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martes, 19 de diciembre de 2017

Elecciones catalanas

Me había prometido no volver a escribir sobre Cataluña, pero la proximidad de las elecciones lo hacen inevitable. Aunque no queramos, y aunque este año la campaña comercial de Navidad esté siendo más fuerte que antes de la crisis, el monotema catalán es una parte esencial de las conversaciones públicas y, por tanto, de la agenda política española. Es triste constatar que una sociedad rica y, en teoría, educada, como la catalana (y la española), puede ser manipulada hasta el límite de que se olviden los problemas reales de la gente, y la agenda política sea copada por la expresión agresiva de sentimientos en la esfera pública bajo la apariencia de principios políticos. Es sorprendente que una comunidad de más de 46 millones de personas viva pendiente de las consecuencias de un problema emocional, pues esa es la base del nacionalismo (los independentistas basan toda su razón política en que no se «sienten españoles»), y no le dedique el mismo esfuerzo a resolver el problema del paro que afecta realmente al bienestar (económico, psicológico, también emocional), no sólo a los 3,7 millones de españoles que lo sufren, sino de sus familias. O que no se esté abordando con la misma intensidad los temas críticos de las causas profundas de la corrupción política, el problema de las pensiones en el medio plazo, la financiación de la dependencia, los guetos en nuestras ciudades, la educación, el cambio climático, la amenaza cibernética o la construcción europea, por citar sólo algunos temas importantes para la ciudadanía, también la que vive en Cataluña. 

Es evidente que las elecciones catalanas del 21-D no son unas elecciones autonómicas normales. Y no lo son por tres razones fundamentales que las hacen únicas. La primera es por la causa, el origen, de la convocatoria, pues es la primera vez que unas elecciones autonómicas no se convocan siguiendo los procedimientos establecidos en los mismos Estatutos de Autonomía, sino como consecuencia de la aplicación del artículo 155 de la Constitución. 

La segunda es que la campaña, lejos de centrarse en las propuestas que hacen los distintos partidos para el conjunto de competencias que tiene una Autonomía en España, es decir, en la gestión de la sanidad, la educación, la ordenación del territorio, la dependencia, la cultura, la protección de la naturaleza, la mejora de las empresas, la lucha contra el paro y la exclusión social, etc, se está centrando en un imaginario y confuso dilema sobre el procès de independencia. Un proceso político que está realmente muerto, pues por muchos escaños que tengan los partidos independentistas no pueden mantener el pulso de la calle, ni el desafío revolucionario, una vez perdido el factor incertidumbre (la imprevisibilidad de cada movimiento), se va contrarrestando el relato y se enfría la movilización. 

Y la tercera es que, dada la inmensa fractura que se ha producido en la sociedad catalana y la fragmentación ideológica, no hay posibilidad de gobernabilidad. El único resultado del proceso ha sido la aniquilación de Cataluña como comunidad. La división que se ha producido en la sociedad catalana es tan profunda que es incluso mayor que la que puede rastrearse con el resto de España, tiene más difícil solución, y eso se va a manifestar en los resultados electorales. Más aún, de cumplirse las encuestas que se han publicado, la única posibilidad de investir un Gobierno es el independentista, pues Podemos apoyaría, a pesar de su retórica de la equidistancia, antes a una coalición liderada por Esquerra que otra liderada por Ciudadanos, lo que llevaría a otra legislatura estéril en porque el debate independentista lo volvería a ocupar todo. 

En definitiva, las elecciones catalanas, en mi opinión, ya tienen un resultado evidente: pase lo que pase, pierde Cataluña. Ya las han perdido todos los catalanes, pues a nadie ha beneficiado el proceso. Ahora lo que nos queda sería evitar que perjudique al resto de los españoles y, para ello, quizás lo mejor sería volver a hablar racionalmente de lo que importa. 

18 de diciembre de 2017 

lunes, 4 de diciembre de 2017

Teen Foreign Policy

Una de las principales competencias de la presidencia norteamericana es la política exterior. El presidente es el responsable de la definición de los objetivos de la política con otros países, negocia los tratados (que ratifica el Senado), y dispone de una amplia variedad de instrumentos para llevarla a cabo que van desde los más simbólicos (visitas y declaraciones), hasta los más duros de despliegues militares, pasando por el nombramiento de los embajadores, la disposición de la ayuda económica o el favorecimiento de determinados grupos empresariales. Al conjunto de los principios y objetivos de política exterior es lo se llama la Doctrina y se suele sintetizar en un eslogan o en un conjunto sencillo de principios. Desde la Doctrina Washington (expuesta, irónicamente, en su despedida) de no intervención, pasando por la longeva Doctrina Monroe, (la famosa «América para los americanos»), los Catorce Puntos de la Doctrina Wilson, la democrática Doctrina Roosevelt, hasta la Doctrina Truman llevada a su máxima expresión por el presidente Reagan, todos los presidentes, con la excepción del presidente Obama, han tenido una doctrina exterior clara que se ha formulado al principio de su administración. 

La doctrina oficial de la administración Trump es muy sencilla y se plasma en una simple frase muy repetida por el presidente: «America first» (América, primero). Sus fundamentos son, igualmente, muy sencillos y se pueden resumir como siguen: puesto que el objetivo primario de un presidente estadounidense es servir a sus votantes y los problemas de estos son el paro y los bajos salarios, la inseguridad y las diferencias sociales, la amenaza terrorista y la nuclear, la mejor política exterior debe ser aquella que resuelva estos problemas. Por eso, para eliminar el paro y los bajos salarios la mejor forma es reducir los tratados de comercio, empezando por el NAFTA con Canadá y México, y siguiendo por los tratados del Pacífico (con China y todas las potencias emergentes) y del Atlántico (con la UE), al tiempo que se retira de los tratados sobre el cambio climático, pues pueden llevar a perder puestos de trabajo en la industria del carbón. Por otra parte, para reducir la inseguridad y las diferencias sociales, lo mejor es, según la administración Trump, una política antiinmigración de mano dura y un rechazo a todo lo extranjero para hacerles ver que no son bienvenidos. Para conjurar la amenaza terrorista la línea de acción es la intervención militar fuerte: apoyo a Israel, coordinación con Rusia en Siria, apoyo a Arabia Saudí en Yemen, amenazas contra Irán y aumento del despliegue en Afganistán. Finalmente, para evitar la amenaza nuclear norcoreana, lo mejor según Trump, son unas maniobras conjuntas en el mar de Japón (con no poca improvisación) y una buena dosis de insultos y bravuconería en internet contra Kim Jong-un. 

Con esta política exterior, la administración Trump está destruyendo una parte importante del capital relacional de los Estados Unidos. En Europa, tras los desplantes a la Canciller Merkel, la política norteamericana es vista como hostil. Y de la misma forma es vista, a pesar de la última gira, en Asia, especialmente en China, y en Oceanía. E igualmente, más hostil si cabe, es percibida en Latinoamérica, pues el presidente Trump suma un explícito desprecio. Y África, por supuesto, no existe. Más aún, el rechazo al multilateralismo en las relaciones internacionales y el agresivo papel de su embajadora Nikki Haley en la ONU hacen que los Estados Unidos sean vistos más como una amenaza que como una solución a los problemas globales. 

La consecuencia directa es que los Estados Unidos están dejando pasar numerosas oportunidades en casi todas las regiones del planeta. 

La política exterior norteamericana está siendo terriblemente irresponsable. Gobernada por una mezcla de ignorancia y testosterona, con las ínfulas de un adolescente matón adicto a las redes sociales que juega a la guerra desde su sofá, es una política exterior adolescente que hace un mundo más inestable e inseguro para todos. También para ellos. 

4 de diciembre de 2017 

lunes, 20 de noviembre de 2017

Despertar europeo

Inmersos como andamos en el monotema de Cataluña, no estamos dando importancia a algunas de las señales que nos llegan desde Europa. Y es que, a pesar del impasse que vive Alemania a la espera de un acuerdo a cuatro bandas (CDU-CSU, Liberales y Verdes, la «coalición Jamaica»), Europa, parece que vuelve a despertar de la mano de Jean Claude Juncker, con el apoyo decidido del presidente Macron, el consentimiento de Merkel y el nuevo papel de Italia y España. 

Tres son los signos claros de este nuevo despertar: el rechazo al nacionalismo regionalista, la firma del acuerdo de defensa europea y la ampliación de los derechos sociales europeos. 

Ante el problema catalán, y tras los titubeos que en el pasado hubo ante los movimientos nacionalistas regionales, Europa ha vuelto a afirmar una de sus esencias. Europa no puede aceptar nacionalismos excluyentes, no solo porque, como dice Juncker, sería ingobernable con 96 países, sino porque sería absurdo que una estructura política creada para superar los nacionalismos que llevaron al continente a dos guerras mundiales y a su declive, fuera la cobertura para el florecimiento de nuevos nacionalismos excluyentes. La Unión Europea no se creó con el objetivo de dar voz a cuestiones identitarias, sino para superar y subsumir la identidad nacional de cada uno europeo en un proyecto continental. La crisis catalana ha hecho que Europa vuelva a recordar su propia esencia, y la prueba de ello ha sido la respuesta que las estructuras de la Unión (Juncker, Tusk, Tajani, etc.) y los grandes países han dado al desafío independentista. 

El segundo signo es la firma el pasado 13 de noviembre de una Declaración de Cooperación Estructurada Permanente (Pesco) por la que 22 países de la UE se comprometen en temas de defensa, especialmente en información, logística, formación, sistemas de armas e inversiones tecnológicas. Una declaración que viene a reforzar la Agencia Europea de Defensa, creada en 2004 y poco operativa, y supone una respuesta ante la creciente amenaza de Rusia (Crimea, Ucrania y presión en los países Bálticos, más la injerencia cibernética en los asuntos internos), la inacción europea en el problema del mundo islámico (con la excepción de Francia) y el desapego de la administración Trump hacia Europa y la OTAN. Europa da un paso adelante en su defensa común, más de cincuenta años después de la creación de la primera estructura de coordinación, y tras algunos éxitos parciales. 

El tercer signo del despertar europeo es la declaración de Gotemburgo del pasado viernes 17. Con esta declaración se impulsa lo que se llama el cuarto pilar de la Unión. Un pilar cuya construcción se inició a principios de siglo y que sufrió un duro revés con la no ratificación de la Constitución Europea de 2005. Un pilar que, ante la devastación social que ha producido en muchos países la crisis, especialmente grave en aquellos que más la han vivido como Grecia, Irlanda, Portugal, Chipre o España, es esencial por una cuestión de justicia, es coherente con las dos ideologías que han hecho posible el Estado del Bienestar europeo (la socialdemocracia y la democracia cristiana), está en el origen de la Unión Europea y, finalmente, es una inteligente estrategia para lograr la legitimación de la misma Unión y luchar contra los populismos. Europa, por fin, da un paso más en la creación de un Espacio Social Europeo. 

Europa está, parece, despertando. Un despertar en el que ha tenido mucho que ver la salida del Reino Unido, no solo por la forma en la que se está produciendo, sino por el papel que ha representado el Reino Unido en la integración europea. Posiblemente sin los británicos la Unión avanzará más deprisa, pues fueron ellos los que abrieron la espita de los referéndums regionalistas, siempre se negaron a la integración militar europea y nunca quisieron el pilar social de la Unión. El Brexit lejos de ser un problema será una bendición. Para Europa. 

20 de noviembre de 2017 

lunes, 6 de noviembre de 2017

Cinco lecciones

De lo que estamos viviendo en la política española en los últimos meses por cuenta de Cataluña podemos extraer muchas lecciones, pero me quedo con cinco que me parecen esenciales. 

La primera es que la Constitución de 1978 está viva. Ha aguantado viva la irrupción de Podemos, uno de cuyos primeros mensajes fue la demolición de la Constitución por ser parte del «Régimen del 78», así como la permanente propuesta del PSOE de modificarla para darle acomodo a la “singularidad” catalana (Declaración de Granada dixit), y los continuos desafíos de los nacionalistas de distinto signo y territorio. La Constitución de 1978 está viva y, con la crisis catalana, hemos descubierto que tiene mecanismos para protegerse, como el artículo 155. De paso, la ciudadanía ha descubierto que el Senado existe y tiene, a veces, funciones esenciales. 

La segunda lección es la ratificación de que España es un Estado de Derecho. Lo es desde hace 40 años. Lo que significa que el ejercicio del poder está sujeto a la ley. Los políticos, pues, tengan los votos que tengan, no pueden hacer lo que quieren, y, menos, vulnerar la ley. Porque el primer derecho que tiene cualquier persona es que la acción de los políticos y de la administración esté regulada. Sólo así se puede preservar la libertad y ejercer los demás derechos. El Gobierno de la Generalitat ha estado sistemáticamente vulnerando los derechos de los catalanes porque han actuado fuera de sus competencias. 

La tercera enseñanza es que el Código Penal existe y es una pieza esencial de nuestro ordenamiento jurídico. Más aún, como se expresa en el primer párrafo de su Exposición de Motivos, el Código Penal «ocupa un lugar preeminente en el conjunto del ordenamiento, hasta el punto de que, no sin razón, se ha considerado como una especie de ‘Constitución negativa’. El Código Penal ha de tutelar los valores y principios básicos de la convivencia social». Y entre esos principios básicos de convivencia está la Constitución positiva, de ahí que recoja, aprendiendo de nuestra historia, un conjunto de «delitos contra la Constitución». 

La cuarta enseñanza es que España es ya una democracia madura. Y esa madurez se manifiesta en la forma en la que se está afrontando esta crisis, en la actuación de la Justicia y en las reacciones de la ciudadanía. Porque esta crisis se ha afrontado desde la ley, actuando cuando había hechos ciertos sobre los que actuar. Es posible discutir si se tenía que haber hecho algo hace años, pero es también cierto que en aquel momento no existían todos los instrumentos jurídicos de los que hoy se dispone (como el artículo 92 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional en su actual redacción). Es posible debatir sobre cada una de las decisiones tomadas por el Gobierno y sobre las posiciones de cada uno de los partidos. El hecho es que la Justicia actúa y que la inmensa mayoría de la ciudadanía en toda España ha acogido los acontecimientos con preocupación, pero con tranquilidad, y esto nos dice que no somos una sociedad débil, ni una democracia adolescente. 

Finalmente, la quinta lección es que el Estado de las Autonomías tiene un límite. El título VIII de la Constitución diseñó un proceso. Un proceso de construcción de un Estado con Autonomías, no, como algunos han creído (y muchas veces parece), un proceso de destrucción del Estado a través de las Autonomías. En nuestra Constitución, la Autonomía no es un estado intermedio para llegar a la independencia, es el estadio final de la organización del Estado. Las Autonomías no pueden ser «miniestados», sino Estado. Lo que debiera tenerse en cuenta cuando se hable de reformar la Constitución. 

Y, junto a estas lecciones, el recordatorio de un principio elemental en política: las leyes son política. Es cierto que no son «toda la política», pero son la esencia de la política en democracia. De ahí que la esencia del poder sea poder redactar el BOE. 

6 de noviembre de 2017 

lunes, 9 de octubre de 2017

Dolor por Cataluña

Me duele lo que está ocurriendo en Cataluña, y es un dolor que me viene de antiguo. Me duele porque afecta a personas muy cercanas y a muchos conocidos. Me duele porque, internacionalista imperfecto que aún soy, considero a Cataluña parte de mí. 

Me duele por lo que hemos visto estos días: por las voces y los golpes; por la crispación y la violencia; por la sinrazón y la manipulación; pero, sobre todo, por la estupidez y el odio. Me dolió el domingo día 1 ver a la gente salir a la calle y participar, festivamente e inconscientemente, en un acto ilegal. Como me dolió la colaboración de los colegios, de los centros de salud y de las iglesias, y las voces y las pancartas de los que se congregaban. Como también me dolió la pasividad desleal de los Mossos d’Esquadra que, de haber cumplido con su deber, hubieran evitado muchos de los golpes con los que se mantuvo la legalidad. Y me dolieron los golpes que tuvieron que dar los Cuerpos de Seguridad del Estado, pues no por necesarios dejaron de ser golpes. 

Me han dolido los gritos y las amenazas, las imágenes de las manifestaciones, y de los escraches en los hoteles donde se alojaban los que estaban cumpliendo con su deber. Como me ha dolido la violencia de la huelga y de los piquetes, y la vulneración de los derechos de los que quisieron trabajar. Como me duelen las discusiones en las familias, en los grupos de amigos, en las empresas, que reflejan esa inmensa fractura que han fabricado unos pocos. Una fractura que viven los catalanes entre ellos y, tanto como ésta, los catalanes con el resto de la ciudadanía española. Como me duelen las grietas que también empieza a haber en el resto de España. 

Me duele mucho la sinrazón de la Generalidad y del Parlamento de Cataluña saltándose las leyes, las declaraciones del Tribunal Constitucional, laminando a la oposición, vulnerando contradictoriamente el orden jurídico por el que ellos están en el poder, pues no podemos olvidar que el Govern lo es, y los parlamentarios catalanes lo son, en virtud de una Constitución y un Estatuto que están ahora vulnerando. Como me duele la manipulación de la opinión pública, la compra de voluntades, la inconsciencia de muchas personas, la superficialidad de las opiniones, la presión entre los funcionarios, el oportunismo de muchos alcaldes (empezando por Ada Colau), la politización de los Mossos, la presión contra el castellano. Me duele la ingenuidad de algunos políticos que se suponen conocedores del funcionamiento de un Estado democrático. Descontado el oportunismo de Pablo Iglesias (que no me duele, porque nada espero de un totalitario), me duele la estupidez de Pedro Sánchez apelando al diálogo con un golpista que ha usado una parte del Estado, la Comunidad Autónoma, ha tomado la calle como si fuera un ejército (con banderas, arengas y señalando enemigos), usado tácticas de guerra moderna (redes sociales, propaganda, noticias falsas, grupos especiales) y pide mediación internacional. Me duele su ignorancia de los fundamentos de la política, pues si el Estado negocia (o acepta la mediación internacional) con una Autonomía en igualdad de condiciones es que reconoce de facto la igualdad de sujeto político, al tiempo que manda una señal de que la insurrección tiene réditos. 

Pero doliéndome los gritos, los golpes, la violencia, la sinrazón, la manipulación, la inconsciencia y la estupidez, lo que me hiere hasta sangrar es que usen a los niños y les enseñen lo que es el odio. Porque es sangrante que lleven niños a los actos ilegales, que los lleven a las manifestaciones, que les enseñen a odiar. A odiar a los diferentes, a los que hablan castellano, a los que son hijos de guardias civiles, al resto de España, a España. 

Mi dolor por Cataluña es antiguo y hoy sé que no se curará en años. Porque en Cataluña hay totalitarios que enseñan a sus hijos totalitarismo. 

9 de octubre de 2017 

lunes, 25 de septiembre de 2017

Mesura

La situación en Cataluña, con algunos matices relevantes que la diferencian, ya la hemos vivido en España. Porque, los que ya tenemos algunos años, vivimos un desafío independentista más grave que el catalán en el independentismo vasco. Y digo más grave porque el vasco tuvo un trasfondo de violencia terrorista que hoy no se da, una historia mucho más larga, y porque teníamos instituciones democráticas mucho menos asentadas, pues estábamos iniciando la democracia y no pertenecíamos a Europa. Incluso contó con apoyo internacional, pues Francia los amparó durante años y muchos partidos socialdemócratas los justificaron. Hoy, en Cataluña, se viven manifestaciones y tomas de edificios, ataques a la Guardia Civil, pintadas y amenazas a los discrepantes, una profunda fractura social, presión mediática, escraches, etc. Algo parecido a lo que se vivió en el País Vasco durante años de una forma mucho más opresiva, pues allí, además de todo esto, había entierros cada mes, gente que iba con escolta y 150.000 que se exiliaron. 

El fondo político que ha generado ambas situaciones es el mismo: la aspiración de una izquierda antisistema radical independentista, que en el País Vasco se llamó Herri Batasuna y en Cataluña se llama la CUP, en alianza circunstancial (táctica) con los partidos burgueses en el gobierno autonómico (el PNV en el País Vasco y CiU/PDCat en Cataluña), de conseguir una independencia que, para los primeros lleve a un nuevo orden social (revolucionario) y, para los segundos, suponga el mantenimiento de su hegemonía regional. Por lo demás, lo que cambian son las formas: en el País Vasco, violentas y encapuchadas; en Cataluña, insurreccionales y revolucionarias, homenaje romántico a un año 17. El problema que estamos viviendo es, si no exactamente el mismo, pues el tamaño importa, muy parecido. 

Un problema que debemos tratar con la misma medicina que se trató el otro: unidad en defensa de la Constitución, aplicación del Estado de Derecho y…mesura. 

Creo que acierta Rajoy cuando mantiene informados a Pedro Sánchez y a Albert Rivera de los pasos que da y en las explicaciones que dio el pasado día 20 en el Congreso. Como acierta en buscar la proporcionalidad ante los desafíos. Y, con él, aciertan Pedro Sánchez y Albert Rivera en no mostrar fisuras ante la cadena de despropósitos en Cataluña. 

Creo que acierta el Gobierno cuando se ampara en la Constitución y las leyes y cuando va a remolque del Poder Judicial, pues la acción de un gobierno democrático debe ser reglada y, en el uso de la fuerza coactiva, tutelada por los jueces, precisamente para garantizar los derechos de la ciudadanía. Creo que acierta Rajoy cuando defiende el Estado de Derecho como esencia de la democracia y no presta legitimidad a las manifestaciones, sino a las instituciones. Yerran, en mi opinión, los que creen que, en democracia, las leyes no emanan de la política, como si lo legal y lo político fueran dos esferas diferentes, cuando es precisamente esa la esencia de la democracia: la política la hace la ciudadanía y la convierte en ley, según procedimientos que garantizan la igualdad. 

Creo que acierta Rajoy en tratar el problema catalán dentro de nuestras fronteras. Como creo que acierta en el control de las cuentas de la Generalitat, pues su liquidez viene de la emisión de deuda soberana del Reino de España y es el conjunto de España el que garantiza las deudas de la Generalitat. Y creo que acierta con la mesura con la que está actuando. Creo que, hoy, en el tema de Cataluña, acierta Rajoy. Lo que no quiere decir que haya acertado siempre, pues desde las formas en las que se recurrió al Constitucional en el tema del Estatut, pasando por la actuación de algunos ministros en la anterior legislatura (Fernández Díaz, Wert, Margallo), hasta la elección del candidato a la Generalitat, los errores han sido muchos. Pero el hecho es que hoy, en mi opinión al menos, acierta. 

Ojalá acierte, también, en los próximos meses. 

25 de septiembre de 2017 

lunes, 28 de agosto de 2017

Objetivos terroristas

Todo lo que hacemos tiene un objetivo, un para qué. Por eso decimos que toda acción humana es intencional. Lo que define la racionalidad de una acción es, precisamente, el que tenga un objetivo, porque, en caso contrario, es inexplicable, irracional. 

Los atentados de Barcelona, como los de París, Berlín, Kabul o Bagdad, tienen un objetivo, no son irracionales, y elucidarlo es el primer paso para comprenderlos y evitarlos. El objetivo de los ataques terroristas de origen islamista no es el mismo en Kabul o Bagdad que en París y Barcelona. Aunque la acción sea similar, causar el mayor número de muertos posible, los contextos en los que se producen hacen que los objetivos sean diferentes. En Iraq o en Afganistán, lo terroristas tienen como objetivo ser parte activa de la vida política. En estos países, las organizaciones terroristas tienen unas estructuras sociales, económicas y políticas potentes, especialmente en proporción a la de los demás actores políticos. Por eso un atentado en Bagdad o en Kabul tiene un mensaje de fuerza que no tiene en Europa. 

Un atentado islamista en Europa, lejos de lo que se dice, no tiene como objetivo cambiar nuestros valores democráticos, ni hacer que nos callemos, ni generar miedo a salir a la calle, ni cortar los flujos turísticos. Los terroristas saben que las instituciones políticas de las democracias consolidadas no se cambian por los atentados. De hecho, ni el terrorismo nacionalista (IRA, ETA, etc.), ni el ultraizquierdista (Brigadas Rojas, Baader-Meinhof, etc.), ni el internacionalista (OLP, Hamás, etc.) lograron nunca ninguno de sus objetivos. Como saben que los atentados no han aminorado las críticas desde los medios daneses o franceses después de los atentados a los medios. Como no ignoran que Nueva York no sufrió caída del número de turistas tras el 11-S, y que París va a batir records este año. Los terroristas saben que tienen muy pocas posibilidades de cambiar nada en nuestras sociedades (más allá de la estética de las calles por los famosos bolardos) porque la base social de sus ideas en nuestras sociedades es minúscula. Que yo sepa, ningún grupo político occidental ha propuesto un cambio constitucional o legislativo favorable a las tesis de los terroristas en ninguno de los países que ha sufrido un ataque. Sin embargo, sí ha habido cambios legislativos para luchar contra ellos, como ha habido cambios en la política exterior. El objetivo, pues, no es la democracia en nuestras sociedades. 

Los objetivos de los terroristas en sus atentados en Europa tienen que ver con los objetivos de cada uno de los componentes de la célula terrorista y de la estructura que la dirige. La base es tan compleja como la psique humana, porque el objetivo básico de los terroristas que se inmolan es dar cauce a su ira, a su desesperación (como puede ser, en alguno, sencillamente, pertenecer al grupo o afirmar su valor): los chicos de Ripoll han dado salida a su frustración. Una frustración que ha canalizado un imán fundamentalista cuyos objetivos pueden ser más complejos e ir, desde establecer un grupo de poder (político y económico, justificado por el radicalismo religioso) en su comunidad, pues lo más seguro es que no tuviera pensado inmolarse, hasta servir a los intereses políticos de una estructura que lo financia. Unos objetivos que puede aprovechar, si encuentra el eco suficiente en nuestras sociedades, una organización internacional como el ISIS, para que se alcen voces de cambio de nuestra política exterior. 

Vistos desde esta triple perspectiva los objetivos de los terroristas podemos hacernos una idea de cómo luchar contra ellos. Es decir, haciendo una política exterior coherente (más inteligencia, más control de los flujos de armas y dinero en Oriente Próximo); una política de seguimiento y vigilancia en nuestras sociedades de los reclutadores; una política de integración de los jóvenes en nuestras sociedades abiertas, lo que incluye una política educativa más firme. Y, recordemos, sin objetivos y sin medios, no hay acción. 

28 de agosto de 2017 

lunes, 14 de agosto de 2017

Ciudades vs parques temáticos

En una temporada en la que se volverán a batir récords de turismo, con más de 70 millones de visitantes extranjeros, se empieza a hablar de sus límites. No tanto por las miniburbujas turísticas que se están produciendo en algunos puntos de la geografía nacional, con una sobreoferta que se ajustará a poco que los turistas empiecen a notar la subida de precios que ya se está produciendo o se estabilicen otros destinos, ni por el impacto general de tal masa de visitantes, que, como todas las acciones humanas tiene su lado positivo, en forma de mayor actividad económica y empleos, intercambio cultural, etc., y negativos como los impactos medioambientales, sino por los problemas de gestión de los flujos turísticos sobre algunas ciudades. 

El problema se produce cuando el flujo de turismo en una ciudad es tal que transforma la ciudad, especialmente determinados barrios. Se produce cuando la ciudad pierde su carácter de ciudad (conjunto de ciudadanos y ciudadanas que habitan un espacio) para ser sólo un escaparate al servicio de los visitantes; cuando cualquier actividad económica o cultural de la ciudadanía se ve sustituida, casi diría prostituida, por la venta de esa actividad al turista (como se ha hecho en Sevilla con la Semana Santa o estamos haciendo los cordobeses con las fiestas de Mayo); cuando lo importante no es el bienestar de la ciudadanía o el disfrute de aquellos que hacen la actividad o viven la fiesta, sino que sea valorada por los visitantes, aparezca entre los mejores eventos en una página web o sea objeto de un reportaje de un periódico extranjero importante. En ese momento en el que la ciudad no es tanto una casa habitada por su ciudadanía, cuanto un hotel lleno de huéspedes, en ese preciso momento, la ciudad se convierte en un parque temático de sí misma. Ya no es la ciudad que era, sino un sucedáneo de esa ciudad. Esa es la esencia del problema que hace años sufre Venecia (en la que ya no viven venecianos), que empieza a tener Toledo o puede tener Córdoba, y ya es patente en barrios concretos de ciudades más grandes como Barcelona. Y, cuando una ciudad pierde su esencia, cuando es un sucedáneo de sí misma, cuando es un parque temático, es reproducible en cualquier lugar del mundo, como están haciendo los chinos con la ciudad de los canales. 

Es evidente que este no es un problema para las ciudades que se hicieron a sí mismas con el turismo, en las que el turismo es parte de la propia esencia de la ciudad. Desde luego no es el problema de ciudades que han pasado de ser una aldea de pescadores (Benidorm o Magaluf) o pueblos costeros (Fuengirola o Marbella) a ser ciudades turísticas, porque son lo que son por el turismo. Ni es un problema para las megaurbes (Nueva York, por ejemplo). Es un problema de ciudades especiales, de ciudades únicas. Y Córdoba es una de ellas. 

El origen del problema es múltiple y empieza por no tener un concepto claro de ciudad que se proyecta en el tiempo, cuando la ciudadanía y sus responsables políticos no saben soñar la ciudad más allá de «resolver sus problemas». Y continúan cuando los análisis se hacen desde la ideología y los prejuicios, cuando no se sabe mirar en el largo plazo, cuando no se ve el contexto. El problema empieza cuando se miden los cuántos y no los qué. 

Desde luego, la cuestión no se resuelve con los métodos totalitarios de Arrán, ni desde una imposible limitación del número de turistas, sino desde una regulación racional de la oferta turística, y no sólo con los precios, pero, sobre todo, con un concepto de ciudad en el que el turismo tenga un papel, pero no el único papel. 

En Córdoba aún estamos a tiempo de no convertirnos en un parque temático. Aunque algunos ya ejercen el papel de Mickey Mouse. 

14 de agosto de 2017 

martes, 1 de agosto de 2017

Principios de octubre

No sé lo que puede ocurrir el 1 de octubre en Cataluña. Lo que sí es seguro es que no será un domingo de principios de otoño normal. Y no por el cambio climático, pues es muy probable que aún haga calor durante el día y refresque por la tarde, sino porque, para ese día, el Gobierno de la Generalitat tiene convocado un pseudo-referéndum. 

A medida que se acerque el día, la ciudadanía catalana irá recibiendo más presión política, social y mediática, pues la fecha está escogida para que sea el culmen de todo un mes de septiembre de exaltación colectiva. Desde la Diada, a principios de septiembre, en la que se hará un largo memorial de agravios (nada mejor que un enemigo exterior), hasta la Merced, el último domingo, ya en un tono de fiesta popular (una fiesta de afirmación con un tono muy familiar), todo está programado siguiendo un clásico manual de agitación política. El problema es que, al final, el día 1, todo dependerá de lo que hagan cada una de las personas que componen esa ciudadanía, y dependiendo de lo que hagan y cuántos lo hagan, el día 1 tendrá un significado u otro. 

Para esa parte de la ciudadanía que se declara independentista, la decisión es simple: ir a votar y facilitar la votación. Sin embargo, la decisión ya no es tan fácil si concurre la circunstancia de ser un cargo en la administración pública en Cataluña o si se es un funcionario con alguna misión en la organización de cualquier proceso electoral (Junta electoral, policía, responsable de espacios públicos, etc.) porque si son pocos, una vez organizada la consulta y dada su ilegalidad, pueden encontrarse con un expediente disciplinario. De ahí que todo el proceso se esté haciendo con tanta apelación a la colectividad, con tantas firmas asamblearias, pues todos sabemos que así, además de que el grupo comprometa a los indecisos o más prudentes, se hace casi imposible, por razones de imagen internacional, un proceso de expedientes administrativos incoados por el Gobierno central que afectara a, digamos, mil o dos mil funcionarios. 

Más compleja es la decisión de esa mayoría de la ciudadanía que no es independentista, pero sí nacionalista o catalanista. Su tesitura es difícil. Desde un punto de vista racional, cualquiera de las opciones es mala: si va a votar, está votando por una independencia que no quiere y en un marco jurídico que no comparte; si no va a votar, está dándole la razón a un Gobierno central que tampoco le gusta. Y, desde un punto de vista social (el de el qué dirán los otros), no ir a votar es señalase en un determinado sentido, y más en el ambiente totalitario en el que se está moviendo el nacionalismo catalán, especialmente en localidades pequeñas y en algunos círculos de Barcelona. Algunos buscarán una escapadita a la playa o a la montaña para no tener que tomar la decisión (especialmente los que no suelen votar en las elecciones), y no pocos no irán a votar sumándose al día siguiente a la opinión mayoritaria. 

Es evidente que aquellos que están en contra de la consulta, que no son pocos, no participarán. Y, habrá, aunque sean una minoría pequeña, quienes intentarán, espero que pacíficamente, impedirla. 

No sé cuántas personas tomarán qué decisión, ni lo que ocurrirá finalmente el día 1 de octubre. Puede que sea un día de mucha agitación y confusión o un día de calma tensa. Aunque más probablemente sea un día festivo sin complicaciones. Lo que sí sé es que el día 2 de octubre no será un lunes normal, porque será un día de recuento de víctimas. Y la primera víctima, como bien se sabe desde hace exactamente un siglo, será la verdad. Pero no será la última, pues, pase lo que pase, la segunda será la convivencia en Cataluña. Siendo la última, lo que no puede perderse nunca: la sensatez. 

1 de agosto de 2017 

lunes, 17 de julio de 2017

El complejo catalán del PSOE

Esta semana pasada hemos sabido cual es la propuesta del PSOE del señor Sánchez para desencallar la cuestión catalana. Se ha recogido en la Declaración de Barcelona y en otras ideas que sugieren las vías para la reforma de la Constitución. 

La Declaración de Barcelona es un documento de 6 páginas, redactado por el PSC, con tres supuestos básicos: se hace «en beneficio de todos los catalanes y catalanas» (no de la ciudadanía española); para desbloquear los «más de cinco años de discriminación del Ejecutivo central a Cataluña» (cuando ha sido la comunidad autónoma que más ha recibido del FLA); e «iniciar una reforma federal de la Constitución española». Luego establece una «posición política» de obviedades (nada en contra de la legalidad), para pasar a los 7 ejes sustanciales: darle la razón a la Generalitat en sus demandas ante el Gobierno central; dar más autonomía (en contra del Constitucional); cambiar la financiación autonómica para favorecer a Cataluña (la clave desde el principio); condicionar la inversión estatal en Cataluña (convertir al Gobierno central en un mero financiador de infraestructuras); la imposición del catalán; hacer de Barcelona la otra capital de España (¿por qué no Málaga?), para, finalmente, dar cuatro ideas sobre la reforma constitucional. 

Una reforma constitucional en la que se sugiere que hay que reconocer a la «nación catalana» lo que nos llevaría a reformar la Constitución en el sentido de reconocer «naciones» sin Estado. Algo que se sugiere en otras declaraciones, poniendo como ejemplos a Bélgica y la Baviera. Dos ejemplos a analizar. 

Si lo que el PSOE propone es una reforma constitucional según el modelo belga, lo que propone es un proceso de desintegración. Porque el modelo belga contempla dos cuasiestados, Valonia y Flandes, construidos (imperfectamente) según la lengua, que mal se llevan y mal conviven en Bruselas. Proponer el modelo belga, además de no tener en cuenta ni la historia ni la geografía, es decirle claramente a Cataluña que se vaya sin coste alguno. Es proponer que España se descomponga por zonas lingüísticas, cuyo resultado final sería una confederación difusa de Castilla, más los Països Catalans, más el País Vasco (¿con Navarra, como quería ETA?), Galicia y Aragón. O sea, una disolución en los viejos reinos de los Austrias. España sería sólo una carcasa formal para pertenecer a la Unión Europea. Con esta propuesta, el PSOE propone dinamitar tres siglos de historia común. 

Por otra parte, si lo que el PSOE propone para solucionar el problema catalán es que Cataluña se parezca a la Baviera, no propone en realidad nada, pues las diferencias en términos históricos, sociales y políticos en sus respectivos papeles son abismales, y lo único que demuestra el PSOE es que no conoce ni la Baviera, ni a Cataluña. Para empezar, el bávaro es un dialecto del alemán (como hay otros 52), no una lengua propia, y fue reino independiente hasta 1871. Los bávaros no discuten su «alemanidad», como nadie discute que BMW o Bayer son empresas alemanas y no bávaras (a pesar del nombre). Y podría seguir, pues Baviera es mi otra «nacionalidad». 

En definitiva, que el PSOE del señor Sánchez ha caído en el mismo complejo que tuvo el del presidente Zapatero. Ha ido a Barcelona y se ha convencido de que Cataluña es una nación oprimida, víctima de la maldad de los demás (castellanos y andaluces, principalmente), a la que hay que liberar, para que lidere España, dándonos la modernidad que nos falta, porque la marca Barcelona es europea y chic, mientras que Madrid y Sevilla son castizas y folklóricas. 

Mucho me temo que el PSOE lleva años perdido en el tema territorial. Muy perdido. Quizás porque ninguno de sus dirigentes se ha puesto a estudiar cómo funcionan los Estados federales, empezando por el primero en serlo, los Estados Unidos de América, y el más avanzado de Europa, Alemania. Pero, claro, eso lleva más tiempo que ir a Disneyworld o a la Oktoberfest. 

17 de julio de 2017 

lunes, 19 de junio de 2017

Kanzler Kohl, Vielen Dank

La semana pasada murió el canciller Helmut Kohl. Supongo que, para una mayoría de los españoles, la que siempre vivió en democracia y la que no recuerda a España fuera de Europa, era un casi perfecto desconocido. Sin embargo, para aquellos que pertenecemos a la generación de la Transición, esos que estrenábamos ciudadanía hace cuarenta años, Kohl es uno de esos referentes imprescindibles. Un referente en un grupo de personalidades fundamentales que hicieron mucho por configurar el conjunto de instituciones políticas, sociales y económicas de las que ahora disfrutamos en España y en Europa. Un grupo de personalidades (el Rey Juan Carlos, Suárez, F. González, Schmidt, Mitterrand, Delors, Craxi, etc.) entre las que siempre destacó el doctor Kohl. 

De pensamiento social cristiano, lo que en España habría que traducir por un centrismo pragmático, Kohl será recordado en Alemania y Europa por dos hechos esenciales que no nacieron de su ideología, sino de su forma de interpretar la historia (especialidad en la que se había doctorado en Heidelberg). Dos hechos íntimamente unidos que certificaban el final del siglo de guerras europeas que llamamos mundiales: la reunificación alemana y la construcción de la Unión Europea. 

Recién llegado al poder, en octubre de 1982, Kohl supo ver que la construcción europea necesitaba un nuevo impulso, pues había salido muy dañada de la forma en la que los grandes países habían enfocado la crisis de finales de los setenta, especialmente por las devaluaciones competitivas y las políticas económicas ultranacionalistas. Fue el primer líder europeo en darse cuenta de que había que avanzar en una integración más profunda, al mismo tiempo que había que ampliar el número de socios como una forma, no sólo de mejorar el crecimiento económico de todos, sino de afianzamiento de un bloque que superara la dependencia de los Estados Unidos. Supo convencer al presidente Mitterrand, socialista y nacionalista francés, de la bondad de un nuevo tratado de la Unión y de la necesidad de las ampliaciones. El Acta Única Europea de 1986, que daría lugar al Tratado de la Unión Europea de Maastricht de 1992, sería el primer paso hacia la Unión Europea del euro, de la ciudadanía europea, de la libre circulación de personas, etcétera que hoy conocemos. En paralelo a esta política europea, Kohl mantuvo la estrategia alemana de la Östpolitik, es decir, el acercamiento al Este, especialmente a la otra Alemania, como una forma esencial de ir superando las cicatrices de una guerra, la Mundial, que él había vivido en su adolescencia. Kohl siempre estuvo atento a lo que pasaba en el otro bloque y supo ver las señales de desmoronamiento que se iniciaron con Mijail Gorbachov en 1985. Un desmoronamiento en el que encontró la oportunidad de reunificar Alemania en una operación sencillamente audaz. Con el apoyo del Presidente Bush (padre) y de sus socios europeos (González, entre ellos), logró sortear la oposición de la Primera Ministra Thatcher y del presidente Miterrand, y, hacer en menos de un año, una unificación que se inició con la caída del Muro en noviembre de 1989 y culminó con el tratado del 3 de octubre de 1990 por el que desaparecía la RDA. 

Sólo por su contribución a la construcción europea y el éxito de la reunificación, el Canciller Kohl merece un sitio en la historia. Como merece un sitio en nuestra historia, pues fue él y su gobierno el que ayudó al de Felipe González a cerrar la difícil negociación de nuestra adhesión, que Francia estuvo bloqueando (por temas que ahora nos parecerían nimios) durante tres años. Kohl fue, posiblemente, el mejor Canciller que pudimos tener. 

Por eso, por haber configurado la moderna historia de Europa y, con ella la nuestra, y por lo mucho que siempre ayudó a nuestro país, creo que los españoles, a fuer de bien nacidos, deberíamos recordarlo, mandando el pésame a los alemanes y diciendo, in memoriam, sencillamente «Vielen Dank, Kanzler Kohl, für seine Unterstützung und Freundschaft». 

19 de junio de 2017 

martes, 25 de abril de 2017

Dieta informativa

La realidad, lo que creemos que pasa, es una cuestión de percepción. La realidad que percibimos es función de la información que nos llega y de la digestión que hagamos de esa información. Igual que la salud de nuestro cuerpo depende, además de la genética, del ejercicio y de la dieta, la salud en la opinión, y con ella las expectativas que tenemos del futuro, depende, además de la formación de base, del ejercicio intelectual y de la dieta informativa que consumimos. De la misma forma que una dieta sin carbohidratos o sin grasas produce desequilibrios, una dieta informativa a base de sólo titulares catastrofistas produce malestar general, ansiedad social y pérdida de expectativas. Y no digamos si, además le añadimos una alta dosis de estimulantes del miedo político. 

Fruto de una mala dieta informativa es la percepción que aún tenemos de la situación de la economía española. Si le preguntamos a cualquiera de nuestros conocidos sobre cómo está la economía española, la mayoría de ellos dirá que la economía española que aún no ha salido de la crisis. Y, si dice lo contrario, lo más seguro sea tachado de ser alguien próximo al Gobierno o votante del PP. 

Pues bien, la economía española, con los datos en la mano ya no está en crisis, al menos de crecimiento. Según los últimos cálculos, que espero que se ratifiquen esta semana con los datos del INE, la economía española tuvo una renta per cápita en el año 2016, en euros constantes, de 23.830 euros. Si tenemos en cuenta que estamos creciendo al 2,6%, este año tendremos una renta per cápita de 24.450 euros, prácticamente la misma que tuvimos en el 2007, cuando conseguimos la renta per cápita histórica más alta, de 24.503 euros (en euros constantes). Puesto que la renta per cápita es una media, esto significa que, si distribuyéramos la renta que vamos a producir este año de la misma forma en la que lo hacíamos en 2007, estaríamos, en un viaje en el tiempo, en los mismos niveles de bienestar que entonces. El problema, pues, no es de nivel de renta (que estamos llegando a los niveles precrisis) o de crecimiento (que está cercano al nivel potencial), sino de cómo y quiénes producen estos niveles de renta. La economía española no está en crisis, lo que pasa es que tiene, como todas, problemas. 

Y es este la segunda parte del análisis que hay que hacer. Pues los problemas de la economía española hoy son radicalmente diferentes a los que enfrentaba en el año 2007. En el año 2007 teníamos un problema de inflación del 4,22%, lo que nos llevaba a una inflación diferencial que nos hacía perder competitividad. Teníamos un problema de Balanza de Pagos que se reflejaba en un déficit por cuenta corriente del 9,6% del PIB, lo que hacía que nos endeudáramos con el exterior a unos niveles excesivos (más del 100%). Más aún, en 2007 alcanzamos un nivel de endeudamiento privado bruto del casi el 240% del PIB. Frente a estos datos, los problemas con los que nos enfrentamos hoy son otros: no tenemos un problema de inflación, sino de paro (aún en el 18,63%, aunque baja al ritmo del 2,2% anual); no tenemos un problema de balanza de pagos, sino de déficit público (que aún está en el 4,5% y ajustándose); se ha reducido la deuda privada en más de 50 puntos, mientras la deuda pública es superior al 101% del PIB, etc. 

La economía española no está ya en crisis, digan lo que digan los catastrofistas, sino que se enfrenta a una situación nueva fruto de esa misma crisis. Estamos, pues, en otra fase de nuestra evolución económica. Es cierto que tenemos graves problemas económicos con un fuerte componente social (y político). Pero esos problemas no se arreglan vociferando catástrofes, sino analizando realidades. Es decir, pensando y con datos. O sea, haciendo ejercicio y comiendo sano. 

24 de abril de 2017 

lunes, 10 de abril de 2017

La compleja guerra siria

Analizar la guerra siria solo es posible si se tienen en cuenta a todos sus participantes, sus intereses, su fuerza y la lógica de sus conflictos. Si se tiene en cuenta qué gana (o pierde) cada uno de sus participantes y porqué participa en el conflicto. 

El conflicto sirio se inició en 2011 a partir de la represión por parte del régimen de Bashar Al-Asad de las manifestaciones estudiantiles. La dureza de la represión y la facilidad con la que los movimientos de protesta fueron infiltrados por distintas facciones, primero por los extremistas del ISIS y, a continuación, por distintas células de Al-Qaeda (Tahris el Sham, ahora), sumado a la cuestión territorial kurda, dio lugar a una complejísima situación, en la que no menos de cuatro grupos luchaban entre sí, haciendo que lo que había empezado como una guerra civil se convirtiera en una situación conflictual con no menos de seis conflictos cruzados. 

La participación de potencias regionales y países limítrofes, así como de potencias mundiales (Rusia y Estados Unidos), fue casi inmediata, lo que ha añadido planos de complejidad al conflicto, que aleja su solución, pues en Siria se dirimen, también, luchas regionales y globales. 

El plano regional viene determinado por la lucha entre Irán y Arabia Saudí por la hegemonía regional, así como por los intereses de Turquía, Jordania y Líbano. Irán apoya (con armas, combatientes y financiación) al Gobierno de Al-Asad porque éste mantiene una estrecha conexión en el Líbano con Hezbolá (sus milicias luchan en Siria), presiona a Israel y, a través de la relación Damasco-Beirut, mantiene relaciones financieras con Occidente. Por su parte, Arabia Saudí apoya (con financiación y armas occidentales) a los dos grupos más radicales (Tahsis el Sham e ISIS) con el objetivo de expandir hacia el norte su influencia (religiosa), mantener la casi perdida guerra en Irak, controlar la expansión de Irán y apoyar a la población suní en Siria. El interés de Turquía es más limitado. Turquía interviene en la guerra siria luchando contra los kurdos (y contra el gobierno sirio) porque quiere evitar el control kurdo del norte de Siria, pues, unido éste al que ya tienen sobre el norte de Irak (ganado contra el ISIS), los kurdos lograrían una amplia base territorial para sus viejas aspiraciones. Finalmente, Jordania y el Líbano mantienen una cierta presión sobre Siria porque quieren evitar el flujo de refugiados (y lo están logrando), pues, este flujo alteraría la composición étnico-religiosa de sus poblaciones. 

El plano global tiene mucho que ver con el interés de Rusia por reconquistar el papel que tuvo la antigua URSS. Rusia apoya al Gobierno sirio porque cuentan en Siria con la única base naval que tienen en el Mediterráneo (Tartus), así como con la única aérea que tienen en Oriente Próximo (Jmeini), bases necesarias en la lógica imperial de Putin porque están detrás de las fronteras OTAN y presionan sobre el Canal de Suez y sobre los yacimientos petroleros del Golfo. El apoyo ruso ha llegado hasta involucrar a su ejército (incluso su único grupo aeronaval) y a vetar cualquier resolución en las Naciones Unidas. Por su parte, el interés norteamericano fue, en su inicio, más la expresión de la política exterior de derechos humanos del presidente Obama que una cuestión geoestratégica. Sin embargo, la activación de los grupos de Al-Qaeda, el crecimiento del ISIS en Irak, la creciente presencia iraní y rusa, así como el escándalo en el uso de armas químicas movieron a los norteamericanos a involucrarse hasta llegar a apoyar a distintos grupos anti-Asad y anti-ISIS con armas, asesores y cuerpos de operaciones especiales, en una escalada que ha culminado la semana pasada con el lanzamiento de misiles ordenado por el presidente Trump. 

El conflicto sirio es, como puede observarse, de una terrible complejidad. Resolverlo implica un sudoku que va mucho más allá que unos cohetes retóricos, algo que no sé si la nueva administración norteamericana comprende. 

10 de abril de 2017 

lunes, 27 de marzo de 2017

Para ganar unas elecciones

Para ganar unas elecciones se necesitan, en mi opinión, cuatro elementos esenciales: «marca», estructura, programa y líderes. 

Tener marca electoral significa que la ciudadanía asigna a unas siglas, a un logo, un conjunto de características ideológicas. Es decir, tener marca implica que las siglas sean conocidas y que la gente les asigne determinados atributos: derecha o izquierda, conservador o progresista, independentista o autonomista, etc. Tener marca implica tener, a priori, un público proclive claro, así como un público contrario también claro. Tener marca significa tener historia y haberla relatado, pues la marca se va haciendo a partir de una comunicación continua y orientada. Tener una marca limpia o poco dañada es una importante baza para ganar unas elecciones. Por el contrario, cuando una marca electoral está dañada, lo mejor es cambiarla. 

El segundo elemento para ganar unas elecciones es tener estructura con implantación en todo el territorio nacional o, al menos, en una parte importante del mismo. Estructura significa tener militantes o afiliados, personas de referencia en las sociedades locales, gente que trasmita opiniones hacia arriba y hacia abajo y organice encuentros, redes y contactos. Sin estructura no existe el partido y sin ella no es posible llegar a la ciudadanía. La fortaleza de los partidos tradicionales en España, más incluso que su marca (relativamente dañada por la corrupción), es precisamente su estructura: los miles de militantes organizados que tienen el PP y el PSOE le dan una clara ventaja frente a Ciudadanos y Podemos. 

El programa es, frente a lo que la gente cree, algo secundario en unas elecciones y va perdiendo importancia. Una buena marca y una buena estructura puede llegar a «vender» un programa regular, y, de la misma forma, un buen programa, sin marca y sin estructura puede no tener ningún éxito. Más aún, en estos tiempos de tuits y “post-verdad”, no es necesario ni siquiera tener un programa en el sentido clásico del término, pues basta con un par de «ideas-fuerza», especialmente, contra alguien o algo (como el de Syriza en Grecia contra el rescate o el de Trump contra los inmigrantes), para poderse presentar a unas elecciones e incluso ganarlas. 

Lo que sí es crítico para ganar unas elecciones es tener un líder. Es decir, una persona que encarne la marca, que alinee la estructura, que comunique el programa. Sin un líder, sea del tipo que sea, es imposible ganar unas elecciones. Más aún, un líder lo suficientemente fuerte es capaz de superar incluso las carencias de marca, de estructura y de programa y llegar a ganar unas elecciones. La inversa es también cierta: una marca, una estructura y un programa pueden engrandecer a un líder mediocre y hacerle ganar unas elecciones. 

Marca, estructura, programa y liderazgo son elementos necesarios y, todos juntos, suficientes para tener opciones en unas elecciones. Pero mientras que la marca y la estructura son cuestión de tiempo y de recursos, de estrategia comunicativa y de capacidad organizativa, los programas y los líderes son cuestión de oportunidad. Por eso es tan importante acertar con ellos, con los programas, pero, sobre todo, con los líderes. 

En poner a punto estos elementos es en lo que están realmente los partidos en España en estos meses. Todos los partidos están haciendo una cuidadosa campaña de márketing (unos para limpiar su imagen, otros para afianzarla), todos ellos están intentando afianzar sus estructuras (de ahí sus congresos nacionales, regionales y provinciales), algunos de ellos ya están perfilando los próximos programas electorales y algunos están buscando líder. 

De que acierten en poner a punto estos elementos es de lo que van a depender los resultados electorales de cada una de las formaciones en los próximos años, pues, una vez superada la sorpresa que supuso la irrupción de los nuevos partidos y conocida la orientación de cada uno, la política española puede volver a sendas de previsibilidad a poco que el PSOE vote estabilidad. En caso contrario, podemos volver a tiempos revueltos que en nada favorecen a la ciudadanía. 

27 de marzo de 2017 

lunes, 13 de marzo de 2017

Cumpleaños de Europa

Este mes Europa cumple 60 años. Más de medio siglo funcionando y cumpliendo objetivos. Más de medio siglo de éxitos, a pesar de los fracasos. Basta comparar los 60 años que van desde la firma del Tratado de Roma en 1957 y los 60 años anteriores a él, el período 1897-1957. En estos 60 años Europa no ha recuperado lo mucho que perdió en los 60 años anteriores en su papel en el mundo, pero ha ganado mucho más de lo perdido en niveles de bienestar para una mayoría de su población. En estos 60 años se han sucedido cuatro generaciones de europeos y cada una de ellas ha tenido una visión diferente de Europa y unos motivos diferentes para creer en Europa. 

La primera generación fue la que firmó el Tratado. Personas nacidas en las primeras décadas del siglo XX que vivieron la Primera y la Segunda Guerra Mundial, la primera como niños y la segunda como adultos. Personas que conocieron la decadencia de su mundo y el horror de las guerras. Personas que experimentaron la sinrazón del nacionalismo extremo y el totalitarismo. Personas que querían construir Europa para evitar repetir lo vivido. La mayoría de los políticos que urdieron o firmaron el Tratado de Roma sólo querían eso: que no volviera a ocurrir lo que habían vivido. Pero, conscientes de que las heridas estaban muy frescas en sus pueblos, optaron por el perfil bajo del comercio como forma de empezar la construcción europea. 

La segunda nació en los treinta, en plena crisis del 29, y en los cuarenta, en medio de la Segunda Guerra Mundial. Sufrió la Europa de la Guerra Fría, el boom económico de los sesenta y la crisis industrial de los setenta. Habían vivido una guerra y la bondad de la paz, y la crisis de los setenta, lejos de separarles, les llevó a «más Europa»: sabían que la crisis del 29 había tenido mucho que ver con los totalitarismos y con la guerra. Más Europa en forma de ampliaciones hacia el Sur, más Europa en forma de Mercado Único, más Europa en forma de euro. 

La tercera generación de europeos es la que nació en los cincuenta y en los sesenta. Para ellos Bruselas siempre existió, Europa era un mercado de oportunidades y recursos, compuesto por Estados del Bienestar. Las guerras para ellos fueron sólo cosas que pasan al otro lado de las fronteras en las que siempre están involucrados los norteamericanos. Esta generación soñó, junto con la anterior, unos Estados Unidos de Europa desde la frontera rusa hasta el Atlántico. Y escribió una Constitución que fracasó y luego se diluyó en una maraña de Tratados y reglas incomprensibles para la ciudadanía. 

La cuarta es la generación es la de la crisis y los problemas en el Este. La generación de las divisiones entre el centro y el Sur. La generación de los nuevos nacionalismos y del Brexit. Una generación para la que Europa es algo que está ahí, en la lejanía. Algo difuso que manda, pero que no se controla. Un algo con recursos, pero incompetente. Un algo culpable de la crisis. Un algo que no se sabe bien ni qué es, ni cómo funciona, ni para qué sirve. Un algo: ni una realidad, ni un sueño. 

Cuatro generaciones y cuatro formas de ver y sentir Europa. Ninguna de ellas se planteó cómo hacer de Europa, de la idea, algo más que un conjunto de instituciones y reglas que gestionaran los intereses. Ninguna se preocupó de establecer una educación europea que creara una comunidad de europeos. Ninguna se preocupó por un Estado del Bienestar Europeo. Ninguna de ellas quiso crear una administración europea que superara la suma de las administraciones. Ninguna de ellas ha dado verdaderos políticos europeos. Ninguna se preocupó por... ir más allá de un mercado, una moneda y unos símbolos. Ese es el problema, que ninguna de las generaciones de europeos se preocupó de hacer a los europeos europeístas. Y ese problema es el de los próximos cumpleaños de Europa. 

13 de marzo de 2017 

martes, 28 de febrero de 2017

Renta, riqueza y desigualdad

Desde hace unos años hablar de desigualdad está de moda. Desde que se constató la profundidad de la crisis y se fue consciente de que afectaba más a los más pobres, la desigualdad empezó a preocupar a la opinión pública. La publicación en inglés del libro de Piketty «El Capital en el siglo XXI», en una operación editorial con Paul Krugman contra el Financial Times, y la concesión del Nobel a Angus Deaton dio fundamento intelectual a esta preocupación. Los políticos y los medios de todo signo, especialmente los de izquierdas, se han sumado a un debate que, antes de esta moda, sólo nos interesaba a unos pocos economistas (Bourguignon, Milanovic, Ishikawa, etc.) capitaneados por el recientemente fallecido Tony Atkinson, a algunas ONGD y a escasos organismos internacionales. La desigualdad era, hasta la crisis, una cuestión de países pobres, no de dentro de nuestras fronteras. Ahora se habla mucho de desigualdad, pero se dicen muchas tonterías, entre otras cosas porque se busca más el ruido en la red que hacer un buen análisis. 

Para hacer un buen análisis hay que empezar por definir claramente la variable de la que se habla. En economía se llama renta al conjunto de todos los bienes y servicios de los que dispone una persona (o un grupo de personas) para satisfacer sus necesidades en un periodo de tiempo. Esta definición incluye la renta monetaria neta que recibe (sueldos, beneficios empresariales, pensiones y prestaciones, etc. descontados ya los impuestos directos), a la que hay que sumar rentas en especie (el uso de la vivienda en propiedad, por ejemplo) y lo que podríamos llamar rentas institucionales (como la enseñanza gratuita, el transporte público, etc.) que tienen mucho que ver con el gasto público. La renta total de una persona (o de un grupo de personas) es, en países desarrollados como España, mucho más que las rentas monetarias. La distribución de la renta total depende, pues, de las distribuciones de las rentas monetarias netas, de las rentas en especie y de las rentas institucionales. Como la renta monetaria neta incluye los impuestos directos, la desigualdad en la renta total final es función también de la progresividad de los impuestos directos (IRPF), de la desigualdad de las rentas en especie y de la igualdad de las rentas institucionales (Gasto Público). O sea, hablar de la desigualdad de la renta es ir mucho más allá de un simple análisis de los salarios brutos o de los beneficios empresariales, y tiene mucho que ver con el mercado de trabajo (paro, salarios), con el sistema impositivo y con el gasto público. 

La renta se produce a partir de la riqueza (el capital). La riqueza, el capital, es lo que produce la renta, es decir, la riqueza (el capital) es el conjunto de bienes tangibles e intangibles que generan renta. Entre los bienes tangibles están las propiedades y activos, como por ejemplo, una finca o acciones de una empresa (que produce dividendos) o una vivienda (que produce renta en especie). Entre los bienes intangibles está el capital humano (las capacidades personales) que, a través del trabajo, se convierten en salarios y pensiones, o los derechos sociales (que permiten el acceso, por ejemplo, a la sanidad). La riqueza se puede acumular a partir de la renta (ahorro), pero no sólo, pues también se obtiene mediante la formación (capital humano), la innovación y por reconocimiento institucional. Puesto que la renta se genera a partir de la riqueza (capital), la distribución de la renta depende de la distribución de la riqueza, pero sólo considerar la distribución de los activos tangibles es desenfocar el tema, pues los intangibles son no menos importantes. 

Con estas definiciones básicas se puede empezar a abordar la desigualdad, y digo empezar porque otro tema es a quién se le atribuye la renta y otro medir la desigualdad. Fijarse en sólo una parte de la renta o confundir, como es habitual, renta con riqueza es generar ruido que no resuelve la pobreza. Y eso sí es importante. 

27 de febrero de 2017 


lunes, 13 de febrero de 2017

Las amenazas de Europa

Europa está viviendo un momento crítico. Más crítico aún que el de las crisis del euro de 2011-12. Más crítico que ningún otro en los sesenta años de historia que se van a celebrar en Roma en el próximo mes de marzo. Más crítico porque lo que se va a jugar en los próximos dos años no es una cuestión monetaria, sino su propia supervivencia. 

La primera amenaza de la Unión es interior y tiene que ver con la falta de liderazgo dentro de la misma Unión. Está claro que no tenemos líderes europeos. Ni Juncker, ni Tusk, ni Merkel, ni Hollande son referentes. Los dos primeros porque no tienen ni la talla, ni el carácter, ni el relato que haga que los ciudadanos de cada uno de los países europeos nos volvamos europeístas. Los dos segundos porque o bien son tan prudentes que se comportan más como «madres» estrictas («Mutter Merkel») que como líderes políticos, o son una absoluta nulidad en el final de su mandato. Más aún, la primera es muy probable que pierda parte del apoyo que tuvo en las elecciones del 2013 por su gestión de la crisis de los refugiados, mientras el segundo ha llevado al desastre al socialismo francés, de tal forma que lo más seguro sea que en las elecciones del 23 de abril (segunda vuelta el 7 de mayo), los franceses den la primera opción a la ultraderechista Marine Le Pen. Desde luego, si en Francia gobernara Le Pen, podemos olvidarnos de la Unión Europea. No haría falta ningún otro impulso. Ante la debilidad de las instituciones europeas en las elecciones francesas de abril--mayo nos jugamos la primera mano de nuestro futuro. 

La segunda amenaza que puede dinamitar la Unión es el Brexit. Como bien ha anunciado Juncker, viejo zorro de la política, los británicos van a jugar en los próximos dos años a dividir a Europa. Intentarán, como ya hicieron hace sesenta años, negociar con unos y con otros diferentes acuerdos. A unos les ofrecerán ayuda financiera y política (Grecia, Chipre y Malta siempre en la órbita británica); a otros un mejor trato a sus nacionales (Irlanda, Dinamarca, Suecia); a otros una relación comercial privilegiada (Portugal, Holanda, Bélgica); a nosotros, una engañosa negociación sobre Gibraltar. Su estrategia será hacer parecer a Alemania como la mala de la película, de tal forma que vaya quedándose aislada. Sus periódicos levantarán ampollas antiguas y, el año que viene, cuando se cumpla el centenario de la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial harán un canto imperial a su victoria, reforzando su autoestima. Si Europa sobrevive a las elecciones francesas, la segunda mano en la que nos juguemos nuestro futuro será el Brexit. 

La tercera amenaza, y ésta opera al mismo tiempo que las otras dos, es la política exterior del presidente Trump. Trump es una amenaza para Europa por tres razones: en primer lugar, porque su proteccionismo cuestiona la esencia de la economía europea que es el libre comercio y esto ralentiza el crecimiento europeo; en segundo lugar, porque está cuestionando la OTAN y, con ella, la seguridad de Europa ante la amenaza de Putin (¿qué harían los Estados Unidos si Putin desestabilizara o invadiera uno de los Estados Bálticos, por ejemplo, Letonia con un 26,2% de población rusa o Estonia con un 24,8%?); y, finalmente, porque su política en el Próximo Oriente generará más sufrimiento y una nueva presión migratoria en Europa. 

Ante estas amenazas, la crisis de la banca italiana (más grave cuando salga a la luz que la que nosotros sufrimos), el enésimo rescate griego o las amenazas de Marruecos por el tema del Sáhara, son juegos de niños que se pueden resolver. 

Como son juegos de niños, más bien de adolescentes, los desamores de Pablo e Íñigo y los enfurruñamientos de Pedro y Susana. Europa está en juego y mientras nos la jugamos al Risk, en España andamos echándonos una simple Oca (y tiro porque me toca). 

13 de febrero de 2017 

martes, 31 de enero de 2017

La economía política de Trump

Van a correr ríos de tinta (de bits) sobre Trump y su política. Están corriendo ya, sin ni siquiera esperar a los clásicos cien días desde la toma de posesión. Y, en gran medida, porque él no quiere que esperemos. No le interesa. 

La estrategia de Trump es muy simple. En primer lugar, Trump tiene prisa por poner en marcha su política porque no es corriente en la tradición política norteamericana tener un Congreso y un Senado del mismo partido que el del presidente. Lo normal es una situación de «divided government» en el que uno de los pilares está dominado por otro partido: en los últimos 50 años sólo en 8 ocasiones (16 años) ha habido coincidencia entre los tres. Lo normal es que un presidente tenga algún periodo con las Cámaras, para luego entrar en un «divided government». El que Trump no tuviera la mayoría del voto popular, sino de los delegados (sólo cinco veces en toda la historia), augura un cambio de mayoría en las «mid-term elections» de noviembre de 2018. Más aún, cuando algunas de sus políticas están movilizando demasiados grupos que no fueron a votar. Trump tiene prisa, además, porque su táctica electoral es la de generar continua polémica para estar en los medios y mantener movilizado a su electorado. Trump necesita, para sobrevivir políticamente a su vacío argumental, agitar la política. Por eso es, aparentemente, imprevisible. 

La previsibilidad de Trump viene dada por los objetivos que persigue que son muy sencillos. Trump es un empresario de un sector no expuesto a la competencia (el inmobiliario y los casinos), apoyado por empresarios que representan la vieja industria pesada norteamericana (acero, petróleo, automóviles) y al complejo “industrial-militar” que denunciara Eisenhower en su discurso de despedida de enero de 1961. Los intereses de este grupo, que representan lo más rancio y más reprobable de la sociedad norteamericana, son los que determinan los objetivos del nuevo gobierno. Para estos intereses es más importante poner barreras arancelarias al acero chino o a los automóviles fabricados en México que la posible inflación y pérdida de bienestar de los norteamericanos, a los que se les engaña con los posibles puestos de trabajo que se pudieran crear, porque así ganan los empresarios que representa Wilbur Ross, el nuevo secretario de Comercio. A estos intereses no les importa un repunte de inflación, con lo que perderán los trabajadores norteamericanos, porque la inflación mejora las expectativas de beneficios de los bancos y se diluye la deuda pública norteamericana (en manos de China). Para ellos, además, es importante generar incertidumbre en Oriente Próximo para que suba el precio del petróleo, con lo que aumentan las ganancias de las petroleras como Exxon Mobil (que ha colocado a su presidente Rex Tillerton como secretario de Estado) y de la industria pesada armamentística, al tiempo que se induce la volatilidad de los mercados, entorno en el que ganan dinero de verdad (ahora que la especulación está más controlada y los tipos de interés son muy bajos) los «hedge funds» que gestionaba el actual secretario del Tesoro (Steven Mnuchin). Y podría seguir. 

La política económica y exterior, así como la comercial, de inmigración o medioambiental, de Trump es muy simple. Para saber lo que va a hacer la Administración Trump en los dos próximos años, sólo hay que analizar lo que les puede interesar al grupo de empresarios que está detrás de Trump y saber que, para ellos, el objetivo es ganar dinero y la política una excusa para aumentar los rendimientos. Si para ello hay que mentir o vulnerar derechos, lo harán. 

Trump representa lo peor de la sociedad norteamericana: la de los intereses, la de los prejuicios raciales, la de la fuerza bruta, la de la arrogancia, la de la hipocresía. Ante esto, la única esperanza es que dentro de dos años hay elecciones parciales y puede haber rastros de razón y decencia en los Estados Unidos. 

30 de enero de 2017 


martes, 17 de enero de 2017

Trump, nacionalismo y educación

Parafraseando a Marx, «un fantasma de nacionalismo recorre el mundo». El Brexit en el Reino Unido, las expectativas de Marine Le Pen en Francia, ese 46% de Hofer en Austria, la victoria del PVV de GeertWilders en Holanda, la victoria de Trump en los Estados Unidos… son sólo algunos indicios de que Occidente vuelve al nacionalismo, ante la perplejidad que causa los problemas con los que se enfrenta. Sorprende que en un mundo tan globalizado, con tanta dependencia financiera, tanto turismo, se produzca un fenómeno como este. 

Algunos consideran que este auge del nacionalismo es coyuntural, pues la dependencia que la globalización impone hará que los intereses se sobrepongan a cualquier ideología. Para ellos, este auge es sólo un fenómeno retórico de consumo interno. Así argumentaban los que veían imposible que Alemania y Francia se enfrentaran en una guerra en 1914 y se equivocaron. Fue la retórica la que prendió aquella guerra. 

Para otros, esta vuelta al nacionalismo tiene que ver con los perdedores de la globalización. Son los parados de los centros industriales en América o los habitantes de las zonas rurales en el Reino Unido, los que han votado a Trump y el Brexit. Y puede que lleven razón: la desigualdad produce indignación y echar la culpa a los extranjeros es una propuesta que cala en los electorados simples. Pero no hay tantos perdedores de la globalización en el Reino Unido, Francia, Austria u Holanda, ni siquiera en los Estados Unidos, ni son sólo los que tienen menos educación los que votan estas soluciones. 

La causa, en mi opinión, es más profunda. Tiene que ver con la educación, no con la cantidad de años de escolarización, sino con lo que se aprende. Y lo que se aprende, porque es lo que se enseña, es nacionalismo. Difuso y sutil, pero nacionalismo. Lejos de tener una educación y una cultura cosmopolita, lo que enseñamos y lo que subrayamos es lo nacional. Construimos en nuestras mentes la identidad a fuerza de circunscribirnos a una geografía, y de repetir un relato de lo que somos, subrayando y superlativizando lo propio. Subrayamos lo bueno de lo nuestro, no lo bueno de cualquier lugar del mundo. Construimos nuestra identidad acentuando las diferencias. 

La política, y hablamos de política, no se estudia en las escuelas, se sustituye por la historia. Y la historia que enseñamos es la de cada uno de nuestros países afirmándose unos contra otros. Los franceses leen la maldad de los alemanes; los británicos, su imperio; los norteamericanos, el supremacismo blanco. No enseñamos nada de China o de India. Latinoamérica o África no existen hasta que no llegaron los europeos. No enseñamos arte precolombino, ni tenemos idea de la literatura japonesa, ni sabemos nada del islam. Nuestro entorno cultural, salvo la superficialidad importada de Norteamérica, es nacional: los deportes, las actividades, los referentes populares. Hasta los medios más abiertos señalan antes un logro español, subrayando lo de español, que uno extranjero. Todo está referido a un nosotros cada vez más constreñido. Nos inoculamos nacionalismo, cada vez más local, continuamente. 

Las sociedades cosmopolitas no se hacen con el comercio, porque comerciar es compartir intereses, ni con el turismo, pues es viajar sin comprender, ni con corresponsales. Las sociedades cosmopolitas se hacen reconociendo a los otros, reconociendo su historia, su literatura, su arte, su ciencia, sus costumbres. Se hacen comprendiendo que ellos son nuestros mismos yoes con otras circunstancias. Se hacen con una buena educación. 

Mientras en nuestra educación y en nuestra cultura no entre otra humanidad que la nuestra, mientras no tengamos un nosotros más amplio y menos etnocéntrico, seremos sociedades de nacionalistas larvados que, en el mejor de los casos, tendrán un internacionalismo superficial con una pátina de buenismo hacia los países pobres. Nacionalistas larvados que pueden convertirse en totalitarios con tres ideas simples y retórica patriotera. 

El nacionalismo, decía Baroja, se cura leyendo y viajando. El problema es viajar cómo y leer qué. 

16 de enero de 2017