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lunes, 24 de noviembre de 2008

Crisis, cumbre y realidad

En la cumbre de Washington del G-20 más dos (España y Holanda) del pasado día 15 se acordó lo que se podía acordar. O sea, unos principios genéricos para que ningún país se descuelgue con políticas unilaterales que lleven a una escalada que empeore la crisis global; unas recomendaciones que sienten las bases para unas nuevas normas financieras internacionales que ayuden a paliar la situación actual y a prevenir que lo que ahora ocurre no se repita; y un plan de trabajo para que en la cumbre de Londres estos principios sean tangibles. Nada, pues, de "refundar el capitalismo", ni de "parar la globalización". En todo caso, unos pocos principios para empezar a civilizar el capitalismo "salvaje" y moderar el desorden de los mercados globales. No se podía acordar otra cosa, ni se podía esperar más de ella, pero ha sido importante. 

No se podía acordar otra cosa porque, si algo sabemos desde la crisis de 1929, es que hay que evitar las políticas unilaterales. Porque en esa crisis, que se originó oficialmente también en los Estados Unidos, pero cuyas raíces eran anteriores y más profundas, todos los países desarrollados, empezando por Francia, iniciaron una escalada proteccionista con soluciones voluntaristas y revolucionarias, tanto en la derecha fascista como en la izquierda revolucionaria que, no solo entorpecieron la salida de la situación, sino que, en última instancia fueron causa lejana del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Había, pues, que fijar unos límites comunes pactados para las políticas nacionales. Algo lógico porque las interrelaciones actuales entre las distintas economías harían muy difícil, si no imposible, políticas parciales o antiglobalización, pues, ¿cómo pueden crecer China o Europa sin importaciones de materias primas y exportaciones industriales? La cumbre de Washington es la certificación de que la globalización de los mercados es un hecho, que es el marco en el que se mueve la economía mundial del siglo XXI y que necesita de instituciones políticas mundiales. 

Tampoco se podía acordar nada más allá de una declaración de principios para empezar a reformar el sistema financiero mundial porque, además del poco tiempo del que se ha dispuesto en prepararla, los intereses de las distintas economías son dispares, pues lo que es un boom para los exportadores de petróleo (Rusia o Arabia Saudí) es un problema para los importadores intensivos (Europa, Japón o Sudáfrica). Más aún, no se podían articular medidas muy concretas porque el daño de la falta de regulaciones ya está hecho, y antes de empezar a hacer las regulaciones que gobiernen la economía global es necesario crear las instituciones, aunque sea reformando las que hay. No se podía avanzar más porque no es prudente cambiar histéricamente un sistema sobre el que se han cimentado las instituciones de la economía mundial de los últimos treinta años. Hoy la economía mundial es más complicada que la de 1944 cuando en Bretton Woods se reunieron los aliados. Tampoco por esto la reunión no podía servir para arreglar esta crisis de cada país porque lo que ocurre en muchas economías, como la española, va mucho más allá de la crisis financiera internacional. 

Lo siento por algunos, pero no se ha refundado el capitalismo porque nadie ha puesto en duda la propiedad privada de los medios de producción, ni se ha planteado una alternativa al mercado como institución para la asignación de recursos. Precisamente, y como hizo con sus aportaciones uno de los padres de Bretton Woods, el gran John Maynard Keynes, lo que se ha tratado es de reformar el capitalismo para salvarlo. 

Para lo que estamos viviendo no hay soluciones mágicas y, mucho menos, globales. Pero se ha dado un paso importante, en mi opinión, para reformar el marco de instituciones de la economía mundial. Por eso, la apuesta del presidente Zapatero de participar en ella ha sido una magnífica jugada política que hay que aplaudir. Por una vez, bien hecho. 

24 de noviembre de 2008 

lunes, 10 de noviembre de 2008

El nuevo mesías

La semana pasada, los norteamericanos, y el mundo, escogieron a Barak Obama como su presidente para los próximos cuatro años. Una elección que ha generado unas inmensas expectativas, no solo en los Estados Unidos, sino también en algunas sociedades tan pasionales (y tan manipulables) como la española. Unas expectativas de cambio que, como todas las situaciones en las que el mero cambio es un valor, pueden ser excesivas. 

Unas expectativas excesivas, en mi opinión, por tres razones: en primer lugar, porque la mayoría de los problemas no son fácilmente resolubles; en segundo lugar, porque un presidente norteamericano tiene mucho poder, pero no tanto como ingenuamente se le asigna; y, finalmente, porque los recursos de los que puede disponer para resolverlos son limitados. 

La Humanidad tiene problemas cuya solución no es fácil porque depende de las voluntades e intereses de numerosos agentes. Es cierto que muchos son problemas en los que la actitud y el liderazgo de un presidente norteamericano son variables importantes, pero aun así no son dependen sólo de su política. Para empezar, la mera elección de Obama no devuelve la confianza en los mercados financieros porque esta confianza no depende ya tanto de la acción política como de la propia evolución de la economía. Y, de igual manera, el que Obama tenga grandes dotes de liderazgo no resuelve la recesión a la que caminamos. Como también es difícil que esta elección resuelva la complicadísima ecuación de Oriente Medio, la guerra en Irak o Afganistán o la creciente tensión en el Cáucaso. Más aún, y a pesar de que él tenga un origen africano, dudo que tenga una idea clara de cómo resolver los problemas africanos de pobreza, violencia y corrupción o abordar los retos del Milenio. Ni siquiera, y en esto podría hacer mucho, debemos esperar que se avance mucho y rápidamente en los problemas medioambientales. 

En segundo lugar, es difícil que Obama reoriente toda la política norteamericana, en gran medida porque, aunque su partido tiene mayoría en ambas cámaras, el poder legislativo americano no está dominado por el presidente, ni los partidos políticos se alinean monolíticamente detrás de su líder. Un senador o un congresista americano no responden tanto ante los partidos en los que se agrupan, como a los ciudadanos concretos a los que representan. Por eso, las fracturas dentro del partido demócrata que la victoria tapa ahora aflorarán a lo largo del tiempo, especialmente cuando se acerquen las elecciones de dentro de dos años. El sistema de controles y equilibrios (checks and balances), que es característico de la democracia americana, supone un contrapeso al papel del líder y distribuye el poder, pero es un freno, siempre necesario, a cualquier cambio revolucionario. El presidente Obama tendrá, para llevar a cabo su programa, que convencer continuamente a las cámaras, a su partido y a los votantes. 

Finalmente, Obama se va a encontrar con un grave problema de recursos. Las cuentas públicas americanas son deficitarias en un 3,5% del PIB y se verán agravadas por los fondos de salvamento financiero del Plan Bernanke-Paulson de más de 1 billón de dólares. El margen de maniobra, legal y económica, de Obama es, a corto plazo al menos, relativamente reducido. 

Obama será un magnífico presidente, especialmente si lo comparamos con el pésimo George Bush. Su elección es una buena noticia. Pero no es el mesías, no es el enviado de la Providencia para resolver todos los problemas, es solo un hombre. 

Parece mentira que en un país tan descreído como España haya prendido tan fuerte el mesianismo "Obama". No sé si porque cada vez estamos más alejados de la religión o más huérfanos de liderazgo político. 

10 de noviembre de 2008