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lunes, 26 de enero de 2015

El último empujón

Cinco años después de que lo hicieran los norteamericanos, dos años después de pensarlo y seis meses después de anunciarlo, por fin, el Banco Central Europeo va a hacer lo que debería haber hecho ya: comprar deuda en los mercados, o sea, monetizar deuda. 

Las razones que han llevado al BCE a tomar esta decisión las explicó el presidente Draghi el jueves pasado: las expectativas de inflación y de crecimiento de la eurozona son negativas, por lo que es posible y necesario actuar. Es decir, el BCE no espera que en los próximos tres años crezcan los precios más allá del 1,5%, al tiempo que certifica el estancamiento actual de la economía europea. 

Estas expectativas negativas de inflación se deben a cuatro factores clave: en primer lugar, la caída del precio del petróleo que augura una época de energía barata; en segundo lugar, la integración de los mercados europeos, a pesar de lo que aún queda por hacer, lo que supone una mayor competencia y un menor riesgo de subidas de precios; en tercer lugar, el ajuste salarial al que hemos sometido a todas las economías europeas, y, finalmente, al pesimismo sobre el futuro de los europeos, lo que genera menores expectativas de crecimiento. Con petróleo barato, mercados competitivos, salarios estables y pesimismo sobre el futuro es muy difícil mantener el ortodoxo discurso de los riesgos inflacionarios. 

Descartados estos riesgos, primer objetivo estatutario del Banco, el BCE puede hacer una política monetaria expansiva que ayude al crecimiento económico. Y eso es lo que lleva intentando desde junio del pasado año, pero que se va a intensificar, porque la compra directa de deuda, en las cantidades que ha aprobado, supondrá una entrada de liquidez de la misma cuantía que las de los seis años anteriores. Una cantidad que es solo el 35% de la que inyectó la Reserva Federal norteamericana para activar su economía, pero que puede ser suficiente para empezar la reactivación europea. 

Los efectos de esta política expansiva son múltiples y serán tanto más profundos cuanto más acompañen otras políticas. Los efectos financieros del anuncio de hace unos meses y de la decisión de la semana pasada han sido inmediatos: los tipos de interés de referencia han bajado prácticamente al cero, la prima de riesgo de la mayoría de los países está en niveles precrisis, con la excepción de Grecia, y el euro cotiza por debajo de 1,2 dólares, lo que supone una devaluación de más del 15% en solo un año. Los efectos sobre la economía real se notarán en unos meses y, aunque sea tímidamente porque depende de la capacidad que tengamos de cambiar las expectativas, mejorará la situación de nuestra economía. Para empezar, la devaluación del euro supone un impulso a las exportaciones europeas, lo que activará las economías centrales que son las que venden en los mercados internacionales, y, en una segunda ronda, supondrá una mejoría en nuestras exportaciones. En segundo lugar, la financiación de los gobiernos y de las grandes empresas será más barata, lo que supone menores costes financieros, unos menores ajustes en el gasto público y una mejoría en las cuentas de resultados. Y, en tercer lugar, y dado que los bancos europeos, según los tests de estrés, están saneados, habrá más dinero para las pymes y las familias. El resultado final de estas consecuencias financieras debieran ser, en la economía real, crecimiento en el consumo y en la inversión, y una cierta mejoría de la tasa de paro en los próximos meses. Una mejoría que, a medida que se vaya cimentando la confianza, podría traducirse en una senda estable de crecimiento. 

Esta medida del BCE es un fuerte empujón para arrancar el motor de la economía europea. Un empujón que podrá en marcha el coche, si no pisamos el freno a las reformas y no cambiamos de dirección. Dos tentaciones que algunos tienen porque confunden la mecánica con la ideología. 

26 de enero de 2015 

lunes, 12 de enero de 2015

El mensaje de Charlie Hebdo

Los atentados terroristas en Francia de la semana pasada no solo son graves por la muerte violenta de 20 personas. Son graves por lo que significan y por sus consecuencias. Todo acto social, entendido en sentido amplio, es, como sostiene Habermas, un acto comunicativo, que podemos analizar considerando que hay un emisor, un mensaje con información, un receptor y un contexto que permite darle significado. Comprendido ese significado, el mensaje tiene consecuencias. Todo acto social, y más de la gravedad del que ha ocurrido, tiene, pues, consecuencias políticas, sociales y económicas, sencillamente porque la vida social se altera. 

El emisor del mensaje de la semana pasada es uno de un conjunto de grupos violentos (Al-Qaeda, GIA, Hezbolá, etc.) cuyo origen no está solo en Oriente Próximo, donde realizan sus acciones más brutales (aunque nosotros solo les prestemos atención cuando nos afecta a nosotros), sino también en nuestras propias sociedades occidentales. Unos grupos violentos que comparten una ideología totalitaria, elaborada a partir de una interpretación radical del Islam. Su motivación no es religiosa, es política. La religión es para ellos una mera justificación para sus acciones, como algunas ideologías lo ha sido para otros totalitarismos, y un mecanismo de identificación con una amplia comunidad, a la que no representan. 

El mensaje que nos han dejado con la muerte de los periodistas de Charlie Hebdo es claro. Como totalitarios que son están en contra de la libertad de expresión tal y como la concebimos en las sociedades democráticas. Sin embargo, el mensaje tiene más significado si lo interpretamos dentro del contexto de los atentados terroristas más graves acaecidos en Occidente, tales como el 11-S de Nueva York, el 11-M de Madrid, el 7-Julio de Londres y este 7 de Enero en París, que han marcado la política de cada uno de los países que los han sufrido. Al escoger para sus actos violentos un símbolo (las Torres Gemelas o Charlie Hebdo) o un momento determinado (los días previos a las elecciones españolas de 2004 o en plena cumbre en el Reino Unido) nos están diciendo, además de conseguir más difusión, que su objetivo es atacar Occidente y lo que representa. Más aún, si tenemos en cuenta la guerra civil en Libia, Siria o Irak, y los atentados en Pakistán, Afganistán, India, Kenia, Líbano, etc, se puede deducir que su objetivo estratégico es la creación de un Estado Islámico totalitario, que se extienda desde Indonesia hasta Europa. Siguen en eso una pauta muy similar a la de otros grupos terroristas identitarios que, en un nivel mucho menor, hemos sufrido en pasadas décadas. La diferencia no está en la estrategia, sino en la escala, en el tamaño del conjunto de grupos y en las sociedades sobre las que operan. 

Los atentados de París no son un mensaje solo para Francia, sino para el conjunto de Occidente, aunque serán los franceses los que reaccionarán más claramente y, por eso, la sociedad que sufrirá más las consecuencias. Para empezar, habrá una inevitable subida de la islamofobia (que aprovechará el Frente Nacional de Marine Le Pen), nuevos debates sobre el laicismo y la identidad, un aumento de la seguridad y una mayor beligerancia francesa en las guerras anti-yijad en Africa y en Oriente Próximo. Puede que algo (poco) se resienta la economía francesa por las consecuencias sobre el turismo y por el aumento del gasto público en Interior y Defensa. Las consecuencias en otros países, como Alemania o el Reino Unido, serán similares a nivel político, pero son imprevisibles. 

Los atentados de París nos están diciendo con sangre que hay grupos terroristas radicales que amenazan a Occidente, a su ciudadanía y a sus instituciones. Y esto es un hecho sobre el que tenemos que reflexionar en España más seriamente e introducirlo en la agenda política, sencillamente porque somos Al-Andalus en sus libros de historia. Hagámoslo, antes de que nos lo digan con más mensajes de muerte. 

12 de enero de 2015