Páginas

lunes, 31 de agosto de 2015

¿Cuántos más han de morir?

¿Cuántos más han de morir? ¿Cuántos y de qué forma horrible (ahogados, hambrientos o asfixiados en un camión) han de morir? ¿Es que han de ser niños o mujeres, ancianos o impedidos para que nos pesen más? ¿Cuántos muertos hay que contabilizar para que los europeos nos demos cuenta de que el problema migratorio es un problema también nuestro, que no se soluciona ni con alambre de espino, ni con reuniones eternas? ¿Cuántos muertos hay que llevar a las estadísticas para que tomemos en serio al menos los problemas del África Subsahariana, Libia, Palestina, Siria, Irak, Somalia, Yemen, Afganistán o Pakistán? ¿Es que hemos de esperar a que terminen de estallar de nuevo el Líbano o Argelia, o que Túnez, Marruecos o Egipto se desestabilicen? ¿Cuántas sociedades han de desaparecer para que nos sintamos interpelados? 

Mientras escribo estas líneas hay miles de personas en movimiento hacia Europa. En el instante el que se están leyendo estas líneas, algunas de esas personas han llegado a las fronteras o se han subido a un barco-patera o están en el ferrocarril de Hungría. Algunos han muerto en el mar sin que nadie sepa nada, otros están al punto de la asfixia en un camión, otros están por los campos. Muchos van solos, otros llevan a sus hijos pequeños o a sus mayores. Todos llevan lo justo, algo de dinero, un móvil, mucho miedo y un sólo objetivo. Huyen de la violencia, de la guerra, del hambre, de la destrucción, de las formas impuestas de vida. Como haríamos cualquiera de nosotros en su situación. 

Pero todo esto lo sabemos, lo vemos en televisión, lo leemos en los periódicos. Y los europeos miramos para otro lado, como si no fuera nuestro problema. Nosotros andamos con la "crisis", con nuestras "crisis" y no nos damos cuenta de la inmensa "crisis" que están viviendo esas sociedades. Nuestras crisis son de tasas de crecimiento y paro, pero tenemos un Estado que funciona, seguridad, 20.000 dólares de renta per capita y servicios básicos generales. Y, sobre todo, expectativas y posibilidades de futuro. Las suyas son sociedades de personas pobres y sin libertades, de ciudades destruidas, de instituciones desaparecidas, de cultura reprimida. Las suyas son sociedades sin futuro. Las suyas son sociedades rotas por la guerra y la intolerancia, en manos de unos pocos que si vistieran uniformes marrones y llevaran svásticas reconoceríamos perfectamente. 

Ante esto, ante este horror, los europeos, como los europeos de las grandes potencias en la década de los treinta no estamos haciendo nada. Nada. Discutimos en cumbres (en Viena, ¡qué ironía!), como viejos bizantinos que somos, sobre leyes de inmigración y cómo distinguir a los verdaderos refugiados de los falsos. Construimos campos de concentración donde tienen que esperar que nuestra burocracia funcione o se escapan. Hacemos preciosos discursos de grandes políticas. Pero no hacemos nada más porque esta gente no vota, por lo que no están en la agenda política de los partidos y los gobiernos, más allá del problema de mantenimiento de las fronteras. Nada hacemos, además, porque nadie les presta ahora su voz, ni los partidos de izquierda, ni las organizaciones religiosas, ni las ongs. Ensimismados en nuestras crisis, no vemos las crisis de nuestros vecinos. 

Y, sin embargo, es urgente que hagamos algo. Si no lo hacemos por los valores que decimos tener de caridad cristiana, solidaridad laica, mera humanidad o por el inquietante pensamiento de que cualquiera de ellos es otro yo, hagámoslo por interés, porque esta presión migratoria es insostenible, y porque es mejor, y ellos así lo quieren, que les ayudemos a crear sus propias sociedades con futuro antes que tener que emigrar. 

¿Cuántos más han de morir? ¿Es que no aprendimos nada de las políticas de apaciguamiento y de neutralidad de hace 70 años? En vísperas del aniversario del inicio de la II Guerra Mundial tendríamos que preguntarnos, ¿cuántos más han de morir? 

31 de agosto de 2015 

lunes, 17 de agosto de 2015

Eternos debates

España es una sociedad tan tradicional y conservadora que trasmitimos de generación en generación los mismos debates. En España los temas no se zanjan, se agotan durante un tiempo de puro aburrimiento y, al poco tiempo, volvemos a empezar como si fuera la primera vez que se tratan. El fondo no cambia, lo que cambia, a veces, son las formas. 

Las modernas disputas en torno a la Iglesia no son otra cosa que la vieja retórica clericalismo-anticlericalismo de los siglos XVIII y XIX que la sociedad española no ha sabido zanjar. Como el debate República-Monarquía no es un debate nuevo, sino que es el mismo que hubo ya a mediados del XIX, que llevó a la Primera República, volvió a principios del siglo XX, que nos embarcó en la Segunda, y vuelve, con inexorable puntualidad, ahora en el siglo XXI. O el debate territorial: la queja territorial española se arrastra desde hace más de cuatro siglos. Desde el momento en el que América fue un asunto de Castilla y los reinos de la corona de Aragón perdieron papel en el Mediterráneo. Ya en el siglo XVII hay memorial de agravios de aragoneses y catalanes por el tema de los nombramientos en la Corte, como hubo memorial de agravios impositivos en el siglo XVIII, como lo hubo en el siglo XIX por la cuestión de las leyes comerciales (por cierto, sacrificando la incipiente industria exportadora andaluza por la singularidad catalana). Este memorial de ahora, con enfado independentista incluido, es sólo el enésimo episodio de un asunto de siglos. Como es eterna la reforma de la administración local (en todas las crisis fiscales se ha planteado) o las reforma de la educación. O las cuestiones del agua que vuelven a aflorar entre Castilla-La Mancha y el Levante. Es curioso, pero sólo en dos casos importantes hemos zanjado los debates, se han resuelto los problemas y hemos dejado de preocuparnos por ellos: la cuestión del terrorismo etarra y el debate de la política exterior europea (aunque Aznar intentó reeditarlo). 

Quizás los debates se hacen eternos porque las posiciones se fijan desde la ideología y no desde la racionalidad de la situación (lo que es un síntoma de nuestra escasa cultura científica), porque no somos capaces de sentarnos a argumentar atendiendo las razones de los otros (lo que es un síntoma de nuestra escasa cultura filosófica) y, fundamentalmente, porque siempre buscamos las mismas soluciones (lo que es un síntoma de nuestra pereza mental), que empiezan siempre por una reforma de la Constitución. 

Sin negar que la Constitución de 1978 necesita algunas reformas, especialmente la organización territorial del Estado (Título VIII) y el papel del Senado o la igualdad en la sucesión a la Corona, creo que el enésimo debate sobre esta reforma se está planteando de una forma maximalista que no nos llevará a ningún sitio. No creo que sea ni oportuno ni conveniente un proceso constituyente como sugiere Podemos (¿o es que esta vieja Constitución de 1978 no nos ha dado un marco de convivencia democrática suficientemente amplio durante los últimos treinta años?), ni creo que sea necesario que haya que entrar en una redefinición de los derechos fundamentales del Título I, como sugieren algunos socialistas, porque con eso no resolvemos los problemas sociales ya que lo sustantivo es el ejercicio efectivo de los derechos y no su escritura en bronce (y si no que se lo pregunten a los venezolanos que tienen en su Constitución Bolivariana la mayor colección de derechos de todas las constituciones modernas), ni creo que haya que tocar el capítulo VIII para darle "encaje a Cataluña", sino porque, terminado el proceso de acceso a la autonomía, lo que se necesita es darle racionalidad y eficiencia al sistema autonómico. Hay que reformar la Constitución, y sería bueno hacerlo pronto, pero sin fiar en ello la solución a todos nuestros problemas, pues muchos de estos tienen otras causas y otras soluciones. 

17 de agosto de 2015 

lunes, 3 de agosto de 2015

Presupuestos electorales

El pasado viernes, mientras medio país iniciaba sus vacaciones, el Gobierno aprobó los Presupuestos Generales del Estado del 2016. Unos presupuestos que, este año, se van a tramitar muy temprano, de tal forma que para finales de noviembre estén ya aprobados, y estén a salvo de las nuevas mayorías que, previsiblemente, se van a configurar a partir de las elecciones generales de finales de año. 

Las razones para estas prisas por aprobar los presupuestos son varias. La primera es objetiva y es que es mejor para el funcionamiento de una economía el tener unos presupuestos aprobados que no prorrogar los del año anterior, máxime si en esos dos años ha habido una cambio significativo en la evolución económica. Las demás son de oportunidad: con estos presupuestos el Gobierno presenta su programa electoral para las elecciones generales, al tiempo que la mayoría absoluta del Partido Popular se prolonga durante el primer ejercicio del Gobierno que surja de las urnas, que puede estar o no liderado por Mariano Rajoy. 

Y si en la forma de tramitarlo está presente el calendario electoral, su contenido es un previsible ejercicio de electoralismo. El objetivo de estos presupuestos es intentar convencer a los españoles de que, gracias a la buena gestión del Gobierno, en esta legislatura se ha pasado de estar al borde del rescate a hacer unos presupuestos que permiten bajar los impuestos, aumentar el gasto social, subirles el sueldo a los funcionarios y, todo ello, cumpliendo con los compromisos adquiridos con nuestros socios europeos de una senda de equilibrio presupuestario que debiera concluir en el 2018. Más aún, se pretende convencer a los votantes del PP del 2011 y, especialmente, a sus votantes más fieles, que el programa electoral de aquel año, a pesar de los incumplimientos de los primeros momentos, se ha cumplido dentro de lo razonable en el conjunto de la legislatura. 

Coherente con este objetivo electoral, perfectamente legítimo, los presupuestos se basan en tres opciones típicas de política económica del Partido Popular: el objetivo de déficit público (en el -2,8% del PIB para el año que viene) es fijo e irrenunciable (lo que es loable); toda mejora en la recaudación debe ser trasladada a la economía en forma de bajada de impuestos; y, finalmente, toda mejora en el gasto corriente estructural debe ser destinada a otras partidas de gasto con mejores rendimientos electorales. 

Aplicando estos principios se explica que la mejora de la recaudación fiscal, ya de este año, en vez de ir a apuntalar el objetivo de déficit de este ejercicio aún por finalizar, se haya transformado en una ligera rebaja del IRPF que se consolidará el año que viene, lo que determina que la previsión de crecimiento de los ingresos para el año que viene sea solo del 0,8% sobre este año, a pesar de que la economía española crecerá en el entorno del 3%. Por otra parte, las mejoras previstas, y aún por ver, en las partidas de gastos por desempleo e intereses de la deuda se aplican a un ligero crecimiento del gasto social (sanidad, educación, etcétera) y a la mejora de las retribuciones de los funcionarios. 

Analizados con un cierto detalle, y a falta de muchas concreciones, los presupuestos para el año que viene son, en realidad y en sus fundamentos, una clara continuación de los de este año, con unos ligeros retoques que la maquinaria de comunicación del Gobierno se encargará de amplificar. 

Estos presupuestos son lo que cree el Partido Popular que necesita para poder justificar su legislatura y poder armar un discurso electoral de gestión que olvide algunos desastres de la gestión política y los incumplimientos electorales. Unos presupuestos que contienen un claro mensaje a la base electoral del Partido Popular, lo que indirectamente es también un mensaje para los demás. Lo que no estoy seguro es si con solo su base el Partido Popular ganará las próximas elecciones, lo que haría estos presupuestos unos presupuestos fallidos. 

3 de agosto de 2015