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lunes, 27 de octubre de 2008

Lo que no sabemos de la crisis

Sobre la crisis se está publicando tanto que parece que ya lo sabemos todo sobre ella. Los gobiernos están actuando con urgencia, e incluso se atreven a montar una conferencia para "refundar el capitalismo", como si supieran realmente lo que tienen que hacer. Mientras, la ciudadanía recibe mensajes simples que le hacen ir, alternativamente, de la histeria a la esperanza, y tienen una vaga confianza en que los economistas y los gobiernos sabemos lo que está pasando y las mejores soluciones para la crisis. Pues no, a fuer de honrado intelectualmente, hay que empezar por reconocer lo que no sabemos. 

En primer lugar, no sabemos cuánto daño hay todavía en el sistema financiero mundial. Dicho de otra forma, no sabemos qué volumen del crédito concedido en los últimos años a nivel mundial se ha dado con garantías insuficientes. En los Estados Unidos han caído los bancos que fueron más arriesgados (los hipotecarios, los de inversión, etc.) pero, dado su sistema de regulación laxa, no sabremos cuánto daño tiene su banca comercial hasta que no se termine la evaluación, para dentro de unos meses, y, de cualquier forma, no sabemos si habrá efectos de "segunda vuelta", es decir, si después de esta contracción habrá más impagados por la caída de la actividad económica. Algo parecido ocurre con la banca europea. Mientras que los bancos ingleses, irlandeses, etc. han evaluado muy rápidamente su situación, y han actuado con una cierta contundencia y transparencia, en el continente las pérdidas se están reconociendo más oscuramente. Lo que no sabremos nunca, hasta que sea inevitable, es cuánto daño tienen los bancos chinos o los fondos árabes, pues es lógico pensar que, si en los últimos años han sido ellos los que han financiado a la economía americana, estarán también seriamente afectados. Esto, junto con la caída mundial de la demanda, será un lastre, en forma de inflación o de deudas, para el crecimiento de muchos países y, desde luego, para el conjunto de la economía mundial. La fase de alto crecimiento de la economía mundial, y eso sí lo sabemos, se ha terminado. 

No sabemos, tampoco y en segundo lugar, si las medidas de apoyo público a las instituciones financieras darán resultado más allá de contener el pánico de los ahorradores. O sea, no sabemos si reequilibrado el balance de los bancos, éstos empezarán a dar financiación para el funcionamiento del conjunto de la economía en una cuantía suficiente para que no haya estancamiento del PIB. Inyectar dinero en los bancos no garantiza que la economía real vuelva a funcionar, porque aquellas instituciones que ahora sean los receptores primeros del dinero y de la garantía pública preferirán asegurar su solvencia, antes que arriesgarse a prestar esa financiación a las empresas del sector real de la economía. Estamos, pues, apuntalando al sistema financiero, pero eso no se traduce automáticamente ni en más crédito para el conjunto de las empresas y consumidores, ni en una vuelta a las tasas de crecimiento económico. 

Finalmente, no sabemos cuánto durará la crisis, y no solo porque no sabemos cuál es la gravedad de la situación (que es muy grave), o si las medidas van a dar resultado (que es una simple esperanza), sino porque, a pesar de los gurús y de los gobiernos optimistas, los economistas intelectualmente honrados sabemos que nuestros modelos no pueden predecir, con una cierta precisión, más allá de año y pico. De ahí que nadie que se respete intelectualmente puede asegurar que la crisis vaya a durar poco. Tampoco se puede asegurar lo contrario, aunque por analogías con situaciones históricas, la salida no está cercana, aunque se acertara en las políticas (cosa que dudo). Lo siento, pero como no soy político mentiroso, sino economista serio, prefiero reconocer lo que no sé, antes que hablar de lo que podría ser (y que nunca será). 

27 de octubre de 2008 

lunes, 13 de octubre de 2008

Esquema de las políticas anti-crisis

En medio del caos financiero y de la crisis, se puede vislumbrar la estrategia de política económica que están siguiendo las autoridades económicas del mundo desarrollado para hacerle frente. Una estrategia que, con matices para cada país, está siendo, en general, improvisada, mal comunicada y peor gestionada, lo que agrava los problemas. 

Está claro que el objetivo a corto plazo de esta estrategia es sanear el sistema financiero e intentar devolver la vitalidad a las cuentas de las empresas, como condición imprescindible para evitar una espiral de recesión y paro similar a la vivida en Japón en los noventa. Se trata, pues, de restablecer la confianza financiera para salvar, dentro de lo posible, la estructura productiva. Los ejes que articulan esta política de saneamiento son tres: una política monetaria de liquidez expansiva, una política fiscal cíclicamente deficitaria y una política de saneamiento del sistema financiero y de facilidades de financiación para las empresas. Unos ejes típicamente de economía de oferta, alejados de los tradicionales estímulos keynesianos de demanda. La política monetaria de inyección de liquidez está siendo posible porque, con el miedo a una recesión, la amenaza inflacionista está relativamente alejada. En este contexto, los bancos centrales están intentando sanear las cuentas del sistema financiero prestándoles dinero a bajos tipos. Como los bancos seleccionan ahora mucho mejor a quién prestan dinero y a qué interés, los márgenes bancarios crecerán. Se trata, entonces, de hacer que los bancos, con menos actividad, tengan beneficios de tal forma que puedan hacer frente a las pérdidas que los activos dañados les han causado. Se intenta convertir el problema de la banca en un problema de selección del riesgo y de tiempo, no de liquidez. La novedad ha sido la coordinación de esta política entre los principales Bancos centrales del mundo desarrollado. Una coordinación necesaria para evitar dos efectos indeseados: que uno de los bancos centrales tuviera que cargar con el peso de toda la inyección de liquidez y que se vieran distorsionados los mercados de divisas, con graves consecuencias en los precios básicos mundiales. 

Por su parte, la política fiscal que están siguiendo todos los países es acomodaticia al ciclo. Es decir, que el crecimiento del déficit viene dado no tanto por los cambios en las políticas de gastos e ingresos, como por la caída de la actividad. Aquellos países que arrastraban un fuerte déficit público (Estados Unidos, por ejemplo) lo están viendo aumentar, mientras que los que tenían superávit lo están perdiendo. Pero salvo excepciones, algunas coyunturales y por motivos electorales, no se observan grandes cambios en la política fiscal. No es tiempo de revoluciones fiscales o de experimentos con el Estado del Bienestar. 

Finalmente, la política de saneamiento de las instituciones financieras y de los mecanismos de financiación de las empresas se está haciendo a través de nacionalizaciones más o menos encubiertas, créditos blandos y extensión de garantías que, dependiendo de la estructura legal y administrativa de cada país, se articula de una forma diferente. Más aún, la profundidad y coste de esta política depende mucho de los problemas de cada economía y de lo dañado que esté su sistema financiero. Así, en los países anglosajones, con Estados Unidos a la cabeza (plan Paulson-Bernanke) y la salvedad de Canadá, esta política de saneamiento es el eje esencial de toda la estrategia, mientras que en países con sólidos sistemas financieros esta política tendrá, previsiblemente, un menor protagonismo. 

De cualquier manera, los acontecimientos están desbordando de tal forma a los Gobiernos que me parece que se necesita mucho más que este simple esquema para salir de una crisis que es "grave, profunda y mundial". Calificativos que el gran Fuentes Quintana aplicó a la anterior, a los que me atrevo a añadir el de "larga". 

13 de octubre de 2008