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lunes, 26 de enero de 2004

Elegir el político

Max Weber, uno de esos clásicos que debieran ser de lectura casi obligada, decía, en una conferencia publicada como ensayo con el título de "El político", que las cualidades realmente importantes para un político son tres: "pasión, sentido de la responsabilidad y mesura". Y definía la pasión como "la entrega apasionada a una causa, al dios o al demonio que la gobierna", la responsabilidad como "la estrella que orienta la acción", y la mesura como "la capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar la distancia con los hombres y las cosas". Y reconocía que "el problema es el de conseguir que vayan juntas en las mismas almas la pasión ardiente y la mesurada frialdad, pues la política se hace con la cabeza y no con otras partes del cuerpo o del alma". Un poco más adelante, Weber escribe: "sólo hay dos pecados mortales en el terreno de la política: la ausencia de finalidades objetivas (la causa a la que entregarse con pasión) y la falta de responsabilidad. Y es la vanidad, el tercer pecado, la necesidad de aparecer siempre que sea posible en primer plano, lo que más lleva al político a cometer uno de esos dos pecados, o los dos a la vez". 

Si completamos la idea de responsabilidad, y es fácil sin más que acudir al Diccionario de la Real Academia, definiéndola como "la obligación moral que resulta de asumir el posible error en un asunto", las tres virtudes y los tres pecados que señala Weber nos pueden servir de orientación, como una especie de test de personalidad, para juzgar la idoneidad de los políticos para ser Presidente del Gobierno. 

Suárez fue un gran presidente de gobierno mientras mantuvo las tres cualidades y estuvo sin cometer ninguno de los tres pecados. Pero, terminada la Transición y sin un bagaje ideológico fuerte, se quedó sin causa a la que servir con pasión, por lo que "tuvo que retirarse" en un loable ejercicio de su sentido de la responsabilidad. De Calvo Sotelo se puede decir lo mismo que del último Suárez: no tuvo causa por la que luchar. Felipe González fue un excepcional presidente del gobierno mientras tuvo como causa la modernización de España y el camino hacia Europa, mientras fue prudente en restañar heridas y fue responsable en el ejercicio del poder. Y se empequeñeció cuando fue incapaz de asumir su responsabilidad por los desmanes y la corrupción de algunos de sus allegados y cambió su causa por mantenerse en el poder. Aznar fue un magnífico político mientras tuvo como causa la renovación de la derecha española y la denuncia de los abusos anteriores, mientras fue prudente en temas autonómicos y económicos, mientras ejerció el poder con responsabilidad. Pero ha tenido la vanidad de ser "alguien" en el mundo y de ganar una guerra, y su retirada, aunque anunciada con mucha antelación, es la forma de pagar por estos pecados. Mirando hacia atrás, parece como si el electorado español siguiera el test de Weber: exige de los candidatos las cualidades esenciales y no perdona a los presidentes los pecados cometidos en el ejercicio del poder. 

El problema de este año es que ninguno de los candidatos tiene, en mi opinión, las tres cualidades y sí empiezan a cometer los tres pecados. Porque Rajoy no tiene pasión, aunque sí sentido de la responsabilidad y prudencia. Y comete el primero de los tres pecados: no tiene causa objetiva en su mandato, pues es una pobre causa la de ser el administrador del legado de Aznar. Zapatero, por su parte, es la antítesis de Rajoy, pues tiene pasión, pero no tiene sentido de la responsabilidad, ni, desde luego, prudencia. Y es casi más pecador: no tiene más causa que el poder y cae en la vanidad de abanderar todas las causas, hasta aquellas que erosionan su propio objetivo. Desde luego, es descorazonador el panorama de las elecciones, y no sólo por lo descabellado de algunas propuestas. Pero, consolémonos, porque podría ser peor. Podríamos tener como presidente a Bush o a Berlusconi, que no sólo no pasan el test de Weber, sino incluso otros mucho más sencillos. 

lunes, 12 de enero de 2004

Balance económico de la era Aznar

Esta semana que empezamos se convocarán oficialmente las elecciones generales de marzo con las que concluirán los ocho años de presidencia de José María Aznar. Ocho años en los que Aznar habrá estado dirigiendo, con Rodrigo Rato, la economía española. Ocho años de los que es conveniente hacer un balance de los resultados económicos antes de que todo análisis se enturbie por las lecturas electorales. 

Cuatro son, en mi opinión, los activos de la acción de gobierno del Presidente Aznar: una mayor renta per capita, una menor tasa de paro, un fuerte saneamiento de las cuentas públicas y, finalmente, la incorporación de la peseta al euro. 

El primer activo de la era Aznar es, indudablemente, el fuerte ritmo de crecimiento económico. La economía española ha crecido, en este ciclo económico, alrededor del 3,5% en media (sólo algo menos que en el ciclo expansivo de los ochenta), lo que ha posibilitado un acercamiento a la renta media de la Unión Europea hasta alcanzar más del 80%. Paralelamente, este crecimiento ha posibilitado un segundo activo: la mejora en la tasa de paro. 

Así, frente a un paro de alrededor del 20% se ha pasado a una tasa del 11%, creándose cerca de tres millones de puestos de trabajo. Todo ello al tiempo que se ha producido un profundo cambio en el mercado de trabajo: la incorporación de la mujer a la población activa ha seguido un ritmo creciente, de la misma forma que España se ha convertido en una economía receptora neta de inmigración. 

El tercer activo de la era Aznar ha sido el acercamiento de las cuentas públicas a la estabilidad presupuestaria, al ´déficit cero´. Y no sólo porque permitió la incorporación de la peseta al euro, sino porque ha instaurado en España la cultura de la responsabilidad sobre el gasto y ha roto la propensión al déficit. 

Finalmente, el cuarto activo de la era Aznar ha sido la importante transformación de la economía española que permitió a la peseta integrarse en el euro. Y es que gracias a la política de convergencia nominal de los años noventa la peseta fue sustituida por el euro, dando lugar a la bajada de tipos de interés que está posibilitando el crecimiento económico de estos años, al tiempo que fuerza a las empresas española a la internacionalización. 

Pero la era Aznar también tiene cuatro pasivos económicos que deja en herencia: una persistente inflación diferencial, un bajo crecimiento de la productividad, una política tributaria menos progresiva y, desde luego, la mayor asimetría en la distribución de la renta. 

Y es que, y es el primer pasivo, la economía española sigue teniendo problemas con la inflación. Problemas que se derivan de la escasa liberalización de los mercados de bienes y servicios (a pesar de la retórica liberalizadora del Gobierno), de la intensidad de la demanda y la escasa adecuación de la tasa de interés europeo a las condiciones de la economía española. 

El segundo problema sin resolver que deja Aznar es el del bajo crecimiento de la productividad fruto de uno de los mayores fracasos de estos años: la baja penetración de las nuevas tecnologías en las empresas españolas. 

El tercer pasivo es, sin dudarlo, la regresiva política tributaria. Porque, también a pesar de la retórica oficial de bajada de impuestos, la carga fiscal española se reparte, en la actualidad, con una mucho menor equidad que al inicio del mandato Aznar: las dos reformas del IRPF y la revolución de las tasas han dado como resultado que son las rentas más bajas las que más impuestos, en proporción, pagan. 

Consecuencia de lo anterior, de la mayor flexibilidad laboral en forma de contratos menos protegidos y de un espectacular crecimiento de la dispersión salarial (los ejecutivos han visto crecer sus salarios medios reales más de cinco veces el crecimiento de los obreros manuales) es el aumento de las diferencias de renta entre los españoles. Dicho de otra forma, los activos económicos no se están repartiendo de tal manera que no haya pobres.