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miércoles, 20 de noviembre de 2019

Gobernabilidad

Con los resultados de las pasadas elecciones en la mano, se puede decir que el panorama político español es muy complicado lo que hace difícil la gobernabilidad. Se han celebrado elecciones y se va a constituir un gobierno, pero eso no significa que se pueda gobernar y, menos aún, gobernar razonablemente el país. Al menos como necesitan ser gobernados los problemas que nos acucian. Mientras tanto, gracias a que tenemos una legislación ordenada, con todas sus incoherencias, y una administración organizada, con todas sus deficiencias, las instituciones funcionan. Y, sobre todo, gracias a que somos una ciudadanía madura, con algunos arrebatos adolescentes, la sociedad funciona. 
 
La primera complicación viene de la inmensa fragmentación política del Congreso. Esta es la primera legislatura en la que hay 16 grupos políticos representados en el Congreso, que, a su vez, están compuestos por más de 20 partidos políticos. Más aún, son las primeras elecciones en las que las que hay 10 fuerzas de representación territorial. El Congreso, por la inoperancia a la que hemos condenado al Senado y una ley electoral obsoleta, se está convirtiendo en una cámara territorial y no de ámbito nacional. Con la particularidad de ir configurando el puzzle de los reinos antiguos del siglo XVII: algo así como Castilla y los demás. Y las cámaras territoriales, está en su lógica, no miran por el interés general, sino por el juego de intereses locales, que no es lo mismo. 
 
La segunda complicación es que el Gobierno es la suma de dos fuerzas que han perdido las elecciones. Es la suma de dos debilidades, no de dos victorias. Es evidente que el gran perdedor de las elecciones ha sido Rivera y, con él, Ciudadanos, pero no es menos cierto que tanto el PSOE como Unidas Podemos han perdido votos y escaños en sólo unos meses, y que no tienen ni siquiera una mayoría potente entre los dos. El resultado del PSOE, aunque gobierne, es uno de los peores de su historia: un 28% de los votantes, habiendo votado menos del 70%, lo que significa que, a pesar de todos los grouchomarxistas principios del señor Sánchez solo 1 de cada 5 electores lo ha votado. Lo mismo se puede decir de Pablo Iglesias (12,84% de los votos, 8,85% de los electores) que solo con su entrada en el Gobierno puede camuflar el pobre resultado que quien iba a «asaltar los cielos». 
 
La tercera complicación viene de la necesidad de contar, además de con Más País, el PNV y Coalición Canaria, con los ultranacionalistas catalanes, no ya para investir Gobierno, sino para cosas tan prosaicas como aprobar presupuestos, salvo improbable ayuda del PP. Improbable porque el marcaje de Vox le impedirá ir mucho más allá de cosas muy elementales por la posible sangría de votos a su derecha. 
 
La cuarta complicación es el caleidoscopio de gobiernos en las distintas autonomías y baste recordar las principales por orden de población: Andalucía en manos de una coalición PP-Ciudadanos con apoyo de Vox; en Cataluña, los independentistas; en Madrid, otra coalición PP-Ciudadanos (más Vox); Valencia en manos del PSOE y Compromís; País Vasco en manos del PNV, etc. así hasta 14 gobiernos de coalición variada. 
 
Y, finalmente, la quinta son los liderazgos en algunas grandes ciudades, empezando por Ada Colau y su coalición en Barcelona. 
 
Si uno lo piensa, se podría decir que los españoles hemos logrado el ideal: que nos gobiernen todas las ideologías al mismo tiempo. Así, por ejemplo, los cordobeses estaremos gobernados por el PSOE más Unidas Podemos, Más País, el PNV, Coalición Canaria, Revilla y los independentistas (eso como mínimo) desde el Gobierno central; por el PP, Ciudadanos y Vox desde el Gobierno autonómico; y, para compensar el peso de los primeros, por el PP y Ciudadanos en el Ayuntamiento. O sea, un lujo. 
 
Lo que no sé es si es un lujo que nos podemos permitir con 3,2 millones de parados y una economía resfriándose. 
 
20 de noviembre de 2019

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Universidades y totalitarismo

Tengo por norma no opinar de aquellos temas en los que mis palabras pudieran malinterpretarse. Por eso, en los casi veinte años que llevo escribiendo esta columna, es raro un artículo sobre universidades. Pero lo que está ocurriendo en las universidades catalanas es necesario denunciarlo. 
 
La violencia desatada por un grupo, controlado o no, de independentistas con la excusa de la sentencia del Tribunal Supremo es inadmisible, y sólo posible por la dejación de funciones de los que tienen la responsabilidad de garantizar el ejercicio de los derechos básicos de la ciudadanía: en primer lugar, la Generalitat de Cataluña y, subsidiariamente, el Gobierno central. En cualquier democracia se garantiza el derecho a la libertad de expresión y el de ejercicio pacífico de manifestación, pero no el ejercicio irrestricto de ambos: ni es posible decir cualquier cosa, pues el límite es el honor, la imagen o las creencias de otros; ni el derecho de manifestación se puede consentir si se vulnera el derecho de los demás a la libre circulación o al trabajo, si se atenta contra la autoridad o las propiedades ajenas. 
 
Y si la violencia consentida por la Generalitat es inadmisible, lo que está ocurriendo en las universidades catalanas es, sencillamente, vergonzoso. 
 
De vergüenza, en primer lugar, para esos estudiantes que boicotean las clases por lo que implica de cerrazón totalitaria. Los estudiantes encapuchados de la Pompeu o de la Universidad de Barcelona son tan totalitarios como el general Millán Astray que dicen que gritó, en el otoño del 36, aquel «¡Viva la muerte!» en Salamanca, con el que quería glorificar la violencia frente a la razón, pues los estudiantes independentistas, con sus hechos, están gritando «¡Viva la ignorancia!» como si sus ideas políticas justificaran la estupidez. De ahí a la quema de libros como la que organizaron los estudiantes nazis en 1933 hay sólo un paso. 
 
En segundo lugar, debería darles vergüenza a los profesores y profesionales de aquellas universidades que están consintiendo hacer de ellas instrumentos al servicio del independentismo, sin pensar que la Universidad es un espacio de conocimiento, de debate abierto y de libertad, en el que todas las ideas se pueden exponer, pero según unas reglas racionales, y nunca bajo la presión de la violencia o la coacción. La aceptación por parte de una mayoría de los profesionales de las universidades catalanas del uso al que les están sometiendo los independentistas es tan vergonzoso como el manifiesto de los científicos alemanes de 1914, o el silencio ante las purgas de profesores judíos en la Alemania nazi. De este silencio a una «ciencia catalana» y a la pureza política para las provisiones de plazas hay también sólo un paso. 
 
Es de vergüenza, en tercer lugar, la actuación de los órganos de gobierno de las universidades públicas catalanas rebajando las condiciones académicas para que los estudiantes puedan ejercer de violentos. Es una irresponsabilidad, pues supone convalidar la expresión de un derecho, el de manifestación, por la adquisición de competencias y conocimientos. Es, además, irracional, pues ¿alguien podría su vida en manos de un médico que hubiera cursado anatomía en una protesta? Más aún, ¿qué mensaje educativo se está lanzando a los estudiantes si sus decisiones no tienen consecuencias? En el mundo real, cuando se hace una huelga, no se cobra el sueldo. De ahí a que sea mérito académico haber estado en una barricada para obtener un título hay sólo un paso. 
 
Y, finalmente, es de vergüenza la actuación de los rectores de las universidades públicas catalanas que están consintiendo todo esto con negociaciones con los violentos y medias palabras, olvidando que su primera obligación es garantizar los derechos de los que sí quieren ser universitarios. 
 
El problema de Cataluña como sociedad es una enfermedad grave que se llama nacionalismo. Una enfermedad que, en su momento actual, empieza a cursar en su forma más mortal para la democracia: el totalitarismo. Un totalitarismo vergonzoso ante el que no caben medias tintas. 
 
6 de noviembre de 2019