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lunes, 18 de septiembre de 2006

Selección de personal

Unas de las razones por las que el mundo funciona mal es porque los asuntos públicos, esos que nos atañen a todos, están, demasiadas veces, gestionados por gente realmente incompetente. Y esta incompetencia tiene mucho que ver con la forma en la que las sociedades políticas seleccionan a las personas en las que depositan la responsabilidad del poder. 

Así, en los regímenes autoritarios, la selección de los que mandan se hace según el viejo principio del reino animal de que tiene el poder el macho más fuerte. Muchos de los dictadores de la historia llegaron al poder precisamente porque fueron los más despiadados en su camino hacia él, de la misma forma que no pocos de los dictadores que todavía perduran se mantienen porque no les tiembla la mano a la hora de aplastar cualquier forma de oposición. En los países democráticos, sin embargo, la selección se hace según una gama más amplia de criterios, siendo el principal el criterio que podemos llamar de la mediocridad en dos etapas. Este criterio consiste en que, en una primera etapa, los partidos políticos presentan como candidatos a aquellos miembros de la burocracia del partido que mejor manejan los resortes de poder dentro de él, no al más idóneo desde el punto de vista de su preparación, de su trayectoria personal, o de su capacidad creativa. Sobre esta base, los ciudadanos eligen, en la segunda etapa, entre muy pocas opciones y siguen un criterio de similitud, de cercanía vital, es decir, que escogen a aquel que tiene más características comunes con los votantes, al más normal (en sentido estadístico), al más medio. El resultado final es que los ciudadanos, en las democracias, al tener limitadas sus opciones, no pueden escoger a los, a priori, más idóneos para el cargo. Y hay multitud de ejemplos de cómo con este sistema se quedan en el camino magníficos posibles candidatos, teniendo los ciudadanos que conformarse con los Bush, Chirac, Putin o Chaves en los que están depositados muchos de los asuntos del mundo. 

Pero el problema, además, se complica cuando estas mediocres personas tienen que escoger a su vez a aquellas otras que han de gestionar el día a día de la política y, bajo el manto de la "debida confianza", escogen según criterios de amistad, favores debidos, equilibrios de género, territorialidad o, diga algún ex ministro lo que diga, puro partidismo. El resultado, y tenemos un ejemplo muy reciente en el sucesor del ministro Montilla , es que un señor cuyos méritos son ser catalán (lo que es un mérito muy relevante para ser ministro de industria a tenor de lo visto en nuestra historia reciente), anestesista, miembro del PSC y alcalde de Barcelona posee, según nuestro presidente Zapatero, el perfil idóneo para dirigir el ministerio que tiene la responsabilidad de gestionar las normas que afectan a más del 40% del PIB de la décima potencia industrial y de la tercera potencia turística del mundo. Es cierto que en el mundo de las empresas también se siguen criterios de selección irracionales, pero, normalmente, la gente de finanzas son gente que sabe de contabilidad, se suele nombrar jefe de marketing a quien sabe de mercados, es responsable de una fábrica un ingeniero industrial o es director de hotel una persona que conoce este sector. Quizás por eso, a pesar de todos los pesares, las empresas suelen estar mucho mejor gestionadas que las administraciones públicas. Y, a lo mejor, es por eso por lo que las empresas bien gestionadas, como E.On, le ganan la partida a ministros sin bagaje alguno como Montilla. 

De cualquier forma, parece que a los ciudadanos no nos preocupa la idoneidad de los que nos gobiernan, sean presidentes o ministros, quizás porque lo público no nos parece importante, y, sin embargo, mucho me temo que no dejaríamos que un médico nos gestionara nuestra cuenta corriente, ni dejaríamos que nos operara un ojo el director de nuestro banco. Igual porque el dinero y la salud no los queremos poner en manos de incompetentes. 

18 de septiembre de 2014 

martes, 5 de septiembre de 2006

Educación y economía

La renta per cápita de una comunidad depende, esencialmente, de la productividad de su fuerza laboral y del funcionamiento de su mercado de trabajo. Suponiendo que el mercado de trabajo arroja una tasa de paro mayor o menor según diversas circunstancias, es un hecho que la renta per cápita de un país dependerá, entonces, de la productividad y esta está en relación directa con una variable clave: el capital humano. Y es que el principal activo de un país, contrariamente a lo que mucha gente cree, no son los recursos naturales, sino el grado de conocimiento y de organización que ese país tenga. Francia, con unos recursos naturales muy inferiores a los del Congo, tiene una renta per cápita que es más de 200 veces la del país africano. O, por ser más gráficos, Suiza no es un país rico porque tenga ningún recurso natural, sino por lo que saben los suizos, como Nigeria es un país pobre a pesar de todo el petróleo que tiene porque no tiene capital humano y organizativo. Parte del atraso económico de España respecto a nuestros vecinos fue que no tuvimos un sistema educativo que obligaba a la enseñanza hasta los 14 años hasta 1970 (con un retraso de más de un siglo respecto a los países más ilustrados) o que hemos sido uno de los últimos países de la OCDE en ampliar la enseñanza obligatoria a los 16 años. De esta idea, que está en esencia ampliamente corroborada por la literatura económica, se deduce que, a largo plazo, el crecimiento de la renta per cápita de una sociedad dependerá, en gran medida, de lo que crezca el capital humano; es decir, de la inversión que se haga en que el conjunto de las personas sepan más o tengan más conocimientos útiles. En otras palabras, del esfuerzo que se haga en la educación del conjunto de la sociedad. De ahí que la educación sea, además de un bien social en sí mismo, una inversión desde un punto de vista económico. Una inversión que ha de rentar en el futuro. 

Pero esta inversión en capital humano, ese gasto educativo, ha de hacerse de una forma eficaz y coherente. Y he aquí donde cometen errores no pocos de nuestros gestores educativos y, entre ellos, algunos ministros, bastantes consejeros, muchos ínclitos rectores, reconocidos catedráticos de políticas públicas y no pocos sindicalistas, porque sólo han comprendido el párrafo anterior y se quedan con la comparativa respecto a los países europeos de gasto total sobre PIB, creyendo que una mejor educación se consigue sencillamente con más gasto, cuando si este gasto se organiza mal, sobre presupuestos pedagógicos erróneos y con personal poco o nada formado y motivado, ni más ordenadores, ni más libros, ni más hermosos edificios consiguen más resultados de la investigación o mejor preparación de los alumnos. España tiene en el epígrafe de royalties y patentes de la balanza de pagos (es decir, el que recoge lo que pagamos por el uso de tecnología que otros han inventado) un gran déficit que refleja el fracaso de nuestro sistema universitario, no sólo porque invierte poco en investigación, sino porque invierte mal. Como el informe PISA, por mucho que lo neguemos, es un buen indicador del fracaso de nuestro sistema educativo. Y no fracasan nuestros alumnos en los tests de lectura, matemáticas o inglés porque no tengan suficientes libros, fotocopias, profesores (oficiales y particulares), horas de clase, aulas, polideportivos u ordenadores, sino porque sencillamente tenemos una política educativa equivocada, unos sistemas pedagógicos anticuados (y cómo enseñamos idiomas es un paradigma de esto) y una pésima gestión de los recursos educativos. 

La cantidad de los hallazgos y descubrimientos en investigación y la calidad de nuestra enseñanza, medida por lo que la gente realmente sabe y no por las ratios de recursos como esa tontada de dos ordenadores por alumno, son los verdaderos indicadores de la rentabilidad de la inversión en capital humano. Y es que para que el gasto educativo sea útil, para que sea rentable la inversión en capital humano, no sólo hemos de invertir más, sino que hemos de invertir mejor. 

4 de septiembre de 2006