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lunes, 25 de agosto de 2014

Corrupción

Uno de los problemas que, junto al paro, más preocupan a los españoles es, indudablemente, el de la corrupción. Hables con quien hables de política, la corrupción es uno de los temas recurrentes en cualquier conversación. Los ERE y los cursos de formación en Andalucía, los líos urbanísticos y Gürtel en Valencia y en Madrid, los chanchullos de Mallorca, el caso Noos, el caso del Liceo y la fortuna de Pujol Ferrusola en Cataluña, Marbella, Castellón, Alicante... no hay, en los últimos años, ningún día que no aparezca un caso nuevo o se extienda alguno de los viejos. Y lo malo es que, cuando uno habla con gente de la administración o de la política, te cuenta muchos más casos menores que normalmente no ven la luz pública porque ni siquiera se consideran graves: robos en almacenes de la policía, hospitales o empresas públicas, corruptelas en las oposiciones de no pocas administraciones, vistas gordas en permisos para conocidos, discrecionalidades administrativas, etcétera. La sensación que uno tiene es que la política y la administración española, en cualquiera de sus niveles, está podrida, terriblemente corrompida. 

Las causas de la corrupción son muchas. Ya en un artículo de 1998, Vito Tanzi, uno de los mejores analistas de economía pública del mundo, sistematizaba las causas de la corrupción y analizaba los factores que hacían surgir la corrupción a partir de una "demanda de un acto corrupto", por parte de un ciudadano, y la "posibilidad u oferta de un acto corrupto", por parte de un político o burócrata. A partir de este trabajo, los estudios sobre las causas de la corrupción se han centrado, especialmente, en las posibilidades de la corrupción, porque la demanda no se puede controlar y desaparece si queda insatisfecha. Según la experiencia internacional, las principales causas de la corrupción son las regulaciones y autorizaciones discrecionales, la ausencia de procedimientos transparentes, la falta de control efectivo y la impunidad de los actos corruptos. Es decir, cuantas más regulaciones y autorizaciones más corrupción porque, sin ellas, la corrupción no es necesaria. La discrecionalidad de las decisiones aumenta las posibilidades de corrupción, como la aumenta la inexistencia de procedimientos sencillos, transparentes y medidos en el tiempo. Como hace crecer la corrupción el sistemático incumplimiento de las leyes de procedimiento administrativo o de transparencia, sin que este incumplimiento tenga ninguna consecuencia. Como hace crecer la corrupción la ausencia de controles y explicaciones sobre las decisiones, tanto "desde arriba" (los niveles de gobierno), como "desde abajo" (la ciudadanía). Como hace crecer la corrupción, especialmente, la impunidad, no sólo del político que no sale de la vida pública, sino la del funcionario que sólo se ve sancionado, si es que eso llega a ocurrir, con un traslado. Si analizamos los casos que nos afligen, veremos que en todos ellos laten una o varias de las causas anteriores. 

Las consecuencias de la corrupción son muchas, y la primera es la injusticia que se comete frente al ciudadano no corrupto. Pero tan malo como la injusticia, son la desconfianza y desafección de la política y de las instituciones públicas que la corrupción produce. La corrupción, que no deja de ser un mal comportamiento de un grupo de políticos y funcionarios, lleva a la ciudadanía a percibir al conjunto de los servidores públicos como uno de los males de la sociedad, y, a la política, como un problema, no como una actividad que resuelve problemas económicos y sociales. Y esto es peligroso, muy peligroso. 

Luchar contra la corrupción no es difícil. Bastaría con eliminar periódicamente procedimientos innecesarios, revisar y simplificar procedimientos, minimizar los procedimientos discrecionales, dotar de transparencia todas las decisiones que afecten directamente a la ciudadanía y ser implacables con los corruptos, aun con aquellos que sean sólo presuntos, sean quienes sean. 

Mis amigos políticos, que algunos tengo y de todos los partidos, me dicen que mucho de esto ya se está haciendo. El problema, les respondo, es que, al menos yo, no lo percibo. 

25 de agosto de 2014 

lunes, 11 de agosto de 2014

Guerras y conflictos

A un siglo del inicio de la guerra que iba a acabar con todas las guerras, la primera parte de esa guerra que duró treinta años y que llamamos Guerras Mundiales, y que realmente lo que hizo fue acabar con más de 50 millones de personas, con una concepción liberal y progresista del mundo y con el dominio europeo del planeta, el concepto de guerra se ha transformado. 

Ya no es solo el enfrentamiento violento y armado entre dos ejércitos de dos estados o dos legitimidades políticas por el dominio de un territorio y la población que sobre ella se asienta. Ya casi no hay guerras entre armadas, aviaciones o divisiones de carros en batallas terrestres. Desde la última guerra del Golfo, hace más de 10 años, no hemos asistido, que yo recuerde, a ninguna otra guerra clásica. Parece como si las fronteras, tras el nacimiento de Sudán del Sur, y con la salvedad de la invasión de Crimea y Ucrania por los rusos, estuvieran más o menos estables. Aunque sean fronteras armadas y, a veces, no reconocidas, como la de las dos Coreas o las de la India y Pakistán, por ser líneas de separación de guerras inacabadas desde hace más de 50 años. 

En estos tiempos lo que hay son guerras civiles (¿qué guerra no lo es?, habría que preguntarse) y asimétricas. Guerras en las que un grupo se organiza y levanta, con apoyo exterior o no, frente a un Estado más o menos articulado y más o menos armado, para hacerse con el control de un territorio y su población dentro de unas fronteras determinadas. Guerras en las que un grupo opositor, con algunas características que lo cohesionen (étnica, religiosa, ideológica o, simplemente, el puro interés económico), quiere imponer su dominio llegando a la eliminación física del contrario, para generar una sociedad relativamente homogénea, en todo o en parte del territorio. 

Cuando la situación es tal que ninguna de las dos partes puede llegar a alcanzar su objetivo, porque no es posible la desaparición del otro, se dan las situaciones de conflicto estable o de guerra inacabada. Una situación en la que cada lado controla una parte del territorio y de la población, una de ellas detenta el reconocimiento internacional explícito (y la otra algún tipo de reconocimiento implícito) y ambas partes invierten la mayoría de sus esfuerzos y recursos en defenderse, comprometiendo su desarrollo por generaciones. Si atendemos a la definición clásica de Estado de Max Weber como un "monopolio de violencia legítimo sobre una población que se asienta en un territorio", se puede decir que las situaciones de conflicto estable delimitan dos Estados de facto en unas fronteras delimitadas o un Estado fallido. Es la situación actual de no pocas zonas del planeta: Libia, Irak, Siria, Afganistán, Somalia, Yemen o Sudán del Sur. Una situación que casi se puede decir que es la misma que vive Israel y Palestina. En ese sentido se puede decir que Israel, aunque es una economía desarrollada y un Estado que decimos democrático, es un Estado fallido. 

El problema de estas guerras modernas, de conflictos inacabados o de los estados fallidos, no son solo las víctimas civiles o la pérdida de bienestar, su coste en vidas humanas o en recursos. El principal problema es que a medida que pasa el tiempo es más difícil que se resuelvan por la simple razón de que, en ambos bandos, se organizan grupos de poder que obtienen réditos de la situación. Detrás de todos los conflictos que he citado más arriba hay grupos de poder (militares y grupos políticos, industrias de armas, potencias extranjeras, grupos de traficantes de personas o de drogas, etc.), grupos que luchan contra el enemigo, al tiempo que lo necesitan. 

Por eso, son conflictos que, salvo interés de grandes potencias, sencillamente, no tienen, en las circunstancias actuales de gobernanza de la Humanidad, ninguna solución. Por eso, estos conflictos son tristemente recurrentes. 

11 de agosto de 2014