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martes, 22 de agosto de 2006

Confesión

Günther Grass es, al menos en Alemania, un referente. No solo por ser uno de sus literatos vivos más premiados, sino porque la reflexión sobre la etapa nazi es el eje de su obra y ha contribuido, así, a conformar la imagen que los alemanes tienen sobre esa parte de su historia. Lo ha hecho, además, desde una actitud ética impecable, y al introducir en su trabajo elementos autobiográficos, sus opiniones adquieren legitimidad y se convierten en parte de la conciencia de Alemania. Günther Grass ha sido, así, uno de los autores que han contribuido a la superación del pasado nazi, porque, desde la asunción de su responsabilidad en ese tiempo, ha seguido viviendo con el compromiso de denunciar todo lo que pudiera llevar a la sociedad alemana a repetir aquel horror. El hecho de que haya reconocido su pertenencia a las Wafen-SS ahora, levantando una polémica ética, no desmerece su vida de virtud pública. Grass es un referente intelectual y moral porque ha sido la voz de todos aquellos que, con menos coraje moral, han aceptado su permanente confesión como si fuera propia. Grass, como afirma Juan Cruz, no ha hecho otra cosa que confesarse. Un viejo ejercicio que consiste en reconocer los hechos, juzgar su maldad, aceptarlos públicamente y, al hacerlo así, pedir perdón comprometiéndose a no volver a repetirlos. Alcanzar el perdón depende, entonces, de la magnanimidad de las víctimas, pero se obtiene la paz de conciencia. Confesar se convierte así, en una liberación, un método que permite vivir y aceptarse, ser mejor. Un camino que ha seguido Grass que le ha convertido en un referente moral. Un camino que ha seguido Alemania, a través de intelectuales como él y de gestos institucionales, convirtiéndola en un referente de democracia. 

El proceso a nuestro pasado franquista que, a instancias del Gobierno y de algunos grupos mediáticos, hemos iniciado recientemente es, si lo comparamos con el seguido por Alemania, una liturgia vacía que ni nos libera, ni nos mejora. En primer lugar, porque nadie está conociendo, y mucho menos reconociendo, lo que ocurrió. Estamos recordando estos días los acontecimientos de aquellos años, pero sólo estamos recordando las atrocidades de los que se levantaron contra la legalidad republicana, obviándose de una forma interesada lo que hicieron aquellos que decían defender esa legitimidad. Es cierto que ahora se recupera una parte anteriormente silenciada de la historia, pero no es la única parte. El conocimiento de los hechos ha de ser completo, sin maniqueísmos interesados. En segundo lugar, ha de haber un juicio moral de lo que ocurrió. Es cierto que las atrocidades del bando vencedor fueron de mayor magnitud, pero eso no atenúa las del otro bando. Como es cierto que los perdedores sufrieron infinitamente más, pero certificarlo no compensa este sufrimiento: nadie puede devolver a los muertos, ni los años perdidos en la cárcel, ni el dolor del exilio. Como tampoco los juicios atroces de la postguerra compensaron, por su carga política y de venganza, a todos los del bando vencedor. Y, en tercer lugar, del reconocimiento de los hechos y de su juicio moral no se pueden sacar réditos políticos de ningún tipo porque nadie es responsable de los actos de otro y, menos, de actos de sus antepasados. No es más demócrata Zapatero porque su abuelo fuera leal a la República, como no tiene un pecado original Bono porque su padre fuera falangista. 

Por estas tres razones, porque no queremos saber todo lo ocurrido, porque juzgamos según adcripciones tribales, porque algunos pretenden obtener ventajas políticas por lo que hicieron sus antepasados o las siglas de su partido, es por lo que a nosotros no nos mejorará este proceso de la memoria histórica, ni nos liberará de nuestro pasado, ni nos ayudará en nuestro futuro. 

De todas las heridas sociales de la guerra una de las más difíciles de curar ha sido la pérdida de intelectuales. Quizás de ahí se derive parte de nuestro problema, que no hemos tenido referentes como Günther Grass. 

21 de agosto de 2014 

lunes, 7 de agosto de 2006

La diversidad española

Este último mes de julio he estado dando un curso sobre comunidades autónomas en una universidad alemana. Un curso en el que los alumnos, además de estudiar los fundamentos jurídicos y políticos de nuestro Estado de las Autonomías, han de estudiar su diversidad geográfica, económica y política. Un curso éste que solo es posible en las flexibles universidades centroeuropeas y es impensable en las nuestras. 

En una de las últimas sesiones, uno de los alumnos, Sebastian Jacobs, me hizo una pregunta que me ha suscitado no pocas reflexiones en los últimos días. ¿Diría usted, me preguntó, que España es más diversa que Alemania? Porque para los nativos de un país es un hecho que el suyo les parece más diverso. Y eso es lógico porque conocemos mejor aquello que podemos distinguir más nítidamente. De ahí que conocer bien un país, especialmente si es tan rico culturalmente como cualquiera de los dos que consideramos, implique hacerse una idea de sus diferentes partes, de las diferencias entre las distintas comunidades que lo pueblan. 

Mi primera respuesta ante una pregunta tan elaborada fue un "no lo sé". Y es que, en primer lugar, para poder hacer una comparación intersubjetivamente convincente es necesario conocer con similar profundidad las dos culturas que comparamos, y yo, a pesar de mis diez años de cursos en Alemania, conozco mejor la cultura española. Y, en segundo lugar, para poder decir que dos cosas son diferentes tendríamos que ponernos respecto a qué términos hacemos la comparación. Porque es evidente que geográficamente, en cuanto al medio físico, hay una mayor diversidad en España que en Alemania, por la sencilla razón de que hay una mayor diferencia entre la España verde del País Vasco y la España desértica de Almería o Lanzarote o porque eso que llamamos España tiene una parte de su territorio en África. Y lo mismo ocurre en aspectos culturales porque, a pesar de los dialectos alemanes (hay una inmensa diferencia entre el bávaro y el alemán estándar), ellos no tienen lenguas tan dispares como el euskera y el castellano. En lo que no estoy seguro es de que los españoles seamos, en nuestro comportamiento y en nuestro pensamiento, tan diversos como ellos, porque los españoles tenemos, en realidad, muchos rasgos comunes que nos homogenizan. 

Pero al margen de esto, Alemania, a pesar de toda esa diversidad que sorprende al que la disfruta y vive, a pesar de las diferencias entre los Alpes y los canales de Hamburgo, entre el padre Rhin y "la" Danubio, entre el rico Oeste y el pobre Este, entre la católica y conservadora sociedad rural de la Baviera y la urbana y protestante de Berlín, entre los obreros industriales del Ruhr y los ejecutivos de Frankfort o entre las fiestas de cerveza en el sur y las del vino en el oeste, a pesar de todo Alemania es menos diversa que España porque los alemanes, desde antes de que se unificara en 1870, subrayan lo que les une, tienen instituciones (por ejemplo las universidades) y hacen proyectos de cooperación que les hacen conocerse y trabajar juntos, sin que nadie renuncie a su idiosincrasia. Y eso que una parte importante de la historia alemana fue una historia de guerras entre ellos. Por el contrario, los españoles llevamos años, especialmente en los últimos, subrayando lo que nos separa, construyendo instituciones exclusivistas y redundantes, compitiendo en el exterior unos con otros, mostrándonos profundamente insolidarios. Y eso que nosotros tenemos una larga historia de éxitos comunes y de sufrimientos comunes y hace mucho tiempo que no ha habido una guerra entre territorios en España. 

No sé, realmente, cuál de los dos países es más diverso hoy, pero sí sé cual de los dos será más diverso en una generación. Y es que, así que pasen veinte años, España será tan diversa que posiblemente esa diversidad, conscientemente subrayada, tendrá un resultado que no deseamos: que no tengamos sujeto que comparar con Alemania. 

7 de agosto de 2006