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lunes, 19 de septiembre de 2011

Una política monetaria global

La semana pasada, los principales bancos centrales del mundo realizaron una acción coordinada para salvar de la quiebra al sistema financiero europeo, y con él, el del planeta. Una acción coordinada que tiene múltiples lecturas y que, en mi opinión, es necesario explicar, porque me da la impresión que, a fuerza de debatir de política fiscal (la más "política" de las políticas económicas), la opinión pública se olvida de la política monetaria, otro de los pilares de la política económica. 

La actuación de los principales bancos centrales en esta crisis es ahora bastante sensata. Después de haber sido uno de ellos (la Reserva Federal norteamericana) uno de los principales culpables de la crisis financiera por su pésima regulación, escasa supervisión de su sistema (error en el que no es el único culpable) y una política monetaria con tipos de interés reales negativos, el conjunto de los bancos centrales está haciendo, con no poca dificultad y no exento de matices, un buen trabajo. 

Un buen trabajo que consiste en hacer masivas emisiones de dinero que prestan a los bancos. Los bancos, a su vez, van refinanciando los vencimientos de la deuda que habían acumulado, al tiempo que van prestando este dinero a los Gobiernos, para así hacer que su balance, muy "contaminado" por los préstamos al sector privado y a algunos gobiernos de alto riesgo, vaya haciéndose más seguro. 

Todo ello a unos bajos tipos de interés, cercanos al cero, para que, a pesar de la absorción de impagados de los viejos préstamos, los bancos tengan beneficios, de tal forma que vuelva a haber confianza en el sistema bancario. Un sistema que es básico porque, además de ser el que iguala el ahorro con la inversión, es el trasmisor de la política monetaria hacia el sector privado. Sin un sistema financiero sólido, solvente y eficiente, no es posible que la política monetaria sea eficaz, o sea, que llegue a las familias y empresas y se reactive el consumo y la inversión. 

Sin embargo, las dudas sobre esta política no son pocas, sobre todo porque se está salvando a un sistema, el bancario, sin reformarlo en profundidad y sin pedir responsabilidades a los gestores que se han aprovechado de él. Es necesario salvar al sistema financiero, pero no sin exigir una nueva regulación de su actividad y una mayor supervisión y, desde luego, pidiendo responsabilidades y limitando los escandalosos salarios de los que han disfrutado muchos de sus directivos. Más aún, se está lanzando, como se está haciendo con la política fiscal, un mensaje erróneo a los agentes: dada la necesidad y las interrelaciones del sistema y la ausencia de responsabilidades, parece que no importa lo que hagan, porque se va a tratar igual a los que se portaron bien que a los que lo hicieron mal. 

Por otra parte, la acción de la semana pasada fue toda una lección de política económica global con no pocos significados. En primer lugar, porque los bancos centrales demostraron fortaleza institucional e independencia al no gestionar por intereses nacionalistas o electoralistas, evitando el recurso fácil a una guerra de divisas que hubiera perjudicado la recuperación mundial. En segundo lugar, porque se demostró que, ante una crisis global y en mercados globalizados, la solución empieza por ser global: la suma de soluciones parciales no da como resultado una buena solución para todos (algo que deberíamos aprender en Europa). En tercer lugar, porque la política monetaria demostró, una vez más, su rapidez ante las dificultades. 

De cualquier forma, no debemos confiarnos, porque la política monetaria es un instrumento rápido, pero no es la solución a los problemas estructurales de la economía mundial ya que su efecto es limitado en el medio plazo y porque un exceso genera también problemas, especialmente, inflación. 

Así pues, un aplauso, y sin que sirva de precedente, a los bancos centrales. Ahora lo que hace falta es hacer bien y rápido todo lo demás. O sea, casi todo. 

lunes, 5 de septiembre de 2011

Regla fiscal y constitución

La crisis económica no ha tomado vacaciones. El mes de agosto ha sido muy movido, tanto, que los gobiernos no han parado, manteniendo el ritmo de los meses anteriores. El nuestro, fiel a su estilo, ha improvisado incluso una reforma constitucional express para limitar el déficit público que ha generado, como siempre, más ruido político que efectos económicos. 

La idea de constitucionalizar una regla fiscal de limitación del déficit y/o de la deuda (propuesta del Nobel James Buchanan en los 80) tiene como objetivo dar credibilidad a la política fiscal, pues, de cumplirse, impide derivas demagógicas hacia el déficit a las que son propensos casi todos los políticos, al tiempo que limita la tendencia de las burocracias públicas a su permanente crecimiento (según el modelo de Niskanen en 1971). Limitar constitucionalmente el déficit da consistencia a la política fiscal a corto plazo porque impide el exceso de gasto cada año, mientras que limitar la deuda es una forma de asegurar la financiación a largo plazo porque, sobrepasado el límite, el déficit se tiene que convertir en superávit. Una regla fiscal doble, sobre déficit y deuda, consolida, de cumplirse, la reputación de la política fiscal, derivándose no pocos efectos económicos beneficiosos, empezando por una financiación más barata para la economía y una mayor eficacia en el gasto y en la recaudación. En el fondo, además de reflejar una desconfianza sobre la responsabilidad de los políticos, es una regla que garantiza la sostenibilidad de lo público a lo largo del tiempo, al impedir la traslación a las generaciones futuras de los excesos de gasto de las actuales, y limitar las incertidumbres. 

La eficacia de una regla fiscal constitucional depende de muchos factores. En economías con una buena dotación de capital público y que necesiten financiación exterior y/o quieran mantener la estabilidad exterior de su moneda, pero que tengan sistemas políticos complejos y descentralizados con posibilidades de descoordinación fiscal, las reglas fiscales son útiles, siempre que se diseñen correctamente (con contrapesos suficientes y automáticos) y se cumplan. 

Teniendo esto en cuenta, la reforma constitucional del artículo 135 tiene, en mi opinión, tres elementos positivos: el que se haya hecho, pues es mejor tener la regla que no tenerla; que se haya hecho por consenso entre los dos grandes partidos nacionales; y, finalmente, que se haya hecho rápidamente y ahora, porque nunca el PSOE la hubiera aceptado de estar en la oposición. Sin embargo, la reforma tendrá pocos efectos a corto plazo, pues es ambigua por no incluir cifras, no definir qué es el déficit estructural y no fijar un plazo de cumplimiento. Fiar todo esto a una ley orgánica es rebajar el efecto y podría quedarse en nada como otros preceptos constitucionales. A medio plazo, sin embargo, será útil, pues será una coartada para el ajuste fiscal que habrá que hacer en los próximos años y un precedente para hacerlo con el consenso de los grandes partidos. Pero no sustituye ni orienta todas las reformas estructurales que han de hacerse. 

Políticamente, la reforma ha retratado la crisis política que también sufrimos: un Gobierno terminal que es capaz de reformar la Constitución al dictado de Europa, como último recurso para no ser intervenido (así de grave es la situación), pero que sigue improvisando hiperactivamente, consciente ahora de no haber hecho lo que debía y no tener ya tiempo para hacerlo; una oposición que gobierna a la espera de las elecciones para certificar su victoria ante un contrario desorientado; unos nacionalistas que solo están en Madrid como "embajadores" y no como representantes del pueblo español; una izquierda ideologizada que nada sabe de economía; unos sindicatos y grupos de indignados que, incomprensiblemente, quieren tener que pagar deuda futura... En fin, la reforma la ha hecho una compañía de actores de una comedia del absurdo, aburrida y amarga, en la que late el drama de 5 millones de parados. Un drama que no se va a acabar con un cambio constitucional.