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lunes, 20 de febrero de 2012

Mucho por hacer

La reforma laboral que ha puesto en marcha el Gobierno tiene muchas lecturas desde muchos puntos de vista. Puesto que, para los economistas, la ley es sólo un instrumento que regula las posibilidades de acción de los agentes, el análisis de esta reforma, como de cualquier otra medida legal, hay que hacerla desde la perspectiva de qué posibilidades abre. O mejor, de qué problema es el que se pretende atajar y si ataca sus causas. 

Los cuatro ejes de medidas contenidas en la primera parte del decreto (la segunda es de adaptación de normas subsidiarias) pretenden atajar el grave problema del paro mejorando la empleabilidad de los trabajadores y su disposición a contratarse, favoreciendo la contratación indefinida, aumentando la flexibilidad interna de la organización en la empresa y, finalmente, luchando contra la dualidad del mercado laboral. Para ello, el Gobierno modifica y aclara muchas de las posibilidades que ya tenía el Estatuto de los Trabajadores y que bien no se usaban, bien no funcionaban correctamente. 

De todas esas medidas y modificaciones dos son, desde un punto de vista económico, las más importantes. En primer lugar, las que abaratan los costes de despido colectivo, objetivando las causas y estableciendo topes de indemnización más bajos, al tiempo que elimina los trámites administrativos previos, porque permitirán a las empresas realizar los ajustes de plantilla con menos coste y más rápidamente. Y, en segundo lugar, la que posibilitan realmente la modificación de las condiciones laborales por parte del empresario a la realidad económica de la empresa, siendo subsidiario el convenio colectivo (la famosa cláusula de "descuelgue") de las regulaciones dentro de la empresa, porque permitirán acompasar los costes laborales a la productividad real de la empresa. Estas dos medidas lo que van a permitir, desde un punto de vista económico, es hacer más rápido el ajuste de salarios por hora (la devaluación interna) que tiene que hacer la economía española para volver a ser competitiva. Se podría así empezar a atajar el paro clásico (por exceso de salarios nominales frente al exterior) que tiene nuestra economía y bajaría así la cifra mágica (dada por la vieja ley de Okun) del 2,5% al 1,8% de crecimiento para crear empleo neto. 

Las demás medidas son, en mi opinión, de menor calado y efectividad porque nacen de la inercia de pensamiento, cuando no lo hacen del cálculo electoral o son mera retórica. Así, la reforma de la formación dentro de las empresas o los incentivos para la contratación son medidas superficiales que vienen a contentar a las microempresas, pero que no serán efectivas mientras no se reforme de veras la Formación Profesional y el sistema de protección social de los desempleados. De igual forma, dudo mucho que sea posible atajar la dualidad del mercado laboral español sin una más profunda reforma de los derechos de indemnización adquiridos. 

La reforma laboral que ha presentado el Gobierno Rajoy es una reforma importante del ordenamiento jurídico laboral, pero no es una revolución. Es, pues, un primer paso en el buen camino de modificación de nuestro mercado de trabajo, pero aún quedan pasos por dar que son de tanto o más calado: una reforma profunda de la Formación Profesional (más allá de las ocurrencias zapateriles del ministro Wert), una reforma profunda de las prestaciones sociales por desempleo y, sobre todo, un cambio en la financiación de la Seguridad Social que cambie las cotizaciones sociales por impuestos directos e indirectos. Si se hiciera así, probablemente, tendríamos un mercado laboral mucho más eficiente. 

Un mercado laboral más eficiente es sólo una condición necesaria para luchar contra el paro. Pero no es una condición necesaria. Porque la condición necesaria para crear empleo neto y bajar la tasa de paro es que la economía española vuelva a crecer. Queda, pues, mucho por hacer en nuestro mercado de trabajo y vamos tarde. Porque las reformas que se están haciendo ahora son las que tendríamos que haber hecho hace tres años. 

martes, 7 de febrero de 2012

La reforma del sistema financiero

Oculta entre el Congreso del PSOE y las ocurrencias de los ministros de Justicia y de Educación, el Gobierno aprobó el viernes pasado una nueva reforma del sistema financiero español. Una reforma, la tercera desde que empezó la crisis, que no por reclamada y esperada es menos importante. 

La razón evidente de la necesidad de esta reforma es que las dos anteriores promovidas por el gobierno Zapatero no han funcionado, por lo que la situación de las instituciones financieras y, con ellas, de la economía, es más crítica. 

El sistema financiero español necesita una reforma profunda porque no está cumpliendo con su función básica que es financiar a las empresas y familias, lo que profundiza la crisis económica. Más aún, las dificultades de nuestro sistema financiero impiden que la política monetaria de bajos tipos de interés que está siguiendo el Banco Central Europeo, ante la práctica estabilidad de precios que vive la eurozona, no se transmita a la economía española. Se produce así la paradoja de que en plena expansión monetaria no llega el dinero a la economía real porque el sistema financiero está dañado. Tan dañado que el flujo de financiación para el conjunto de nuestra economía sido en 2011 poco más del 20% del que hubo en 2007. Un botón de muestra de este hecho es que el importe mensual medio de hipotecas concedidas en 2007 fue de algo más de 25.000 millones de euros, mientras que la media de los últimos doce meses no llega a 6.300 millones (el 25,3%). La reforma del sistema financiero es, desde un punto de vista macroeconómico, una imperiosa necesidad. 

Una necesidad que, desde la perspectiva de las instituciones financieras, implica sanear el balance y reestructurar su cuenta de resultados. Sanear el balance supone que, puesto que el valor actual de sus activos (lo que poseen) es menor que el valor al que los compraron, tienen que encontrar la forma de financiar este menor valor. Para ello tienen tres opciones básicas o combinaciones de ellas: o bien generan beneficios que, destinándolos a provisiones, compensen; o bien convencen a los mercados (instituciones financieras internacionales porque dentro de España todos están más o menos igual) de que les den financiación para cubrir el agujero con la promesa de devolverles el dinero en unos años; o bien consiguen que los inversores quieran entrar en el capital social de la institución correspondiente con la promesa de los beneficios futuros. 

El problema es que para intentar cualquier opción anterior, las entidades tienen que tener una cuenta de resultados con beneficios, porque si no generan estos beneficios no pueden dotar provisiones, nadie les refinanciaría y, desde luego, nadie invertiría en un negocio ruinoso. Y para conseguir esta cuenta de resultados saneada es por lo que van a empezar las fusiones, porque una fusión permite cerrar oficinas, ajustar los costes de personal, adquirir tamaño y diversificar riesgos territorial y sectorialmente. Todo esto lo podían haber los bancos motu propio, por ellos mismos, pero ninguno, con honrosas excepciones, lo quiso hacer, porque las reformas legales anteriores fueron eran más suaves (las erróneas fusiones frías) en un intento de ganar tiempo, esperando que éste resolviera el problema. La reforma actual endurece la ley y obliga a los bancos a dotar provisiones de los activos dañados, lo que, a su vez, los fuerza a buscar dinero (algo más de los 50.000 millones que dijo el ministro Guindos) especialmente fuera de nuestra economía y reestructurar sus estrategias y actividades. 

El resultado de esta reforma será que el sistema financiero español estará compuesto por pocas entidades de gran tamaño: dentro de un año no tendremos muchas entidades bancarias comerciales con balances menores de 100.000 millones, por lo que el mercado financiero español se lo repartirán entre 15 y 20 instituciones, algunas con distintas marcas comerciales. 

Por cierto, que de las responsabilidades del supervisor del sistema financiero, o sea, del Banco de España, hablaremos otro día.