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miércoles, 25 de septiembre de 2019

Novatadas

Vamos a las cuartas elecciones en cuatro años. Y vamos, además de por el cálculo electoral que hizo en julio el señor Sánchez, por los errores de estrategia que han cometido el señor Iglesias y el señor Rivera. 
 
El error de estrategia de Iglesias empezó cuando, tras su éxito electoral en las generales de 2015, y ante la debilidad del PSOE, creyó que podía desbancarlo en el liderazgo de la izquierda. No tuvo en cuenta entonces, y no tiene en cuenta ahora, que el PSOE es un partido de poder y con poder. Es decir, el PSOE es un partido organizado con una cultura política interna clara, con orientaciones ambiguas en algunos temas, pero con mensajes comunes, especialmente en época de elecciones. Así mismo, es un partido de implantación nacional, tanto en el medio urbano como rural, que cuenta, desde el inicio de la democracia, con poder autonómico y local, lo que le ha dado presupuesto y cuadros, que tienen incentivos personales para mantener su poder. Por eso, el PSOE tiene un suelo electoral resistente a los errores de sus gobiernos e inmunes a sus escándalos, un suelo electoral del 20-22% de los votos, lo que significa que uno de cada cinco votantes, como mínimo, opta por el PSOE en las elecciones generales. Y la prueba es que, aun en el peor momento del PSOE, en 2011, éste consiguió el 28% de los votos, y que ya con Podemos como estrella ascendente, en las elecciones de 2015 y 2016, retuvo el 22% de los votos, precisamente con Pedro Sánchez de candidato. Un resultado que se elevó al 28% en la cita de abril de este año y al 29,2% en las municipales. Frente a eso, Unidas Podemos es un movimiento desorganizado, con muchas voces, demasiadas ocurrencias, escasa implantación territorial, sin experiencia de poder, sin cuadros, cuyas únicas ventajas iniciales fueron el hartazgo social por la crisis (el 15-M), un potente discurso populista y el mejor manejo de las redes y medios. Ventajas que no han compensado sus carencias, pues sus resultados electorales se han quedado siempre entre 10 y 14 puntos del PSOE, lo que refleja la imposibilidad de la estrategia de Pablo Iglesias. Ante esto, la mejor opción de influir en la política nacional no pasaba, en el verano, por una negociación desde una postura de máximos, sino de mínimos, de tal manera que se anclara al electorado de extrema izquierda y aparecer como partido necesario. Por eso, hace dos meses me pareció irracional su táctica. Una táctica que, en mi opinión, le hará perder votos, porcentaje y escaños. Y, quién sabe, si el liderazgo. 
 
El mismo error de Pablo Iglesias es el que ha cometido Albert Rivera con el PP. Es cierto que la distancia de votos (200.000) entre Ciudadanos y PP en las elecciones de abril fue muy escasa, pero en las municipales de mayo, el PP le sacó más de 13 puntos (más de 3 millones de votos de diferencia), lo que habla de la debilidad orgánica y territorial de Ciudadanos y de la fortaleza de un partido, también de poder y con poder, como es el Partido Popular. Más aún, el abandono de sus bases en Cataluña y el movimiento hacia Madrid, así como la pérdida de su enfoque de partido bisagra, un partido que puede pactar con unos y con otros, que le ha alejado a buenos cuadros, le provocará una sangría de votos en las próximas elecciones, que se acentuará porque el veto a Sánchez fue tan tajante que le obliga a competir por el electorado del PP, cuando éste tiene ventaja. 
 
Iglesias y Rivera son dos líderes potentes que, al menos en mi opinión, han cometido el profundo error de considerar que la política en España va de liderazgos, cuando lo es, también, y más, de partidos. Y, por supuesto, de historia. Quizás porque vamos siendo un país de viejos con una democracia de más de 40 años. 
 
25 de septiembre de 2019

miércoles, 11 de septiembre de 2019

‘Brexit’ lento

La situación de la política británica puede parecer, tras las votaciones de la última semana, kafkiana. Y, sin embargo, es muy simple. 
 
Lo que el Parlamento británico ha votado es darle un mandato imperativo al primer ministro Johnson para que o bien llegue a un nuevo acuerdo de salida o bien pida una prórroga para negociarlo. Y los parlamentarios saben que, hoy, el único acuerdo de salida que hay encima de la mesa de los británicos es el que alcanzó la señora May, y que ellos rechazaron, por lo que la primera opción, es decir, que el primer ministro Johnson consiga en poco más de un mes negociar mejoras en ese documento, ya votado, además, por los 27 socios restantes, es imposible. Así pues, la única opción que tiene es pedir una prórroga para ver si se puede negociar otro acuerdo. Una prórroga que es posible, pero que no serviría para alcanzar un nuevo acuerdo, pues ni los socios europeos están dispuestos a cambiar las líneas rojas del acuerdo ya alcanzado (la frontera blanda irlandesa, los derechos de los residentes, etc.), ni el Reino Unido puede hacer otra cosa que amenazar con un brexit abrupto, algo increíble, puesto que el mismo Parlamento ha votado una ley que impide que sea así, y que, con la prórroga, se diluye. Los parlamentarios británicos han conseguido dos cosas: más tiempo para un brexit que llegará y deshacer el juego planteado por el señor Johnson. 
 
Desde que los británicos votaron por la salida han pasado ya dos años, a los que se podría sumar un tercero con la prórroga, de tal forma, que, en caso de salida sin acuerdo, los británicos (y los europeos) habrán tenido tiempo para adaptarse a la nueva situación. Las empresas habrán acomodado sus stocks, buscado nuevos proveedores, recalculado precios, ajustado salarios, mientras que los ciudadanos se habrán desecho de parte de sus activos exteriores y se habrán adaptado a la nueva situación. La administración pública también se habrá reestructurado. Fruto de esto, que ya está en marcha, y de los ajustes financieros, la libra se ha depreciado hasta 1,1 euros y, con esa debilidad, los británicos mantienen su competitividad exterior, reajustando sus precios interiores, que crecen décimas por encima de los europeos. El resultado de esta ganancia de tiempo es que impacto final del brexit sobre la economía británica será menor al anunciado, y los parlamentarios, muchos de ellos euroescépticos, se podrán presentar ante su electorado como representantes pragmáticos que han salvaguardado los intereses de su ciudadanía, pero que, al mismo tiempo, han cumplido el mandato de la salida. Los parlamentarios, y el Partido Laborista a la cabeza, lo que están pensando no es cómo resolver el brexit o el posbrexit, sino en cómo ganar las próximas y cercanas elecciones, teniendo en cuenta la salida. 
 
Y, para eso, necesitaban destrozar la estrategia del señor Johnson. El juego de Boris Johnson tenía un eje central: la de plantear a la Unión Europea un «juego del gallina (game of chicken)», pues al fijar una fecha tope de salida en octubre, sin la atadura del Parlamento, obligaba a la Unión Europea a reabrir el preacuerdo o arriesgarse a una salida abrupta con grandes pérdidas. Si la Unión Europea abría el acuerdo, Johnson se presentaba al electorado como el líder del nuevo Reino Unido «libre», con posibilidades de una mayoría absoluta. Si no lo lograba, la culpa la tendría, la pérfida Unión Europea, con lo que también tendría posibilidades. La clave, pues, de la estrategia de Johnson no era cumplir con el brexit, sino qué hacer con él para ganar las siguientes elecciones. Y, para esta estrategia, necesitaba suspender el Parlamento. La clave, pues, para entender lo que ha ocurrido es sencillo: todo es cálculo electoral. La política británica es, como todas, muy simple, pues debajo de los discursos lo que late es la ambición del poder. O sea, las próximas elecciones. Y si no, pregúntenle a Pedro Sánchez. 
 
11 de septiembre de 2019