Páginas

martes, 17 de diciembre de 2002

Inflación sin gobierno

La inflación, y lo escribía en estas mismas páginas en enero, no sólo no va bien, es que va muy mal. Con cifras cercanas al 4% en un año, duplicando, por tanto, la previsión del Gobierno, y sin perspectivas de que baje, la tasa de inflación, medida por el IPC, es sencillamente preocupante. Y es más preocupante porque la predisposición del gobierno a reconocer el problema, diagnosticarlo correctamente y poner remedio es, en la práctica, nula. 

¿Por qué no actúa el Gobierno decididamente para atajar el problema de la inflación? Una primera respuesta a esta pregunta es que el equipo económico del Gobierno, liderado por Rodrigo Rato, no sabe cómo resolverlo, que es manifiestamente incompetente. Pero esta respuesta es insostenible a poco que se conozca la trayectoria de los principales miembros de ese equipo, empezando por el mismo Rato, y los curricula de los técnicos al servicio del Ministerio de Economía. Una segunda explicación puede ser que el Gobierno considere que la situación de las cifras de inflación son coyunturales, que son, sencillamente, fruto del ciclo económico y de circunstancias que no puede controlar. Así, puede considerar que una parte importante de la tasa de inflación es inercial, o sea, debida a los crecimientos de años anteriores, que hacen que las empresas trasladen a los precios los incrementos de costes con un cierto retraso. O puede considerar que hay una parte de nuestra inflación que es natural, es decir, debido a que los niveles de precios absolutos en nuestro país son menores que los de otros países de la Unión y que, por tanto, los empresarios españoles no tienen ningún motivo para, en esos sectores, mantener los precios estables. Un ejemplo puede aclarar estas dos componentes, inercial y natural, de nuestra inflación. La ropa de la temporada de invierno que ahora tenemos fue fabricada hace unos meses con textil comprado hace más de un año. Puesto que la mayoría del textil se importa e importamos pagando en dólares, el hecho de que el dólar valiera un 13% más que este año, hace que los fabricantes del textil hayan repercutido estos precios a los de la confección, que los trasladan al consumidor ahora. Más aún, como la ropa es más barata en España, en media, que en Centroeuropa, los empresarios no tienen problemas de competencia a la hora de fijar estos precios. Desde esta perspectiva, y argumentada por algunos economistas del Ministerio, entre uno y dos puntos de nuestra inflación son inerciales y naturales. Pero esta explicación implica que el Gobierno no puede resolver el problema, que es impotente. Una tercera explicación puede ser que el Gobierno considere que la inflación española es estructural, pero que las medidas que puedan resolverlas son de tal calado político que no es prudente, ni conveniente para el Gobierno, tomarlas, y ello porque los sectores inflacionistas (empresarios de todos los tamaños y profesionales liberales) son fuentes de voto para el Partido Popular. Desde esta perspectiva, la inflación española estaría causada por los márgenes empresariales y la ausencia de verdadera competencia en los mercados. E incluso el Gobierno podría justificar la bondad de esta situación considerando que esta inflación está permitiendo sanear las empresas y su beneficio, lo que conlleva una mejora de la situación financiera de las empresas teniendo en cuenta que los tipos de interés están bajos, lo que incidirá en acelerar el crecimiento de la economía española (y de los niveles de empleo) en cuanto pase la incertidumbre de la economía mundial. Con lo que se puede concluir que el Gobierno no toma decisiones para controlar la inflación porque no quiere, porque no le interesa. 

Bien por una improbable ignorancia, bien por una parcial impotencia, bien por un inconfesable interés, el hecho es que la inflación española está sin gobierno. 

Y el desgobierno de la inflación es peligroso, porque puede contaminar los salarios y arrastrarlos a una espiral indeseable que, de profundizar en los diferenciales con nuestros socios europeos, puede llegar a producir una marea negra de paro. 

martes, 3 de diciembre de 2002

Alemania, Europa

La economía alemana muestra, desde hace casi una década, unos síntomas que han de preocuparnos a todos los europeos. Y es que la economía alemana es, para bien y para mal, el corazón de la economía europea. Alemania es una gran potencia económica. De hecho, y atendiendo a su Producto Interior Bruto, es la quinta economía del planeta tras Estados Unidos, China, Japón e India. Pero es la tercera de las economías desarrolladas y la primera de Europa. Alemania es el 4,5% del total de lo que se produce en el mundo, siendo sólo el 1,4% de la población mundial. Más aún, y eso la hace única entre las grandes economías, su participación en el comercio mundial es del 8,7%. Alemania es, en proporción, la mayor potencia comercial del mundo, especialmente de bienes industriales. 

Dentro de la Unión Europea, la economía alemana es el centro de nuestra economía. Y ello porque es el 23% del PIB de la Unión, algo más del 25% del comercio comunitario y algo menos del 23% de la población. Dicho de otra forma, Alemania es alrededor de la cuarta parte de la segunda mayor economía del planeta, la de la Unión Europea. Y lo que no es menos relevante, soporta algo más del 23% de la financiación comunitaria recibiendo sólo el 13% del gasto comunitario, lo que la convierte, de lejos, y más que proporcionalmente entre las grandes economías, en el socio más generoso de la Unión: su aportación neta a la Unión fue, en el 2000, de 9.273 millones de Euros (algo más de un billón y medio de pesetas), mientras que la del Reino Unido (una economía sólo un 30% inferior a la alemana) fue de 3.775 millones y Francia no llegó, a pesar de su retórica europeísta, a los 1.500 millones, recibiendo España de estas aportaciones de sus socios algo más de 5.000 millones (casi un billón de pesetas). 

Por esta potencia, por esta centralidad, que se ve reforzada si tenemos en cuenta su capacidad tecnológica, sus relaciones con Europa del Este y Rusia y sus inversiones en Latinoamérica, África y Extremo Oriente, lo que ocurre en Alemania nos afecta a todos. De ahí que su crisis económica, como así la ha calificado su prensa, ha de ser objeto de reflexión y comprensión por parte de Europa. 

¿Qué le pasa a la economía alemana? Fundamentalmente sólo una cosa: Alemania está pagando la valiente decisión política de la Reunificación. La reunificación alemana, realizada hace casi una década, está suponiendo, para la economía alemana del Oeste, una pesada carga toda vez que ha habido que desmantelar, por obsoleta y poco competitiva, la economía de la Alemania del Este, de 18 millones de personas, al tiempo que, para hacer posible esta unificación, había que mantener los niveles de bienestar de esta colectividad. Esto ha supuesto una importante destrucción de activos y una ingente transferencia de recursos. Recursos que sólo se han podido transferir a costa de perder crecimiento económico en el conjunto. Dicho de otra forma, Alemania no ha crecido en los noventa porque, en no pocos sectores, ha habido que invertir al tiempo que se desinvertía. La Reunificación política ha llevado aparejada, pues, una importante Reestructuración. Una Reestructuración económica que, y es lo malo, está incompleta. 

¿Qué soluciones tiene la economía alemana? En primer lugar, dos medidas macroeconómicas esenciales y de manual de política keynesiana en las que podemos ayudar todos: bajar los tipos de interés y permitirles un cierto déficit público. Y, en segundo lugar, y es labor suya, flexibilizar sus mercados, especialmente de factores. 

Es cierto que fue Alemania la que impuso las rigideces del Banco Central Europeo y del Pacto de Estabilidad. Pero hacerle pagar su arrogancia pasada, especialmente en lo referente al déficit público, es una actitud que nos perjudica a todos, y más a economías que como la española que depende tanto de Alemania y que, si ha crecido y crece por encima de ella, se debe en gran medida a que ellos nos aportan ese punto de PIB que tan ufanamente exhibe nuestro gobierno como crecimiento diferencial. Ayudar a Alemania es, pues, una decisión inteligente: les beneficia a ellos y nos beneficiamos todos. Lo demás es simple arrogancia.