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lunes, 30 de julio de 2007

Optimismo

Que la economía española crece y que crecerá el año que viene a un ritmo superior al 3,5% es algo ya sabido, como lo es el que tenemos una cifra de paro por debajo del 8%, como lo es que se está consiguiendo con dos importantes equilibrios como son un buen superávit presupuestario y una moderada inflación. La economía española crece y, al menos en las cifras macroeconómicas, lo hace con buenos resultados y de forma sostenida. Estamos viviendo, así, uno de los más largos periodos de crecimiento económico de nuestra historia, de momento sólo superado por el de los sesenta, el "del Desarrollo", que duró 16 años, pero muy por encima del de los ochenta, "la Recuperación", y que sólo nos duró 7. Este que estamos viviendo, que algunos llamamos "de la Convergencia" por su origen en la política de convergencia nominal que nos llevó al euro y por la convergencia en renta con Europa que estamos experimentando, tiene, sin embargo, unas características que, más que instalarnos en la autocomplacencia, nos deben hacer pensar seriamente en cómo mantenerlo. Dicho de otra forma, que si queremos alargarlo es necesario trabajar en una nueva política económica para resolver sus debilidades. Una nueva política económica que, desde luego, no puede consistir sólo en mandar un mensaje de optimismo, sino en un conjunto de decisiones reales, muchas de ellas de política microeconómica. 

Y es que la concentración sectorial en la construcción y en los servicios de esta etapa de crecimiento es, al tiempo que una de las características que le dan mayor realce a algunas cifras, por la rapidez en que este crecimiento se convierte en empleo, una de sus grandes desventajas. Así, mientras que, en las dos grandes etapas anteriores de crecimiento, uno de los motores más importantes fue el crecimiento del sector industrial, tanto en capacidad instalada como en empleo, en esta etapa de crecimiento el sector industrial brilla por su ausencia. Estamos creciendo mucho, pero lo hacemos en sectores no directamente expuestos a la competencia internacional y con un carburante, la deuda de las familias, que terminará por agotarse más que por una subida de tipos, por los altos niveles de riesgo de las instituciones financieras. Factores de crecimiento, además, netamente internos, como muestra nuestro déficit comercial, que, cuando se agoten, son difícilmente repetibles, pues nuestro turismo de sol y playa está casi al borde de la saturación, mientras que un parque de casi 4 millones de viviendas vacías no augura un largo futuro a nuestro sector de la construcción. Es cierto que, con la prudente gestión de las cuentas públicas de los últimos años y un históricamente bajo nivel de deuda pública, es posible mantener, por un tiempo, buenos niveles de crecimiento sin más que expandir el gasto público, lo que aleja el fantasma de que este ciclo de crecimiento se acabe de forma brusca, pero no es menos cierto que si no empezamos pronto a cambiar nuestro modelo de crecimiento, ahora que la demanda internacional es fuerte y que las condiciones financieras son aún favorables, nos podemos condenar a un periodo de lento crecimiento económico en la próxima década, porque, entre otras cosas, estamos creando mucho empleo de baja cualificación y baja productividad y cambiar estas características no es inmediato. 

La economía española necesita una creíble política de oferta ya. Una política de oferta que pasa por una reactivación de los sectores industriales y de servicios avanzados con empleos de alta productividad. Y eso, por desgracia, ni se improvisa, ni es sólo cuestión de dinero, pues implica una mejor educación, una más decidida apuesta por la tecnología, unas mejores condiciones de infraestructuras, un nuevo tejido productivo y dé, como resultado, una mayor penetración en los mercados exteriores y una mayor cuota de mercado en los propios. Un reto que no se encara desde la autocomplacencia y para el que no vale sólo el optimismo. 

30 de julio de 2014 

lunes, 16 de julio de 2007

Suspensos europeos

Hace dos semanas se terminó el semestre de presidencia europea de Alemania y, como es tradición, se celebró una cumbre de jefes de Estado y de Gobierno. Una cumbre que fue un examen final de junio sobre europeísmo, sobre lo que realmente saben y piensan sobre la política y economía europea los líderes del continente. Y, como suele suceder con los malos estudiantes, lo que dijeron, a la salida del examen, sobre lo que habían hecho se parece en muy poco a lo que realmente escribieron en el examen. Y es que, junto a algunos puntos positivos, como el acuerdo de mínimos sobre la Constitución europea, hay muchos puntos negativos y demasiadas lagunas en este examen de junio. 

En primer lugar, por cómo han tratado muchos gobiernos los resultados de la cumbre, se puede colegir que la mayoría de nuestros líderes y sus técnicos, y Zapatero entre ellos, siguen sin entender que, en el mundo globalizado y policéntrico de las superpotencias que se avecina, una confederación difusa como es la Unión Europea actual tiene muy poco que hacer. Cada uno de los países europeos actúa en el panorama mundial con una voz que es mucho menos que la suma de las partes. Por eso, mientras nuestros líderes no se den cuenta que es mucho mejor actuar unidos, aunque a veces no se esté de acuerdo, que no actuar, seremos meros sujetos pasivos de los problemas que afectan al conjunto de la humanidad y simples espectadores de problemas regionales en otras partes del planeta. Nada aportamos al problema del calentamiento global; nada aportamos a la lucha contra el terrorismo global; nada decimos en la situación de Oriente Próximo y del petróleo; nada decimos en las migraciones mundiales o en los problemas africanos. Europa, como Europa, nada pinta en el mundo. 

En segundo lugar, nuestros líderes políticos siguen sin saber nada de economía moderna. Nuestros dirigentes siguen mirando la economía de su respectivo país como si fuera un ente encerrado en los estrechos límites de las rayas de colores de un mapa, sin darse cuenta de que las políticas económicas nacionales han perdido eficacia por la integración y la globalización. Y es que, en economías abiertas, las políticas fiscales y sectoriales son cada vez más ineficaces para gestionar el ciclo económico, y la experiencia alemana, francesa, italiana o portuguesa de los últimos años es clarificadora. Más aún, no se dan cuenta de que monopolios estatales, la tontada de los "campeones nacionales" o la protección de los mercados de servicios son incompatibles con una liberalización efectiva de los mercados de bienes, como ésta es incoherente con una fuerte regulación de los mercados de trabajo. Esta miope mezcla de viejas ideas da como resultado la pérdida de competitividad y la inmovilización de factores productivos. Con lo que, al final, tenemos menor tasa de crecimiento y mayor tasa de paro, al tiempo que necesitamos la emigración y dualizamos nuestros mercados de trabajo. Las economías europeas necesitan una política económica europea, no la suma descoordinada de políticas nacionales. Y bastaría fijarse en cómo está funcionando la política monetaria, protegiéndonos de la inflación en los últimos años, para convencerse de lo que hay que hacer. 

Pero la cumbre europea de Berlín, además de certificar, por enésima vez, la miopía política y la incompetencia económica de nuestros líderes y de sus equipos, ha contrastado, además, la pobreza intelectual de la mayoría. Y es que ante la tozudez de los gemelos polacos frente Alemania, los demás (y los españoles los primeros) deberían haber hecho un frente común con la canciller Merkel, recordando que la historia no puede ser un argumento político, porque el futuro no puede borrar el pasado. Quizás sea ese el problema de nuestros líderes, que creen examinarse de la historia de nuestras viejas divisiones, cuando las preguntas a las que tienen que responder son de política y economía del siglo XXI. 

16 de julio de 2007