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martes, 31 de enero de 2017

La economía política de Trump

Van a correr ríos de tinta (de bits) sobre Trump y su política. Están corriendo ya, sin ni siquiera esperar a los clásicos cien días desde la toma de posesión. Y, en gran medida, porque él no quiere que esperemos. No le interesa. 

La estrategia de Trump es muy simple. En primer lugar, Trump tiene prisa por poner en marcha su política porque no es corriente en la tradición política norteamericana tener un Congreso y un Senado del mismo partido que el del presidente. Lo normal es una situación de «divided government» en el que uno de los pilares está dominado por otro partido: en los últimos 50 años sólo en 8 ocasiones (16 años) ha habido coincidencia entre los tres. Lo normal es que un presidente tenga algún periodo con las Cámaras, para luego entrar en un «divided government». El que Trump no tuviera la mayoría del voto popular, sino de los delegados (sólo cinco veces en toda la historia), augura un cambio de mayoría en las «mid-term elections» de noviembre de 2018. Más aún, cuando algunas de sus políticas están movilizando demasiados grupos que no fueron a votar. Trump tiene prisa, además, porque su táctica electoral es la de generar continua polémica para estar en los medios y mantener movilizado a su electorado. Trump necesita, para sobrevivir políticamente a su vacío argumental, agitar la política. Por eso es, aparentemente, imprevisible. 

La previsibilidad de Trump viene dada por los objetivos que persigue que son muy sencillos. Trump es un empresario de un sector no expuesto a la competencia (el inmobiliario y los casinos), apoyado por empresarios que representan la vieja industria pesada norteamericana (acero, petróleo, automóviles) y al complejo “industrial-militar” que denunciara Eisenhower en su discurso de despedida de enero de 1961. Los intereses de este grupo, que representan lo más rancio y más reprobable de la sociedad norteamericana, son los que determinan los objetivos del nuevo gobierno. Para estos intereses es más importante poner barreras arancelarias al acero chino o a los automóviles fabricados en México que la posible inflación y pérdida de bienestar de los norteamericanos, a los que se les engaña con los posibles puestos de trabajo que se pudieran crear, porque así ganan los empresarios que representa Wilbur Ross, el nuevo secretario de Comercio. A estos intereses no les importa un repunte de inflación, con lo que perderán los trabajadores norteamericanos, porque la inflación mejora las expectativas de beneficios de los bancos y se diluye la deuda pública norteamericana (en manos de China). Para ellos, además, es importante generar incertidumbre en Oriente Próximo para que suba el precio del petróleo, con lo que aumentan las ganancias de las petroleras como Exxon Mobil (que ha colocado a su presidente Rex Tillerton como secretario de Estado) y de la industria pesada armamentística, al tiempo que se induce la volatilidad de los mercados, entorno en el que ganan dinero de verdad (ahora que la especulación está más controlada y los tipos de interés son muy bajos) los «hedge funds» que gestionaba el actual secretario del Tesoro (Steven Mnuchin). Y podría seguir. 

La política económica y exterior, así como la comercial, de inmigración o medioambiental, de Trump es muy simple. Para saber lo que va a hacer la Administración Trump en los dos próximos años, sólo hay que analizar lo que les puede interesar al grupo de empresarios que está detrás de Trump y saber que, para ellos, el objetivo es ganar dinero y la política una excusa para aumentar los rendimientos. Si para ello hay que mentir o vulnerar derechos, lo harán. 

Trump representa lo peor de la sociedad norteamericana: la de los intereses, la de los prejuicios raciales, la de la fuerza bruta, la de la arrogancia, la de la hipocresía. Ante esto, la única esperanza es que dentro de dos años hay elecciones parciales y puede haber rastros de razón y decencia en los Estados Unidos. 

30 de enero de 2017 


martes, 17 de enero de 2017

Trump, nacionalismo y educación

Parafraseando a Marx, «un fantasma de nacionalismo recorre el mundo». El Brexit en el Reino Unido, las expectativas de Marine Le Pen en Francia, ese 46% de Hofer en Austria, la victoria del PVV de GeertWilders en Holanda, la victoria de Trump en los Estados Unidos… son sólo algunos indicios de que Occidente vuelve al nacionalismo, ante la perplejidad que causa los problemas con los que se enfrenta. Sorprende que en un mundo tan globalizado, con tanta dependencia financiera, tanto turismo, se produzca un fenómeno como este. 

Algunos consideran que este auge del nacionalismo es coyuntural, pues la dependencia que la globalización impone hará que los intereses se sobrepongan a cualquier ideología. Para ellos, este auge es sólo un fenómeno retórico de consumo interno. Así argumentaban los que veían imposible que Alemania y Francia se enfrentaran en una guerra en 1914 y se equivocaron. Fue la retórica la que prendió aquella guerra. 

Para otros, esta vuelta al nacionalismo tiene que ver con los perdedores de la globalización. Son los parados de los centros industriales en América o los habitantes de las zonas rurales en el Reino Unido, los que han votado a Trump y el Brexit. Y puede que lleven razón: la desigualdad produce indignación y echar la culpa a los extranjeros es una propuesta que cala en los electorados simples. Pero no hay tantos perdedores de la globalización en el Reino Unido, Francia, Austria u Holanda, ni siquiera en los Estados Unidos, ni son sólo los que tienen menos educación los que votan estas soluciones. 

La causa, en mi opinión, es más profunda. Tiene que ver con la educación, no con la cantidad de años de escolarización, sino con lo que se aprende. Y lo que se aprende, porque es lo que se enseña, es nacionalismo. Difuso y sutil, pero nacionalismo. Lejos de tener una educación y una cultura cosmopolita, lo que enseñamos y lo que subrayamos es lo nacional. Construimos en nuestras mentes la identidad a fuerza de circunscribirnos a una geografía, y de repetir un relato de lo que somos, subrayando y superlativizando lo propio. Subrayamos lo bueno de lo nuestro, no lo bueno de cualquier lugar del mundo. Construimos nuestra identidad acentuando las diferencias. 

La política, y hablamos de política, no se estudia en las escuelas, se sustituye por la historia. Y la historia que enseñamos es la de cada uno de nuestros países afirmándose unos contra otros. Los franceses leen la maldad de los alemanes; los británicos, su imperio; los norteamericanos, el supremacismo blanco. No enseñamos nada de China o de India. Latinoamérica o África no existen hasta que no llegaron los europeos. No enseñamos arte precolombino, ni tenemos idea de la literatura japonesa, ni sabemos nada del islam. Nuestro entorno cultural, salvo la superficialidad importada de Norteamérica, es nacional: los deportes, las actividades, los referentes populares. Hasta los medios más abiertos señalan antes un logro español, subrayando lo de español, que uno extranjero. Todo está referido a un nosotros cada vez más constreñido. Nos inoculamos nacionalismo, cada vez más local, continuamente. 

Las sociedades cosmopolitas no se hacen con el comercio, porque comerciar es compartir intereses, ni con el turismo, pues es viajar sin comprender, ni con corresponsales. Las sociedades cosmopolitas se hacen reconociendo a los otros, reconociendo su historia, su literatura, su arte, su ciencia, sus costumbres. Se hacen comprendiendo que ellos son nuestros mismos yoes con otras circunstancias. Se hacen con una buena educación. 

Mientras en nuestra educación y en nuestra cultura no entre otra humanidad que la nuestra, mientras no tengamos un nosotros más amplio y menos etnocéntrico, seremos sociedades de nacionalistas larvados que, en el mejor de los casos, tendrán un internacionalismo superficial con una pátina de buenismo hacia los países pobres. Nacionalistas larvados que pueden convertirse en totalitarios con tres ideas simples y retórica patriotera. 

El nacionalismo, decía Baroja, se cura leyendo y viajando. El problema es viajar cómo y leer qué. 

16 de enero de 2017