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lunes, 21 de diciembre de 2015

Economía enferma

Hemos de reconocer que en los últimos meses hemos vivido una vorágine política. Las elecciones de mayo, las catalanas de septiembre, los atentados de París, las elecciones generales de ayer...Casi todo el discurso público ha estado dominado por la política. Mucho ruido político. Las propuestas de reforma de la Constitución, el tema territorial, la corrupción, el debate sobre los debates, etc., de todo eso ha habido tuits y confrontación en las redes y en los platós, aunque escasas propuestas argumentadas y sosegadas. Casi nada se ha hablado de economía, y lo poco que se ha hablado mal y dogmáticamente. Parece como si la economía española estuviera, por aquello de estar creciendo, ya sana, cuando no lo está. 

Es cierto que la economía española está recuperándose, pero aún sigue enferma. Está enferma porque no ha terminado de salir de la crisis, está bajo medicación, y una de sus constantes vitales, el paro, sigue demasiado alto. Es cierto que el punto crítico se ha superado y que hoy crece, que tiene crédito en los mercados internacionales y que está reduciendo el desempleo. Pero no es menos cierto que es una economía que crece porque está bajo los efectos de una medicación fuerte que no puede prescribirse para siempre so pena de generar adicción: una política fiscal expansiva y una política monetaria superexpansiva. Es decir, la economía española crece porque tiene un déficit público de más del 4% y no debe acostumbrarse a crecer así, sencillamente, porque acumularía una deuda pública (ya en el 100% del PIB) insostenible en el largo plazo. Como no puede acostumbrarse a unos estímulos monetarios con tipos de interés cercanos al cero, porque el resultado a largo plazo es o una nueva burbuja por crecimiento de los precios de los activos o inflación. Más aún, la economía española aún no ha definido lo que quiere hacer cuando salga del hospital, pues nadie está pensando ni en sus características esenciales, ni en su composición sectorial de dentro de diez años. Dicho de otro forma, nadie está pensando si queremos una economía exportadora o una economía de crecimiento interno; ni si queremos una economía más equilibrada o tan dependiente de lo público como hasta ahora; ni si vamos a hacer una economía medioambientalmente eficiente, o si queremos una economía más industrial o más turística. Nadie está pensando en el tamaño de nuestras empresas, ni en el grado de competencia en nuestros mercados. De momento, como cualquier enfermo convaleciente, se está dejando llevar, y está aprovechando dos circunstancias para no pensar: no va a hacer ningún esfuerzo en su dieta energética porque el petróleo está barato; como no va a hacer ningún esfuerzo en pensar en el trabajo futuro para cuando salga del hospital porque vive de las rentas turísticas, que obtiene casi sin esfuerzo y son crecientes porque a sus competidores en el Mediterráneo les va mal. 

La economía española sigue enferma y sería bueno que los políticos le dediquen una mayor atención. Eso sí, con mejores fundamentos científicos que los que han demostrado en la campaña electoral, porque ni el paro se cura con un artículo nuevo en la Constitución ya que no es la voluntad política la que genera empleos, sino la capacidad de riesgo de los empresarios cuando invierten; ni el Estado del Bienestar se hace sostenible con un Pacto (aunque sea en Toledo) porque eso no hace crecer la base poblacional ni la productividad de la población ocupada; como no se soluciona el problema de falta de tejido industrial porque Cataluña encuentre un "encaje" con el resto de España. 

Con las elecciones de ayer termina el ciclo electoral español. La legislatura que empieza será muy política porque ha habido un cambio significativo en los actores y porque las circunstancias económicas son menos perentorias. Pero se equivocarían los políticos si no le prestan atención a nuestra convaleciente economía, porque aún necesita cuidados para no recaer, pero, sobre todo, necesita mucho menos ruido. 

21 de diciembre de 2015 

lunes, 7 de diciembre de 2015

Última oportunidad

A pesar de lo que nos digan en esta campaña electoral, lo que nos estamos jugando en la Cumbre del Clima de París es mucho más determinante para nuestro futuro que lo que ocurra en las elecciones del 20-D. Sencillamente porque lo que nos estamos jugando en París es la última oportunidad de hacer algo, o de empezar a hacer algo, ante el desastre ecológico. Como ha dicho el presidente Obama, "somos la última generación que puede parar el cambio climático", la próxima será la primera en sufrir sus consecuencias. 

La cumbre de París se está desarrollando como se esperaba: grandes reuniones, grandes discursos, grandes expectativas, grandes anuncios- para unos objetivos reales tan pobres como los contenidos en el artículo 2 del borrador de acuerdo que se está discutiendo (FCCC/adp/2015/L.6, en www.cop21.gouv.fr). En el borrador que se discutirá esta semana por los ministros se puede leer: "las partes (los países) acuerdan tomar medidas urgentes y mejorar la cooperación y el apoyo para: a) Mantener el incremento de la temperatura media global por debajo de 1,5C (hasta 2ºC) de los niveles preindustriales mediante importantes reducciones de las emisiones de gases invernadero; b) Incrementar sus capacidades para adaptarse a los impactos adversos del cambio climático; c) Seguir una transformación hacia un desarrollo sostenible que fomente sociedades y economías con un clima consolidado y de bajas emisiones de gases de efecto invernadero, sin amenazar la producción y distribución de alimentos". 

O sea, que, en el mejor de los casos, tras los grandes discursos, de lo que se trata no es de intentar salvar la Tierra, sino de que la temperatura global de nuestro planeta no suba más de 1,5-2ºC, y no los 4ºC que se prevén si no se hace nada. No estamos, pues, luchando contra el cambio climático en general, sino intentando limitar uno de los daños que causamos al medioambiente. Nada se está discutiendo del resto de residuos que contaminan el aire, el agua o la tierra. Nada se está diciendo de la contaminación marina por plásticos, de la contaminación de la tierra con metales pesados o de la deforestación. Nada se dice de la pérdida de biodiversidad. Por los documentos que se están manejando en la cumbre, parece que, limitada la emisión de CO2 y otros gases invernadero, la Tierra no tuviera ninguna otra enfermedad. Desde la perspectiva de la Tierra, la cumbre de París es un gran chasco, porque es como si nos conformáramos con una enfermedad crónica. 

Sin embargo, y hay que valorarlo, esta cumbre puede suponer un avance en la lucha medioambiental pues, si se llega a firmar un acuerdo vinculante para todas las partes, se generaría un precedente de derecho internacional, que permitiría llegar a nuevos acuerdos de regulaciones medioambientales en el futuro y, por la lógica jurídica, luchar contra los intereses nacionales y empresariales que impiden avanzar más. El caso norteamericano es paradigmático y esperanzador. Hasta 2008 la doctrina oficial norteamericana era negacionista del cambio climático. En esta cumbre, los norteamericanos, en boca de su presidente, han reconocido su responsabilidad en la producción de los gases producen el calentamiento global. Reconocer la responsabilidad es el primer paso para poder firmar un acuerdo vinculante. Y firmado un acuerdo vinculante, si es ratificado por el Senado, se convierte en ley para los norteamericanos, por lo que pueden legislar para limitar la producción de energía eléctrica a partir del carbón o para aumentar las exigencias medioambientales para los automóviles. Si de esta cumbre saliera, al menos, un acuerdo como ese, no habremos salvado el planeta, pero empezaríamos a tener armas legales para hacerlo. Especialmente para controlar a los grandes culpables, pues una regulación norteamericana, y más si se le suma la europea, obligaría a China y al resto de emergentes a través de requisitos a sus exportaciones. 

De París, vienen, pues, malas y buenas noticias. Todo depende de si se mira desde la perspectiva de la Tierra o desde la más pequeña perspectiva humana. 

7 de diciembre de 2015 

lunes, 23 de noviembre de 2015

Terrorismo, fanatismo, totalitarismo

La causa última del terrorismo no es otra que el fanatismo. El pensar que hay un sistema de creencias que no sólo es el verdadero, sino que ha de ser el de todos los demás, por lo que ha de ser impuesto a los otros, aunque no quieran. La causa última del terrorismo es el fanatismo mezclado con un desprecio absoluto a la vida humana. 

El fanatismo, que es un desequilibrio psicológico y social, tiene una dimensión política que es el totalitarismo. Todo fanatismo implica un totalitarismo, sencillamente porque el fanatismo no comprende la libertad, la posibilidad de discrepancia. 

La causa del terrorismo es, pues, la existencia de fanáticos que, apoyados por países o grupos totalitarios, quieren imponernos un totalitarismo. Luchar contra el terrorismo es luchar contra el fanatismo de las personas y el totalitarismo de los grupos o países que los apoyan. 

Para luchar contra el fanatismo, hay que trabajar en tres ejes esenciales: discurso, educación y libertades. La primera base de toda línea de acción es un discurso, un relato de lo que se hace y porqué se hace. Hemos de empezar por ser conscientes de la existencia de fanatismos en el seno de nuestras sociedades, de ahí que debiéramos empezar por un discurso que reivindique los principios democráticos liberales. Hemos de reconstruir el discurso democrático básico. Sólo desde él podemos confrontar ideas con los fanáticos. 

El segundo pilar es la educación, pues la ignorancia es una de las raíces del fanatismo. Eso sí, una educación genuina, no un adoctrinamiento, pues la educación, de la misma forma que es un instrumento para la lucha contra el fanatismo, es fuente de él. De ahí la importancia de la libertad educativa y de la garantía pública de esta libertad. 

Finalmente, para luchar contra el fanatismo, es necesaria la firmeza en la defensa de las libertades. Es la contradicción liberal: la libertad es necesaria protegerla mediante leyes que obliguen a otros a ser libres. Las democracias occidentales no pueden ser tan permisivas que consientan, por ejemplo, la marginación de la mujer en sus comunidades musulmanas, incluso en detalles como el uso del velo o el absentismo de las clases de educación física. Como hemos de reclamar a los países totalitarios de Oriente Próximo el respeto de la carta de los Derechos Humanos. La misma razón que opera para presionar a otros debería operar para países como Arabia Saudí, Kuwait o los Emiratos. 

Para luchar contra los totalitarismos hay también tres ejes clave: diplomacia, inteligencia y fuerza. Diplomacia para concitar coaliciones de países para cortar las fuentes de financiación, aprovisionamiento o reclutamiento de los grupos terroristas, para allegar recursos, para ejercer presión. Diplomacia y apoyo a los grupos de orientaciones democráticas opositores en estos países totalitarios. Diplomacia y apoyo para los países que pueden servir de modelo de transición para estos países, como es el caso de Túnez. ¡Qué pena que, por pereza, dejáramos marchitar las primaveras árabes! 

Inteligencia, civil y militar, es el segundo pilar. Es necesario conocer el funcionamiento, fuentes de financiación y aprovisionamiento, personas, bases ideológicas y logísticas, etc. de las organizaciones que amparan o promueven el terrorismo, para prevenir atentados y desarticular grupos. Hemos de dedicar recursos a inteligencia a una escala mucho mayor que la de dedicamos a la lucha contra los grupos terroristas como ETA. 

Y, finalmente, y al mismo tiempo, es necesario el uso de la fuerza militar. El mundo ha de intervenir en Libia, Siria y Somalia; restaurar la integridad territorial de Irak y Afganistán; dar un serio aviso a Arabia Saudí, a los Emiratos y a Pakistán; apoyar a Túnez, Jordania, Marruecos y Turquía; presionar a Egipto e Irán para una apertura; ayudar a un cambio en Argelia; proteger a Líbano, Mauritania, Mali, RCF, Chad, Etiopía, Nigeria y Kenia. Y solucionar el problema palestino. Y ha de hacerlo todo el mundo porque todos estamos amenazados. Solo así, las muertes de París no habrán sido en vano. 

23 de noviembre de 2015 

martes, 10 de noviembre de 2015

Yo tuve amigos catalanes

Hubo una vez que tuve amigos catalanes, algunos con apellidos compuestos con i latina y otros nacidos allí de padres andaluces. Amigos catalanes que no subrayaban continuamente su catalanidad, que eran catalanes como yo soy andaluz y otros son madrileños. 

Hubo una vez que tuve amigos catalanes con los que me identificaba porque éramos de la misma edad, habíamos estudiado en colegios parecidos, en la universidad nos habían enseñado las mismas cosas, teníamos las mismas películas favoritas y parecidos gustos musicales (ellos cantaban Jarcha o Triana y nosotros a Llach y la Companya Eléctrica Dharma), vestíamos vaqueros y nos gustaban las mismas comidas. Entre nosotros, la diferencia era más de matices: Barça o Betis (o Real Madrid o Sevilla); Rioja o Penedés, pero siempre cava para brindar; aguas bravas del Atlántico o azules y transparentes del Mediterráneo. No nos distinguíamos más de lo que se distinguen los amigos de la misma pandilla. De hecho, sólo notábamos la diferencia en el acento con el que hablábamos en castellano y la usábamos para reírnos los unos de los otros. Ellos no eran capaces de imitar el acento andaluz, mientras que nosotros sí podíamos hacer chistes de catalanes. 

Hubo una vez que tuve amigos catalanes que creían en cosas parecidas a las mías, que eran demócratas, liberales o socialistas, todos con preocupación social, culturalmente cristianos (unos más creyentes que otros, incluso algún ateo), europeístas de vocación y convencimiento. Unos éramos más germanófilos y anglófilos en nuestras referencias culturales y otros más francófilos, pero todos nos sentíamos parte de la misma Europa cultural. 

Hubo una vez que tuve amigos catalanes que trabajaban en las mismas empresas que nosotros: en la Caixa, en la Seat, para la Procter, para la Nestlé. Que eran profesores de instituto o de universidad o mecánicos o empresarios, con los mismos problemas y realidades que nosotros. 

Hubo una vez que tuve amigos catalanes que eran iguales que nosotros, que lo único que nos diferenciaba era que eran, casi por naturaleza, bilingües. Y no le dábamos a eso más importancia que al que era bilingüe porque su madre era italiana, porque todos teníamos que aprender inglés o alemán para salir de España. 

Hubo una vez que tuve amigos catalanes que votaron a líderes políticos que hicieron una lectura torcida de la historia y de las leyes, y les dijeron que pagaban más impuestos que nosotros, que nosotros éramos unos vagos gorrones, que porque eran la primera economía de España, y estar más cercanos a Europa, eran más europeos y tenían derecho a tener más que los demás. 

Hubo una vez que tuve amigos catalanes y hoy ya no los tengo porque dejaron de hablar conmigo, se creyeron lo que les decían sus políticos, y construyeron un discurso en el que sólo se le puede demostrar el cariño que les tenía si uno está dispuesto a ver lo que nunca vio: que eran diferentes. 

Hoy ya no tengo amigos catalanes porque, para que sean mis amigos, tengo que comprarlos o halagarlos, porque ellos han decidido que yo los maltrato y que la culpa de su tasa de paro es nuestra. 

Hoy ya no tengo amigos catalanes porque si les digo que no veo que tenga que haber diferencias entre nosotros porque ellos hablen catalán, me toman por un rancio fascista, cuando hace sólo unos años soñábamos con un partido europeísta en que hubiera italianos, franceses, alemanes, de todas las nacionalidades. 

Hoy ya no tengo amigos catalanes sencillamente porque ellos ya no me ven como amigo suyo, sino, todo lo más, como un socio necesario. Por eso, porque ya no nos vemos como amigos, sino como socios, y sus hijos no serán amigos de mis hijos, estoy dispuesto a negociar amigablemente una separación. Eso sí, sin imposiciones por su parte y guardando las formas y la legalidad. 

Es una pena, pero hubo una vez que tuve amigos catalanes... y hoy ya no los tengo. 

9 de noviembre de 2015 

lunes, 26 de octubre de 2015

Elecciones norteamericanas

Si hay unas elecciones que marcan la política mundial son las elecciones norteamericanas. Máxime si, como ocurre con las del año que viene, son elecciones en las que tiene que haber necesariamente un cambio en la Casa Blanca. 

La campaña electoral norteamericana empieza realmente con la nominación de los candidatos de los dos principales partidos, el demócrata y el republicano. Sin embargo, desde mucho antes, la política norteamericana es un hervidero electoral. El ciclo electoral norteamericano se inicia con una larga precampaña que culmina con la celebración de primarias (en distintos sistemas según los Estados), para luego pasar a la campaña electoral propiamente dicha. Y es que, aunque ahora nos parezca una novedad en España, fueron los norteamericanos los que inventaron el sistema de primarias, básicamente como una forma de aglutinar los liderazgos de los candidatos dentro de su propio partido, y darlos a conocer a la dispersa e inmensa opinión pública que son los Estados Unidos. 

En el lado demócrata, la campaña de las primarias está dominada por una figura política de primera magnitud como es la señora Clinton. Ya hizo un primer intento en las elecciones de hace ocho años frente a Obama y, tras desempeñar el cargo de Secretaria de Estado en el primer mandato Obama, pasó a una situación de menos desgaste en la política nacional norteamericana. El anuncio, la semana pasada, del vicepresidente Biden de que no va a luchar por la nominación demócrata parece allanar el camino la señora Clinton como candidata del Partido Demócrata. Máxime cuando, también la semana pasada, salió políticamente indemne de la agotadora sesión de investigación en el Congreso sobre algunas de sus actuaciones como Secretaria de Estado. Si Hillary Clinton fuera la candidata demócrata, sería la primera vez que los norteamericanos tienen la posibilidad real de escoger una mujer como presidenta, al tiempo que sería la primera vez que el candidato ha sido pareja de un presidente anterior. En la política americana son clásicas las sagas familiares (las "dinastías presidenciales") como los Monroe, los Rooselvert, los Kennedy o los Bush. La señora Clinton será, salvo sorpresa, la candidata demócrata porque, además de ser mujer, lleva preparándose para ello casi dos décadas, tiene experiencia de gobierno, cuenta con el apoyo de los principales medios de comunicación "liberales", tiene un inmenso presupuesto y, su marido, el expresidente Clinton, es hombre de peso en el Partido Demócrata. 

El lado republicano tiene el panorama menos claro. En la actualidad, la gran atracción, especialmente por sus radicales propuestas, es el multimillonario Donald Trump. A pesar de las absurdas maneras de enemistarse con la minoría hispana (decisiva, por ejemplo, en la crucial elección del año 2000 que ganó George Bush hijo), y de sus populistas propuestas sobre impuestos, gasto público o política exterior (o precisamente por eso) es, de momento, el líder en las encuestas. Sin embargo, su estrella empieza a enfriarse a medida que suben otros políticos republicanos con más experiencia, mejor currículum y propuestas más moderadas. Hay dos que proceden de Florida, el senador Marco Rubio y el gobernador Jeff Bush, ambos haciendo una buena precampaña, experiencia política diferente, y cuentan, además, con el apoyo de una parte importante de las grandes empresas y de los medios conservadores. Por otro lado, desde California, se empieza a postular la exejecutiva Carly Fiorina, y en la costa Este se habla del congresista Boehmer. Aún es pronto para ver qué deparan las primarias republicanas, pero es probable que, a pesar de su dinero, Trump no llegue ser el candidato republicano, lo que no significa que algunas de sus más radicales propuestas no vayan a ir en el programa republicano. 

En España, las elecciones las dirimiremos en un par de meses y de ellas dependen una parte importante de nuestro bienestar. Para las norteamericanas aún queda un año, y de ellas depende el bienestar no solo de los norteamericanos, sino una parte del bienestar del resto del mundo. Estemos atentos a ellas. 

26 de octubre de 2015 

martes, 13 de octubre de 2015

Elecciones en diciembre

Las elecciones generales se acercan y empezamos a hacer conjeturas sobre su resultado. Los partidos políticos ya han hecho sus estudios para fijar la estrategia electoral, y pronto se publicarán encuestas. Todavía es temprano para afinar, porque queda toda la campaña electoral y no se conocen todos los candidatos, pero me voy a atrever a describir el panorama que vislumbro. 

En mi opinión, el PP será el partido más votado en las elecciones del 20-D, pero estará lejos de los 10,8 millones (44,2% de los votos) del 2011 y de la mayoría absoluta de 185 diputados. No solo perderá votos por el normal desgaste del Gobierno, sino porque ha tenido incumplimientos de programa, comunica mal y ha mirado hacia otro lado con la corrupción. No ganará votos con ese mensaje trasnochado "nosotros o el caos" frente a los "radicales" del PSOE, ni con el del "voto útil" frente a Ciudadanos. Y puede perder más por esa ausencia de proyecto y de entusiasmo que es intrínseco del liderazgo de Rajoy. Puede, incluso, hundirse si radicaliza sus propuestas (como sugiere Aznar) o si llenan las listas de gente con sombras de corrupción. 

Es decir, en las próximas elecciones, y en mi opinión, el PP perderá alrededor de 2,5-3,5 millones de votos (un 20-28% menos de los que tuvo en el 2011), lo que, por el sistema D'Hont, le puede llevar a perder alrededor de 35-45 escaños y la mayoría absoluta. 2,5-3,5 millones de votos que irán, seguramente, a la abstención y, en las provincias más pobladas, a Ciudadanos. 

El PSOE no aprovechará la caída del PP. Será, en mi opinión, segunda y recuperará votos respecto del 2011 (7-7,5 millones de votos), pero no los que perdió entonces, ni los que pierda el PP. Su campaña electoral será, posiblemente, estilo ZP, es decir, ligera e insustancial. El PSOE perdió el discurso territorial hace mucho tiempo (lo que le hace no tener apoyos en Madrid, ni en las Castillas, ni en Murcia), no tiene un discurso social potente y sigue sin proyecto de país y de economía. También tiene el estigma de la corrupción de los EREs y no tiene un liderazgo fuerte, pues Pedro Sánchez no controla su partido. 

Ciudadanos será, en mi opinión, la estrella de las generales. Sobre la base del millón de votos de UPyD, se puede llevar otro millón del PP en Andalucía, Madrid y Valencia y otro medio millón o más en Cataluña. Siendo tercera fuerza en Andalucía, en Cataluña, segunda o tercera en Madrid y primera o segunda en Valencia, Ciudadanos podría alcanzar 2,5-3,5 millones de votos que, por el sistema electoral, no se traduciría en muchos escaños, pero que la convertirá en el partido bisagra de la próxima legislatura. Su campaña está siendo inteligente, a pesar de la debilidad de su escasa estructura organizativa y el desconocimiento de sus candidatos. Su ventaja: un discurso centrado, un líder con ideas claras y un partido casi sin pasado. 

Podemos será, salvo que logre un acuerdo con IU, un proyecto fallido. Ya nadie se cree eso de la "transversalidad" (Podemos es un partido a la izquierda del PSOE), como nadie se cree su "nueva forma de hacer política", como se han equivocado en su discurso de "cambio radical" del sistema y de la política, etcétera pues esto ya solo cala en los que estaban previamente convencidos. Incluso han perdido su hilo argumental en los temas territoriales y no le ayuda a centrar su mensaje las ocurrencias simbólicas de sus alcaldes. En mi opinión, la pelea de Iglesias y Garzón no solo le restará votos a ambos, sino que les penalizará en el número de escaños. 

Por lo demás, asistiremos a la descomposición de CiU porque una parte importante de su millón de votos irá a Esquerra Republicana y otra a Ciudadanos. 

Esto es lo que ahora vislumbro en la niebla electoral de estos días. Veremos si esto es lo que se conforma en la realidad. 

12 de octubre de 2015 

martes, 6 de octubre de 2015

Singularidad catalana

Reconozco que a veces no entiendo a los políticos, quizás por torpeza mía, ni algunos de los conceptos que hacen circular y que repiten hasta que se convierten en tópicos. Y uno de ellos es un concepto que está proponiendo el PSOE como solución al problema de Cataluña: el concepto de la "singularidad catalana". 

Este concepto se deriva de la doctrina oficial del PSOE respecto del tema territorial. En el documento Un nuevo pacto territorial: la España de todos (Declaración de Granada de 6 de julio de 2013), se escribe textualmente (página 7): "Necesitamos reformar la Constitución para incorporar los hechos diferenciales y las singularidades políticas, institucionales, territoriales y lingüísticas que son expresión de nuestra diversidad". Lo que, aplicado a Cataluña, supondría reformar la Constitución para reconocer la "singularidad" catalana. 

Pero, ¿eso qué significa? Realmente no sé el sentido político de la palabra, pues para mí, el concepto de singularidad solo tiene significado como concepto científico o tecnológico. Desde un punto de vista científico, "singularidad" es un concepto físico que se refiere a un momento temporal (por ejemplo, el Big-Bang) a partir del cual las leyes de la física serían otras. En el ámbito tecnológico, una singularidad es un momento histórico en el que una tecnología cambia completamente el curso de la historia (por ejemplo, la escritura, la imprenta o internet). Una singularidad es, pues, un punto en el tiempo. Pero no es esto lo que creo que quiere decir el PSOE. 

El Diccionario de la Real Academia nos dice, en la segunda acepción de la palabra, que "singularidad" es la "distinción o separación de lo común". O sea, que en castellano al menos (no sé en catalán) reconocer la "singularidad" de Cataluña sería hacer con esa comunidad autónoma una "distinción o separación" del resto. "Separación" que adjetivada, como lo hace el párrafo de la Declaración de Granada, con los calificativos de "política, institucional, territorial y lingüística" nos estaría diciendo que la Constitución debería reconocer que Cataluña es un sujeto político, institucional, territorial y lingüístico diferente del resto de España. De esto se deduce, en mi opinión, que con este cambio constitucional estaríamos aceptando la independencia de Cataluña, pues cada parte reconocería a la otra diferentes reglas políticas e institucionales, por lo que ya solo faltaría el reconocimiento internacional para que fueran dos Estados independientes. Es decir, reconocer la "singularidad de Cataluña" en la Constitución sería equivalente a reconocer implícitamente la separación de Cataluña, por lo que solo faltaría ponerle fecha a la independencia. 

Pero mis razones para no estar de acuerdo con ese reconocimiento de los "hechos diferenciales" y las "singularidades" es más profundo. Es que creo que es algo intrínsecamente antidemocrático porque es contrario al ideal ilustrado de la igualdad. Uno de los pilares de la democracia liberal es que, a efectos políticos, todos los ciudadanos somos iguales, sin que sea democrático hacer ninguna distinción política o institucional por razones de género, raza, religión, ideología, lengua, origen, lugar de residencia, etcétera. Son los individuos los sujetos de los derechos y no las colectividades con los que ellos que se puedan identificar y, por lo mismo, diferenciar, del resto. Según el principio de los "hechos diferenciales y singularidades", tendríamos que aceptar constitucionalmente leyes (¿electorales?) e instituciones (¿juzgados? ¿escuelas?) diferentes para personas que vivan en distintos territorios o que hablen otra lengua. ¿Por qué no, entonces, aceptar diferencias de raza, por ejemplo, la de los gitanos, o de religión, por ejemplo, los musulmanes? Llevado al extremo, la aceptación constitucional de "hechos diferenciales" y "singularidades" nos llevaría a un régimen parecido al apartheid sudafricano o a una democracia "a la israelí". Para mí, derivar diferencias políticas e institucionales entre la ciudadanía o parte de ella es aceptar una desigualdad que no concuerda con mis ideales democráticos. Quizás por eso no puedo ser nacionalista, porque todo nacionalismo lleva el virus de un totalitarismo. Lo siento, pero cada vez entiendo menos al PSOE y a Pedro Sánchez. 

6 de octubre de 2015 

lunes, 14 de septiembre de 2015

La crisis china

En los últimos meses hemos empezado a tener noticias alarmantes de la economía china. Noticias que han afectado a las economías occidentales, especialmente a los mercados financieros y a los de materias primas, y, a través de ellos a las principales economías desarrolladas y las de los países emergentes exportadores de materias primas (Latinoamérica y Africa). China, la segunda economía del planeta, tiene problemas y está generando turbulencias en la economía mundial. 

Los síntomas más evidentes de estos problemas son básicamente tres: la ralentización de su tasa de crecimiento desde el 8% previsto hasta el entorno del 6%, la caída de las Bolsas chinas en casi un 40% en menos de tres meses, y las reacciones, precipitadas, de las autoridades chinas cambiando las reglas de intervención en los mercados financieros (prohibiendo las posiciones a corto, autorizando a los fondos de pensiones a comprar acciones y obligando a las empresas a ampliar sus autocarteras) y devaluando el yuan en un 5% en una semana. 

Los problemas de la economía china son, sin embargo, más profundos y han venido estando ocultos tras su tamaño y sus cifras de crecimiento. Y es que China se enfrenta, en mi opinióna a tres desafíos que tendrán efectos mundiales. 

El primer desafío es de origen político, pues el sistema chino ha de resolver tres problemas políticos de primera magnitud: la contradicción que se plantea entre un sistema totalitario (y formalmente comunista) con la emergencia de una clase media, cada vez más potente e informada, que demanda derechos, y hemos tenido una muestra de ello en la "protesta de los paraguas" de Hong-Kong de este pasado año; en segundo lugar, las tensiones territoriales debidas a las diferencias de desarrollo entre la costa y la China interior (con implicaciones, además, étnicas e identitarias); y, por último, la gigantesca corrupción asociada al sistema que genera un profundo malestar en la población. Para enfrentar estos problemas y conseguir legitimarse, el sistema chino ha empezado a construir un incipiente estado del bienestar (especialmente en campo sanitario), lo que le llevará a un crecimiento de su gasto público y una reforma fiscal, porque tiene un déficit público (1,5% del PIB) y una deuda (en un 40% del PIB) aún contenidos. 

El segundo desafío de la economía china es de origen social, pues el modelo de crecimiento chino basado en bajos salarios, fomento del capitalismo ligado al poder y control de los mercados ha generado una muy desigual distribución de la renta y profundos desequilibrios territoriales. Es cierto que el crecimiento chino ha sacado a casi 250 millones de chinos de la pobreza extrema, pero eso solo significa que, en este momento, son impensables hambrunas como las de los cincuenta, en las que murieron más de un millón de personas. Pero no es menos cierto que aún viven en China más de 150 millones personas pobres, especialmente en las zonas rurales y en los cinturones de las zonas industriales. 

El tercer grupo de desafíos son estrictamente económicos. La economía china tiene, por ese irracional juego de las expectativas adaptativas, según el cual el futuro es la proyección directa del pasado inmediato, y por el comportamiento de rebaño de los agentes que actúan en los mercados, varias burbujas económicas: una burbuja inmobiliaria en las zonas de fuerte crecimiento, que aún no se ha desinflado; una burbuja financiera, auspiciada por su propio gobierno, que está siendo controlada con dificultad e impropias intervenciones; y una burbuja industrial, pues su modelo de crecimiento no es equilibrado. Por otra parte, el modelo de crecimiento chino es medioambientalmente insostenible lo que añade presión económica, social y política a los desafíos que enfrenta como sociedad. 

China es una de las locomotoras de la economía mundial y, de la misma forma que el crecimiento mundial de los últimos años ha tenido factura china, es probable que una parte importante de las turbulencias de los próximos años vengan de allí. Es lo que tiene crecer con desequilibrios. 

14 de septiembre de 2015 

lunes, 31 de agosto de 2015

¿Cuántos más han de morir?

¿Cuántos más han de morir? ¿Cuántos y de qué forma horrible (ahogados, hambrientos o asfixiados en un camión) han de morir? ¿Es que han de ser niños o mujeres, ancianos o impedidos para que nos pesen más? ¿Cuántos muertos hay que contabilizar para que los europeos nos demos cuenta de que el problema migratorio es un problema también nuestro, que no se soluciona ni con alambre de espino, ni con reuniones eternas? ¿Cuántos muertos hay que llevar a las estadísticas para que tomemos en serio al menos los problemas del África Subsahariana, Libia, Palestina, Siria, Irak, Somalia, Yemen, Afganistán o Pakistán? ¿Es que hemos de esperar a que terminen de estallar de nuevo el Líbano o Argelia, o que Túnez, Marruecos o Egipto se desestabilicen? ¿Cuántas sociedades han de desaparecer para que nos sintamos interpelados? 

Mientras escribo estas líneas hay miles de personas en movimiento hacia Europa. En el instante el que se están leyendo estas líneas, algunas de esas personas han llegado a las fronteras o se han subido a un barco-patera o están en el ferrocarril de Hungría. Algunos han muerto en el mar sin que nadie sepa nada, otros están al punto de la asfixia en un camión, otros están por los campos. Muchos van solos, otros llevan a sus hijos pequeños o a sus mayores. Todos llevan lo justo, algo de dinero, un móvil, mucho miedo y un sólo objetivo. Huyen de la violencia, de la guerra, del hambre, de la destrucción, de las formas impuestas de vida. Como haríamos cualquiera de nosotros en su situación. 

Pero todo esto lo sabemos, lo vemos en televisión, lo leemos en los periódicos. Y los europeos miramos para otro lado, como si no fuera nuestro problema. Nosotros andamos con la "crisis", con nuestras "crisis" y no nos damos cuenta de la inmensa "crisis" que están viviendo esas sociedades. Nuestras crisis son de tasas de crecimiento y paro, pero tenemos un Estado que funciona, seguridad, 20.000 dólares de renta per capita y servicios básicos generales. Y, sobre todo, expectativas y posibilidades de futuro. Las suyas son sociedades de personas pobres y sin libertades, de ciudades destruidas, de instituciones desaparecidas, de cultura reprimida. Las suyas son sociedades sin futuro. Las suyas son sociedades rotas por la guerra y la intolerancia, en manos de unos pocos que si vistieran uniformes marrones y llevaran svásticas reconoceríamos perfectamente. 

Ante esto, ante este horror, los europeos, como los europeos de las grandes potencias en la década de los treinta no estamos haciendo nada. Nada. Discutimos en cumbres (en Viena, ¡qué ironía!), como viejos bizantinos que somos, sobre leyes de inmigración y cómo distinguir a los verdaderos refugiados de los falsos. Construimos campos de concentración donde tienen que esperar que nuestra burocracia funcione o se escapan. Hacemos preciosos discursos de grandes políticas. Pero no hacemos nada más porque esta gente no vota, por lo que no están en la agenda política de los partidos y los gobiernos, más allá del problema de mantenimiento de las fronteras. Nada hacemos, además, porque nadie les presta ahora su voz, ni los partidos de izquierda, ni las organizaciones religiosas, ni las ongs. Ensimismados en nuestras crisis, no vemos las crisis de nuestros vecinos. 

Y, sin embargo, es urgente que hagamos algo. Si no lo hacemos por los valores que decimos tener de caridad cristiana, solidaridad laica, mera humanidad o por el inquietante pensamiento de que cualquiera de ellos es otro yo, hagámoslo por interés, porque esta presión migratoria es insostenible, y porque es mejor, y ellos así lo quieren, que les ayudemos a crear sus propias sociedades con futuro antes que tener que emigrar. 

¿Cuántos más han de morir? ¿Es que no aprendimos nada de las políticas de apaciguamiento y de neutralidad de hace 70 años? En vísperas del aniversario del inicio de la II Guerra Mundial tendríamos que preguntarnos, ¿cuántos más han de morir? 

31 de agosto de 2015 

lunes, 17 de agosto de 2015

Eternos debates

España es una sociedad tan tradicional y conservadora que trasmitimos de generación en generación los mismos debates. En España los temas no se zanjan, se agotan durante un tiempo de puro aburrimiento y, al poco tiempo, volvemos a empezar como si fuera la primera vez que se tratan. El fondo no cambia, lo que cambia, a veces, son las formas. 

Las modernas disputas en torno a la Iglesia no son otra cosa que la vieja retórica clericalismo-anticlericalismo de los siglos XVIII y XIX que la sociedad española no ha sabido zanjar. Como el debate República-Monarquía no es un debate nuevo, sino que es el mismo que hubo ya a mediados del XIX, que llevó a la Primera República, volvió a principios del siglo XX, que nos embarcó en la Segunda, y vuelve, con inexorable puntualidad, ahora en el siglo XXI. O el debate territorial: la queja territorial española se arrastra desde hace más de cuatro siglos. Desde el momento en el que América fue un asunto de Castilla y los reinos de la corona de Aragón perdieron papel en el Mediterráneo. Ya en el siglo XVII hay memorial de agravios de aragoneses y catalanes por el tema de los nombramientos en la Corte, como hubo memorial de agravios impositivos en el siglo XVIII, como lo hubo en el siglo XIX por la cuestión de las leyes comerciales (por cierto, sacrificando la incipiente industria exportadora andaluza por la singularidad catalana). Este memorial de ahora, con enfado independentista incluido, es sólo el enésimo episodio de un asunto de siglos. Como es eterna la reforma de la administración local (en todas las crisis fiscales se ha planteado) o las reforma de la educación. O las cuestiones del agua que vuelven a aflorar entre Castilla-La Mancha y el Levante. Es curioso, pero sólo en dos casos importantes hemos zanjado los debates, se han resuelto los problemas y hemos dejado de preocuparnos por ellos: la cuestión del terrorismo etarra y el debate de la política exterior europea (aunque Aznar intentó reeditarlo). 

Quizás los debates se hacen eternos porque las posiciones se fijan desde la ideología y no desde la racionalidad de la situación (lo que es un síntoma de nuestra escasa cultura científica), porque no somos capaces de sentarnos a argumentar atendiendo las razones de los otros (lo que es un síntoma de nuestra escasa cultura filosófica) y, fundamentalmente, porque siempre buscamos las mismas soluciones (lo que es un síntoma de nuestra pereza mental), que empiezan siempre por una reforma de la Constitución. 

Sin negar que la Constitución de 1978 necesita algunas reformas, especialmente la organización territorial del Estado (Título VIII) y el papel del Senado o la igualdad en la sucesión a la Corona, creo que el enésimo debate sobre esta reforma se está planteando de una forma maximalista que no nos llevará a ningún sitio. No creo que sea ni oportuno ni conveniente un proceso constituyente como sugiere Podemos (¿o es que esta vieja Constitución de 1978 no nos ha dado un marco de convivencia democrática suficientemente amplio durante los últimos treinta años?), ni creo que sea necesario que haya que entrar en una redefinición de los derechos fundamentales del Título I, como sugieren algunos socialistas, porque con eso no resolvemos los problemas sociales ya que lo sustantivo es el ejercicio efectivo de los derechos y no su escritura en bronce (y si no que se lo pregunten a los venezolanos que tienen en su Constitución Bolivariana la mayor colección de derechos de todas las constituciones modernas), ni creo que haya que tocar el capítulo VIII para darle "encaje a Cataluña", sino porque, terminado el proceso de acceso a la autonomía, lo que se necesita es darle racionalidad y eficiencia al sistema autonómico. Hay que reformar la Constitución, y sería bueno hacerlo pronto, pero sin fiar en ello la solución a todos nuestros problemas, pues muchos de estos tienen otras causas y otras soluciones. 

17 de agosto de 2015 

lunes, 3 de agosto de 2015

Presupuestos electorales

El pasado viernes, mientras medio país iniciaba sus vacaciones, el Gobierno aprobó los Presupuestos Generales del Estado del 2016. Unos presupuestos que, este año, se van a tramitar muy temprano, de tal forma que para finales de noviembre estén ya aprobados, y estén a salvo de las nuevas mayorías que, previsiblemente, se van a configurar a partir de las elecciones generales de finales de año. 

Las razones para estas prisas por aprobar los presupuestos son varias. La primera es objetiva y es que es mejor para el funcionamiento de una economía el tener unos presupuestos aprobados que no prorrogar los del año anterior, máxime si en esos dos años ha habido una cambio significativo en la evolución económica. Las demás son de oportunidad: con estos presupuestos el Gobierno presenta su programa electoral para las elecciones generales, al tiempo que la mayoría absoluta del Partido Popular se prolonga durante el primer ejercicio del Gobierno que surja de las urnas, que puede estar o no liderado por Mariano Rajoy. 

Y si en la forma de tramitarlo está presente el calendario electoral, su contenido es un previsible ejercicio de electoralismo. El objetivo de estos presupuestos es intentar convencer a los españoles de que, gracias a la buena gestión del Gobierno, en esta legislatura se ha pasado de estar al borde del rescate a hacer unos presupuestos que permiten bajar los impuestos, aumentar el gasto social, subirles el sueldo a los funcionarios y, todo ello, cumpliendo con los compromisos adquiridos con nuestros socios europeos de una senda de equilibrio presupuestario que debiera concluir en el 2018. Más aún, se pretende convencer a los votantes del PP del 2011 y, especialmente, a sus votantes más fieles, que el programa electoral de aquel año, a pesar de los incumplimientos de los primeros momentos, se ha cumplido dentro de lo razonable en el conjunto de la legislatura. 

Coherente con este objetivo electoral, perfectamente legítimo, los presupuestos se basan en tres opciones típicas de política económica del Partido Popular: el objetivo de déficit público (en el -2,8% del PIB para el año que viene) es fijo e irrenunciable (lo que es loable); toda mejora en la recaudación debe ser trasladada a la economía en forma de bajada de impuestos; y, finalmente, toda mejora en el gasto corriente estructural debe ser destinada a otras partidas de gasto con mejores rendimientos electorales. 

Aplicando estos principios se explica que la mejora de la recaudación fiscal, ya de este año, en vez de ir a apuntalar el objetivo de déficit de este ejercicio aún por finalizar, se haya transformado en una ligera rebaja del IRPF que se consolidará el año que viene, lo que determina que la previsión de crecimiento de los ingresos para el año que viene sea solo del 0,8% sobre este año, a pesar de que la economía española crecerá en el entorno del 3%. Por otra parte, las mejoras previstas, y aún por ver, en las partidas de gastos por desempleo e intereses de la deuda se aplican a un ligero crecimiento del gasto social (sanidad, educación, etcétera) y a la mejora de las retribuciones de los funcionarios. 

Analizados con un cierto detalle, y a falta de muchas concreciones, los presupuestos para el año que viene son, en realidad y en sus fundamentos, una clara continuación de los de este año, con unos ligeros retoques que la maquinaria de comunicación del Gobierno se encargará de amplificar. 

Estos presupuestos son lo que cree el Partido Popular que necesita para poder justificar su legislatura y poder armar un discurso electoral de gestión que olvide algunos desastres de la gestión política y los incumplimientos electorales. Unos presupuestos que contienen un claro mensaje a la base electoral del Partido Popular, lo que indirectamente es también un mensaje para los demás. Lo que no estoy seguro es si con solo su base el Partido Popular ganará las próximas elecciones, lo que haría estos presupuestos unos presupuestos fallidos. 

3 de agosto de 2015 

lunes, 20 de julio de 2015

10 ideas de alemán para los griegos

Grecia lleva viviendo por encima de sus posibilidades, gracias a la generosidad europea, financiada por Alemania, más de 30 años. Desde su incorporación a la Unión, Grecia ha sido el país que más dinero per capita ha recibido de fondos europeos. Se ha beneficiado, además, de unos tipos de interés y condiciones de financiación que nunca había tenido. Su deuda, generada por un exceso de gasto público, se destinó no solo a infraestructuras (algunas infladas como las infraestructuras olímpicas y otras improductivas), sino a gasto corriente en pensiones, sanidad o transporte que, en época de crisis, es insostenible. 

A pesar de todo, Grecia, gracias a los rescates, sigue gastando más de lo que produce. 

La economía griega no funciona porque tiene una estructura sectorial de bajo nivel de productividad, nunca ha tenido industria y tiene un peso excesivo del sector público. El exceso de regulación, generado por el nacionalismo y la demagogia, la han hecho una economía rígida y poco atractiva para la inversión extrajera y la innovación. 

La economía griega es una economía atrasada, en términos europeos, que necesita profundas reformas. La economía griega es una economía muy politizada. La opinión pública griega cree, erróneamente, que la mera voluntad política genera renta. La voluntad política puede expandir el gasto público, pero no hacer crecer la producción, que es la base de los impuestos. La voluntad política puede generar expectativas, pero no que se conviertan en inversiones productivas. 

El euro es el marco alemán con otro nombre. El marco alemán es el núcleo del euro porque los alemanes habían invertido 50 años en hacer una moneda fuerte y creíble. Fuimos los demás, empezando por Francia y terminando por Grecia, los que quisimos que los alemanes compartieran su moneda, y aceptamos que se gobernara desde Frankfurt y con reglas alemanas que son las contenidas en el Tratado de Maastricht. 

Para acceder al euro, mantenerlo y beneficiarnos de él (con estabilidad de precios y bajos tipos de interés), los europeos nos dimos unas reglas claras que están en tratados ratificados por países democráticos. Vulnerar los tratados mintiendo en las estadísticas es el pecado original de los griegos, como no tomar decisiones sobre la realidad económica, sino sobre presupuestos ideológicos y políticos, es la enfermedad griega. 

En una negociación, dos negociadores no son iguales si uno le debe al otro más de una vez su renta, si la negociación es, para uno de ellos, a vida o muerte, y si uno de ellos es quince veces más pequeño. Alemania ha financiado a Grecia en más de 100.000 millones de euros en los dos rescates anteriores, no necesita a Grecia porque es menos del 4% de su saldo exterior y puede vivir sin ella políticamente. 

Cualquier paralelismo de la situación actual con la del final de cualquiera de las guerras mundiales carece de sentido. Ni las rentas per capitas actuales son las de 1918 o 1945, ni Grecia está devastada, ni su deuda es una venganza. Insultar a Alemania es la peor forma de negociar con ellos. 

Votar es la forma suprema de formular la voluntad popular, pero los griegos debieran haber pensado que al votar sobre el tercer rescate no estaban votando sobre su dinero, sino sobre el dinero de otros, que también son demócratas. 

Tsipras ha sido soberbio. Si en vez de apelar al nacionalismo griego, hubiera apelado al europeísmo de los socios; si en vez de desafiar a Alemania, la hubiera convencido; si en vez de dar lecciones de política y democracia, hubiera aceptado alguna de economía y diplomacia; si en vez de coquetear con Rusia, hubiera enamorado al Mediterráneo (Italia, Francia...), posiblemente no hubiera deteriorado la economía griega y las relaciones con los socios como lo ha hecho. 

Europa ha dejado de ser un invento francés para dominar Europa continental que pagaba Alemania, para ser una estructura económica que domina Alemania, sencillamente, porque la lleva pagando demasiado tiempo. 

20 de julio de 2015 

lunes, 29 de junio de 2015

Tres mensajes en griego

Al romper las negociaciones sobre su deuda y convocar un referéndum para el próximo día 5 de julio, el Gobierno griego está lanzando varios mensajes importantes. 

El primer mensaje que se deduce de la ruptura de negociaciones, y del tono con el que se califican las propuestas europeas, es que Tsipras sigue siendo un primer ministro que basa su liderazgo en la agitación, no en su capacidad de gobierno. No ha sido capaz de explicar a su pueblo ni la crítica situación en la que se encuentra su economía, ni la pragmática oferta que están haciendo los socios europeos. Tsipras tiene dificultades de control de su partido (pues es del ala más radical), de su gobierno (pues depende del apoyo de los ultranacionalistas de derecha) y es rehén de sus demagógicas promesas electorales. 

El segundo mensaje que lanza el Gobierno griego es que no han creído nunca en las negociaciones porque su objetivo era la condonación de su deuda antigua y un plan de subvenciones. La decisión de Tsipras de consultar al pueblo griego puede parecer, desde un punto de vista político, impecablemente democrática, pero no es otra cosa que una coartada para romper la negociación. Si Tsipras hubiera creído en la negociación y hubiera querido legitimarse democráticamente, lo que tendría que haber hecho no es hacer la consulta antes del acuerdo, sino haber consultado el acuerdo en sí mismo, explicándolo al pueblo griego y presentando su dimisión si hubiera perdido el referéndum. Al convocar la consulta sólo está revistiendo con un discurso de democracia directa su voluntad de ruptura, pues, por la misma lógica democrática, tendría que haber solicitado que los gobiernos acreedores sometieran a referéndum las condiciones de los dos rescates de Grecia anteriores y las condiciones del nuevo. Si no lo pide es porque sabe que, si se sometieran a referéndum en Alemania, Francia, Holanda o la misma España las condiciones del rescate griego, la opinión pública hubiera sido probablemente negativa, con lo que hubiéramos llegado a un inmenso callejón sin salida. Con su decisión, Tsipras ha manifestado que no quería llegar a acuerdo, que sólo quería ganar tiempo hasta llegar al precipicio. 

El tercer mensaje que está lanzando Tsipras es que no están dispuestos a hacer los sacrificios que han de hacer para salir de su crisis, es decir, que quieren volver a la situación anterior a la crisis en la que hicieron crecer exponencialmente su deuda pública, gastando mucho más de lo que recaudaban, financiándose internacionalmente con apoyo europeo. Parece que Tsipras y los griegos consideran que Europa ha de ayudarles por el mero hecho de ser griegos y que una economía se gobierna por la mera voluntad política, sin tener en cuenta básicos principios económicos. Me temo que ignorando la lógica económica lo único que van a conseguir es forzar la reestructuración de su deuda (uno de sus objetivos básicos), pero a costa de no recibir ayudas y perder completamente la credibilidad internacional. En términos financieros es mucho peor esta situación porque lo que los acreedores pierdan por la condonación del principal, lo van a ganar en forma de intereses de la deuda restante, con el coste añadido de que este coste financiero lo será también para el sector privado, y la vuelta al crecimiento muy lejana. Los griegos no pagarán parte de su deuda, pero tendrán muchas dificultades para poder pagar lo que les reste y lo que necesitan a corto plazo. Y eso considerando que no salgan del euro que es un escenario mucho más grave. 

Parece que el Gobierno griego ha pensado que las negociaciones en Europa eran un típico juego del "gallina", un juego muy peligroso que consiste en ver quién es el que más aguanta jugándose la vida. Y se equivocan, porque lo que se juega el conjunto de Europa con Grecia es relativamente poco, mientras que Grecia se lo juega todo. Lo malo es que no lo quieren ver. 

29 de junio de 2015 

martes, 16 de junio de 2015

Aclarando el panorama

Las elecciones municipales y autonómicas han tenido la virtud de empezar a aclarar el panorama político. Casi se puede decir que, de la misma forma que se vislumbra la economía española post-crisis, se empieza a perfilar más claramente la política económica post-crisis. Porque, aunque aún no lo formulemos en público, ni la economía española es ya la misma que era hace seis años (ni volverá a serlo), ni la política española será la misma que era hace cuatro años, ni seguramente volverá a serlo. Pero al contrario de lo que ocurre en economía, que evoluciona cada día y medimos su evolución trimestralmente, la situación política solo se conoce cuando hay elecciones, especialmente cuando hay elecciones generales, que son las que importan. 

Los resultados de las elecciones son los que son. El PP es el partido más votado, aunque haya perdido 2,5 millones de votos, en su ala derecha hacia la abstención, y, en el centro, hacia Ciudadanos. El PSOE ha perdido 700.000 votos, no ha recuperado los que perdió en el centro (ahora en Ciudadanos) y pierde votos en la izquierda a favor de Podemos, aunque sigue siendo el segundo partido más votado. IU está ya casi desaparecida a favor de Podemos y éste ha movilizado, además, una parte importante de la abstención de izquierda. En estas condiciones, y con vistas a las generales, los pactos para gobernar en los ayuntamientos y comunidades autónomas son las primeras decisiones a tomar. Unas decisiones que retratan las posiciones y las estrategias de los partidos. 

En mi opinión, en estas elecciones se ha demostrado que el PP tiene suelo electoral, que es el partido hegemónico de la derecha (sin nadie en la extrema derecha) y que puede tener crecimiento electoral (salvo errores de bulto) por la mejoría de la economía y por los alineamientos de los otros. Su juego está claro: se trata de conservar. 

Ciudadanos, por su parte, está representando magníficamente bien el papel de partido "bisagra" y parece que este es su objetivo estratégico a largo plazo. Por eso, está construyendo una primera base electoral, sobre la idea de erradicar la corrupción, para consolidarla con un discurso centrado, lo que puede conseguir con su alineación con el PP en Madrid y con el PSOE en Andalucía. No creo que Ciudadanos aspire a sustituir al PP como partido hegemónico de la derecha, sino a conformar gobiernos desde el centro, complementando a los hegemónicos de ambos lados. 

Podemos está jugando también con mucha inteligencia, como si fuera la fuerza hegemónica de la izquierda, sin serlo aún, y con el objetivo de "desbancar al PP" está fagocitando a IU por la izquierda, y, si fuera más hábil a la hora de conformar gobiernos, podría llegar a quitar una parte importante de electorado del PSOE en el centro izquierda. 

El juego que no termino de entender es el del PSOE. Obsesionado con el PP, se está comportando más como un partido bisagra de centro izquierda que como una fuerza hegemónica en su propio espacio. En mi opinión, deberían haberse fijado como objetivo solo pactar con Ciudadanos para no perder votos por el centro. Alinearse con Podemos refuerza a éstos (no puede ser más izquierdista que Podemos o IU) y le hace perder el centro a favor de Ciudadanos. Por eso, creo que Susana Díaz ha sido más inteligente que Pedro Sánchez. En los tiempos convulsos que estamos viviendo, gobernar no da necesariamente la ventaja para las elecciones generales, máxime si se tienen presupuestos limitados y socios incómodos y populistas. 

Cerrados los pactos ahora hay que gobernar, pero, de momento parece que el panorama se aclara. Por lo pronto, ya sabemos que el PP quiere seguir siendo el PP, que Ciudadanos aspira a tener el papel que tuvo CiU en los noventa, que Podemos quiere hacer lo que hizo el PSOE a principios de los ochenta, y que el PSOE sigue sin saber qué quiere ser. 

15 de junio de 2015 

lunes, 1 de junio de 2015

Todos ganan

Los días de elecciones son días felices para los partidos políticos. Se diría que en España, parafraseando a Descartes, las victorias electorales son el bien mejor repartido, pues todos los partidos las ganan. Las gana el PP porque ha sido el partido más votado; las gana el PSOE porque puede llegar al poder; las gana Ciudadanos porque, recién creado en el conjunto de España, se convierte en la tercera fuerza electoral; las gana Podemos, porque, con "marcas blancas", puede llegar a las alcaldías de Madrid y Barcelona; las ganan las decenas de partidos pequeños que han conseguido algún concejal. No, no las ha perdido Izquierda Unida porque no ha desaparecido, ni siquiera las ha perdido UPyD porque ha cumplido la misión de romper el "bipartidismo". Una semana postelectoral es, siempre, una en la que se celebran muchas victorias. En las elecciones del pasado domingo, la única que perdió fue Rosa Díez y eso que no se presentaba. 

Y, sin faltarles razón para celebrar, todos tendrían un ejercicio de análisis un poco más serio. Para empezar, el Partido Popular tendría que hacer una autocrítica más profunda que decir que tiene un problema de "comunicación", o que el resultado es culpa del "martilleo sobre la corrupción". Perder 2,5 millones de votos, pasar de un 44,6% de apoyo electoral en las generales del 2011 hasta el 27% es perder a 4 de cada 10 votantes que tuvo en las generales. Me temo que más allá de los problemas de comunicación de las decisiones de política económica (que los ha tenido) y los incumplimientos del programa electoral (impuestos y aborto), la falta de una reacción contundente y creíble contra la corrupción, la ausencia de caras nuevas (¿no tenían otra salvo Esperanza Aguirre en Madrid?) y la carencia de un discurso nuevo y con más temas son las raíces del desastre electoral del Partido Popular. Dudo que gane las elecciones generales con mayoría suficiente para gobernar (aun en minoría) si lo confía todo a la mejora económica o a una nueva estrategia en el márketing. 

El PSOE tampoco debe estar de enhorabuena. Perder 700.000 votos pasando a tener solo el 25% de los votos, empeorando el desastre del 2011 de la época Zapatero significa que el PSOE no tiene un suelo electoral firme. Achacar la caída de votos del PSOE al aumento de la competencia electoral por su electorado, al que aspira por la izquierda Podemos y, por la derecha, Ciudadanos, es, en mi opinión, demasiado simplista. El PSOE tiene un grave problema de fondo que es la ausencia de un liderazgo claro en el partido: Pedro Sánchez no controla ni el partido, ni el discurso y tiene demasiados "versos sueltos" dentro de su propia formación. Por otra parte, tiene viejos problemas de corrupción que está atacando más con palabras contundentes que con hechos, lo que le pasa factura a la nueva generación. Finalmente, sigue, en mi opinión, teniendo un relato incoherente y carente de propuestas más allá de desmontar lo que haya hecho el PP en el gobierno (¿realmente cree Pedro Sánchez que hay que volver al mercado laboral de antes de la reforma?), intentar contentar a todos en el ámbito territorial o ser más izquierdistas que Podemos en temas de gasto público. 

Más cautelosos que los dos partidos grandes, debieran ser los emergentes, sobre todo a partir de la experiencia de UPyD. Y es que una cosa es presentarse y hacer promesas electorales y otra es gobernar, por lo que no todas las victorias que han tenido auguran las futuras. De cómo gestionen el poder que ahora tienen dependerá el que tengan en el futuro. 

Esta semana ha sido una semana de celebraciones en los partidos políticos y de inicio de negociaciones. Lo que me parece que no ha sido es de análisis sereno de los datos con vistas a las elecciones que realmente importan, las generales. Unas elecciones en las que, seguro, también ganarán todos. 

1 de junio de 2015 

lunes, 18 de mayo de 2015

Otra economía es posible

Hace unos días, tuve la suerte de participar en una conversación en la Biblioteca Central, en la que el tema fue si otra economía es posible, una economía en la que fuera posible combinar la libertad con la igualdad, la innovación con la justicia. 

Una economía no es otra cosa que la agregación de todas las acciones que realizamos que tienen que ver con la producción, consumo y acumulación de bienes y servicios. Y, como todas las acciones humanas, están determinadas por un conjunto de informaciones y criterios que nos permiten elegir entre distintas alternativas. De qué información consideremos relevante y de qué criterio de racionalidad aceptemos para tomar las decisiones depende el funcionamiento de la economía. Por eso, otra economía es posible sin más que introducir nuevos indicadores de información y diferentes criterios de racionalidad para nuestra toma de decisiones. 

Por lo general, suponemos, y así lo aceptamos culturalmente, que la información relevante para tomar las decisiones económicas se condensan en una variable simple que llamamos "precio", y que el criterio de producción y de consumo racional es "cuanto más mejor". Somos nosotros los que hemos establecido que el mecanismo más eficiente para disponer de bienes y servicios son los precios, como somos nosotros los que hemos establecido que disponer de más bienes y servicios es mejor que disponer de menos. Y si bien los "precios" son una forma muy eficiente de asignación de los recursos, y el criterio de "cuanto más mejor" es el único lógico cuando se dispone de poca renta, los precios dejan de ser un criterio socialmente eficiente cuando se tienen suficientes bienes y el "más es mejor" deja de ser lógico. 

Para poder tener otra economía, bastaría con introducir nuevos mecanismos de información y nuevos criterios de toma de decisiones. Bastaría, por ejemplo, por considerar, además del precio, un par de mecanismos de información añadidos con sus correspondientes criterios de racionalidad. Imaginemos que en las etiquetas de los bienes se incluyera, además del precio, un número del 0 al 100 que indicara el nivel de derechos sociales en el proceso de fabricación del artículo. Así, cuando estemos comparando dos bienes por sus precios sabríamos que un precio más bajo implica, muchas veces, trabajo infantil o condiciones laborales infrahumanas. Supongamos, además, que fuera obligatorio consignar en la etiqueta un indicador de la huella de carbono o del uso de agua en el proceso de fabricación del bien. Un consumidor racional tomaría entonces sus decisiones no según un criterio de racionalidad simple, el del precio, sino de un criterio múltiple en el que los derechos sociales (el bienestar de otros) y la sostenibilidad medioambiental (el bienestar de las sociedades futuras) también pesarían. Podríamos incluso prohibir como bienes o servicios tóxicos, como hacemos con determinadas composiciones químicas, aquellos bienes que no cumplan un mínimo de índice social o de sostenibilidad. Al igual que los precios son un mecanismo eficiente para producir más barato, los índices sociales y de sostenibilidad serían un mecanismo eficiente para producir de una forma más justa y más sostenible, sin vulnerar los principios de libertad económica y de mercados competitivos. 

Y lo mismo que podemos inventar nuevos indicadores para el consumidor, podríamos inventar nuevos indicadores del desempeño de las empresas (más allá del beneficio o la rentabilidad), como podríamos tener en cuenta variables de igualdad o de sostenibilidad para describir el conjunto de la economía (más allá del crecimiento del PIB, la inflación y la tasa de paro) y, por tanto, condicionar la política económica. Si los votantes juzgáramos una política económica no solo por sus resultados de crecimiento, sino por sus resultados en la mejora de la igualdad o en la sostenibilidad a largo plazo, las políticas económicas serían diferentes. 

Sí, sí es posible otra economía. Como es posible otra política económica. Y no hay que hacer una revolución, ni ser un iconoclasta para conseguirla. Solo reflexionar sobre los fundamentos de la economía que vivimos. 

18 de mayo de 2015 

lunes, 4 de mayo de 2015

Buenas noticias de fondo

Enfadados por el descubrimiento diario de casos de corrupción, abochornados por la insensibilidad europea ante la tragedia del Mediterráneo, consternados por la catástrofe de Nepal y enzarzados ya en la campaña electoral de las municipales, los españoles no prestamos atención a las buenas noticias de nuestra economía. Y no solo porque estamos creciendo, sino porque estamos creando empleo. 

Según los últimos datos del INE, el PIB español creció en el primer trimestre del año un 0,9%, acelerándose su crecimiento desde el trimestre anterior en dos décimas. Es la séptima subida consecutiva trimestral de crecimiento y la primera "racha larga" de crecimiento sostenido desde el inicio de la crisis. En términos anuales, este crecimiento trimestral indica que la economía española está creciendo al ritmo del 2,6% anual, lo que nos lleva a pensar que podemos terminar el año en el entorno del 2,9--3%. Por primera vez desde que se inició la crisis en el 2008, la economía española va a crecer por encima del 2,5%, lo que nos acerca a nuestra tasa de crecimiento potencial. Ahora es cuando se puede decir que la economía española está empezando a salir de la crisis. Aunque hemos de ser cautelosos con estas cifras, pues se producen en un contexto muy favorable para el crecimiento desde el punto de vista macroeconómico. Y es que la economía española está, como casi todas las europeas, bajo el influjo de una política monetaria superexpansiva (tipos de interés primarios casi en el cero), y mantenemos aún una política fiscal muy expansiva con un déficit superior al 5%. Al mismo tiempo, nuestra economía se ve beneficiada por dos circunstancias favorables sobre las que pesan algunos riesgos: por una parte, la debilidad del euro frente al dólar, lo que beneficia nuestras exportaciones (aunque sea más importante que beneficia a las de nuestros principales socios en los mercados mundiales); y, por otra parte, el bajo precio del petróleo, en el entorno de los 65-70 dólares/barril, lo que abarata nuestras importaciones. De cualquier manera, lo importante es que la economía española está creciendo a una tasa cercana a su tasa potencial, que el ritmo se está acelerando (lo que hará menos doloroso el ajuste fiscal), que estamos creciendo en sectores más potentes que en el anterior ciclo (servicios avanzados e industria) y que estamos creando empleo. 

Lo que realmente certifica que estamos saliendo de la crisis son los datos del mercado de trabajo del primer trimestre. Tres son los datos positivos que se encuentran en la EPA publicada el pasado 23 de abril. En primer lugar, que los ocupados han crecido en el último año en 504.200 más, lo que supone que hay 17,4 millones de personas empleadas; en segundo lugar, que los parados han disminuido en -488.700 personas, lo que hace que el volumen total de paro baje de los 5,5 millones y su tasa esté ahora en el 23,77%; y, finalmente, que vuelve a crecer el número de trabajadores con contratos indefinidos, el de autónomos, el empleo en el sector público y en todos los sectores productivos, salvo en agricultura. Crear casi 500.000 empleos con tasas de crecimiento del PIB en el entorno del 2,5% indica que la reforma laboral (incompleta en mi opinión) y la devaluación salarial están dando resultados en términos de empleo, aunque con la contrapartida de menores niveles salariales y una precariedad laboral a la que hemos de acostumbrarnos, pues nunca tuvimos un mercado de trabajo que funcionara realmente (en la mejor época tuvimos hasta 1,7 millones de parados y nunca bajamos del 8% de tasa de paro), ni es posible, en la época de la globalización y del cambio tecnológico que estamos viviendo, aspirar a mercados de trabajo rígidos y estables. 

En medio de las malas noticias que nos llegan desde la esfera de la política, la economía española parece que está generando buenas noticias de fondo. Recemos, aun los no creyentes, para que la política no estropee la economía. 

4 de mayo de 2015 

martes, 21 de abril de 2015

Opciones saludables

Lo que están diciendo las encuestas es que el mapa político español se está reconfigurando, que va a haber una mayor pluralidad de voces, lo que no es novedoso en nuestra democracia, sino la fuerza relativa con la que cada voz se va a oír. Más aún, lo que dicen las encuestas es que tenemos una democracia que está en vías de curación. 

El catálogo de opciones políticas, organizado según las polaridades ideológicas de derecha e izquierda y nacionalismos centralistas y periféricos (que han sido las dos tensiones ideológicas de nuestra ciudadanía), ha sido en España siempre rico. En ninguna de nuestras Cortes Generales se han sentado menos de 10 partidos políticos diferentes. Hemos tenido hasta 13 fuerzas políticas representadas en las elecciones de 1979 y 1989; 12 en las Cortes constituyentes de 1977, en 1986, en el 2000 y en las actuales; 11 en las legislaturas de 1993, 1996 y el 2004; y, finalmente, 10 partidos solo en el 2008. No ha habido falta de voces o de pluralidad en nuestras Cortes, a pesar del Sistema D'Hont. Hemos tenido parlamentos muy polarizados, con presencia de fascismos de extrema derecha como el de Fuerza Nueva (que representaba Blas Piñar) hasta fascismos de extrema izquierda nacionalista, con vinculaciones con el terrorismo, como el que representó Herri Batasuna muchas legislaturas. Nuestros parlamentos han sido siempre plurales y han representado siempre las preocupaciones políticas fundamentales de nuestra sociedad. No es, pues, ninguna novedad el que aparezcan partidos nuevos, como Podemos o Ciudadanos, con fuerza suficiente para entrar en el Parlamento, como no será nuevo si alguno desaparece del mapa electoral. Es normal y bueno que así sea, pues es señal de nuestra democracia está viva y que en el Parlamento se sientan las personas que encarnan las preocupaciones de la ciudadanía, que vivimos en libertad, base de toda democracia. 

Lo que sí ha pasado en nuestra historia reciente es que solo ha habido dos opciones de gobierno, la socialdemocracia del PSOE y el conservadurismo moderado del PP, que han compartido el poder, por nuestra estructura territorial, con los nacionalistas conservadores del PNV y de CiU. Opciones de Gobierno que, también en el futuro, al menos en el inmediato, serán fundamentalmente las mismas, pues dudo que Podemos desplace al PSOE como partido líder de la izquierda, o que Ciudadanos haga lo propio con el PP, básicamente porque ninguno de los dos recién llegados tiene base territorial de poder, ni cuadros y estructuras de partido asentadas como para un corrimiento generalizado del voto. Pero podría pasar como dicen las encuestas, que la diferencia entre cada uno de los partidos mayoritarios y los partidos competidores en el mismo espectro ideológico no sea demasiado alta, y eso fuerce a ambos a un ejercicio de moderación y de matización de sus propuestas, al tiempo que los obliga a regenerarse. Porque si los dos partidos mayoritarios están sufriendo la sangría de votos que están sufriendo no es solo por su ausencia de liderazgo y de propuestas, sino por la corrupción que han consentido (y consienten) en sus filas, y es posible que tengan algún tipo de reacción. Cualquiera de las dos opciones, que los partidos clásicos se regeneren y vuelvan a competir o que sean sustituidos por otros partidos que los arrinconen en las preferencias de los electores, es buena para nuestra democracia, pues es señal de que puede regenerarse. 

Soy, pues, de los que opinan que los tiempos políticos que vivimos no son malos, que son solo tiempos de cambio que alumbrarán, no sé si es una esperanza ingenua de alguien que nunca perdió la fe en la política, tiempos mejores. Porque nuestra democracia parece que está sana y da señales de regeneración. Lo curioso es que la medicina que vamos a aplicar a nuestra vida política, la libre competencia, no nos gusta aplicarla en otros ámbitos de la vida social y, quizás por eso, los tenemos aún débiles, o decididamente, podridos. 

20 de abril de 2015 

lunes, 6 de abril de 2015

Pacto con Irán

Esta Semana Santa se ha llegado, por fin, a un acuerdo entre la comunidad internacional e Irán sobre su programa nuclear. El acuerdo es significativo porque es una buena noticia en el complicadísimo tablero político de Oriente Próximo y en nuestras relaciones con el mundo islámico. 

Por lo que hemos sabido, pues seguramente hay aspectos del acuerdo que no se han publicado ni se van a publicar, Irán se compromete a una reducción de sus reservas de uranio enriquecido en los próximos 15 años y a concentrarlas en una sola planta nuclear, a una moratoria en la construcción de nuevas instalaciones nucleares y en la reconversión de uno de sus principales centros militares en un centro de investigación civil, todo ello, por supuesto, con supervisión internacional. Por su parte, los Estados Unidos y la Unión Europea se comprometen a levantar las sanciones que pesaban sobre la economía y las finanzas iraníes. En definitiva, Irán mantiene un perfil bajo de desarrollo nuclear, algo que venía haciendo ya por restricciones económicas, y Occidente levanta las sanciones económicas y financieras que están estrangulando la economía iraní. 

Las implicaciones del acuerdo son múltiples y todas ellas importantes. En primer lugar, para la misma sociedad iraní, un país de 78 millones de habitantes, porque su economía está en una situación crítica. Una situación crítica debida a cuatro factores clave: en primer lugar, el deterioro de su tasa de crecimiento, especialmente per cápita, debido al estancamiento económico y al fuerte crecimiento poblacional; en segundo lugar, la crisis económica que le está induciendo la caída de los precios del petróleo en los mercados internacionales, con graves consecuencias sobre las finanzas públicas, su tasa de paro (el juvenil está ya en el 24% y creciendo) y la distribución de la renta; en tercer lugar, la inflación inducida por las sanciones (de más del 30%); y, finalmente, los problemas de financiación en moneda fuerte toda vez que, debido a las sanciones occidentales, Irán vende su petróleo, en operaciones bilaterales, fundamentalmente a China, Irak (con sus pozos al 20% de producción), India y Turquía, y sus productos agrarios e industriales a los Emiratos Árabes y Afganistán. Irán necesita a Occidente para importar tecnología, abrir mercados internacionales y tener acceso a financiación internacional barata. Y, a través del comercio, volver al concierto político internacional. 

Desde el punto de vista occidental, el acuerdo no es importante desde un punto de vista económico, sino político. Occidente no necesita, en el nuevo contexto geopolítico del petróleo, a Irán. Las implicaciones son políticas. En primer lugar, se evita el reconocimiento de una situación de contención nuclear. El programa nuclear iraní empezó en plena Guerra Fría, como lo hizo el nunca reconocido programa de Israel, cuando Irán e Israel eran los grandes aliados de los Estados Unidos en la zona. La moratoria iraní a su programa nuclear evita que Israel tenga que reconocer el suyo, lo que elimina una complejidad en la caótica situación de Oriente Próximo. Y, a pesar de la retórica electoralista de Netanyahu, beneficia a Israel. En segundo lugar, con el fin de las sanciones y la vuelta a las relaciones entre Irán y Occidente, se levanta un impedimento para la participación explícita de Irán en las operaciones contra el Estado Islámico, ya que éste es una amenaza directa no sólo sobre Irak, sino sobre los chiíes iraquíes a los que Teherán quiere proteger. Por otra parte, Irán puede ayudar indirectamente, gracias a sus intereses en Siria, a resolver el conflicto civil que está desestabilizando la región. 

El acuerdo, pues, es bueno para Irán y, en mi opinión, es bueno para la zona. Pero también es bueno para nosotros, los occidentales, porque normalizar las relaciones con Irán es un paso importante para luchar contra el integrismo islámico. Acercarse a Irán es más inteligente que aislarlo. Algo que a los americanos les ha costado más de cincuenta años aprender con Cuba. 

6 de abril de 2015 


lunes, 9 de marzo de 2015

Impuestos "daneses"

El precio de cualquier producto o servicio se establece según un mecanismo simple. Las empresas calculan todos los costes en los que incurren para producir sus productos (materia prima, aprovisionamientos, costes salariales, costes financieros, impuestos, amortizaciones, etc.) a los que suman el margen, obteniendo así el precio antes de IVA, suma este impuesto y obtiene el precio final. No se suele vender ningún producto por debajo de los costes, aunque sí muy por encima. El consumidor final paga, pues, en el precio, todos los costes en los que ha incurrido el empresario. 

Como entre los costes están dos impuestos importantes (IRPF y cotizaciones sociales) y, en el precio final, el IVA y los Impuestos Especiales, se puede concluir que el consumidor final paga todos los impuestos clave, siendo el empresario un mero recaudador. Desde la perspectiva del empresario, siempre que mantenga constante su beneficio, es indiferente cómo se distribuyan estos impuestos. Para él, el IRPF de los salarios, las cotizaciones sociales y el IVA son parte de su sistema de costes y los imputa en el precio, por lo que le preocupa el monto total de ellos, ya que afecta al precio final, no la distribución de la carga impositiva de cada uno de ellos. Dicho de otra forma, si los tres impuestos fueran un porcentaje fijo, como son ahora las Cotizaciones Sociales o el IVA, y el monto total final a pagar fuera el mismo, sus costes no se verían alterados lo más mínimo, por lo que a la empresa le daría lo mismo. 

Desde una perspectiva del consumidor final, el resultado es el mismo: paga los impuestos en los precios, se imputen como se imputen. Lo que no es lo mismo es desde la perspectiva de la distribución de la renta: los impuestos incluidos en los precios son regresivos porque aquellas familias que no consumen toda su renta, los que ahorran, solo pagan estos impuestos por la parte que consumen. Puesto que los que menos renta tienen son los que menos ahorran, son ellos los que más impuestos soportan en porcentaje a través de los precios. De ahí que, en un intento por reducir esta regresividad, sea razonable establecer un IVA reducido para determinados bienes de primera necesidad, siendo una locura distributiva para bienes que no son imprescindibles. 

Tampoco es lo mismo desde un punto de vista distributivo cómo se reparten dentro de la empresa los distintos impuestos que recauda el empresario. Para un empresario, el Coste Laboral Total Directo (CLTD) está compuesto del Salario Neto que paga en nómina, el IRPF que retiene y la Cotizaciones Sociales que paga por el trabajador. Los impuestos que recauda por sus trabajadores, por el uso del factor trabajo nacional, son pues el IRPF y las Cotizaciones Sociales. Desde la perspectiva del empresario, qué parte pague por cada uno es indiferente. Sin embargo, desde la perspectiva de la distribución de los Salarios Netos, no. No es lo mismo un sistema en el que todo se recaudara mediante un sistema de tipo fijo, que mediante un sistema de tipos progresivos, porque los salarios más bajos pagarían menos impuestos y los trabajadores tendrían más salario neto. El sistema español de impuestos al trabajo es un híbrido entre un sistema de impuestos regresivo a través de las cotizaciones sociales (por los salarios más altos se paga menos cotización) y un sistema progresivo a través del IRPF. Es decir, que los salarios brutos en España, sean lo pequeños que sean, pagan un impuesto sin saberlo del 23% de cotización social y, luego, el IRPF, mientras que los salarios altos pagan un 10% más el IRPF que les corresponda. 

El sistema es perverso, pero se puede mejorar, como ya demostraron los daneses en los 80 sin más que ir bajando las cotizaciones sociales transfiriéndolas a salarios brutos. Pero para eso tendríamos que discutir de política fiscal como los daneses y saber bastante más de distribución de la renta. 

9 de marzo de 2015 

lunes, 23 de febrero de 2015

Impuestos y elecciones

Ahora que ya estamos en campaña electoral han empezado a aflorar propuestas de los distintos partidos políticos sobre los más variados temas. Temas que van desde asuntos de enjundia como la política exterior o antiterrorista, pasando por la política económica y de bienestar, hasta llegar a minucias que, sin afectar a la vida de la ciudadanía, serán objeto de debate partidista por la impresión que causan entre los votantes. 

Uno de los temas fundamentales sobre el que tendremos propuestas será el de la política fiscal, tanto de los impuestos como de los gastos, y sobre ambas cosas habrá más ideología y eslóganes que pensamiento. En el frente de los impuestos lo que nos van a contar está casi esbozado. El PP nos contará como "grandes" reformas los simples retoques que ha hecho en distintos impuestos; el PSOE nos propondrá derogar lo que haya hecho el PP, sin más argumento que lo hecho "beneficia a los ricos"; Ciudadanos ya nos adelanta que hará una reforma fiscal profunda, pero solo hace una propuesta de retoques ambiguos en la estructura impositiva y una referencia a las Sicav; UpD, como siempre, "no sabe no contesta" en temas de política económica; Podemos ya se despachó con un documento más ideológico y panfletario que económico en la propuesta de noviembre; y, finalmente, IU propondrá, pues aún no lo ha hecho, una serie de eslóganes similares a los de Podemos. Todos harán mucho hincapié en la lucha contra el fraude (cuando no saben ni siquiera que hay una parte de fraude derivado de la estructura económica y otro derivado de la estructura impositiva) y todos hablarán de un reparto "justo" de la carga tributaria. Lo que ninguno hará será hablar seriamente del conjunto de impuestos que pagamos, ni de su distribución personal, en gran medida, porque desconocen la realidad tributaria y la miran con orejeras ideológicas. 

Para que nos hagamos una idea de lo que pagamos los españoles de impuestos basten unas cifras, referidas al 2013, por ser el último año que tiene datos ajustados casi completos. En el ejercicio del 2013, las familias españolas pagamos a las distintas administraciones la cantidad de 328.022 millones de euros. A esto habría que sumar otros casi 35.000 millones derivados de ingresos de organismos autónomos, tasas, precios públicos, etc., así como de los ajustes de impuestos de entidades locales que no se contabilizan agregadamente. En total, la ciudadanía pagó unos 363.000 millones de euros, un 35,5% de la renta que generó. 

Pero siendo alto el volumen total pagado, que no lo es para parámetros europeos, lo llamativo está en la distribución de esta carga, pues de los 363.000 millones, pagamos en impuestos directos, progresivos, 98.000 millones (el 27%); en impuestos no directos, pero con una cierta progresividad, unos 61.000 millones (el 16,8%); y en impuestos indirectos (cotizaciones sociales más impuestos indirectos puros), claramente regresivos, la friolera de 204.000 millones (el 56,2%). Si tenemos en cuenta que el IRPF, el principal impuesto directo de nuestro país, solo recauda 69.000 millones, y que, además, no distribuye correctamente la carga, pues prácticamente lo pagan los asalariados, no hace falta hacer demasiados números para deducir que el sistema impositivo español no solo es insuficiente para llegar al equilibrio presupuestario, sino que reparte muy mal la carga fiscal porque es globalmente regresivo (es decir, que pagan más en proporción los que menos tienen). Una regresividad que afecta, a su vez, a su propia sostenibilidad. Si a esto se le suman sus efectos secundarios negativos, como la excesiva carga fiscal del factor trabajo, lo que provoca alrededor de un 5% del paro, o los agujeros legales que facilitan la ocultación de rentas y el fraude fiscal, creo que habría mucho que hablar, más seriamente y con menos ideología de lo que van a hacerlo nuestros políticos en los próximos meses. 

Pero, claro, para ello tendrían que estudiar política fiscal y no vivir alimentados de resúmenes de prensa y tuits. 

23 de febrero de 2015 

lunes, 9 de febrero de 2015

Hablando de Grecia seriamente

La situación de la deuda griega se puede resumir de la siguiente forma: Grecia, un país de 11 millones de personas, tiene una deuda pública total de unos 320.000 millones, lo que supone el 175% de su PIB. De esta deuda, unos 185.000 millones se lo debe a los Estados miembros de la Unión Europea (unos 60.000 de los cuales los aportó Alemania y unos 25.000 España), otros 55.000 millones al Banco Central Europeo y al Fondo Monetario Internacional, y el resto, casi 80.000, a la banca privada griega, italiana y británica y a fondos de inversión norteamericanos. Gracias a que la mayoría de esta deuda se la debe a los Estados miembros de la zona euro, el tipo de interés medio que paga por su deuda es del 2,2%, frente al 2,4% de España, y el plazo de amortización está en 16,4 años, frente a los 7,3 de España. Es decir, los gobiernos europeos, y, a través de ellos, los ciudadanos de los demás países de la zona euro, han refinanciado la deuda de los griegos, dándole más tiempo para pagarla a un tipo de interés más barato. A cambio se les pidió que, en un plazo de cinco años, hicieran reformas para no endeudarse más y que aceptaran la supervisión de unos técnicos (la famosa troika) porque, escarmentados con las falsas estadísticas griegas, nadie se fiaba de sus datos. 

El problema es que los griegos, a pesar de algunas reformas como atrasar la edad de jubilación a los 65 años, despedir al 15% de los funcionarios y bajar los sueldos un 20%, siguen necesitando unos 8.500 millones de euros anuales para cuadrar sus cuentas, fundamentalmente porque no han priorizado correctamente su gasto público (un 4,5% de PIB de gasto militar), no han atajado la corrupción ni el fraude fiscal (el más alto de la UE) y tienen una economía rígida, intervenida y estancada, lo que da como resultado una tasa de paro del 25%. 

Ante esta situación, el Gobierno de Syriza considera que el problema de la sostenibilidad de la deuda griega es que la economía griega no crece. Para crecer, sostienen ellos, Grecia necesita una política fiscal expansiva (readmisión de funcionarios, subidas salariales, etc.) que, aunque les llevará a incurrir en nueva deuda, es la única solución para arrancar la economía. Por eso, Tsipras siempre pidió el perdón de parte de la deuda vieja, para volver a incurrir en deuda y poder "resetear" su economía. El problema es que nadie se cree este razonamiento (muy al "estilo Krugman") porque el problema de fondo de la economía griega es su escasa competitividad, su rigidez, su gigantesco sector público y la ausencia de credibilidad. Y no es precisamente Syriza la opción política más creíble para hacer competitiva la economía griega. 

El razonamiento europeo es diferente. Es cierto que Grecia necesita crecer para pagar su deuda, pero para que crezca, lo que tiene que hacer es mantener sus compromisos para ser creíble y reformar su economía para ser más competitiva. Si hace ambas cosas, seguirá recibiendo liquidez para funcionar y se podría ampliar el plazo de pago, ya que no es aceptable ninguna quita, puesto que es dinero de los contribuyentes europeos, y no se pueden bajar más los tipos de interés. 

Como los griegos no pueden acudir a los mercados internacionales (su prima de riesgo es excesiva), Rusia y los árabes no están para dar financiación "de Estado" y China exige contrapartidas difícilmente asumibles por los nacionalistas, me temo que no tienen más remedio que sentarse a negociar con Bruselas, Frankfurt y Berlín. 

Una negociación a la que se puede ir sin corbata y con la camisa por fuera, pero a la que sería conveniente que los griegos fueran con humildad y realismo. Entre otras cosas, porque no creo que la señora Merkel y su ministro Schäuble se dejen impresionar por unos tipos que les deben 60.000 millones de euros a sus votantes. 

9 de febrero de 2015