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lunes, 28 de agosto de 2017

Objetivos terroristas

Todo lo que hacemos tiene un objetivo, un para qué. Por eso decimos que toda acción humana es intencional. Lo que define la racionalidad de una acción es, precisamente, el que tenga un objetivo, porque, en caso contrario, es inexplicable, irracional. 

Los atentados de Barcelona, como los de París, Berlín, Kabul o Bagdad, tienen un objetivo, no son irracionales, y elucidarlo es el primer paso para comprenderlos y evitarlos. El objetivo de los ataques terroristas de origen islamista no es el mismo en Kabul o Bagdad que en París y Barcelona. Aunque la acción sea similar, causar el mayor número de muertos posible, los contextos en los que se producen hacen que los objetivos sean diferentes. En Iraq o en Afganistán, lo terroristas tienen como objetivo ser parte activa de la vida política. En estos países, las organizaciones terroristas tienen unas estructuras sociales, económicas y políticas potentes, especialmente en proporción a la de los demás actores políticos. Por eso un atentado en Bagdad o en Kabul tiene un mensaje de fuerza que no tiene en Europa. 

Un atentado islamista en Europa, lejos de lo que se dice, no tiene como objetivo cambiar nuestros valores democráticos, ni hacer que nos callemos, ni generar miedo a salir a la calle, ni cortar los flujos turísticos. Los terroristas saben que las instituciones políticas de las democracias consolidadas no se cambian por los atentados. De hecho, ni el terrorismo nacionalista (IRA, ETA, etc.), ni el ultraizquierdista (Brigadas Rojas, Baader-Meinhof, etc.), ni el internacionalista (OLP, Hamás, etc.) lograron nunca ninguno de sus objetivos. Como saben que los atentados no han aminorado las críticas desde los medios daneses o franceses después de los atentados a los medios. Como no ignoran que Nueva York no sufrió caída del número de turistas tras el 11-S, y que París va a batir records este año. Los terroristas saben que tienen muy pocas posibilidades de cambiar nada en nuestras sociedades (más allá de la estética de las calles por los famosos bolardos) porque la base social de sus ideas en nuestras sociedades es minúscula. Que yo sepa, ningún grupo político occidental ha propuesto un cambio constitucional o legislativo favorable a las tesis de los terroristas en ninguno de los países que ha sufrido un ataque. Sin embargo, sí ha habido cambios legislativos para luchar contra ellos, como ha habido cambios en la política exterior. El objetivo, pues, no es la democracia en nuestras sociedades. 

Los objetivos de los terroristas en sus atentados en Europa tienen que ver con los objetivos de cada uno de los componentes de la célula terrorista y de la estructura que la dirige. La base es tan compleja como la psique humana, porque el objetivo básico de los terroristas que se inmolan es dar cauce a su ira, a su desesperación (como puede ser, en alguno, sencillamente, pertenecer al grupo o afirmar su valor): los chicos de Ripoll han dado salida a su frustración. Una frustración que ha canalizado un imán fundamentalista cuyos objetivos pueden ser más complejos e ir, desde establecer un grupo de poder (político y económico, justificado por el radicalismo religioso) en su comunidad, pues lo más seguro es que no tuviera pensado inmolarse, hasta servir a los intereses políticos de una estructura que lo financia. Unos objetivos que puede aprovechar, si encuentra el eco suficiente en nuestras sociedades, una organización internacional como el ISIS, para que se alcen voces de cambio de nuestra política exterior. 

Vistos desde esta triple perspectiva los objetivos de los terroristas podemos hacernos una idea de cómo luchar contra ellos. Es decir, haciendo una política exterior coherente (más inteligencia, más control de los flujos de armas y dinero en Oriente Próximo); una política de seguimiento y vigilancia en nuestras sociedades de los reclutadores; una política de integración de los jóvenes en nuestras sociedades abiertas, lo que incluye una política educativa más firme. Y, recordemos, sin objetivos y sin medios, no hay acción. 

28 de agosto de 2017 

lunes, 14 de agosto de 2017

Ciudades vs parques temáticos

En una temporada en la que se volverán a batir récords de turismo, con más de 70 millones de visitantes extranjeros, se empieza a hablar de sus límites. No tanto por las miniburbujas turísticas que se están produciendo en algunos puntos de la geografía nacional, con una sobreoferta que se ajustará a poco que los turistas empiecen a notar la subida de precios que ya se está produciendo o se estabilicen otros destinos, ni por el impacto general de tal masa de visitantes, que, como todas las acciones humanas tiene su lado positivo, en forma de mayor actividad económica y empleos, intercambio cultural, etc., y negativos como los impactos medioambientales, sino por los problemas de gestión de los flujos turísticos sobre algunas ciudades. 

El problema se produce cuando el flujo de turismo en una ciudad es tal que transforma la ciudad, especialmente determinados barrios. Se produce cuando la ciudad pierde su carácter de ciudad (conjunto de ciudadanos y ciudadanas que habitan un espacio) para ser sólo un escaparate al servicio de los visitantes; cuando cualquier actividad económica o cultural de la ciudadanía se ve sustituida, casi diría prostituida, por la venta de esa actividad al turista (como se ha hecho en Sevilla con la Semana Santa o estamos haciendo los cordobeses con las fiestas de Mayo); cuando lo importante no es el bienestar de la ciudadanía o el disfrute de aquellos que hacen la actividad o viven la fiesta, sino que sea valorada por los visitantes, aparezca entre los mejores eventos en una página web o sea objeto de un reportaje de un periódico extranjero importante. En ese momento en el que la ciudad no es tanto una casa habitada por su ciudadanía, cuanto un hotel lleno de huéspedes, en ese preciso momento, la ciudad se convierte en un parque temático de sí misma. Ya no es la ciudad que era, sino un sucedáneo de esa ciudad. Esa es la esencia del problema que hace años sufre Venecia (en la que ya no viven venecianos), que empieza a tener Toledo o puede tener Córdoba, y ya es patente en barrios concretos de ciudades más grandes como Barcelona. Y, cuando una ciudad pierde su esencia, cuando es un sucedáneo de sí misma, cuando es un parque temático, es reproducible en cualquier lugar del mundo, como están haciendo los chinos con la ciudad de los canales. 

Es evidente que este no es un problema para las ciudades que se hicieron a sí mismas con el turismo, en las que el turismo es parte de la propia esencia de la ciudad. Desde luego no es el problema de ciudades que han pasado de ser una aldea de pescadores (Benidorm o Magaluf) o pueblos costeros (Fuengirola o Marbella) a ser ciudades turísticas, porque son lo que son por el turismo. Ni es un problema para las megaurbes (Nueva York, por ejemplo). Es un problema de ciudades especiales, de ciudades únicas. Y Córdoba es una de ellas. 

El origen del problema es múltiple y empieza por no tener un concepto claro de ciudad que se proyecta en el tiempo, cuando la ciudadanía y sus responsables políticos no saben soñar la ciudad más allá de «resolver sus problemas». Y continúan cuando los análisis se hacen desde la ideología y los prejuicios, cuando no se sabe mirar en el largo plazo, cuando no se ve el contexto. El problema empieza cuando se miden los cuántos y no los qué. 

Desde luego, la cuestión no se resuelve con los métodos totalitarios de Arrán, ni desde una imposible limitación del número de turistas, sino desde una regulación racional de la oferta turística, y no sólo con los precios, pero, sobre todo, con un concepto de ciudad en el que el turismo tenga un papel, pero no el único papel. 

En Córdoba aún estamos a tiempo de no convertirnos en un parque temático. Aunque algunos ya ejercen el papel de Mickey Mouse. 

14 de agosto de 2017 

martes, 1 de agosto de 2017

Principios de octubre

No sé lo que puede ocurrir el 1 de octubre en Cataluña. Lo que sí es seguro es que no será un domingo de principios de otoño normal. Y no por el cambio climático, pues es muy probable que aún haga calor durante el día y refresque por la tarde, sino porque, para ese día, el Gobierno de la Generalitat tiene convocado un pseudo-referéndum. 

A medida que se acerque el día, la ciudadanía catalana irá recibiendo más presión política, social y mediática, pues la fecha está escogida para que sea el culmen de todo un mes de septiembre de exaltación colectiva. Desde la Diada, a principios de septiembre, en la que se hará un largo memorial de agravios (nada mejor que un enemigo exterior), hasta la Merced, el último domingo, ya en un tono de fiesta popular (una fiesta de afirmación con un tono muy familiar), todo está programado siguiendo un clásico manual de agitación política. El problema es que, al final, el día 1, todo dependerá de lo que hagan cada una de las personas que componen esa ciudadanía, y dependiendo de lo que hagan y cuántos lo hagan, el día 1 tendrá un significado u otro. 

Para esa parte de la ciudadanía que se declara independentista, la decisión es simple: ir a votar y facilitar la votación. Sin embargo, la decisión ya no es tan fácil si concurre la circunstancia de ser un cargo en la administración pública en Cataluña o si se es un funcionario con alguna misión en la organización de cualquier proceso electoral (Junta electoral, policía, responsable de espacios públicos, etc.) porque si son pocos, una vez organizada la consulta y dada su ilegalidad, pueden encontrarse con un expediente disciplinario. De ahí que todo el proceso se esté haciendo con tanta apelación a la colectividad, con tantas firmas asamblearias, pues todos sabemos que así, además de que el grupo comprometa a los indecisos o más prudentes, se hace casi imposible, por razones de imagen internacional, un proceso de expedientes administrativos incoados por el Gobierno central que afectara a, digamos, mil o dos mil funcionarios. 

Más compleja es la decisión de esa mayoría de la ciudadanía que no es independentista, pero sí nacionalista o catalanista. Su tesitura es difícil. Desde un punto de vista racional, cualquiera de las opciones es mala: si va a votar, está votando por una independencia que no quiere y en un marco jurídico que no comparte; si no va a votar, está dándole la razón a un Gobierno central que tampoco le gusta. Y, desde un punto de vista social (el de el qué dirán los otros), no ir a votar es señalase en un determinado sentido, y más en el ambiente totalitario en el que se está moviendo el nacionalismo catalán, especialmente en localidades pequeñas y en algunos círculos de Barcelona. Algunos buscarán una escapadita a la playa o a la montaña para no tener que tomar la decisión (especialmente los que no suelen votar en las elecciones), y no pocos no irán a votar sumándose al día siguiente a la opinión mayoritaria. 

Es evidente que aquellos que están en contra de la consulta, que no son pocos, no participarán. Y, habrá, aunque sean una minoría pequeña, quienes intentarán, espero que pacíficamente, impedirla. 

No sé cuántas personas tomarán qué decisión, ni lo que ocurrirá finalmente el día 1 de octubre. Puede que sea un día de mucha agitación y confusión o un día de calma tensa. Aunque más probablemente sea un día festivo sin complicaciones. Lo que sí sé es que el día 2 de octubre no será un lunes normal, porque será un día de recuento de víctimas. Y la primera víctima, como bien se sabe desde hace exactamente un siglo, será la verdad. Pero no será la última, pues, pase lo que pase, la segunda será la convivencia en Cataluña. Siendo la última, lo que no puede perderse nunca: la sensatez. 

1 de agosto de 2017