Páginas

lunes, 29 de diciembre de 2003

Fracaso europeo

He sido un firme partidario del proyecto de Constitución europea. Y no porque me pareciera un buen texto, sino porque suponía un paso adelante en ese sueño político que es la Unión. Por eso, y sin dramatizar lo ocurrido este mes en Bruselas, me parece que los europeos hemos perdido una buena oportunidad de construir nuestro futuro. 

¿Por qué ha fracasado la cumbre de Bruselas? En los medios de comunicación de toda Europa se ha respondido a esta cuestión buscando culpables. Si esta fuera la respuesta, habría que decir que todos somos culpables de este fracaso: los que asistieron a la cumbre como líderes, los parlamentarios de la Convención que redactaron el proyecto, los funcionarios de las delegaciones... los apáticos ciudadanos europeos que elegimos a todos los demás. Pero esta lista no responde a la pregunta. No, señalar culpables no es encontrar las causas del fracaso. 

En mi opinión, la cumbre de Bruselas ha fracasado porque los europeos hemos olvidado algunas palabras esenciales para construir el Estado que ha de plasmarse en una Constitución. Hemos olvidado el significado de palabras como consenso, igualdad, responsabilidad política, separación de poderes, diplomacia. Hemos olvidado partes esenciales de una verdadera Constitución. 

La cumbre de Bruselas ha fracasado, en primer lugar, porque los europeos estamos olvidando, en medio de nuestras disensiones sobre Irak, el Pacto de Estabilidad y los Fondos, el porqué de la Unión. De hecho, ya no hay consenso en la necesidad de una Europa fuerte en un mundo globalizado, pues hay algunos líderes europeos, Aznar entre ellos, para los que la Unión es un simple fondo de dinero, siendo lo importante para el futuro la proximidad política a la hiperpotencia norteamericana. Sin consenso sobre la visión del futuro, la Constitución necesariamente había de fracasar. Porque una Constitución es la expresión de un consenso sobre la visión de la política. 

La cumbre de Bruselas ha fracasado, en segundo lugar, porque los europeos hemos abordado la redacción de la Constitución como un tratado. Es decir, la Constitución europea se parece más a un acuerdo entre grupos de interés y Estados que a un "contrato social" entre ciudadanos iguales. De ahí las dificultades con el reparto del poder en los órganos. Y es que nuestros líderes, Aznar y Miller significativamente, han olvidado que uno de los pilares esenciales de cualquier Estado democrático es que las decisiones se toman por mayoría, y que todos los ciudadanos valemos lo mismo en democracia. Un Estado unido y fuerte sólo es posible si todos somos iguales. Por eso, aferrarse al reparto de poder de Niza ha sido una traición a este principio de igualdad. 

La cumbre de Bruselas ha fracasado, en tercer lugar, porque los europeos nos equivocamos al diseñar la institución que había de redactarla. La Convención estaba mal diseñada porque al estar compuesta por representantes de los representantes de los ciudadanos se ha abusado del principio de representación, evitándose la exigencia de responsabilidades directas. La mezcla de miembros de los poderes ejecutivo y legislativo de cada país ha producido tensiones innecesarias que han colaborado en el fracaso. Sin responsabilidad, no hay poder de representación. 

La Constitución europea ha fracasado, finalmente, porque los europeos estamos olvidando, además de los principios que nos unen, la más elemental educación. Cada vez más estamos sustituyendo la diplomacia por el compadreo, las negociaciones por el cotilleo de cóctel. Una cumbre no es ya una reunión de un club de adultos, sino un botellón de adolescentes acomplejados obsesos del fútbol y del chiste fácil. 

La cumbre de Bruselas ha sido un fracaso. Un rotundo y profundo fracaso de todos los europeos. Porque estamos olvidando algunos conceptos clave sobre los que se asienta nuestro propio sistema político. Extraño olvido que debiera hacernos reflexionar, pues, al fin y al cabo, a los líderes que van a Bruselas los escogemos nosotros. ¿O también esto lo hemos olvidado? 

lunes, 15 de diciembre de 2003

Lecciones básicas de Hacienda Pública

Partido Socialista de Cataluña y Ezquerra Republicana incluye un decálogo sobre la financiación autonómica, que merece más que algún comentario y aclaración. Y es que, entre los diez puntos que se han dado a conocer, hay algunos que sólo pueden ser explicables desde la ignorancia, pues suponen un profundo desconocimiento de la más elemental Hacienda Pública, es decir, de la más básica teoría de la imposición y del gasto público. 

Lección primera: los impuestos no los pagan los territorios, los pagan las personas que son las que generan y poseen la renta. Y, cuando existe progresividad, como es el caso español a pesar de los intensos esfuerzos del Partido Popular por limarla, los más ricos pagan en porcentaje, y necesariamente también en valor absoluto, más que los pobres. Y cuando sólo existe proporcionalidad unos y otros pagan lo mismo en valor relativo y más en valor absoluto los que más tienen. Puesto que los residentes en Cataluña son más ricos, en media, que los residentes en el resto del país, los impuestos recaudados de estas personas son mayores, en valor relativo y en valor absoluto, que los de otras comunidades. Dicho de otra forma, los residentes en Cataluña pagan más de media más no porque sean catalanes, sino porque son más ricos y los impuestos en España son progresivos. 

Lección segunda: los impuestos no se pagan según lo que se recibe sino porque son impuestos, y basta mirar la etimología de la palabra para saberlo. Es decir, los impuestos son una exacción que recibe el poder político basada en la coacción y, en cierto sentido, en el convencimiento moral. Por eso los impuestos no son un precio que pagamos por los gastos públicos. Pensar en que uno recibe lo que paga es no saber que hay bienes públicos indivisibles (como la seguridad o la justicia, las infraestructuras, etc.) que hacen que cada uno reciba más que la parte que ha puesto. Y es, además, suponer que son una especie de contribuciones voluntarias al bien común, lo que es totalmente falso. Ni los impuestos son un precio, ni una cuota voluntaria a una asociación, sino que son exacciones de pago obligatorio con sanciones que pueden llevar a penas de cárcel. 

Lección tercera: la inversión pública en infraestructuras ha de hacerse, y es un criterio casi más elemental, donde sea mayor su beneficio, es decir, en aquellas comunidades en las que la diferencia entre lo que aumenta la renta y lo que cuesta la infraestructura sea mayor. Asignar infraestructuras según el PIB, como se propone, es lo mismo que creer que es mejor una tercera autovía entre Marbella y Sotogrande que una primera entre Antequera y Lucena, por el mero hecho de que las dos primeras ciudades tienen más renta que las segundas. Esta lección se basa en la ley de los rendimientos decrecientes que es de economía elemental. 

Lección cuarta: si los impuestos no los pagan los territorios y los gastos no se pueden asignar a las personas que los pagan, carece de sentido hablar de "déficit fiscal" de Cataluña. Y no vale el ejemplo de la Unión Europea por dos razones: primera, porque en la UE no hay los mismos impuestos en todos los países; y, segunda, porque efectivamente se aporta por países y no por residentes. 

En definitiva, disponer de los ingresos según el criterio de población, exigir gastos en infraestructuras en función del PIB y reducir esa simple cuenta que llaman déficit fiscal de Cataluña a cero es reconocer, públicamente, que no se tiene ni idea de por qué se pagan los impuestos y son progresivos, cómo se asigna el gasto público y a qué se llama saldo de las cuentas públicas. 

O sea, no saber los fundamentos de hacienda pública. Y lo que es más grave, supone, para gentes que se autocalifican de izquierda, no tener un análisis ideológico coherente. Mucho me temo que el PSOE va a tener que abrir una academia nocturna el próximo trimestre en la que impartir asignaturas básicas de Economía, Hacienda Pública, Filosofía política e, incluso, Historia del Partido, porque la ignorancia de algunos de sus líderes no se cura con un par de horas de Jordi Sevilla. Y mucho tienen que estudiar porque, si no, en los exámenes finales de marzo van a tener un suspenso que sólo podrían recuperar dentro de cuatro años. 

lunes, 1 de diciembre de 2003

Errores pactados

Cuando se lean estas líneas ya habrá habido diversas reacciones de políticos, economistas, periodistas y opinantes sobre la ruptura del Pacto de Estabilidad consumada la semana pasada. Ya se habrán buscado y hallado culpables, ya se habrá elevado el Pacto a la categoría de mito o de verdad inmutable, ya se habrá utilizado su ruptura como pecado, traición o moneda de cambio en las negociaciones de la Constitución, ya se habrá analizado política y económicamente y se habrán proyectado catastróficas consecuencias futuras. Sin embargo, y sin negar la gravedad de lo ocurrido (pues siempre que se falta la palabra dada se pierde un trozo de dignidad y confianza), es conveniente valorarlo sosegadamente. Hay que empezar diciendo que el Pacto de Estabilidad estaba mal diseñado. Aunque lo diseñaran los técnicos de los Bancos Centrales de Alemania y Francia. Y estaba mal diseñado por su objetivo, por las relaciones económicas que suponía y por su duración. El Pacto de Estabilidad estaba mal diseñado porque se diseñó sólo para dar credibilidad a la política monetaria en los primeros años de lanzamiento y consolidación del euro. Y, precisamente en eso, que suponía subordinar la política fiscal, aquella que manejan los políticos y es la esencia de la política, a la política monetaria, estaba su primer error. Un grave error que se basaba, a su vez, en otras ideas no menos erróneas: que la política económica es una cuestión técnica y no política, es decir, que los políticos, que dependen de los votos y de la opinión pública, iban a subordinar sus intereses a lo que dictaran los técnicos monetaristas de los Bancos Centrales; que la política monetaria es más importante y efectiva que la política fiscal; y, finalmente, y es un error muy típico de la muy laureada escuela de Chicago, que la política fiscal es una especie de caja negra que funciona sin lógica y sin conexión con la actividad real, siendo sólo relevante el resultado final, y el que se llegue a ella con leyes de hierro inmutables. 

Pero más aún, además de los errores de concepto, tanto de política como de economía, el pacto estaba mal diseñado porque no estaba pensado para Europa. Y es que, frente a lo que ocurre en los Estados Unidos, el peso del Sector Público en las economías europeas es muy grande, las economías familiares reciben servicios del sector público financiados con impuestos y ahorran de una forma diferente a las norteamericanas y, finalmente, el tejido empresarial, y los mercados financieros y de trabajo, aún son muy localistas. En este contexto, la política monetaria europea tiene una eficacia relativamente menor que la que tiene en los Estados Unidos y unos efectos sobre las economías nacionales mucho más dispersos. Más aún, la ausencia de un gobierno federal fuerte, como el norteamericano, determina una lógica política muy diferente. 

Pero el Pacto no sólo era erróneo en su concepto, sino excesivo en su fundamentalismo y dogmatismo. Y era fundamentalista porque exigía el mismo trato para economías avanzadas que para las atrasadas y dogmático porque sacralizaba el equilibrio presupuestario como una verdad inmutable, con lo que obligaba a las economías a invertir con ahorro propio o a no invertir. 

Por todas estas razones no creo que sea un trauma para Europa la ruptura del Pacto. También se rompió el pacto de coordinación del Sistema Monetario Europeo en las tormentas monetarias del 92, y España fue una de las culpables, y nadie se acuerda ahora. Lo que sí tenemos que aprender son las lecciones y repetir el método para hallar las soluciones de encontramos entonces: que no basta coordinar resultados (déficit o cotizaciones) sino los fundamentos (impuestos y gastos e inflación y tipos); que, aunque tengan muchos premios Nobel, los norteamericanos y sus discípulos no tienen ni idea de economía europea y basta recordar cómo tres premios Nobel como Becker, Modigliani o Buchanan nos dijeron, en Córdoba, que el euro no nacería por ser una locura. Y, finalmente, que no podemos olvidar que la política económica es sólo una parte de la política. Y, mal que nos pese, la política se basa en la fuerza, sea ésta lo que sea, y en el uso racional de la fuerza. Por eso, la lógica de la fuerza es la lógica de la política. Convertirla en la fuerza de la razón es el don de los políticos. Un don que parece no tienen nuestros líderes europeos. Aunque sí tienen el de la inoportunidad. 

lunes, 17 de noviembre de 2003

Nacionalismo

Lo siento. Pero no puedo ser nacionalista. Ni vasco, ni catalán, ni andaluz, ni español, ni europeo. Y no puedo ser nacionalista por ser kantiano: no puedo encontrar la norma general que sea de aplicación a todos. Pues, ¿qué sería ser universalmente nacionalista? ¿que todos fuéramos nacionalistas de nuestra ciudad, o de nuestra región, y cada uno de la suya y no pudiera haber superposiciones? ¿qué criterio deberíamos seguir, el étnico, el lingüístico, el territorial, el religioso, un criterio medieval de limpieza de sangre? Desde luego, no me quiero imaginar un mundo en el que la norma fuera que he de pertenecer a una determinada nación o estado por el color de mi piel, por mi rh negativo (que lo es), o por el idioma en el que me nombran (que, en mi caso, es el hebreo por el Gabriel y el María, hispano-romano por el Pérez y árabe por el Alcalá). Y no me quiero imaginar un mundo así, porque un mundo así sería un mundo de conflictos y negaciones de unos y otros, de limpiezas étnicas y de mentiras educativas, con guerras de prestigio y de superioridad. Un mundo de infinitas incomprensiones y fronteras. No, no puedo ser nacionalista. 

Y no puedo serlo a fuer de racionalista. Porque el nacionalismo apela a mi emotividad, no a mi racionalidad, a mi sentimiento de pertenencia a un grupo humano, no a las razones de esta pertenencia. Y hacer política desde la emotividad no es hacer buena política. Porque las leyes no se pueden hacer desde el sentimiento, sino desde la razón. Una ley no es buena porque esté hecha por uno de los nuestros, sino porque el comportamiento que induce es bueno para el individuo y para el conjunto de la sociedad. Ni puede ser un mérito para la administración o la universidad el ser de un determinado pueblo o tener unos apellidos. No quiero que pueda interesarme ser nacionalista. No, no puedo ser nacionalista. Y no puedo ser nacionalista porque soy liberal. Y es que creo en la individualidad de cada persona y en su libertad. Y no puedo concebir que por tener unas características contingentes tengamos, o dejemos de tener, determinados derechos. Aceptar que la historia la hacen los pueblos, y no los individuos que los conforman, que una comunidad determinada de personas, por sentirse diferentes, hablar diferente o tener una historia diferente, tienen determinados derechos, privilegios, obligaciones o responsabilidades es aceptar la tesis de la subordinación de los individuos a los pueblos, de la supremacía de la comunidad sobre el individuo. 

No, no quiero que me obliguen a ser nacionalista. No, no puedo ser nacionalista. Y no puedo ser nacionalista a fuer de igualitarista. Porque el nacionalismo, en su raíz, implica hacer distinciones entre los que somos iguales, los seres humanos, una distinción por un criterio, el que sea, que nos clasifica. No, no puedo ser nacionalista vasco, ni catalán, ni andaluz, ni español porque no me considero un ser humano diferente a un indio, un chino o a un africano. Ni puedo encontrar en mi diferente color, lengua, religión o costumbres una razón para que tengamos diferentes derechos. 

No, no puedo ser nacionalista. Y no puedo serlo a fuer de demócrata. Porque la democracia moderna, la que hemos construido desde la revolución inglesa del XVI, la que gritó en los Estados Unidos que todos los hombres nacen libres e iguales, la que habló en Francia de Igualdad, Libertad y Fraternidad, tiene, a pesar de su praxis, vocación universalista. Y, por eso, puede evolucionar cediendo soberanía y ampliando derechos a todos sin distinción, para hacer Estados más amplios, hasta poder llegar, algún día, a construir una utopía de democracia mundial. No, no puedo ser nacionalista. 

Y no puedo serlo a fuer de moderno. Porque si la modernidad se basa en las ideas ilustradas de la razón, la igualdad y la libertad, ideas que abolieron el mito y las leyendas de los pueblos escogidos, las desigualdades de los privilegios y la limpieza de sangre, la modernidad no puede ser nacionalista. No, no puedo ser nacionalista. Pero estoy dispuesto, a fuer de kantiano, de liberal, de igualitarista, de demócrata moderno, a debatir el plan Ibarretxe y otros tantos planes como el suyo. Porque él tiene la misma libertad y derechos que para mí quiero. Aunque, por la letra de su plan, sé que me negaría alguno de ellos en la nacionalista sociedad que pretende. 

lunes, 3 de noviembre de 2003

El fracaso de la política económica

El presidente Lula, en la entrega de los Premios Príncipe de Asturias, se preguntaba el porqué del fracaso, en la década de los noventa, de las políticas económicas en los países pobres. Y hablaba de fracaso, sin matices, pues prometieron crecimiento y sólo han traído pobreza. Lo que Lula planteaba, desde la realidad del país que gobierna, no es otra cosa que preguntarse por el fracaso de la política de corte "neoliberal", de "ajuste global", de "consenso de Washington" o de ortodoxia "estabilizadora", que todos estos apodos ha tenido. Y la pregunta es muy relevante porque nos lleva a cuestionarnos las políticas que hemos estado recetando los economistas y que los políticos han aplicado. Sin ánimo de ser exhaustivo, creo que el fracaso de las políticas económicas en numerosos países se debe, sencillamente, a la confluencia de cuatro factores relevantes. 

El primero, que podemos llamar el error de diagnóstico, ha sido que la economía que sustentaba esa política económica es errónea. Y es errónea porque, en economías de subsistencia (y la mayoría de las pobres lo son), los consumidores y los productores no se comportan como dicen los libros de textos americanos que han de comportarse. Porque los mercados son muy limitados y asimétricos, porque las familias son unidades de consumo y de producción que, en algunos casos, viven al margen del mercado, porque la información está mal repartida. En definitiva, porque la microeconomía de las economías desarrolladas no capta el comportamiento de los agentes de estas economías y, consecuentemente, porque los modelos macroeconómicos no tienen en cuenta sus matices. Hablar de liberalización en Mozambique, en el Congo o en cualquier país africano es una tontada. 

El segundo origen del fracaso de estas políticas hay que buscarlo en los objetivos de la política económica. Y es que, en la mayoría de los casos, la política económica que se ha diseñado para los países pobres no iba encaminada tanto al crecimiento de éstos, como a garantizar la posibilidad de cobro de las deudas previas que tenían. Al Fondo Monetario Internacional y la banca mundial no han evaluado el éxito de las políticas por las tasas de crecimiento de un país, sino por la mejora en su solvencia. Lo cual es significativo, pues si bien es cierto que, normalmente una alta tasa de crecimiento tiene un positivo efecto sobre las deudas, esto no es siempre cierto, pues puede crecerse aumentando el endeudamiento. Más aún, es curioso observar cómo el FMI ha elogiado la política económica de países que no crecían o que estaban en recesión, pero que mejoraban sus cuentas con la banca internacional. Y basta mirar los elogios a México o a Indonesia poco después de las crisis de los noventa. 

La tercera causa del fracaso está, según mi criterio, en los instrumentos. En economías sin Estado o sin instituciones económicas, con amplia corrupción y escasa administración, con alto fraude fiscal o, simplemente, de trueque amplio, se han recetado medidas que sólo con administraciones eficaces se pueden llevar a cabo. La subida de impuestos en Rusia a mediados de los noventa tuvo como efecto el aumento del trueque, con la consiguiente reducción de la base imponible, y el aumento de la corrupción y el fraude. La bajada de gastos trajo una inmensa pérdida de bienestar. 

Y, finalmente, la cuarta causa del fracaso es que no se tuvo en cuenta a la población, no se calcularon los efectos sociales y políticos. Porque en los manuales de política económica no se tiene en cuenta que cualquier decisión económica redistribuye renta, y que toda redistribución, especialmente si se hace más desigualitaria, polariza a la población y esto lleva al malestar social, a la protesta y a la inestabilidad. Y Venezuela, Ecuador, Perú, Argentina, Bolivia, México, Indonesia, etc... son ejemplos de esta idea. 

Estas cuatro ideas son, al menos en mi opinión, los ejes de una respuesta a la pregunta de Lula. Una respuesta que no sé si él conoce, aunque intuyo, por los pasos que va dando, que sí. Lo cual es, al menos, un soplo de esperanza en un mundo de arrogancia. Y no lo digo por la clase de economía que ha pretendido darle Aznar. Aunque también. 

lunes, 20 de octubre de 2003

Fuimos a la guerra

Fuimos a la guerra en Irak porque queríamos acabar con un tirano. Depuesto Sadam, no ha mejorado la seguridad en Irak: ahora está la tiranía de esos miles de tiranos que tienen armas. Les hemos cambiado la inseguridad de un régimen totalitario por la inseguridad de miles de pequeños regímenes totalitarios. Del secuestro y asesinato de Estado al secuestro y asesinato económico. Pero todavía por esto, lo hubiera entendido. Por la soberbia de creernos mejores, hubiera entendido ir a Irak a luchar. 

Fuimos a la guerra en Irak porque era un nido de terroristas. Y hasta ahora no hemos encontrado ninguno que la guerra no haya creado. Porque la guerra y la ocupación militar los ha fabricado y los justifica. Y aun por esto, lo hubiera entendido. Por el miedo al terrorismo fanático hubiera entendido luchar y morir en Irak. 

Fuimos a la guerra en Irak porque sus armas de destrucción masiva suponían una amenaza para sus vecinos y para la estabilidad internacional. Pero las armas no aparecen, e incluso sospechamos que Sadam mentía, y hemos logrado que otros dictadores y países se armen con la bomba atómica. Más aún, sabíamos que, tras los bombardeos selectivos, era improbable que tuvieran armas, ni siquiera para defenderse. Y la prueba está en lo que duró la guerra. Y hubiera entendido que, por un temor racionalmente fundado a esas armas, hubiera que ir a morir y a matar en Irak. 

Fuimos a la guerra en Irak porque tenía petróleo. Un petróleo que es útil para nuestras ricas economías de Occidente. Pero ahora resulta que tardaremos años en acceder a ese petróleo. Un petróleo que no es nuestro y que ellos estaban dispuestos a vendernos libremente, como, de hecho, hacían. Y ahora resulta que, para poder robárselo, hay que invertir en instalaciones que hemos destruido con la guerra. Mientras, de paso, empobrecemos a la ya pobre gente irakí. Y porque la codicia es, también, un pecado humano, que ha llevado a lo largo de la historia a morir y matar, lo hubiera entendido. 

Fuimos a la guerra en Irak porque íbamos a resolver el problema de Oriente Próximo, porque íbamos a mover a Israel hacia la paz. Pero Israel incendia Siria y Líbano y sigue masacrando a los palestinos ante el culpable silencio de la coalición internacional. Y lo hace incumpliendo sistemáticamente las normas de las Naciones Unidas, y no hay coalición que pueda obligarles a cumplirlas. Pero aun la hipocresía y la doble moral puedo llegar a entenderlas. 

Fuimos a la guerra en Irak sin la cobertura de las Naciones Unidas, erosionando fuertemente su legitimidad y autoridad, porque había que desmontar la amenaza de Sadam de inmediato. Y destrozamos el multilateralismo y el consenso, y celebramos la proclamación del nuevo Imperio americano. Y aun por la vanidad de ir con los más fuertes, lo hubiera entendido. Porque también el servilismo es parte de nuestra naturaleza interesada. Se nos dijo que íbamos a la guerra en Irak porque así nos ayudarían los norteamericanos con nuestro terrorismo nacional, con lo que sosteníamos la bajeza moral de su gobierno que sólo ayuda a cambio de algo. 

También se nos dijo que íbamos a la guerra en Irak para tener un mayor papel en Europa, pero británicos e italianos nos están ninguneando según sus intereses. E, incluso, se nos ha justificado que estamos en Irak porque así tenemos presencia entre la comunidad hispana norteamericana, futura minoría clave en el Imperio, cuando esta minoría no sabe, ni le importa, dónde está España. 

Y pronto se nos dirá que la verdadera razón de estar en Irak es que nos concedan el ITER, el megareactor de fusión nuclear, una tecnología que somos incapaces de generar con nuestra política de investigación. Y, también por estas razones, tan triviales, podría entender que fuéramos a la guerra en Irak. Porque también es de nuestra naturaleza el excusar todas nuestras acciones. 

Lo malo es que sabíamos que de nada servía acabar con el tirano, que no tenía armas de destrucción masiva, que no financiaba terroristas, que no iba a cambiar la política de Israel, que íbamos a perjudicar a Europa, que no nos iban a ayudar más contra ETA, que no íbamos a ser más populares en América y que, al final, igual no nos dan el ITER. 

O sea que fuimos a la guerra en Irak porque nos mentimos a nosotros mismos. Fuimos a la guerra por nada. Sin ninguna razón para ir. Por pura estupidez. Y eso, aunque humano, sí que no puedo entenderlo. 

lunes, 6 de octubre de 2003

La no política económica de Europa

Los datos de crecimiento de las principales economías europeas certifican su estancamiento. Al menos de la mayoría. Estos datos certifican, también, el estancamiento de la economía europea: Porque la economía de la Unión es, por el momento, la suma de quince economías dispares, asimétricamente integradas unas con otras. Y, sin embargo, la economía de la Unión podría ser mucho más que esta suma. 

Es cierto, porque es una verdad de Perogrullo, que este estancamiento de la economía europea tiene su origen en las dificultades que tienen para crecer dos de las grandes economías europeas, Alemania y Francia. Pero decir esto desenfoca, en mi opinión, el origen del problema e imposibilita pensar en sus soluciones. Porque supone que seguimos viendo a nuestra economía como una suma de distintas economías nacionales, de territorios, y no como una agregación de mercados bajo instituciones similares. Y esta perspectiva, que también es la que se está imponiendo en el ámbito político, es una parte del problema, pues nos lleva a que Europa, la segunda economía del planeta, no tiene una política económica coherente para su economía. Mejor dicho, tiene una no política económica. En un proceso de integración económica entre economías caben tres opciones para articular una política económica conjunta y no depredadora. La primera opción es la de seguir una política económica centralizada y única, al menos en tres aspectos esenciales: la política monetaria, la política fiscal y la política común de regulación de los mercados (de bienes y servicios, de trabajo, de dinero). Esto implica tratar a la economía de la Unión con la misma lógica de política económica que se utiliza en un país determinado. Las dos grandes ventajas de esta opción, que podríamos etiquetar como la opción unionista, son la coherencia y la eficacia. Y ahí está la historia de la economía norteamericana para demostrarlo. Por el contrario, su gran inconveniente es que para articularse se necesita una cesión de soberanía política, algo que los políticos de los distintos países, y no pocos de sus ciudadanos, no están, normalmente, dispuestos a hacer. Las condiciones para llevar a cabo una política de este tipo son dos: que haya un poder político central que tenga legitimidad para establecer esta política y que existan mecanismos para hacerlas cumplir. La segunda opción, que podríamos llamar federalista, es la de políticas económicas nacionales coordinadas a través de acuerdos. Se trata de negociar reglas de funcionamiento de las grandes líneas de política económica tales como bandas de fluctuación de las monedas, topes máximos de déficit público y deuda pública, y reglas básicas de mercado que no limiten la competencia. La gran ventaja de esta opción es su flexibilidad, la posibilidad de adaptación para cada economía y su amplia aceptación por parte de los políticos de cada país, pues si bien supone una limitación de la soberanía, ésta no se cede, se comparte. Los dos inconvenientes de esta forma son, en primer lugar, esta misma no cesión de la soberanía, y, en segundo lugar, la posibilidad de no pocas incoherencias en la aplicación de la política dentro de cada economía, pues no todas las economías son iguales y cada una vive circunstancias políticas diferentes. 

La tercera opción es una mezcla de las dos opciones anteriores. Es decir, centralizar alguna política económica y coordinar otras. El resultado no es la suma de las ventajas de los modelos anteriores, sino la anulación de éstas y la acentuación de los inconvenientes. Y es esta opción, más por miopía, dejadez e inconsciencia que por malicia, la que estamos siguiendo los europeos. Tenemos una política cuasicentralizada en asuntos monetarios, una política fiscal que debiera de haber sido de coordinación y es descoordinada, y una política de regulaciones inflexible según para quién (y ahí está el caso Alstrom o del mercado eléctrico para corroborarlo). O sea que hacemos lo peor de lo que, teóricamente al menos, podríamos hacer. Y lo malo es que aún hay gobiernos y ciudadanos europeos que piensan que cuanto peor le vaya a su vecino, mejor se pueden justificar ellos. 

lunes, 8 de septiembre de 2003

Autonomías

La organización institucional de un Estado tiene una clara influencia en la evolución política, en la estructura económica y en la articulación social de cualquier comunidad humana. Basta hacer un estudio comparativo de Francia y Alemania para corroborar este hecho. 

Como es sabido, la estructura institucional del Estado español siguió el modelo centralizado francés hasta que la Constitución de 1978 abrió un proceso dinámico de descentralización, cuyo objetivo final no se estableció, que nos podría llevar a un estado descentralizado, no necesariamente federal, que se adaptara a las peculiaridades españolas. El proceso, prudentemente, se dejó con no pocas ambigüedades, aunque en el momento de iniciarlo hubo que tomar una decisión relevante que lo condicionaría determinantemente y fue el de establecer los ámbitos territoriales de los entes autonómicos. Para ello se siguieron, y me parece que este tema lo tenemos muy olvidado, varios criterios, algunos de ellos muy coyunturales, otros muchos más profundos y la mayoría sólo racionales en aquel momento histórico. Así, la delimitación de Galicia, País Vasco, Navarra, Cataluña, Aragón y Valencia y las comunidades insulares respondió a un racional criterio histórico y geográfico, mientras que, de haberse seguido este mismo criterio, Castilla hubiera sido el resto de España, por ser la Castilla de Isabel la Católica (o sea, con una historia común de cinco siglos). Para evitar el problema de la asimetría de esta estructura territorial, asimetría territorial y poblacional evidente pues esta Castilla así constituida hubiera sido mucho más grande que la suma del resto, se descompuso Castilla en diversos territorios que no respondieron a ningún criterio histórico ni geográfico, sino esencialmente poblacional. 

Así, se unieron los viejos reinos al sur de Despeñaperros (Jaén, Córdoba, Sevilla y Granada) en la Comunidad Autónoma de Andalucía, quitando a Castilla su peso poblacional y convirtiendo a Andalucía en el estabilizador del proceso; se separó a Asturias, a Cantabria y a Murcia como entes diferenciados (lo que no se hizo con León); se dio autonomía a la Rioja por las viejas disputas entre Castilla y Aragón; se desprendió a Extremadura; se aisló a Madrid por sus pecados de haber sido la capital del Imperio y, finalmente, el resto se dividió, para quitar el peso territorial, en dos trozos que hoy llamamos Castilla-León y Castilla-La Mancha. Y lo más curioso es que siendo Castilla tan territorio histórico como Cataluña o Galicia se la trató como una enemiga advenediza. 

Este reparto fue el resultado de múltiples intereses que, en el momento de realizarlo, confluyeron: los de los nacionalistas vascos y catalanes, tanto en su objetivo primario de afirmar su identidad como el secundario de debilitar al centro; los de los socialistas de diferenciarse claramente del modelo centralizado franquista; los de algunos comunistas; y los de las élites locales, integradas algunas en la UCD, que querían tocar poder. Intereses que confluyeron y se entendieron porque el consenso democrático estuvo por encima de todos y cada uno de los particulares. 

Veinticinco años después de iniciado el proceso de descentralización, y tras el juego que han seguido los poderes autonómicos de acentuar las diferencias en un lógico proceso de legitimación, es, en mi opinión, el momento de cerrarlo. Y lo es porque ya se han transferido la inmensa mayoría de las competencias que se pretendían; porque la sociedad y la democracia española están maduras como para no temer que lleguemos a una balcanización; porque en el mundo globalizado y multicultural al que caminamos, la construcción del Estado federal europeo es un reto más importante que las reivindicaciones localistas y nacionalistas; porque, en definitiva, a fuer de racionales, no tienen que ser más justas las instituciones y las leyes hechas por uno de mi pueblo que por uno nacido lejos. Porque, a la postre, más o menos autonomía no nos resuelve mejor los problemas que tenemos planteados. Por eso no entiendo el error del PSOE este verano. El error Maragall. Un error al menos para mí que soy un andaluz europeo. 

lunes, 11 de agosto de 2003

Lecciones de economía

En cualquier manual de economía se enseña que la principal magnitud para medir la actividad económica de una comunidad de personas es el Producto Interior Bruto (PIB). La definición del PIB, a precios de mercado, es muy simple: el Producto Interior Bruto es el valor del conjunto de bienes y servicios finales que produce una comunidad determinada, por ejemplo, los residentes en un país o en una región, en un plazo de tiempo también determinado que, normalmente, suele ser un trimestre o un año. En el PIB, por tanto, se incluye el valor de todos los bienes y servicios que consumimos, invertimos y usamos colectivamente a través del Sector Público, que nos permiten satisfacer nuestras necesidades individuales y colectivas. 

De igual forma, también se enseña en todas las facultades de economía que en las economías de mercado monetarias, y hoy todas lo son en mayor o en menor grado, el valor de cada bien se determina en esa institución que llamamos mercado. Un mercado es, sencillamente, el conjunto de todos los intercambios que se producen de un bien o servicio. Y todo intercambio es, como su nombre indica, la permuta de una determinada cantidad de bien por una cantidad determinada de dinero que llamamos precio. El valor de un mercado en un año será el resultado de sumar el producto de todas las cantidades de bienes o servicios por el de todos los precios al que han sido intercambiados. Es evidente, entonces, que, si sumamos todos los valores de todos los mercados de bienes y servicios finales, el resultado ha de ser igual al PIB. Y que la composición del PIB, el peso que cada mercado tiene en el conjunto de la actividad económica de una comunidad, estará determinada tanto por las cantidades que se produzcan de este bien o servicio como de los precios que se les asignen. 

Lo que también enseñamos, y eso ya no es tan sencillo, es que los agentes económicos, consumidores y empresarios, se comportan en los mercados siempre racionalmente. Con lo que queremos decir que aquellos intercambios que se producen y al precio al que se producen son los que mejor satisfacen lo que las familias y las empresas quieren, desean, prefieren. Y si esto es así, con esos millones de votaciones que hacemos los consumidores comprando o no los bienes y servicios que se nos ofrecen, estamos determinando continuamente lo que socialmente queremos producir. Dicho de otro modo, la composición del PIB, lo que una sociedad asigna a cada uno de los mercados en los que se gasta lo que produce con el esfuerzo de todos, es, gracias a la institución del mercado, lo que la sociedad quiere, porque es el resultado de un proceso libre, desagregado y racional. Y, al ser consistente con las preferencias de la sociedad, esta composición es, también, racional, es decir, la mejor posible. 

Si esto es cierto, y nada hay en el razonamiento que nos diga lo contrario, tendremos que aceptar que, por ejemplo, los españoles nos comportamos racionalmente al gastar más dinero y recursos, como de hecho hacemos, en cosmética que en sanidad, en fútbol más que en investigación básica, o en televisión más que en universidad. Y tendremos que ver como completamente racional que paguemos más a una modelo que a un médico, a un futbolista que a un científico, a un Dinio cualquiera que a un catedrático. Y consideraremos, también, que es perfectamente racional que importemos galácticos de todos los países del mundo mientras nuestros mejores talentos científicos se van a las galácticas universidades americanas. Es posible que esta realidad no nos guste con lo que tendríamos que plantearnos que quizás los agentes económicos no seamos tan racionales, o que es probable que el mercado no asigne de una forma óptima socialmente los recursos. O que lo mejor sea cambiar la definición del PIB para que en vez de ser la medida del conjunto de bienes que satisfacen las necesidades de una sociedad, sencillamente nos dé la medida del valor de mercado de las irracionalidades de las sociedades satisfechas. Quizás tengamos, algún día, que replantearnos las primeras lecciones de economía. 

martes, 29 de julio de 2003

Burbujas financieras e inmobiliarias

Todos sabemos que el mercado en el que más rápidamente han crecido los precios en los últimos años ha sido el de la vivienda. Este hecho era conocido, pero no fue, como tantas cosas, hasta que el Banco de España publicó el trabajo de su servicio de estudios, en septiembre del año pasado, que no empezó a preocupar el tema a la población y a los responsables políticos. Y ha llegado a estar tan de moda, que no hay análisis de la coyuntura de la economía española que no dedique unas líneas al tema de la "burbuja inmobiliaria", con lo que ha ido creciendo la simplificación del análisis del problema y se van oyendo bastantes inexactitudes. 

El término de "burbuja" se usa, desde finales de los ochenta, para denotar aquella situación de un mercado en el que los precios suben, rápida, generalizada y caóticamente, terminando la situación, o sea, pinchándose la "burbuja", cuando se produce un descenso vertiginoso de estos mismos precios. El término se usó por primera vez para caracterizar la situación de subida, y posterior desplome, de las cotizaciones de la Bolsa norteamericana en el otoño de 1987 y, posteriormente, se usó, esta vez con el calificativo de inmobiliaria, para explicar las razones económicas de la crisis bancaria japonesa de los noventa. Alan Greenspan, el presidente de la Reserva Federal norteamericana, volvió a usar el término, en 1999, al hablar, entonces, de la posibilidad de estar en una nueva "burbuja bursátil" por el espectacular crecimiento de las cotizaciones de las punto.com. Y, ahora, se está utilizando otra vez la expresión en el Reino Unido y España para reflejar la evolución de los precios de la vivienda. El término, pues, se ha aplicado a situaciones muy dispares lo que lo hace tan impreciso que casi carece de significado. ¿Estamos, entonces, en España, viviendo una "burbuja inmobiliaria"? Comparada nuestra situación con la norteamericana tendríamos que decir que, en algunos sentidos sí, y en otros no. Comparado lo que estamos viviendo con la "burbuja inmobiliaria" japonesa tendríamos que decir rotundamente que no. La subida de precios de la vivienda en España se parece a las burbujas financieras norteamericanas en dos aspectos: en que la escalada de precios se produce en un contexto de bajada de los tipos de interés, y en que se produce impulsada por un fuerte endeudamiento de las familias. Y, en cierto sentido, se parece a la irracional subida de los precios de las punto.com, pues, en España, están subiendo muchos precios de pisos por efecto contagio, no porque realmente todos los pisos valgan, o puedan valer en el futuro, lo que se está pagando. Sin embargo, y a pesar de la similitud financiera, no estamos ante la misma situación porque, a pesar de todo, los pisos existen, mientras que, en sus dos crisis financieras, los norteamericanos compraron expectativas de beneficio futuro. Nosotros compramos ladrillos, ellos compraron palabras y promesas. De ahí que, mientras que una burbuja financiera se puede esfumar como una pompa de jabón y dejar a muchas familias endeudadas, una posible burbuja inmobiliaria deja tras de sí viviendas que se pueden habitar. Las cotizaciones pueden bajar hasta ser cero, el precio de una vivienda no. 

Si comparamos la situación española con la japonesa, nos encontramos que hay dos diferencias esenciales que hacen tan dispar la situación que toda similitud es mera coincidencia. En primer lugar, porque los que realmente especularon con los precios en Japón, a través de los mercados de deuda hipotecaria, fueron los bancos, algo impensable en España; y, en segundo lugar, porque los precios de la vivienda en Japón subieron, en no poca medida, por el efecto riqueza de las subidas bursátiles, de ahí que desinflada la burbuja financiera se desinflara también la inmobiliaria, poniendo en serios aprietos, de los que aún no han salido, a todo el sistema financiero japonés. 

No, no estamos, pues, ni ante una burbuja financiera a la norteamericana, ni ante una burbuja inmobiliaria a la japonesa. Pero el que no lo nombremos así no quiere decir que no haya peligros en el mercado de la vivienda en España que puedan afectar al conjunto de la economía. Peligros que existen aunque no encontremos el nombre justo para llamarlos. 

lunes, 14 de julio de 2003

Comparaciones y contrastes de renta

Pocos datos económicos son más llamativos que los que reflejan comparaciones de renta. Los informes de la Caixa o del BBVA sobre la distribución provincial de la renta, las comparaciones sobre la renta per cápita regional, las estadísticas de la convergencia real de una economía (también en renta per cápita) o los datos de la pobreza en el mundo del PNUD son, normalmente, y con mucho más detalle que los demás datos económicos, analizados, debatidos, utilizados y manipulados con ahínco por economistas, políticos y tertulianos de toda calaña. Que la renta media de la provincia de Córdoba aparezca en los últimos lugares de entre las provincias españolas, que Andalucía esté un 60% por debajo de la renta de Madrid, que España tenga el 82,4% de la renta per cápita de la UE-15, o que Marruecos tenga sólo un 20% de la renta española, son hechos importantes y polémicos que dan para no pocos análisis brillantes y debates de múltiples niveles. Y, sin embargo, se olvida lo más importante. Porque con estas comparaciones, con ese territorializar los datos de la renta, nos olvidamos de lo esencial, de lo obvio, de que toda distribución de la renta es, sencillamente, una relación entre esa misma renta, lo que se produce, lo que se consume, y las personas de una comunidad. Nos olvidamos que toda distribución de la renta responde a la pregunta cuánto recibe quién, y no a la pregunta de dónde se produce qué, lo que, siendo relevante, no es tan importante. Y es que la renta, ese conjunto de bienes y servicios que producimos para satisfacer nuestras necesidades, la poseemos, por múltiples razones, las personas, no los territorios. Es decir, no es Córdoba la que consume la renta, somos los cordobeses los que gastamos en consumir. Y no es Córdoba la que está mal ubicada en la lista de provincias, es la media de los cordobeses. Córdoba no tiene renta, la tenemos los cordobeses. 

Por eso, si es preocupante el estar en los puestos finales de la distribución provincial de la renta, más me parece que debiera preocuparnos el que, a pesar de que España va bien según Aznar, Andalucía se esté modernizando por segunda vez como sostiene Chávez, y Córdoba es de todos/as los/as cordobeses/as según Rosa Aguilar, las personas pobres de esta ciudad viven en medio de la basura, el descuido y la marginación en los mismos pisos de principios de los 60 y con los servicios similares a los de hace cuarenta años, mientras que las personas ricas de esta ciudad pagan precios astronómicos por pisos de inversión en el plan RENFE. Lo preocupante no es lo que dice la Caixa o el BBVA, sino el creciente contraste que cualquiera puede observar entre el Cerro y el Brillante. ¿Cuáles son las causas de este contraste? ¿Por qué percibimos que crecen las distancias entre los ricos y los pobres en nuestra ciudad, en todas las ciudades, entre las regiones, entre los países del mundo? Muchas, y muy complejas, son las causas de esta situación. Sin embargo, he de apuntar tres que pueden explicar, provisionalmente y a falta de un análisis más profundo, el crecimiento en los contrastes en nuestra sociedad: las diferencias en el crecimiento de la oportunidades de empleo, las diferencias en el crecimiento de los salarios y las diferencias en las posibilidades de ahorro y crédito. Y es que no tiene la misma probabilidad de estar ocupado un joven de uno de nuestros barrios marginales que un joven de uno de nuestros barrios de clase media, pues su tasa de paro es cuatro veces más alta, y la proporción crece: a principios de los 90 la tasa de paro de los pobres no llegaba a ser tres veces la de los ricos. Y una evolución parecida han sufrido los salarios: en 1995 la proporción entre el sueldo medio de un directivo y el Salario Mínimo Interprofesional era de 7,8 veces, mientras que hoy es de 11 veces. Y como las posibilidades de ahorrar están beneficiando a los que más tienen, la evolución de estas disparidades se acentuarán en el futuro. No sé si estas causas lo son y si son únicas. Lo que sí es seguro es que el problema que tenemos como sociedad no es si tenemos más o menos en media que los madrileños, los alemanes o los marroquíes sino si entre nosotros todos vivimos razonablemente. 

lunes, 16 de junio de 2003

Mentiras fiscales

Todos los años, por estas fechas, hablamos de impuestos. Todos los años, por estas fechas, se dicen las mismas cosas y se hacen las mismas declaraciones. Y todos los años, por estas fechas, se cuenta una misma media verdad que se quiere hacer pasar por dogma de fe. Esa maldita media verdad que se viene repitiendo desde la reforma fiscal de 1998, no para de salir en los medios de comunicación, la sostiene todo responsable político del PP y, lo más curioso, está calando tanto que todo el mundo la afirma como axioma de política fiscal, aunque los datos le demuestren lo contrario, y que reza que en los últimos años han bajado los impuestos. 

Y es cierto que han bajado, pero sólo los impuestos directos, porque los demás, es decir, los indirectos, las tasas y las cotizaciones sociales, que suponen más del 60% del total de los impuestos, no sólo no han bajado sino que han subido. Se miente, pues, cuando se omite el adjetivo "directos" en la frase. Basta con mirar la serie de datos que el mismo Ministerio de Hacienda ofrecía hasta hace poco (y que ahora sólo facilita con cuentagotas) para comprobar la mentira: en 1985, la presión fiscal fue del 28,8%; en 1990 subió al 34,4%; en 1995, fue del 33,4%; subió al 34,2% en 1998 y ha llegado, en el año 2001, al 35,6%. Puesto que la presión fiscal es el cociente de todas las cargas tributarias (directas e indirectas) entre el Producto Interior Bruto, y puesto que, por otro lado, toda la actividad económica se puede asignar a cada uno de los miembros de una comunidad, podemos concluir que cada uno de nosotros, cada español, paga, hoy y de media, algo más del 35% de todo lo que produce para el sostenimiento del Estado y de los Servicios Públicos. Dado que 35,6 es un número mayor que 33,4, hemos de concluir que hoy pagamos, en media, más impuestos que en 1995. 

Pero hay una segunda mentira implícita en la machacona y escueta frase. Y que al decir que se han bajado los impuestos e intentar demostrarlo sólo considerando los directos, los responsables de Hacienda están haciendo una sinécdoque políticamente hábil, pero peligrosa. Porque en ese tomar el todo por las partes, ese considerar que sólo son impuestos que se pagan los impuestos directos, hay implícita la negación de otra realidad, la de que los ciudadanos, todos y cada uno de nosotros, somos los que soportamos el resto de los impuestos, aunque no seamos conscientes de ellos. El IVA y las Cotizaciones Sociales, que son más de 20 billones de pesetas al año, los pagamos los consumidores en los precios de los productos, aunque sean las empresas las que los recaudan, los declaran y liquidan. Y lo mismo pasa con las tasas, más de 2 billones de pesetas anuales, y los impuestos especiales (tabaco, alcohol, hidrocarburos, etc.), otros tantos billones de pesetas. Y esta sinécdoque es políticamente hábil porque al oscurecer la importancia de los impuestos indirectos (más del 60% de la recaudación) se está obviando el debate sobre la distribución de la carga tributaria y se hace parecer a las dos reformas fiscales del IRPF como reformas progresistas y más igualitaristas. En la primera reforma se bajó el tipo medio de las rentas del trabajo del 15,12% al 13,34%, es decir, el 11,7% de reducción, mientras que a las rentas altas se le redujo en un 10% de media. Sin embargo, si consideramos que las rentas bajas gastan en consumo toda su renta, lo que perdió Hacienda por la reducción del Impuesto de la Renta, lo recuperó, en parte, por la recaudación del IVA, con lo que las rentas del trabajo pasaron de pagar un 26,83% de impuestos entre Renta e IVA a un 25,3%, es decir, una reducción combinada de sólo el 5,7%. Mientras que a las rentas más altas, que no gastan toda su renta sino que pueden ahorrar el exceso de renta disponible, la reducción de ese 10% de impuestos es neta. Luego, ha habido gente a la que los impuestos le han subido más que a otros. Y esto es política y socialmente peligroso porque tiene el efecto perverso de aumentar las diferencias de renta. Así pues, ni los impuestos han bajado, ni han bajado todos los impuestos, ni han bajado para todos por igual. 

Mark Twain clasificó las mentiras en tres tipos, las mentiras, las malditas mentiras y las estadísticas, posiblemente porque no pensó que se podían decir muchas mentiras en una sola frase, posiblemente porque no llegó a conocer las mentiras fiscales. 

lunes, 19 de mayo de 2003

Programas electorales

Estamos en plena campaña electoral. Los medios de comunicación dedican a los candidatos miles de páginas y cientos de minutos de cobertura. Hay carteles y anuncios por todos sitios. Nuestros buzones se llenan de decenas de cartas que, desde el presidente del Gobierno hasta el último candidato, se dirigen a nosotros para pedirnos nuestro voto. Incluso en internet hay miles de páginas dedicadas a las elecciones. Un votante tendría estos días un inmenso trabajo si quisiera leer y escuchar toda la información que le llega. Sin embargo, si el votante, siguiendo un criterio de racionalidad, quisiera conocer realmente el proyecto de ciudad que los candidatos proponen, tendría que ordenar una cantidad inmensa de información, muchas veces contradictoria e incompleta. Y es que parece que, en vez de programas que reflejen lo que los candidatos quieren hacer con el futuro de la ciudad, los políticos, sencillamente, se afanan en escribir unos cuantos folios de promesas que es una carta ideal a los Reyes Magos. Una carta cuyo contenido, a medida que se acerca el día de las elecciones, se va incrementando. 

Y es que los programas electorales no se hacen desde el análisis de la realidad y la propuesta y debate de ideas y criterios que, en metodología similar a la de un plan estratégico, debería responder a las preguntas de dónde estamos, dónde queremos llegar y cómo alcanzarlo, sino desde unas hipotéticas demandas (que hasta el lenguaje político hemos mercantilizado) de los ciudadanos y colectivos que ayudan a conformar la oferta electoral. Se trata, entonces, de ir ensartando propuestas concretas, más o menos coherentes, que conciten el apoyo electoral de una mayoría de los ciudadanos. Es decir, se sigue un método, inductivo, de suma de aspiraciones, viejas y nuevas reclamaciones, viejos y nuevos deseos. Un método cuyo resultado es ese pastiche de posibles acciones que parece, como sugería Sánchez Casas en estas páginas, el anuncio de Coca-Cola. Un método cuyo resultado es la incoherencia, la contradicción y la imposibilidad de la mayoría de los programas. 

La incoherencia de los programas viene dada porque es imposible, como demostró Arrow, hacer una agregación coherente de preferencias cuando hay más de tres asuntos sobre los que opinar, hay más de tres candidatos y hay más de tres ciudadanos con distintas preferencias. Condiciones las tres que se cumplen en todas las elecciones municipales, de ahí que el que quiera contentar a todo el mundo o da información incompleta a todos o no contenta a nadie. Pero, además, necesariamente cae en contradicciones. Y es que no se pueden prometer mil puestos de trabajo en el ayuntamiento y decir, en otros sitio, que no se van a subir los impuestos o la deuda. O no se puede prometer un gran número de actuaciones en las infraestructuras de todos los barrios y bajar los impuestos y reducir la deuda. O no se puede prometer una vivienda más barata y, en otro foro, decirle a los constructores y promotores que sigan invirtiendo porque pueden ganar más dinero. Y de las contradicciones nacen las imposibilidades y los incumplimientos. Porque, por la forma, en la que se hacen los programas y las campañas, se hacen tantas promesas, se dicen tantas buenas palabras y se expresan tantas grandes intenciones que es imposible, tanto material como temporalmente, cumplirlas todas. Y luego llega el desencanto, la desconfianza y el desprestigio de los políticos y de la política. 

No, no son buenos los programas electorales para tomar una decisión sobre el voto. Quizás es que no sean un proyecto de ciudad, sea lo que sea una ciudad, sino unos simples elementos de márketing. Quizás es que debieran darnos a todos la lección que, hace ya muchos años, recibió un pobre y novato profesor de provincias del ex ministro Miguel Boyer cuando, ante la pregunta de por qué si ya habían pensado en el año 81 la necesidad de hacer un ajuste y una reconversión industrial hicieron la promesa, en el 82, de los ochocientos mil puestos de trabajo, le respondió, mirándole con sus claros y fríos ojos, con otra pregunta no menos clara y fría: ¿Es que usted aún no sabe que un programa electoral se hace para ganar unas elecciones y no para gobernar? 

lunes, 5 de mayo de 2003

Los retos de Lula

Hace más de cuatro meses que Luiz Inacio Lula da Silva tomó posesión de la presidencia de uno de los países más fascinantes del planeta. Con un territorio diecisiete veces el de España y una población de 170 millones de personas, la economía brasileña tiene un producto interior bruto similar al español y una renta per capita de alrededor del 30% de la nuestra. Brasil tiene, además, unos ingentes recursos naturales, una contrastada capacidad tecnológica en algunos sectores y las posibilidades de un inmenso mercado. Pero estas posibilidades se ven lastradas por los, también, inmensos problemas sociales y económicos: grandes bolsas de pobreza, deuda externa, presión sobre la selva amazónica, megaurbes, corrupción. Problemas cuyo principal origen es el problema estructural de Brasil: una de las más desiguales distribuciones de la renta del mundo. Y es precisamente este problema el que impide a esta economía desarrollar sus posibilidades. Resolverlo y desarrollarse como la potencia que puede ser es el reto al que se enfrenta Luiz Inacio Lula da Silva. 

Luchar contra estos problemas pasa, como en tantos otros países, por alcanzar tres objetivos relacionados: conseguir una estabilidad política que permita construir un verdadero estado de derecho y una eficaz administración, libre de corrupción; generar confianza en todas las capas sociales, desde los empresarios internacionales hasta los marginados, de tal forma que aumente la inversión; y, finalmente, diseñar correctas medidas de redistribución que vayan modificando la estructura de distribución de la renta, lo que a su vez potencia el estado de derecho y el crecimiento económico. 

Las primeras medidas de Lula en estos cien días han sido esperanzadoras, tanto en los gestos políticos como en las acciones concretas. El nombramiento de su heterogéneo gobierno, en el que se mezclan artistas con financieros, la gira por los Estados más pobres, la cancelación de la compra de aviones militares y la campaña de lucha contra el hambre han sido cuatro importantes y espectaculares gestos con un fuerte contenido político. En cuanto a la política económica, en manos de Antonio Palocci, los objetivos son tan ortodoxos que sorprenden en un líder obrero: la lucha contra la inflación y el control de las cuentas públicas. Para controlar la inflación, Palocci ha tomado dos medidas que han sorprendido y que están causando fuertes presiones en el Partido de los Trabajadores: la primera, conceder la independencia al Banco Central y nombrar a Enrique Meirelles, un banquero privado, su gobernador, con lo que la política monetaria ha sido la de subir los tipos de interés hasta el entorno del 26%, diez puntos por encima de la inflación; y, en segundo lugar, congelar los gastos públicos no esenciales y reformar tanto la Seguridad Social, eliminando las altas pensiones de antiguos funcionarios públicos, como el sistema tributario, endureciendo la progresividad impositiva. En el frente de la redistribución, además de las medidas anteriores de indudables efectos redistribuidores, y con un objetivo de dinamizar la economía a través del consumo, las dos medidas estelares han sido la subida del salario mínimo en algo más del 20% y el proyecto de hacer propietarios a los pobladores de las favelas. El resultado inmediato de estas medidas ha sido la ralentización del crecimiento de la inflación a pesar de los contradictorios efectos a corto plazo de algunas de las decisiones; la estabilidad del real lo que favorece las exportaciones y reduce el saldo exterior; la generación de expectativas muy positivas en los inversores internacionales, por la credibilidad de la política monetaria y fiscal; y, finalmente, la aceleración de la tasa de crecimiento económico, debido al tirón del consumo y de la inversión, hasta el entorno del 3%. 

El éxito de Lula, en el que se juega su futuro político y el de Brasil, depende de cuatro factores claves: de su pragmatismo y su capacidad de luchar contra el dogmatismo de su partido; de su idea de reforma del Estado brasileño y de su capacidad para cambiar a los poderes fácticos brasileños; de su diplomacia y de capacidad para genera confianza internacional en su proyecto; y, finalmente, de la eficacia de las medidas concretas de redistribución. Si tiene éxito veremos el nacimiento de una nueva potencia de rango mundial. Si no lo logra al menos le quedará el consuelo de ser siempre una potencia en ese sucedáneo de realidad que es el fútbol. 

martes, 22 de abril de 2003

Las consecuencias de Mr. Bush

Uno de los más finos teóricos de la política del siglo XIX, Alexis de Tocqueville, escribió un libro, De la democracia en América, que constituye, aún hoy más de ciento cincuenta años después de su publicación, uno de los mejores análisis de las ideas esenciales que conforman el sistema político norteamericano. 

Tocqueville subrayaba cuatro hechos para explicar el nacimiento y la consolidación de los principios democráticos en los Estados Unidos: en primer lugar, la sujeción de los poderes públicos a la ley, es decir, la existencia de un estado de derecho; en segundo lugar, la separación de poderes y los equilibrios de poder entre ellos; en tercer lugar, la tolerancia y libertad en el debate político; y, finalmente, y en cuarto lugar, la igualdad de los ciudadanos ante la ley y entre ellos, debido la inexistencia de aristocracia y de grandes desigualdades educativas y la muy igualitaria distribución de la renta, fruto de la relativamente igualitaria distribución de la tierra. La sujeción de los poderes públicos a la ley se la deben los norteamericanos a sus antepasados británicos, que libraron una guerra civil para establecer la primacía del Parlamento sobre el Rey, y al fuero que defendieron en su propia guerra de independencia, sintetizado en el grito de la rebelión de 1773: No impuestos sin representación. La separación de poderes y los equilibrios de poder de la democracia norteamericana tienen su origen en las desconfianzas que todo poder político despertaba en los Padres de la patria norteamericana. Para evitar la tiranía diseñaron instituciones que limitaban la arbitrariedad y el ejercicio despótico del poder garantizándose así todos su propia libertad o, mejor, sus libertades. Libertades consagradas en las enmiendas a la Constitución y que empiezan por la libertad religiosa y por la libertad de prensa. Libertades que reclaman en su simbología al grabar en sus monedas la palabra Libertad junto al perfil de Lincoln. 

Pero el debate político libre implica la tercera característica, la tolerancia. Una tolerancia hacia la libertad de opinión del otro por la que todas las posturas tienen cabida. Eso sí aceptando que el final del debate es elegir una de ellas. También de esta idea se hacen eco los norteamericanos al grabar en el reverso de la moneda de George Washington el lema: E pluribus unum, uno entre muchos. 

Y, por último, la igualdad de la distribución de la renta. Y es que para poder ser libre no sólo ha de haber ausencia de restricciones políticas, hay que no depender de nadie para cubrir las necesidades básicas. Porque toda dependencia es una suerte de dominación y la libertad sólo se ejerce desde la no dominación, la igualdad en las oportunidades de acceso a la renta es esencial para la libertad. 

Estas características han sido básicas no sólo en el desarrollo de la democracia en América, sino que han constituido, junto con los logros paralelos de la revolución francesa y los del Estado del Bienestar, la esencia del pensamiento que ha permitido ese sistema de organización política que llamamos democracia. 

Pero estas ideas se están poniendo en cuestión, cuando no atacando por la vía de los hechos. Bajo la presidencia de Mr. George W. Bush Jr., aprovechando y manipulando el shock del 11 de septiembre, se está vulnerando el estado de derecho al tener prisioneros en Guantánamo sin cargos, al aceptar la licitud de los asesinatos selectivos en el exterior y la guerra preventiva, y al romper los tratados firmados en la Carta de las Naciones Unidas. Y se vulnera la separación de poderes y se coarta la libertad y la tolerancia al imponer la censura de la prensa en la guerra de Irak por la razón de Estado, y al acusar de desleales a aquellos que no se alinean con su política. Y se está poniendo en peligro la igualdad entre los norteamericanos al aprobar una reforma fiscal que sólo favorece al 1% de la población, precisamente la más rica, multiplicando por tres las desigualdades en la distribución. Mr. Bush está poniendo en peligro la democracia en América. O lo que es lo mismo, la misma democracia que dice defender, en la que creen muchos norteamericanos y a la que, algunos, hemos llegado a amar. 

lunes, 7 de abril de 2003

Paradojas de la guerra

Todas las guerras producen, además de víctimas, paradojas. La cosecha de víctimas sigue mientras leemos estas líneas, las paradojas se están poniendo de manifiesto, a medida que se intenta justificar y razonar esta guerra. Dice el Diccionario de la Real Academia que paradoja es una idea extraña u opuesta a la común opinión y al sentir de las personas. Y, en una segunda acepción, que es una aserción inverosímil o absurda, que se presenta con apariencias de verdadera. 

La primera paradoja se puede formular así: la decisión de ir a la guerra se tomó para luchar contra el terrorismo. Y posiblemente sea cierto, pero el medio que se está usando es, desde la perspectiva de la población iraquí, igualmente terrorista. Porque si lo que pretende cualquier terrorista es causar un estado de miedo para alcanzar unas contrapartidas políticas, ¿no es esto lo que se pretende también con la operación "Impacto y Pavor" con que han castigado las fuerzas anglo-norteamericanas a los iraquíes? Desde la perspectiva de los iraquíes, la guerra es pavor y destrucción y coaccionados por la violencia se pretenden que se entreguen y se pongan bajo la protección y dominio de las fuerzas de la coalición. También eso es lo pretenden no pocos grupos guerrilleros de todo el mundo, a los que llamamos terroristas, y la misma justificación que se dan a sí mismos estos grupos. No se lucha contra el terrorismo con el pavor, sino con la fuerza de la legalidad y desactivando sus raíces. 

Se podrá argumentar que no es posible comparar a estos grupos armados con los gobiernos legítimamente elegidos de los Estados Unidos y sus aliados, pero aquí reside otra paradoja. La paradoja de la democracia tirana. Porque es cierto que estos gobiernos son legítimos porque fueron elegidos en las urnas, pero lo fueron para ejercer su poder, con las limitaciones que llamamos derechos, sobre el mismo cuerpo social que los eligió. Si se traspasan estos límites de los derechos o se ejerce el poder sobre una comunidad que no los eligió libremente se deja de ser democrático en la medida en que esos límites se traspasen. Dicho de otra forma, un gobierno puede ser democrático en su país y ser tiránico en otro. Y el hecho que se pretenda sustituir a un tirano no hace democrático al que lo sustituya, aunque pueda sea más benévolo: el general Franks será un tirano para los irakíes por la sencilla razón de que ellos no lo escogieron. La democracia americana lo es sólo para los norteamericanos, para los demás puede no serlo. 

Esto me lleva a la tercera paradoja: la de la democracia impuesta. Y es que la democracia se basa en la igualdad y la libertad. La igualdad que se expresa periódicamente en el voto sin coacciones y en la libertad de actuar sólo limitada por las leyes que todos nos damos y a todos afectan. Votar con una fuerza de ocupación extranjera en un país y limitar la acción a aquello que los ocupantes consideren correcto (como mucho me temo) es antidemocrático. La esencia de la democracia se basa en tres principios esenciales: la igualdad, que se expresa en el voto libre y secreto; la limitación en el ejercicio del poder, recogida en un conjunto de derechos primigenios que son inviolables; y, finalmente, la regulación de todas las acciones del gobierno mediante aprobación de la mayoría. Fue Jefferson, uno de los padres de los Estados Unidos, el que escribió: el Dios que nos dio la vida, nos dio al mismo tiempo la libertad: la violencia puede destruirlas, pero no puede separarlas, así como otra frase basada en las ideas de Locke, por la naturaleza de las cosas toda sociedad debe, en todo momento, conservar para sí el poder soberano de legislar. Una guerra no es la forma de liberar nada, es la forma de imponer un orden decidido por los vencedores y es que la libertad no se impone, se conquista. Pero no son éstas las únicas paradojas. También está la paradoja de la legalidad que no obliga, y la de la seguridad por la guerra y la del nuevo orden a partir de la producción de caos. Pero son consecuencias de las anteriores. O mejor, son consecuencias de una mente que padece de paranoia, enfermedad que el Diccionario de la Real Academia define como una perturbación mental fijada en una idea o en un orden de cosas. Porque todas las guerras se producen en un mar paradojas para las que no tenemos solución. Salvo para los paranoicos que las inician. 

lunes, 24 de marzo de 2003

Las razones de una guerra

La guerra de Irak es, ya, una realidad. La guerra es una realidad porque así lo ha decidido y querido el Gobierno de los Estados Unidos. Sostener lo contrario es negar la evidencia: el comportamiento de Sadam Hussein podría haber provocado una guerra futura, pero no ha empezado esta guerra. Esta guerra es deseada por los Estados Unidos por varias razones. Razones todas ellas que están en que la situación posterior a la guerra puede ser más ventajosa para los Estados Unidos que la situación de partida. Los Estados Unidos van a la guerra porque creen firmemente que controlando Irak logran dos objetivos importantes y algunos secundarios. En primer lugar, controlando Irak con presencia militar de ocupación y/o un régimen aliado, los Estados Unidos tendrán un mayor control sobre tres países que son claves en el terrorismo islámico internacional, a saber, Irán, Siria y Arabia Saudí. Y es que es conocido que Irán y Siria han financiado y sostienen a grupos fundamentalistas que operan en Argelia, en Palestina, en Líbano, en Yemen, en Sudán, en Nigeria y en Indonesia. Como es igualmente conocido que Arabia Saudí es el origen del dinero y de la mayoría de los ideólogos que produjeron la dictadura de los talibanes en Afganistán y organizaron la Al-qaeda de Bin Laden. Controlando Irak se tiene un control casi absoluto de las fronteras iraníes, sirias y saudíes. La paradoja (y la mentira de algunos) es que sufrirá la guerra el único país de los cuatro grandes que no tiene una relación probada con el terrorismo islámico, pero es el más débil y sobre el que más fácilmente se puede justificar la guerra. En segundo lugar, y relacionado con el anterior, controlando Irak, los Estados Unidos controlarán las segundas reservas de petróleo más grandes del mundo, lo que sumado al dominio que ejercen sobre las kuwaitíes y saudíes, en pago por la anterior guerra, facilitará a los norteamericanos el control sobre el muy inestable y político mercado del petróleo. Se garantizan, así, un mercado estratégico que no podían manejar sólo con sus multinacionales y que estaba al albur de problemas como los de Venezuela. Además, la financiación que los países antes citados dedican al terrorismo está vinculado a este mercado, por lo que el control de las finanzas ligadas al petróleo, además de sus beneficios económicos, cumple un objetivo político de seguridad. Finalmente, y como objetivos secundarios, el control de Irak permite a los norteamericanos tener presencia en una zona relativamente cercana a China, a Rusia y a la Unión Europea. Además, y por la forma en que se ha llevado la estrategia y por el conocimiento que tiene la inteligencia norteamericana (¿procedente del espionaje a sus aliados?) de las disensiones europeas, los norteamericanos han conseguido un objetivo colateral: acentuar las diferencias europeas en el momento del paso decisivo en la construcción de un Estado Europeo, el del periodo constituyente. Un Estado que, por múltiples razones, puede ser un competidor incómodo en el mundo del siglo XXI. 

Y las mismas razones, aunque con matices y algunas al contrario, son las que explican las posiciones de Francia, Alemania y Rusia, que también quieren el control de Irak, un control que no puede ser militar como el norteamericano, porque ninguno de los tres países tiene la potencia militar de los USA. Ellos quieren lo mismo, pero por la diplomacia y el comercio y con tiempo, mientras que los Estados Unidos lo han querido ahora que está caliente el patriotismo nacionalista americano, y hay tiempo para que una victoria tenga rendimientos en las elecciones presidenciales del año que viene. Al fin y al cabo la guerra es, como sostenía von Clausewitz, la política exterior por otros medios. Irak es, pues, la pieza clave y la más débil en la actualidad de Oriente Próximo. Y su control aminora lejanos peligros que se perciben en el mundo islámico y desactiva el arma del petróleo que es la principal arma de este mundo. 

Estas son, en mi opinión y en síntesis, las claves de lo que pasa. Todo lo demás son justificaciones. Y es que necesitamos justificar nuestros actos, bien en la legalidad, bien en la razón, porque no podemos reconocernos como realmente somos en las relaciones internacionales: lobos para los demás. 

lunes, 24 de febrero de 2003

¿Quo vadis, Europa?

Europa está desorientada. Tanto que parece que los retos a los que ahora se enfrenta, la ampliación hacia el Este y su propia organización a través de la Constitución europea, no le ilusionan, Tanto que parece que su propio papel en el mundo de la hiperpotencia norteamericana le asusta. Tanto que se muestra débil e impotente, dividida e histérica. Y en los momentos de desorientación, y más si coinciden con una cierta sensación de crisis económica, es cuando deben funcionar las instituciones y cuando los líderes son necesarios. El problema es que las instituciones europeas dependen demasiado de los líderes nacionales y éstos no se están mostrando a la altura de las circunstancias. La desorientación que vive Europa es, en gran medida, fruto de los mismos líderes que tenemos, o mejor, de la carencia de estos líderes. Europa no tiene líderes de talla europea. Prodi no es, desde luego, Delors, y a Solana le falta aún una mayor capacidad de protagonismo. Y los líderes nacionales no son creíbles para el resto de los europeos. ¿O alguien en España percibe a Berlusconi, a Blair, a Schröeder, o al mismo Aznar como un presidente de los europeos? Frente al liderazgo fuerte de Delors, de Kohl, de Miterrand o de González, por poner sólo el ejemplo de los más cercanos en el tiempo, el de los líderes actuales palidece. Y la prueba es que, mientras que los primeros podrían haber sido aceptados como presidentes por parte de ciudadanos de otros países, nadie de fuera de su propio país, y aun en éstos con no poca dificultad, acepta a los actuales. No, Europa no tiene líderes de proyección europea. Más aún, Europa no tiene líderes que tengan conocimiento de lo que es la política exterior, que no banalicen las relaciones exteriores. Y es que sustituir en la política exterior el debate de objetivos e intereses por las simpatías y fobias supone hacer superficial, hasta unos límites impropios, la política. Es convertir las relaciones entre estados y pueblos en relaciones personales y sociales, es sustituir la "química" por la historia y la política. Es hacer sustituir el pensamiento por la prensa rosa. 

Y la prueba de que esto pasa se observa en cómo nuestro presidente Aznar está sustituyendo la importancia, económica y política, que para España tienen Francia y Alemania, por la buena relación que tiene con Blair y con Berlusconi. Y cómo éstos dos están más preocupados por la hablar de tú con Bush que por la construcción de la nueva Europa. No, Europa no tiene líderes sólidos en política exterior. Y, más grave aún, los líderes que tenemos no tienen ideología europeísta. Pensar que Europa es sólo la suma de unos Estados, como hacen Blair, Belusconi o Aznar, y no la posibilidad de un super-estado, es reducir el futuro europeo a la dependencia de los Estados Unidos. Competir por la aquiescencia norteamericana es renunciar a la posibilidad de una política y una economía independiente. Acordar posiciones al margen de los demás como hicieron Chirac y Schröder y, después, los firmantes de la "Carta de los Ocho" es decir al mundo que Europa no es un proyecto común. No, Europa no tiene líderes europeístas. 

¡Pobre Europa! Que carente de líderes se refugia en gestores y burócratas. ¡Pobre Europa! Que carente de políticos con proyección se refugia en pequeños políticos. ¡Pobre Europa! Que sustituye el debate de ideas por el sensacionalismo de pequeñas rencillas y declaraciones. ¡Pobre Europa! Sin gobierno y sin norte. ¡Pobre Europa! A la que el nacionalismo y la carencia de líderes le llevó a destrozar su propia historia y a enfrentarse en dos guerras infinitas. ¡Pobre Europa! Que perderá, así, en el siglo XXI oportunidades que tanto trabajo le costó forjarse en el XX. ¡Pobre y desorientada y vieja Europa! ¡Qué poco será en el mundo del futuro! 

lunes, 10 de febrero de 2003

Balance de una guerra

Toda guerra tiene un coste, sin que se sepa si tiene ingresos. Sin entrar en el coste, incalculable e infinito, de las vidas y del horror que pagarán las personas que la sufran, la nueva guerra del Golfo tiene costes económicos que habremos de pagar todos y que aún no conocemos. Costes que se nos cobrarán directa e indirectamente. Costes que algunos pagarán más que otros. 

Las economías que sufrirán directamente los costes de la guerra son, como es obvio, aquellas que se vean involucradas directamente en el conflicto. Es indudable que el coste para Irak será inmenso: ya los ocho años de guerra con Irán lo hicieron retroceder a los niveles de renta per cápita de 1977, mientras que la anterior guerra del Golfo y el bloqueo de los noventa lo han hundido hasta la renta que tuvo hace cuarenta años. La nueva guerra hará que Irak, un país inmensamente rico, retroceda a la situación de poco después de su independencia, allá por los años veinte, con la circunstancia agravante de que no dispondrá de su petróleo en años por los contratos que se verá forzado a firmar con las compañías de los países vencedores. La guerra, una guerra que no puede ganar, llevará a Irak a la extrema pobreza por mucho tiempo. Extrema pobreza que provocará un éxodo de refugiados hacia Irán (los chiítas) y hacia Jordania, causando nuevos y graves problemas a estos países. 

Pero tampoco saldrá gratis la guerra a los Estados Unidos, ni a los que se alíen con ellos. Pues la movilización, durante dos o tres años, de un contingente de unos 200.000 soldados supondrá a la muy poderosa economía norteamericana un desembolso de más de dos y medio billones de pesetas por año, calculados según los costes de la anterior guerra del golfo. Un sobrecoste directo a su ya abultado déficit público que tendrá, por muy grande que sea la economía americana, indudables efectos en forma de menor crecimiento futuro. 

Pero al afectar la guerra al mercado del petróleo, tanto más cuanto más dure y más destrucción haya, la escalada de precios del crudo nos salpicará a todos. Así, a los países ricos y pobres que importan petróleo, la guerra les provocará inflación, tanto más alta cuanto más dependientes del petróleo y cuanto más ineficientes en el uso de este recurso. Y, de durar la guerra, la inflación será tanto más persistente cuanto más se contagie a los salarios y a los sectores más monopólicos. Una inflación que necesitará ajustes que llevarán a un menor crecimiento. O sea, justo lo que no necesita una economía mundial estancada por la desaceleración de la economía de los países desarrollados, las altas deudas que se arrastran en muchos países y la arriesgada posición financiera de empresas y familias en los mismos Estados Unidos, en Japón, en Alemania, en España. La guerra provocará, en una mayoría de economías, una menor tasa de crecimiento, una mayor inflación, un mayor paro y un mayor déficit público. Lo que traducido en cifras significa que puede costarnos, en forma de menor crecimiento y no proporcionalmente repartidos, entre uno y dos puntos del PIB mundial, es decir, entre 80 y 160 billones de pesetas, o lo que es lo mismo, en el mejor de los casos la renta de España de un año y, en el peor, la de Francia. Renta que no se producirá por la incertidumbre que retrae inversión, por el sobrecoste del petróleo, por la posible subida de tipos de interés. Lo que, a su vez, provocará paro y un peor reparto de la renta. Y, como en todas las crisis, afectará más a los más pobres. 

No, la guerra no nos va a salir gratis. Porque la guerra, cualquier guerra, y a pesar del reparto de despojos, no es una inversión, salvo para las aves carroñeras. Y es que en una guerra todo son pérdidas. Todos perderemos a las personas que en esa guerra mueran. Todos perderemos la inocencia de las vidas marcadas por el horror. Todos perderemos esfuerzos, recursos y tiempo. Y, por las razones por las que se inicia, mucho me temo que todos estamos perdiendo algo tanto o más valioso: la razón. 

martes, 14 de enero de 2003

Guerra y petróleo

Desde que a finales del siglo XIX se inventara el motor de explosión interna, nuestra forma de vida, y no sólo en los países industriales, gira alrededor de una materia prima que, hasta ese momento, tenía un papel muy secundario: el petróleo. La historia de la economía del siglo XX es, en no poca medida, la historia del petróleo. 

El petróleo no sólo ha condicionado la historia económica, sino que ha determinado y determina, en una gran medida, la historia política. Porque por esa necesidad de petróleo se han tomado, y se están tomando, decisiones que han hecho del siglo XX uno de los más sangrientos de la historia y, por los visos que lleva la política internacional en estos albores del siglo XXI, vamos camino de convertirlo en una continuación del anterior. 

Y es que fue por el petróleo por lo que se hicieron las particiones de los despojos del Imperio Otomano después de la Primera Guerra Mundial, que dieron lugar al nacimiento de las fronteras de Oriente Medio y a los inestables regímenes que gobiernan en estos países. Y fue por petróleo por lo que Rusia mantuvo su dominio sobre las repúblicas caucásicas. 

Y por petróleo, el del Cáucaso para Alemania y el de Indonesia para Japón, por lo que la Segunda Guerra Mundial se desarrolló de la forma en que lo hizo. 

Y no sólo las grandes guerras entre países, sino muchos otros conflictos, con infinito sufrimiento, han estado condicionadas por el control del petróleo y las ganancias derivadas de él. Porque fue la corrupción del petróleo lo que provocó la Revolución Islámica en Irán en el 79, y fue el petróleo por lo que Sadam Hussein recibió el apoyo de Occidente (Europa y Estados Unidos) en la sangrienta guerra Irano-Irakí de los ochenta. Y también fue el hundimiento de los precios del petróleo, a finales de los ochenta, lo que provocó el ascenso islamista y prendió la mecha de la larvada guerra civil que vive Argelia desde entonces. Y fue el control de las reservas de petróleo el que nos llevó a la Primera Guerra del Golfo contra Irak en los noventa. Y el que mantiene vivo el problema de Israel, el que provocó la guerra civil en Angola y el que motivó más de diez golpes de Estado en Nigeria. 

Y es el control del transporte del petróleo hasta Occidente en que motivó la intervención soviética en Afganistán y, aunque en segundo término, la reciente guerra de todos contra los talibanes. Y la intervención rusa en Chechenia y la permanente situación de emergencia en Azerbaiyán y Armenia tienen su explicación en el petróleo. Y fue por petróleo por lo que se produjo la guerra del Cóndor entre Ecuador y Perú. Y es por petróleo por lo que tanto Estados Unidos como España apoyaron el golpe contra Chávez en Venezuela del año pasado que está marcando el conflicto actual. Y, a pesar de la retórica de la seguridad, a nadie se le oculta que es por petróleo por lo que puede haber guerra contra Irak este año. 

Petróleo. Negro petróleo. Es por petróleo por lo que estamos dispuestos a matar y a morir, por lo que estamos dispuestos a sacrificar nuestros principios éticos y nuestras impecables y racionales creencias políticas. Porque, a estas alturas de la historia, ya nadie puede creer que es el bienestar y los derechos humanos de los afganos, de los angoleños, de los argelinos, de los nigerianos, de guineanos, de los venezolanos o de los iraníes lo que nos preocupa a los ciudadanos de los países ricos y a nuestros gobernantes. Es el bienestar que nos produce a nosotros y a otros como nosotros el uso del petróleo. 

Al uso del petróleo le debemos una parte importante de nuestro bienestar. Pero también le debe mucho del sufrimiento que la guerra y la corrupción ha generado y genera. La cuestión, entonces, es: ¿no hay otra forma más racional de resolver el uso y la explotación de este bien escaso? ¿Estamos necesariamente condenados los seres humanos a usar permanentemente la fuerza para alcanzar nuestros fines? ¿de nada nos sirve nuestra ciencia para buscar un sustituto que, además, no contamine? La historia, a pesar de lo que quieran ver algunos, no se repite, lo que se repite permanentemente es la codicia de unos pocos, la sinrazón de los gobernantes y la estulticia de todos. Negra historia del petróleo.