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lunes, 26 de marzo de 2018

Sobre las pensiones, por enésima vez

Sobre las pensiones, por enésima vez Periódicamente, interesadamente o no, el tema de las pensiones salta a la opinión pública. Y lo hará con más asiduidad a medida que el número de pensionistas vaya creciendo en porcentaje de la población total y se vayan incorporando a las redes sociales. Las pensiones, como la igualdad entre hombres y mujeres o como el medioambiente, son temas sociales de primer nivel que han llegado a la agenda política para quedarse. 

El problema de las pensiones es un problema de formulación simple: la cuantía individual de las pensiones, especialmente de las más bajas, es muy pequeña en comparación con los estándares necesarios para mantener un nivel adquisitivo equiparable al salarial, por lo que, aunque un pensionista tenga una reducción de sus necesidades de consumo, la pensión es baja. Desde un punto de vista macroeconómico, el problema es que, dado el volumen de pensionistas (y su crecimiento) y la forma de financiación de las pensiones, no habrá bastante dinero para pagarlas ni, desde luego, para aumentarlas, pues se podría colapsar la economía (y si no, que se lo pregunten a los griegos). El problema de las pensiones es, pues, un problema de suficiencia y de sostenibilidad. O lo que es lo mismo, un problema de gasto público y de financiación. Y, al tiempo, un problema de distribución. 

Para resolverlo, hay tres soluciones, con sus respectivas variantes: ahorrar más, parchear el sistema o reformar el sistema. 

La primera, propuesta últimamente por el gobernador del Banco de España (¡qué decadencia intelectual desde los tiempos de Luis Angel Rojo!), es la de que se «ahorre más», una suerte de solución «a la chilena». Pero eso, a estas alturas del problema, no sirve. Eso debió ser parte de la solución hace veinte años. Y no lo es porque estamos en fase de regresión demográfica y no tenemos, como los chilenos, activos públicos (los derechos de explotación del cobre) que doten de capital suficiente al sistema. Para poder pensar en un sistema así, el sector público tendría que poder ahorrar casi un 10% del PIB anual, lo que no es el caso con un déficit del 3%, y ni siquiera lo hicimos en los mejores años. 

La segunda solución es lo que se ha intentado en las últimas reformas: parchear el sistema conteniendo el crecimiento de las pensiones, esperando que la financiación aumente por la mejora del mercado laboral. El problema es que contener el gasto para resolver el problema de sostenibilidad, ante el crecimiento del número de pensionistas, supone congelar las pensiones generando un problema de suficiencia y distribución. Y resolver el problema aumentando las cotizaciones es absurdo porque las cotizaciones, un impuesto decimonónico indirecto sobre el factor trabajo, generan paro y ocultación de rentas. Fijar la esperanza de sostenibilidad y suficiencia en la mejora de la productividad (subidas salariales) y en la reducción de la tasa de paro es hacer recurrente el problema. 

La tercera solución es reformar profundamente el sistema (como lo hicieron los daneses, los alemanes, ¡hasta los italianos!). Para ello, lo primero es considerar a las pensiones como un gasto esencial del estado del Bienestar (artículo 50 de nuestra Constitución). A continuación, establecer tres niveles de pensiones: un nivel básico igual para toda la ciudadanía, se haya cotizado o no, evitando que nadie pueda caer en la vulnerabilidad por razones de edad; un segundo nivel, según lo cotizado en toda la vida laboral; y un tercer nivel, según lo ahorrado privadamente. Para evitar las disparidades de rentas por pensión, el IRPF es un buen mecanismo de igualación. El tramo primero se actualizaría según el IPC y el segundo, según una fórmula de sostenibilidad. El tercero se actualiza automáticamente. 

Para hacer sostenible el sistema, habría que reformular las prioridades de gasto público y cambiar la financiación de cotizaciones sociales a impuestos. Pero esos aspectos y sus consecuencias sobre la economía española serán objeto de un artículo posterior. Porque de pensiones hay mucho que hablar. 

26 de marzo de 2018

miércoles, 14 de marzo de 2018

Discursos

Oigo a los políticos y lo que dicen carece casi de sentido para mí. Sus discursos me recuerdan a una fotocopia, que circulaba cuando era joven, allá por los primeros ochenta, que se puede encontrar en www.elvelerodigital.com, que habían hecho unos estudiantes universitarios polacos. Los polacos habían analizado las frases de los discursos del régimen y habían hecho cuatro columnas de frases y trozos de frases. Para articular un discurso uno sólo tenía que empezar por la primera casilla de la columna Z y seguir por cualquier casilla de la B, después por cualquiera de la C, pasar a cualquiera de la D, y volver a la columna A para repetir el proceso tanto como se quiera. El discurso finalizaba con una frase que empezara con la última casilla de la columna A. Con esta técnica se pueden construir más de 38.000 frases diferentes, lo que da para unas 105 horas de discurso, ruedas de prensas, declaraciones, etc. sin casi decir nada. Toda una técnica que los cubanos, gracias a Fidel Castro, y los venezolanos, con Chávez, elevaron a la categoría de arte.

Hace meses empecé a hacer el ejercicio de «deconstruir» los discursos de nuestros líderes políticos y llegué al borde de la desesperación. Mariano Rajoy, por ejemplo, usa una técnica muy simple: dice una obviedad y luego usa circunloquios para decir lo mismo. Un discurso largo de Rajoy se articula a partir de una premisa mayor («salida de la crisis», «estado de derecho») que parece evidente, para, a continuación, envolverla usando palabras clave como «moderación» o «sentido común» y seguir diciendo lo mismo. En la columna C de Rajoy, por ejemplo, siempre aparecen expresiones como «seguir intentando continuar la mejoría». Rajoy es capaz de construir un discurso de diez minutos para decir que el PIB creció el año pasado. 

Los discursos de Pedro Sánchez son similarmente vacuos: enuncia un titular en una oración simple y, luego, repite machaconamente lo mismo con pequeñas variaciones. En todos sus discursos aparece la palabra «izquierda» y «público» que son sus supremas argumentaciones. Para él es evidente que algo es sencillamente bueno porque es de «izquierdas» y todo lo de «izquierdas» es necesariamente bueno. 

Los de Pablo Iglesias, ahora tan callado, son cúmulos de tuits. Son discursos sin conectores lógicos. Su contenido es un conjunto de frases sencillas elevando a categoría algo negativo, sin ningún análisis ni de causas, ni de consecuencias. Son directos: un problema, una o varias soluciones simples. 

Mucho mejores, por lo elaborados, son los de Albert Rivera. Rivera tiene una técnica depurada en la que se nota su entrenamiento en las reglas clásicas. Sus discursos tienen las cuatro partes básicas de toda pieza oratoria expositiva: exordio, narración, argumentación y epílogo. Y si no fuera porque, a veces, sus narraciones son agresivas y, otras veces, sus argumentaciones son simples, diría que sus discursos son los que tienen más contenido, al menos, en mi opinión. De cualquier forma, la mayoría de los discursos que he analizado últimamente tienen muy poco contenido. Lo que denota una inmensa pereza en el análisis de la realidad que estamos viviendo, una carencia de ideas y una falta de proyecto. Estamos a menos de un año y medio de que vuelva a iniciarse el ciclo electoral y nuestros líderes parecen que aún no tienen pensado lo que decirnos. Menos mal que la opinión pública se está moviendo y aparecen temas de verdadera significación y discursos colectivos interesantes y significativos como el de la igualdad de género. 

Como pasó con los polacos bajo el régimen comunista, cuando los políticos no dicen nada es la calle la que hace los discursos. Y, muchas veces, mucho mejor. Aburridos del tema catalán estábamos entrando en un dejá vu que se ha roto con el éxito de las feministas de poner, espero que por algún tiempo, el tema de la igualdad de género en la agenda política, pues es mucho lo que hay de debatir (y conseguir) en esta cuestión. 

14 de marzo de 2018