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lunes, 18 de febrero de 2013

Desafecto

He de confesarlo. Si mañana se celebrasen elecciones no iría a votar. Me quedaría en casa, incumpliendo lo que llevo defendiendo más de treinta años: que el voto es la forma democrática de manifestar la preferencia y no la calle. Por eso, no estando de acuerdo en muchas cosas con los partidos que he votado, siempre he ido a votar. Alguna vez, de joven, voté convencido; otras según el criterio de la opción menos mala; últimamente sólo por una genérica razón de alternancia. Hoy, sencillamente, no iría. Porque ya no confío en los políticos que nos representan, incluso me cuestiono la utilidad de muchas de nuestras instituciones. 

No es ya que los líderes políticos no cumplan sus promesas electorales y nos mientan. No es ya que estén más preocupados por su parcela de poder que por los problemas reales de la ciudadanía. No es ya que no tengan análisis y discurso y que nos quieran hacer comulgar con ruedas de molino. No es, ni siquiera, que tengan unas orejeras ideológicas que les impiden juzgar la realidad moderadamente, y se peleen como adolescentes. No es ni siquiera que nos crean tontos, y nos traten más como súbditos que les debemos pleitesía, que como ciudadanos libres con derechos. No es que los ciudadanos paguemos con nuestros impuestos una administración discrecional, ineficaz, que nos ahoga. No es ya que la democracia formal que nos reconoce la Constitución esté lejísimos de la democracia real que tenemos. 

No, no es por esto por lo que dejaría de ir a votar. Porque comprendo que los políticos construyan sus campañas sobre eslóganes, en las que lo que importa no es tanto ofrecer algo razonable, sino ofrecer algo mejor que el otro, por lo que puedo llegar a entender que hagan promesas que no van a cumplir. Como comprendo que sólo atiendan a lo que les llega y tengan una visión parcial de lo que pasa, que cometan errores y que tengan diferencias de pensamiento, incluso llego a comprender que crean que saben más que nosotros y que nos traten con soberbia y distancia, porque todo esto está en la naturaleza humana. Como llego a explicarme la imperfección del sistema de partidos, la de elección de candidatos, la de representación política y la ineficacia de la administración, porque no existen democracias perfectas y las burocracias son entidades pesadas, costosas e ineficaces. Todo esto lo comprendo porque está en la lógica de las limitaciones humanas: hay muchas cosas que no sabemos y todos tenemos diferentes conocimientos, intereses, valores e información. Soy consciente de que todo es perfectible, porque todo es inevitablemente imperfecto. 

Por lo que no iría a votar es por esa manifiesta falta de ética (y estética) pública que la clase política española, desde la Familia Real hasta algunos cargos públicos medios y en todos los partidos e instituciones, está mostrando. Tráfico de influencias y enriquecimiento, sobresueldos con dinero negro, financiación ilegal, sobornos, reparto ilegal de dinero público, malversación, dilapidación, comisiones ilegales e inmorales, transfuguismo, espionaje, traiciones, etc. Me avergüenza (¿qué estamos diciéndole al mundo?), me escandaliza (¿qué ejemplo estamos dándole a nuestros hijos?), me indigna y me hace desconfiar de las instituciones la corrupción que padece nuestra democracia. Como me hace desconfiar que no haya políticos que la enfrenten, que los partidos amparen a los corruptos por ese sentido "mafioso" que hace más importante el carnet que principios éticos o políticos elementales. Porque si los políticos honrados (que los hay y alguno conozco) no se enfrentan a la corrupción, ¿quién lo hará?, ¿tendremos que salir a la calle pidiendo que "se vayan todos"? La clase política española está jugando con fuego, porque crisis y corrupción es una mezcla altamente explosiva. 

Por eso no quiero que haya elecciones ahora. No iría a votar porque no sabría a quién. Y, puestos a confesar, no quiero elecciones ahora porque... aún habita en mí una débil esperanza de que algo se mueva. Aunque no sé bien qué. 

lunes, 4 de febrero de 2013

Cinco retos para el 2013

El conjunto de retos que tiene la sociedad española en este 2013 es tan impresionante que su mera enumeración es abrumadora. 

El primer reto al que se enfrenta España es una profunda crisis económica, ya en su sexto año, con una pérdida relativa de bienestar que nos lleva a la renta per cápita del 2002. España no solo no crece, es que decrece, corrigiendo muy lentamente los desequilibrios y generando, al mismo tiempo, una masa de paro de casi 6 millones de personas. La crisis que enfrenta España es tan profunda que solo una muy decidida política de reformas y el tiempo podrá revertirla haciendo que la economía española vuelva a una senda de crecimiento que cree empleo. 

El segundo es una consecuencia del paro y de las políticas de ajuste en el Estado del Bienestar. La sociedad española está viviendo la profundización de sus problemas sociales. De una sociedad con problemas de marginación enquistados, pero relativamente "controlados", se está pasando a una sociedad dual en la que se acrecienta el abismo entre los que sufren la crisis directamente (parados, inmigrantes, jóvenes con bajo nivel de formación) y los que la viven desde un puesto de trabajo estable, con niveles de renta confortables. El problema social en España se manifiesta en los desahucios, en el deterioro de las condiciones de los barrios, en la depauperación de la clase media. Un problema que se mantiene relativamente latente, porque la desigualdad y la distribución personal de la renta no están en la agenda política, pero que puede estallar en cualquier momento. 

El tercer reto al que se enfrenta España es, como consecuencia de la misma crisis y de sus errores de diseño, la reestructuración de su administración pública. La economía española, dado su nivel de ocupación y el de productividad, no puede sostener una administración pública tan costosa como la que tiene. No es posible, como ha ocurrido, mantener déficits públicos en el entorno del 6% durante muchos años, ni aumentar (hasta el 2012 en 277.000 puestos de trabajo según la EPA) el nivel de empleo público, cuando se han perdido 3 millones de puestos de trabajo en el sector privado y se dispara el gasto en prestaciones por la crisis. No se trata de reducir el gasto social o de recortar el gasto educativo o sanitario, se trata de hacer mucho más eficiente la administración pública española para hacerla menos costosa. 

El cuarto reto es de orden político. Y es que la política española está viviendo un momento muy complejo porque al reto soberanista catalán, grave en sí mismo por lo que implica de fractura (más en Cataluña que en el resto de España y con el resto de España), se une el inmenso desprestigio de la clase política por los escándalos de corrupción y falta de ejemplaridad en sus comportamientos. Un desprestigio que afecta a todos los niveles, empezando por la Familia Real hasta el último partido político que ha tocado algo de poder, y que está pasando del desafecto a la deslegitimación del sistema representativo. Una deslegitimación que puede ser muy peligrosa si la mezclamos, además, con estancamiento económico, paro y dualidad social. 

Y, por si fuera poco, España se enfrenta, en un momento de extrema debilidad, a un convulso e incierto proceso de construcción europeo (con parálisis por las elecciones en Italia y Alemania y el órdago británico), una amenaza difusa (pero real) en su seguridad por la inestabilidad que viven los países del Sur del Mediterráneo (Libia, Egipto, Siria) y del Sahel, y una permanente zozobra con las inversiones de sus empresas en Latinoamérica. 

Estos son los cinco retos, en mi opinión, a los que nos enfrentamos los españoles en estos tiempos. Cinco problemas que no siempre percibimos en medio del ruido de la actualidad. Cinco problemas que hemos de abordar decididamente para no caer en el caos. Cinco problemas que son "lo que está cayendo".