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martes, 21 de abril de 2015

Opciones saludables

Lo que están diciendo las encuestas es que el mapa político español se está reconfigurando, que va a haber una mayor pluralidad de voces, lo que no es novedoso en nuestra democracia, sino la fuerza relativa con la que cada voz se va a oír. Más aún, lo que dicen las encuestas es que tenemos una democracia que está en vías de curación. 

El catálogo de opciones políticas, organizado según las polaridades ideológicas de derecha e izquierda y nacionalismos centralistas y periféricos (que han sido las dos tensiones ideológicas de nuestra ciudadanía), ha sido en España siempre rico. En ninguna de nuestras Cortes Generales se han sentado menos de 10 partidos políticos diferentes. Hemos tenido hasta 13 fuerzas políticas representadas en las elecciones de 1979 y 1989; 12 en las Cortes constituyentes de 1977, en 1986, en el 2000 y en las actuales; 11 en las legislaturas de 1993, 1996 y el 2004; y, finalmente, 10 partidos solo en el 2008. No ha habido falta de voces o de pluralidad en nuestras Cortes, a pesar del Sistema D'Hont. Hemos tenido parlamentos muy polarizados, con presencia de fascismos de extrema derecha como el de Fuerza Nueva (que representaba Blas Piñar) hasta fascismos de extrema izquierda nacionalista, con vinculaciones con el terrorismo, como el que representó Herri Batasuna muchas legislaturas. Nuestros parlamentos han sido siempre plurales y han representado siempre las preocupaciones políticas fundamentales de nuestra sociedad. No es, pues, ninguna novedad el que aparezcan partidos nuevos, como Podemos o Ciudadanos, con fuerza suficiente para entrar en el Parlamento, como no será nuevo si alguno desaparece del mapa electoral. Es normal y bueno que así sea, pues es señal de nuestra democracia está viva y que en el Parlamento se sientan las personas que encarnan las preocupaciones de la ciudadanía, que vivimos en libertad, base de toda democracia. 

Lo que sí ha pasado en nuestra historia reciente es que solo ha habido dos opciones de gobierno, la socialdemocracia del PSOE y el conservadurismo moderado del PP, que han compartido el poder, por nuestra estructura territorial, con los nacionalistas conservadores del PNV y de CiU. Opciones de Gobierno que, también en el futuro, al menos en el inmediato, serán fundamentalmente las mismas, pues dudo que Podemos desplace al PSOE como partido líder de la izquierda, o que Ciudadanos haga lo propio con el PP, básicamente porque ninguno de los dos recién llegados tiene base territorial de poder, ni cuadros y estructuras de partido asentadas como para un corrimiento generalizado del voto. Pero podría pasar como dicen las encuestas, que la diferencia entre cada uno de los partidos mayoritarios y los partidos competidores en el mismo espectro ideológico no sea demasiado alta, y eso fuerce a ambos a un ejercicio de moderación y de matización de sus propuestas, al tiempo que los obliga a regenerarse. Porque si los dos partidos mayoritarios están sufriendo la sangría de votos que están sufriendo no es solo por su ausencia de liderazgo y de propuestas, sino por la corrupción que han consentido (y consienten) en sus filas, y es posible que tengan algún tipo de reacción. Cualquiera de las dos opciones, que los partidos clásicos se regeneren y vuelvan a competir o que sean sustituidos por otros partidos que los arrinconen en las preferencias de los electores, es buena para nuestra democracia, pues es señal de que puede regenerarse. 

Soy, pues, de los que opinan que los tiempos políticos que vivimos no son malos, que son solo tiempos de cambio que alumbrarán, no sé si es una esperanza ingenua de alguien que nunca perdió la fe en la política, tiempos mejores. Porque nuestra democracia parece que está sana y da señales de regeneración. Lo curioso es que la medicina que vamos a aplicar a nuestra vida política, la libre competencia, no nos gusta aplicarla en otros ámbitos de la vida social y, quizás por eso, los tenemos aún débiles, o decididamente, podridos. 

20 de abril de 2015 

lunes, 6 de abril de 2015

Pacto con Irán

Esta Semana Santa se ha llegado, por fin, a un acuerdo entre la comunidad internacional e Irán sobre su programa nuclear. El acuerdo es significativo porque es una buena noticia en el complicadísimo tablero político de Oriente Próximo y en nuestras relaciones con el mundo islámico. 

Por lo que hemos sabido, pues seguramente hay aspectos del acuerdo que no se han publicado ni se van a publicar, Irán se compromete a una reducción de sus reservas de uranio enriquecido en los próximos 15 años y a concentrarlas en una sola planta nuclear, a una moratoria en la construcción de nuevas instalaciones nucleares y en la reconversión de uno de sus principales centros militares en un centro de investigación civil, todo ello, por supuesto, con supervisión internacional. Por su parte, los Estados Unidos y la Unión Europea se comprometen a levantar las sanciones que pesaban sobre la economía y las finanzas iraníes. En definitiva, Irán mantiene un perfil bajo de desarrollo nuclear, algo que venía haciendo ya por restricciones económicas, y Occidente levanta las sanciones económicas y financieras que están estrangulando la economía iraní. 

Las implicaciones del acuerdo son múltiples y todas ellas importantes. En primer lugar, para la misma sociedad iraní, un país de 78 millones de habitantes, porque su economía está en una situación crítica. Una situación crítica debida a cuatro factores clave: en primer lugar, el deterioro de su tasa de crecimiento, especialmente per cápita, debido al estancamiento económico y al fuerte crecimiento poblacional; en segundo lugar, la crisis económica que le está induciendo la caída de los precios del petróleo en los mercados internacionales, con graves consecuencias sobre las finanzas públicas, su tasa de paro (el juvenil está ya en el 24% y creciendo) y la distribución de la renta; en tercer lugar, la inflación inducida por las sanciones (de más del 30%); y, finalmente, los problemas de financiación en moneda fuerte toda vez que, debido a las sanciones occidentales, Irán vende su petróleo, en operaciones bilaterales, fundamentalmente a China, Irak (con sus pozos al 20% de producción), India y Turquía, y sus productos agrarios e industriales a los Emiratos Árabes y Afganistán. Irán necesita a Occidente para importar tecnología, abrir mercados internacionales y tener acceso a financiación internacional barata. Y, a través del comercio, volver al concierto político internacional. 

Desde el punto de vista occidental, el acuerdo no es importante desde un punto de vista económico, sino político. Occidente no necesita, en el nuevo contexto geopolítico del petróleo, a Irán. Las implicaciones son políticas. En primer lugar, se evita el reconocimiento de una situación de contención nuclear. El programa nuclear iraní empezó en plena Guerra Fría, como lo hizo el nunca reconocido programa de Israel, cuando Irán e Israel eran los grandes aliados de los Estados Unidos en la zona. La moratoria iraní a su programa nuclear evita que Israel tenga que reconocer el suyo, lo que elimina una complejidad en la caótica situación de Oriente Próximo. Y, a pesar de la retórica electoralista de Netanyahu, beneficia a Israel. En segundo lugar, con el fin de las sanciones y la vuelta a las relaciones entre Irán y Occidente, se levanta un impedimento para la participación explícita de Irán en las operaciones contra el Estado Islámico, ya que éste es una amenaza directa no sólo sobre Irak, sino sobre los chiíes iraquíes a los que Teherán quiere proteger. Por otra parte, Irán puede ayudar indirectamente, gracias a sus intereses en Siria, a resolver el conflicto civil que está desestabilizando la región. 

El acuerdo, pues, es bueno para Irán y, en mi opinión, es bueno para la zona. Pero también es bueno para nosotros, los occidentales, porque normalizar las relaciones con Irán es un paso importante para luchar contra el integrismo islámico. Acercarse a Irán es más inteligente que aislarlo. Algo que a los americanos les ha costado más de cincuenta años aprender con Cuba. 

6 de abril de 2015