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miércoles, 24 de octubre de 2018

Economía regional básica

Ya está en marcha la campaña electoral que nos llevará a las elecciones del próximo 2 de diciembre. Una campaña electoral que, a tenor de lo que estamos viendo en los últimos años, estará llena de tuits, noticias falsas, memes virales, exageraciones en las redes y debates intrascendentes. O sea, tendremos una campaña «de Luxe», con bastante zafiedad, que no tratará los temas que hay que tratar, empezando por el económico. 
 
Porque un primer tema que hay que tratar en esta campaña electoral es el del atraso relativo de la renta andaluza respecto de la del resto de España. El hecho objetivo, al que los andaluces nos hemos acomodado, es que el producto interior bruto per capita andaluz es, desde hace años, el 70-75% de la renta media española, concretamente, según datos del INE para 2017, el 74%. Para hacernos una idea más clara, si el PIB andaluz es 100, el español es 135, mientras que el catalán es 162 y el de Madrid es un 183 (¡casi el doble!). Y la diferencia es prácticamente la misma desde hace 30 años. 
 
El problema de fondo de esta persistente divergencia entre nuestra economía y la del resto de España es relativamente simple: la productividad media del ocupado andaluz es menor que la media española, al tiempo que hay una mucho mayor tasa de paro y una menor tasa de actividad. 
 
Andalucía no converge con la media española porque no crece en sectores de alta productividad. Es decir, mientras no se desarrolle un potente sector industrial (con más capital e innovación) y un sector de servicios avanzados (sanitario, educativo, financiero, comercial, servicios a empresas, etc.), mientras no crezcan las empresas andaluzas internacionalmente, no aumentará la productividad. Mientras Andalucía lo fíe todo a su tierra (la agricultura y la industria agroalimentaria básica), al clima y patrimonio histórico (el turismo) y a omnipresencia de la Junta (Administración y Servicios Públicos) la productividad media no será alta y crecerá lentamente, porque la acumulación de capital físico será muy baja. No es con olivos en seto, bares, hoteles y servicios públicos como crece la productividad de una economía (aunque también). 
 
Pero el problema más grave es la tasa de paro. Según la última EPA, la del segundo trimestre de 2018 porque la del tercer trimestre se publicará mañana, el número de parados en Andalucía era de 910.000 personas, o lo que es lo mismo, el 23,09% de tasa de paro. Puesto que la media española es del 15,28%, la de Cataluña es del 11,29% y la de Madrid es del 12%, se puede decir que Andalucía tiene una tasa de paro un 51% superior a la española, el doble de la catalana y un 92% más alta que la madrileña. Y lo malo no es solo que haya más de 910.000 personas en paro, es que eso supone, además, 300.000 hogares con todos sus miembros en paro, lo que determina una alta tasa de pobreza sin perspectivas de salida de la situación. Un paro que no tiene solución mientras no se creen más empresas y no aumenten de tamaño las que ya tenemos. 
 
Así pues, mientras el mercado de trabajo andaluz tenga un comportamiento tan divergente con respecto al resto de España y la estructura productiva no cambie, Andalucía no convergerá en renta. Si tenemos en cuenta que tenemos el mismo marco jurídico en el mercado de trabajo, que el nivel competencial de la Junta es de los más altos de España y que ha recibido per capita más fondos europeos que casi ninguna otra región, me temo que alguna responsabilidad en esto tienen los más de 36 años de gobierno del PSOE. Por eso, me gustaría oír en esta campaña alguna explicación que no ofenda mi inteligencia (acudiendo, por ejemplo, al atraso histórico), como me gustaría oír propuestas de la oposición que no sean obviedades. Pero mucho me temo que no tendremos ni explicaciones, ni propuestas. 
 
24 de octubre de 2018

miércoles, 10 de octubre de 2018

Totalitarios, colaboracionistas, resistentes

Totalitarios, colaboracionistas, resistentes Pusieron, primero, una bandera con barras amarillas y rojas, y dijeron que era solo un viejo símbolo. Recuperaron, al tiempo, un viejo canto, y lo llamaron su himno. Renombraron las ciudades y las calles, dieron premios a los que hablaban su idioma e inventaron nuevas «tradiciones». Y le llamaron recuperación cultural. Y, como todos los demás hicieron lo mismo en su región, nadie vio nada malo en ello. 

Pidieron, después, educar a sus hijos en su lengua. Hicieron que los hijos de los que no la hablaban la aprendieran, para mejor conocer la historia de la tierra que había acogido a sus padres, y superar así las diferencias entre los hijos de la burguesía y los de los inmigrantes. Y lo llamaron normalización lingüística. La escuela era suya y reescribieron la Historia, llenaron los libros de insidias y adoctrinaron a los hijos de los inmigrantes, hasta que renegaron de los orígenes de sus padres. Y a eso le llamaron cohesión social. Se resistieron algunos y los insultaron, y cuando los tribunales los ampararon, los niños eran ya adultos. Pero fueron muchos los que callaron y colaboraron, porque eran de allí o porque allí tenían trabajos y se vivía mejor que en los pueblos de donde venían. Y el resto, los que lo veían desde fuera, hicieron con que todo eso no pasaba. 

Montaron una televisión propia y asaltaron con su propaganda el salón de todos los vecinos. Y lo llamaron pluralidad informativa. Obligaron a que los comercios se rotularan en su lengua y quisieron hacer una economía por su cuenta, pagando más a sus funcionarios, maestros y médicos y se endeudaron más que los demás, y lo justificaron porque eran el «motor económico de su país». Y a todo eso le llamaron sus intereses legítimos. Dentro, todos callaron y colaboraron porque les beneficiaba, y, fuera, solo unos pocos protestaron, pero sus votos valían menos para la estabilidad de los gobiernos. 

Quisieron una policía que sirviera para la convivencia y levantara menos suspicacias, y, como así lo tenían países del «entorno», a pesar de hacer más ineficaces los servicios policiales, se les autorizó y se le llamó transferencia de Interior. También pensaron que, para mejor servir a sus empresas, era bueno que, además de las embajadas de todos, tuvieran representación propia para ayudar a sus multinacionales en el mundo, y de paso a su ciudadanía y, ya puestos, a su propaganda cultural. Y eso le llamaron oficinas de intereses comerciales. Y, como los que pudieron les imitaron, nadie protestó y todos colaboraron. 

Y como ya tenían una bandera, un himno, la escuela con pensamiento y lengua única, una televisión, una administración, una policía y embajadas, escribieron una Constitución, que rompía la de todos. Dentro, nadie protestó porque les beneficiaba, y fuera, hubo algunos que se resistieron, pero muchos la justificaron. Y cuando un tribunal determinó que no garantizaba la igualdad de todos, se hicieron las víctimas. Y muchos los comprendieron y culparon al tribunal. 

Se enfadaron, y empezaron a señalar al que no pensaba como ellos, y pusieron banderas para saber dónde vivían los tibios a su causa y «los otros». Se saltaron la legalidad y le llamaron referéndum; vulneraron las normas básicas del Parlamento y le llamaron mandato del pueblo. Se pusieron lazos amarillos para saber quién era de los suyos y fueron violentamente contra aquellos que opinaban diferente. Y le llamaron libertad de expresión democrática. 

Y hubo quien sacó al totalitario que es, quien colaboró, quien calló y quien resistió. 

Aún estamos a tiempo. Porque aún estamos a tiempo de parar a los totalitarios, es por lo que cada uno de los adultos de este país debiera pensar qué papel representa en la crisis catalana. Si es uno de ellos, un totalitario, un colaboracionista o un resistente. Aún estamos a tiempo de parar una deriva que llevaría a escribir aquello de Martin Niemöller: «Cuando los nazis vinieron por los comunistas/ guardé silencio/ yo no era comunista...». 

10 de octubre de 2018