos con nuestro terrorismo nacional, con lo que sosteníamos la bajeza moral de su gobierno que sólo ayuda a cambio de algo. 

También se nos dijo que íbamos a la guerra en Irak para tener un mayor papel en Europa, pero británicos e italianos nos están ninguneando según sus intereses. E, incluso, se nos ha justificado que estamos en Irak porque así tenemos presencia entre la comunidad hispana norteamericana, futura minoría clave en el Imperio, cuando esta minoría no sabe, ni le importa, dónde está España. 

Y pronto se nos dirá que la verdadera razón de estar en Irak es que nos concedan el ITER, el megareactor de fusión nuclear, una tecnología que somos incapaces de generar con nuestra política de investigación. Y, también por estas razones, tan triviales, podría entender que fuéramos a la guerra en Irak. Porque también es de nuestra naturaleza el excusar todas nuestras acciones. 

Lo malo es que sabíamos que de nada servía acabar con el tirano, que no tenía armas de destrucción masiva, que no financiaba terroristas, que no iba a cambiar la política de Israel, que íbamos a perjudicar a Europa, que no nos iban a ayudar más contra ETA, que no íbamos a ser más populares en América y que, al final, igual no nos dan el ITER. 

O sea que fuimos a la guerra en Irak porque nos mentimos a nosotros mismos. Fuimos a la guerra por nada. Sin ninguna razón para ir. Por pura estupidez. Y eso, aunque humano, sí que no puedo entenderlo. 

lunes, 6 de octubre de 2003

La no política económica de Europa

Los datos de crecimiento de las principales economías europeas certifican su estancamiento. Al menos de la mayoría. Estos datos certifican, también, el estancamiento de la economía europea: Porque la economía de la Unión es, por el momento, la suma de quince economías dispares, asimétricamente integradas unas con otras. Y, sin embargo, la economía de la Unión podría ser mucho más que esta suma. 

Es cierto, porque es una verdad de Perogrullo, que este estancamiento de la economía europea tiene su origen en las dificultades que tienen para crecer dos de las grandes economías europeas, Alemania y Francia. Pero decir esto desenfoca, en mi opinión, el origen del problema e imposibilita pensar en sus soluciones. Porque supone que seguimos viendo a nuestra economía como una suma de distintas economías nacionales, de territorios, y no como una agregación de mercados bajo instituciones similares. Y esta perspectiva, que también es la que se está imponiendo en el ámbito político, es una parte del problema, pues nos lleva a que Europa, la segunda economía del planeta, no tiene una política económica coherente para su economía. Mejor dicho, tiene una no política económica. En un proceso de integración económica entre economías caben tres opciones para articular una política económica conjunta y no depredadora. La primera opción es la de seguir una política económica centralizada y única, al menos en tres aspectos esenciales: la política monetaria, la política fiscal y la política común de regulación de los mercados (de bienes y servicios, de trabajo, de dinero). Esto implica tratar a la economía de la Unión con la misma lógica de política económica que se utiliza en un país determinado. Las dos grandes ventajas de esta opción, que podríamos etiquetar como la opción unionista, son la coherencia y la eficacia. Y ahí está la historia de la economía norteamericana para demostrarlo. Por el contrario, su gran inconveniente es que para articularse se necesita una cesión de soberanía política, algo que los políticos de los distintos países, y no pocos de sus ciudadanos, no están, normalmente, dispuestos a hacer. Las condiciones para llevar a cabo una política de este tipo son dos: que haya un poder político central que tenga legitimidad para establecer esta política y que existan mecanismos para hacerlas cumplir. La segunda opción, que podríamos llamar federalista, es la de políticas económicas nacionales coordinadas a través de acuerdos. Se trata de negociar reglas de funcionamiento de las grandes líneas de política económica tales como bandas de fluctuación de las monedas, topes máximos de déficit público y deuda pública, y reglas básicas de mercado que no limiten la competencia. La gran ventaja de esta opción es su flexibilidad, la posibilidad de adaptación para cada economía y su amplia aceptación por parte de los políticos de cada país, pues si bien supone una limitación de la soberanía, ésta no se cede, se comparte. Los dos inconvenientes de esta forma son, en primer lugar, esta misma no cesión de la soberanía, y, en segundo lugar, la posibilidad de no pocas incoherencias en la aplicación de la política dentro de cada economía, pues no todas las economías son iguales y cada una vive circunstancias políticas diferentes. 

La tercera opción es una mezcla de las dos opciones anteriores. Es decir, centralizar alguna política económica y coordinar otras. El resultado no es la suma de las ventajas de los modelos anteriores, sino la anulación de éstas y la acentuación de los inconvenientes. Y es esta opción, más por miopía, dejadez e inconsciencia que por malicia, la que estamos siguiendo los europeos. Tenemos una política cuasicentralizada en asuntos monetarios, una política fiscal que debiera de haber sido de coordinación y es descoordinada, y una política de regulaciones inflexible según para quién (y ahí está el caso Alstrom o del mercado eléctrico para corroborarlo). O sea que hacemos lo peor de lo que, teóricamente al menos, podríamos hacer. Y lo malo es que aún hay gobiernos y ciudadanos europeos que piensan que cuanto peor le vaya a su vecino, mejor se pueden justificar ellos.