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lunes, 25 de octubre de 2004

Las razones históricas

Hay una soterrada campaña de poner en los medios de comunicación el tema de la Guerra Civil, para hacernos hablar de ella. Los campos de verano sobre las fosas comunes de la guerra y la postguerra, el documental de Palacios sobre los campos de concentración, el homenaje a los españoles de la división Leclerc, el proyecto de ley sobre la memoria de Companys, etc. son sólo una parte de esta campaña. Quieren, unos pocos de uno y otro bando, que miremos la historia de nuestra guerra y nuestra postguerra. Y no me parece, en principio, mal. 

Sobre nuestra Guerra Civil se ha estudiado y se ha escrito bastante. Para algunos no suficiente, para otros sí lo es. De cualquier forma, no nos pondríamos de acuerdo en el tema porque mucho o poco es un valor relativo. Pero el hecho es que se ha estudiado y se estudia permanentemente la historia de nuestra guerra y de nuestra larga postguerra y es normal que así sea porque eso acrecienta el conocimiento sobre nuestro pasado. Y tampoco me parece mal que se hable de esta historia. Incluso soy indulgente con que, en muchas de las modernas historias de nuestro pasado, y no sólo el del siglo XX, se carguen las tintas del lado de los vencidos, por aquello de la compensación, pues la historia la escriben los vencedores. No, no me parece mal que se escriba historia. Lo que me parece mal es que se utilice la historia para la política, para legislar manipulando nuestro futuro, para crear identidades que generan fracturas. 

Y es que, en mi opinión, la Historia es sólo un conocimiento. Es decir, un conjunto de frases con significado que se refieren a algo, hechos del pasado, y que creemos ciertas, según algún método de validación. La Historia es un conocimiento social. Pero nada más. 

La hacemos algo más cuando la usamos para justificar algo, cuando la usamos bastardamente, magnificándola, para exaltarnos o para victimizarnos. Cuando le damos más importancia de la que tiene. Cuando, por ejemplo, justificamos la situación de la Córdoba actual por su pasado árabe, olvidando que si nuestra ciudad es así, lo es por la forma en la que nos comportamos todos los que la habitamos, en absoluto, por cómo se comportaron unos tatarabuelos de los que ni siquiera sabemos su nombre. Más aún, lo que la gente de una generación tiene en común con la de su misma edad de cualquier país europeo, en valores, creencias, actitudes, comportamientos, formas de vida y de trabajo, es mucho más que lo que la une cualquiera de las generaciones anteriores. Nos parecemos más que a nuestros abuelos. Por eso es bastardo el uso que se hace de la historia para justificar cualquier decisión política. Ninguno de nosotros tiene responsabilidad en lo que hicieron bien o mal sus abuelos. 

Por eso es absurdo invocar razones históricas para hacer algo. Gibraltar debe estar bajo soberanía española porque es un nido de narcotráfico y de fraude y porque la mayoría de los servicios públicos se les prestan desde España, no porque firmáramos un Tratado en 1713. Y de igual forma creo que es absurda la separación del País Vasco o Cataluña porque nos hace a todos más pequeños y nos hace más ineficientes a todos, también a ellos, en plena era de la globalización. La razón histórica no es nada. No significa nada. Ampararse en ella es decir que hacemos algo porque algunos de nuestros antepasados hicieron lo contrario. Y esa es la menos racional de las razones. 

No, no llevaban razón ni Marx, ni Groce. La historia no se repite, ni como farsa, ni los pueblos que no la conocen están obligados a repetirla. Porque no existe el determinismo histórico, porque cada tiempo es diferente y, sobre todo, porque, siendo libres, el futuro está por construir. 

No, la Historia no puede servirnos ni como justificación, ni como coartada para hacer o dejar de hacer cosas. Lo que hagamos, lo que decidamos, lo que legislemos, ha de estar basado en la creencia de que la sociedad estará así mejor, no en el concepto de reparaciones históricas o en viejas interpretaciones del pasado. Por eso me parece mal el juego en el que se está entrando desde Cataluña, como me parece mal el injustificado uso de la historia que hace Aznar en sus clases y discursos. Miremos a la historia y recordemos que, en política, es un arma cargada de pasado, no de futuro. 

lunes, 11 de octubre de 2004

Epidemia nacionalista

No hace mucho, en la gala de presentación de TVE, coincidieron sobre el escenario Lorenzo Milá, Rosa María Sardá y Julia Otero. Y este televidente, en vez de escuchar lo que decían, pensó que los tres son catalanes. Más aún, se me ocurrió decir que hay un cierto imperialismo catalán en la vida política, económica y mediática de nuestro país, pues Maragall y el tripartito quieren marcar la reforma de la Constitución, la Caixa tiene la mayor cartera de participaciones industriales de España, y periodistas catalanes controlan el entretenimiento e información de las televisiones. Lo peor fue que me pasé el resto del programa calculando cuántos andaluces hay en las primeras líneas de cada profesión, y preguntándome porqué en las series televisivas el acento andaluz sólo se oye en boca de chismosas chachas o divertidos porteros. Confieso que he pasado, desde entonces, unos días con una cierta fiebre nacionalista, porque me ha enfadado el presupuesto regionalizado de inversiones para el año que viene. He padecido, pues, los primeros síntomas de una enfermedad que recorre España: la enfermedad nacionalista. Síntomas que, por ser una enfermedad del pensamiento, se manifiestan en frases que se deslizan en cualquier conversación. Frases, que siempre incluyen el ellos y el nosotros, sobre la historia mitológica de nuestra sociedad, sobre la superioridad de la raza, sobre la gran diferencia cultural, sobre la opresión y los agravios que permanentemente soportamos, sobre los símbolos. Frases que van contagiando la percepción de las diferencias, hasta que realmente las vemos. El origen de esta enfermedad en Europa es muy antiguo, casi dos siglos, pero, en su variante española y actual empezó en el País Vasco, ha tenido, hasta hace poco, una versión benigna en Cataluña, y se está generalizando por todos sitios ante la caída de las defensas, por debilidad intelectual de unos y política de otros. Y está llegando a afectar a gente como Pimentel o Clavero. 

De cualquier forma, el virus se ha formado y reproducido por el problema del encaje de las autonomías en la gobernación de España. Y es que la forma en que los políticos autonómicos han tenido de legitimarse ha sido el demostrar, frente al enemigo común del Gobierno de Madrid y ante la competencia de otros, que ellos eran mejores captores de fondos y competencias. Puesto que afirmar la unidad de España se identificaba con un discurso franquista, se cedieron, desde el Gobierno central, los espacios simbólicos, mediáticos y educativos, por lo que, en aquellas regiones con un mayor grado de diferenciación cultural, ha cristalizado un discurso de superioridad y victimismo permanente. De cualquier forma, para que, en este caldo de cultivo, la enfermedad se extienda entre la población, es necesario que un político o un partido, con la enfermedad desarrollada, la contagie. Y de estos hay cada vez más. 

El nacionalismo, en su variante más virulenta, genera regresión política y moral y, en casos extremos, puede ser mortal (como en Yugoslavia). Pero tiene cura. Una cura que empieza por desmontar las falacias históricas, por desarmar con datos el victimismo, por generar iniciativas de conocimiento y de igualdad. Una cura que pasa por implicar realmente, y de forma igualitaria, a los subsistemas políticos de las comunidades autónomas en la gobernabilidad de España. Una cura, en definitiva, que empieza por ver a todos como iguales y por pensar que podemos compartir el mismo espacio político de derechos y obligaciones. 

Y para garantizar la cura es conveniente seguir el tratamiento de viajar y leer que prescribió Pío Baroja contra el nacionalismo de Sabino Arana. Por eso, para curarme los síntomas de enfermedad que ya iba teniendo, me he recetado un viaje a San Sebastián, me he comprado unos libros de historia, veo al Barsa y he empezado a dar clases de catalán (en privado). Y estoy experimentando una gran mejoría. Igual Ibarretxe y Maragall se curan si Chaves los invita al Rocío, leen algo en castellano y se hacen del Betis. O del Córdoba, que necesita ahora apoyo.