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lunes, 30 de marzo de 2009

Fallos de sistemas

A estas alturas de la crisis, es de sobra conocido que uno de los mecanismos que han fallado más estrepitosamente es el sistema financiero, tanto los mercados como los agentes dentro de él. Por supuesto, el fallo no ha sido el mismo en todos los países, ni dentro de cada economía todos los agentes se han portado de la misma forma. Pero, al fallar el sistema financiero, lo que ha fallado en todos las economías es la forma en la que el ahorro se canaliza hacia la inversión. Por eso sabemos que la crisis va a ser larga. 

El fallo de nuestro sistema financiero ha sido doble: por una parte, de los bancos y cajas por sí mismos; y, por otra parte, del sistema en su conjunto. Los bancos y cajas han fallado en la asunción de riesgo también por partida doble, porque no han calculado bien su inversión y porque no ha coordinado correctamente su financiación con esta inversión. Y, como conjunto, el error ha ido más allá, porque macroeconómicamente lo que ha fracasado ha sido la excesiva concentración de la inversión en un sector, la construcción, sin que los reguladores del sistema hayan detectado que no había inversión en otros sectores clave. Los reguladores, el Banco de España y el Gobierno (y no sólo el de Zapatero), porque mientras el primero es el responsable del sistema financiero, el segundo lo es de que binomio ahorro-inversión funcione. La crisis financiera y económica en la que nos encontramos es, pues, fruto de la suma de los errores de los bancos y de los reguladores. Como lo fueron otras crisis anteriores. 

Para saber lo que habría que hacer, la crisis de los setenta es, en este sentido, mucho mejor ejemplo para aprender, especialmente en el caso de España, que el de la de los veinte, que España no la vivió de la misma forma que los Estados Unidos. La crisis de los setenta tuvo uno de sus orígenes en un exceso de inversión en industria básica. Unas de las obsesiones del régimen franquista fue el crecimiento industrial, por eso España llegó a tener algunas de las producciones mayores del mundo en algunos subsectores como astilleros, acero, química básica, etc. Para apoyar y financiar estos sectores, el Gobierno no sólo tenía el Instituto Nacional de Industria, sino un grupo de bancos públicos especializados y, además, asignaba a las cajas de ahorros y a la banca coeficientes de inversión obligatoria en estos sectores. El resultado fueron unos sectores industriales sobredimensionados y poco competitivos. Por eso, cuando la crisis se hizo más cruda, no solo se llevó parte de nuestra industria, sino al sector bancario español. Sólo una decidida reconversión industrial, conocida por todos, y una profunda reconversión bancaria, mucho menos conocida, reordenaron nuestra economía para salir de la crisis. De aquella experiencia, con fusiones y quiebras de bancos y cajas, viene la solidez de nuestro sistema financiero. Lo que no supimos hacer tan bien después fue la política industrial que se dejó de lado. 

De esta crisis podríamos extraer muchas enseñanzas. Una es que la inversión total hay que vigilarla para tener crecimientos equilibrados, evitando subvenciones excesivamente largas para un sector (como hemos hecho, por ejemplo, con la vivienda en propiedad o con la agricultura). Otra es que tan mala es intervención excesiva como la ausencia de regulaciones claras y coherentes. Una más es que para salir de cualquier crisis de exceso de inversión en un sector, es necesaria una reordenación de la estructura productiva. Otra más es que para hacer esta reordenación se necesita, además de un buen diagnóstico, un plan de política, tanto macro como microeconómica. Y, por encima de todo, es importante liderazgo político. Algo que a Felipe González y a Miguel Boyer les sobraba y que ahora brilla por su ausencia. 

30 de marzo de 2009 

lunes, 16 de marzo de 2009

La maldición del paro

El paro es el principal problema económico causado por la crisis y, al mismo tiempo, es y será una de las causas de la duración de la crisis. Un paro, el nuestro, que es siempre elevado, el más elevado de los países industrializados y, al mismo tiempo, el que más rápidamente crece ante cualquier deterioro de la situación. Tanto que parece que la economía española tiene una especie de maldición con su paro. 

La explicación de porqué el paro ha crecido tanto últimamente, y crecerá más este año es muy sencilla. Puesto que el sector que más mano de obra ha absorbido en los últimos años ha sido la construcción y sus contratos son, normalmente, temporales, la paralización de la actividad ha puesto en la calle a casi un millón de ocupados en el sector. Si, además, tenemos en cuenta que el otro sector estrella de nuestra economía es el turismo y que este año, por la crisis internacional y la cotización de la libra, se espera una menor afluencia de visitantes, la contratación en el sector turístico será muy inferior a lo normal. Dado el efecto multiplicador de estos mercados en otros que dependen de ellos se deduce que veremos incrementarse significativamente la tasa de paro en los próximos meses. Casi con seguridad rozaremos los cuatro millones de parados a finales de este año, con una tasa de paro superior al 18%. O sea, en menos de dos años habremos destruido casi 2 millones de puestos de trabajo. 

Las razones de porqué nuestra tasa de paro es siempre más alta que la media de los países desarrollados es mucho más compleja. Nuestro paro es, desde hace años, dual. Tiene una parte keynesiana, es decir, debida a la debilidad de nuestra demanda y de nuestro tejido productivo (falta de empresas) ante una oferta de trabajadores creciente, y otra parte clásica, o sea, debida al alto coste laboral en relación con nuestra productividad. Dicho de otra forma, hay una parte del paro, casi dos millones de personas, que lo están porque no hay crecimiento, pero hay otros dos millones, los que teníamos parados antes de la crisis, que lo están porque no teníamos empresas competitivas a los salarios medios corrientes. Más grave aún, una parte importante de estos cuatro millones de parados son personas con bajo nivel de cualificación y con baja movilidad geográfica por lo que sus posibilidades de colocación son escasas. Aquellos territorios en los que el tejido empresarial sea más débil y tengan un nivel de formación más bajo serán, como Andalucía, los que concentren una mayor parte de los parados. 

Ante esta situación, que merece una más extensa y matizada explicación, no hay políticas sencillas, ni de corto plazo. Por eso, hay que actuar en muchos frentes a la vez: en primer lugar, reactivando la inversión empresarial en nuevos sectores productivos con incentivos fiscales y desregulación de sectores de servicios e industriales; en segundo lugar, acoplando el coste laboral a la productividad real de nuestras empresas, con bajadas de las cotizaciones sociales a cargo de las empresas y congelando salarios (mientras haya caída de actividad y estabilidad de precios); en tercer lugar, haciendo una reforma en profundidad de nuestro sistema educativo, especialmente intensa en la Formación Profesional; y, finalmente, reformando el marco legal de nuestro mercado de trabajo de tal forma que permita a nuestras empresas tener a los trabajadores más productivos (aspecto este del que me ocuparé más extensamente en otro artículo). 

Las políticas para luchar contra el paro han de responder a un plan general más amplio porque no hay salida al paro si no se vuelve a crecer, pero no se vuelve a crecer si no logramos ocupar a más gente. El problema es que este plan "ni está, ni se le espera". Por lo que seguiremos sufriendo por muchos años la maldición del paro. 

16 de marzo de 2009 

lunes, 2 de marzo de 2009

Una propuesta de política fiscal

En los últimos meses se viene usando la política fiscal, en su doble vertiente de incremento del gasto y de reducción de impuestos, para combatir la crisis. En algunos países es la única política que se está implementando, incluso a tientas como es el caso de España, mientras que en otros acompaña a las operaciones de salvamento del sistema financiero y a políticas monetarias muy expansivas, como por ejemplo en los Estados Unidos. La política fiscal es la estrella de las políticas anticrisis por muchas razones, pero para articularla de una forma razonable es necesario tener propuestas claras para debatir. Algo que no parece que tengan ni nuestro Gobierno, ni nuestra oposición. 

En España, una política fiscal expansiva, con un déficit público en el entorno del 5% este año y alrededor del 4% en los próximos, no es, per se, negativa. Eso sí, hay que saber que no se pueden sostener déficits más profundos durante muchos años porque llegaríamos a sobrepasar el 65-70% de deuda pública sobre el PIB, y eso haría que la política fiscal perdiera su eficacia. Peor aún, entraríamos en espirales de deuda pública que serían insostenibles. Hay que usar, pues, la política fiscal, pero sabiendo que es un instrumento temporalmente limitado. 

En la vertiente del gasto hay que evitar, como se viene haciendo, gastar por gastar. El gasto, en sí mismo, no es eficaz contra la crisis. Para articular una política de gasto público eficiente habría que orientar el gasto en tres direcciones: en primer lugar, hay que ser austeros en los gastos administrativos generales, pues ni crean empleo estable, ni mejoran el crecimiento de la economía; en segundo lugar, hay que mantener durante un tiempo las transferencias de renta a las familias o las subvenciones a determinados sectores, pero no más allá de un tiempo tasado, porque impiden el normal ajuste de los mercados de bienes y factores de producción (de la locura de ampliar el tiempo del desempleo escribiré otro día); y, finalmente, hay que ampliar la inversión en infraestructuras y educación. Austeridad administrativa, ayudas temporales e inversión pública componen, en mi opinión, una política de gasto prudente. Ir más allá nos llevaría a un gasto público insostenible a largo plazo y a serias ineficiencias en el funcionamiento de las administraciones y de la economía productiva. El crecimiento del gasto debe ser contenido, porque los multiplicadores del gasto, siguiendo estudios empíricos recientes, son menores que los de los impuestos en las economías desarrolladas. 

La opción más eficiente es, entonces, la reducción de impuestos. En este sentido, habría que hacer tres reformas de calado, sin perder de vista ni los efectos recaudadores, ni los distributivos (tan olvidados en las últimas reformas): en primer lugar, hay que reformar el IRPF, dotándolo de mayor progresividad y equiparando todas las fuentes de renta, ajustando la reforma para que fuera casi neutral desde el punto de vista de la recaudación; en segundo lugar, habría que hacer una reducción significativa de las cotizaciones sociales porque son un impuesto que grava el trabajo y distorsiona los costes laborales unitarios relativos frente a nuestros competidores (esto se debería de plantear junto con la reforma del mercado de trabajo de la que escribiré próximamente); y, finalmente, hay que hacer reducciones selectivas del Impuesto de Sociedades porque aumentarían las expectativas de rentabilidad a largo plazo de las inversiones. El IVA es, a pesar de su regresividad y por su efecto recaudador, mejor no tocarlo ahora. El objetivo de estas líneas de reforma es la de reforzar el tejido productivo y relanzar la inversión, porque, ante un enfriamiento, los estímulos al consumo son eficaces, pero para luchar contra una recesión hay que estimular la inversión. Lo anterior es solo una propuesta para simular y debatir serenamente. Algo que ya debieran haber hecho nuestros políticos si les diera, por una vez, un simple ataque de sensatez. 

2 de marzo de 2009