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lunes, 21 de junio de 2004

Nueva (Vieja) política

Cuando Rodrigo Rato se hizo cargo de la economía española, en abril de 1996, siguió, por convencimiento propio y por imposición de CiU, una política macroeconómica similar a las que había mantenido, y por las mismas razones, Pedro Solbes en el último gobierno de González. Ahora que Solbes vuelve a la dirección de la economía española, los planes que nos está dando a conocer sugieren que vamos, con matices, por la misma senda de política económica. Hay, pues, una continuidad básica en la política macroeconómica española. La nueva política del nuevo gobierno es la misma vieja política del viejo gobierno. Lo cual es una buena noticia, porque las alternativas de política macroeconómica para una economía como la española no son muchas. Y es que una economía de mercado desarrollada, abierta y con una moneda común, no tiene más remedio, para crecer y crear empleo, que intentar controlar su inflación, tener unas finanzas públicas relativamente equilibradas y unos mercados flexibles. Sólo así se puede competir en los mercados integrados y globalizados. 

Este esquema de política económica nos ha dado, en los últimos diez años, buenos resultados: la renta per cápita española ha ido creciendo y convergiendo con la renta europea; la inflación española, aunque más alta que la media europea, está, comparada con nuestra propia historia, en unos niveles soportables; la tasa de paro se ha reducido, en los últimos ocho años, a la mitad; las finanzas públicas son solventes, al tiempo que suficientes, para el razonable estado del bienestar del que nos hemos dotado en los últimos veinte años. Buenos resultados que han sido posibles precisamente por la sensatez de la continuidad en la política macroeconómica española dentro del contexto de la plena integración en la economía europea. Hay continuidad en la política macroeconómica y es, al menos en mi opinión, bueno que la haya. 

Pero la política económica es mucho más que grandes líneas de política macroeconómica. Es también política microeconómica. Esa política que ha fracasado porque estamos viviendo una escalada del precio de la vivienda, porque hay servicios que han aumentado su precio en pocos años al doble, porque nuestros jóvenes se encuentran un trabajo de doce horas por menos del salario mínimo y sin asegurar. La esencia de cualquier política microeconómica es la regulación de un mercado. Y con respecto a la regulación de un mercado pueden darse tres casos que lo hagan funcionar mal: que haya un exceso de regulación que coarte la iniciativa o lleve al sistemático incumplimiento de las normas; que falte una regulación clara e igualitaria; o, finalmente, que haya una regulación obsoleta o mal planteada. Y de los tres casos tenemos en España abundantes ejemplos. El mercado de trabajo, el de vivienda, el de la televisión, el de gas, el de electricidad, el de carburantes, el de las medicinas, el de los servicios profesionales, etc. son sólo algunos ejemplos en los que las regulaciones fallan y dan como resultado un exceso de demanda o de oferta, una falta de competencia real, una espectacular subida de precios o de las subvenciones. También se da una cierta continuidad en la política económica. Porque los ministros socialistas han aprendido a hacer declaraciones para después hacer una peor regulación. Así, la nueva ministra de vivienda promete miles de actuaciones, cuando son los ayuntamientos los que tienen las claves del mercado. Y Caldera, flamante ministro de trabajo, inicia reuniones con los sindicatos, cuando los trabajadores sindicados son, precisamente, los que tienen todos los derechos. O el ministro Montilla habla de regular los horarios comerciales para proteger al pequeño comercio que lo que tiene que hacer es adaptarse a los nuevos usos del tiempo por parte de las nuevas familias. Esta continuidad en las políticas microeconómicas no es, al menos en mi opinión, buena. Porque tiene el riesgo de convertir los microproblemas de siempre en macroproblemas para siempre. El gobierno anterior los conservó, éste no debería hacerlos progresar... haciéndolos crecer. 

lunes, 7 de junio de 2004

Momento constituyente

Lo quiera o no el ministro Jordi Sevilla, el hecho es que estamos en un momento constituyente. Porque en los próximos meses se sustanciará la Constitución Europea, porque se ha abierto la reforma constitucional española en el discurso de investidura del presidente Zapatero, porque hay grupos de trabajo en todas las comunidades haciendo borradores de nuevos Estatutos. Podremos no querer llamarle reforma constitucional, podremos no ser conscientes de ello o no querer debatirlo, pero el hecho es que se está hablando sobre qué límites va a tener el ejercicio del poder político, que eso son los derechos, y, lo que es más llamativo, hemos empezado a hablar de quién o quiénes serán los que regularán en el futuro nuestra vida social, que eso son las competencias. Y porque estos asuntos son sustantivos de un sistema político es por lo que se incluyen en la Constitución Europea, la Constitución española y en los Estatutos. 

El momento histórico no es casual. Las fuerzas desatadas con la globalización han hecho aparecer nuevos agentes políticos que explotan nuevas formas de poder. Las empresas multinacionales, las organizaciones no gubernamentales globales, los nuevos medios de comunicación, los think-tanks creadores de ideología, etc. son agentes de dimensiones mundiales que están desbordando el marco político de los Estado-nación de tamaño medio y pequeño. Para enfrentar con éxito los retos que los nuevos agentes políticos plantean en pos de sus intereses, no siempre legítimos y no siempre sociales, es por lo que han surgido las integraciones regionales, de las que la Unión Europea es, quizás, el ejemplo más acabado. Dicho de otra forma, porque hemos permitido que nazcan con la globalización gigantes económicos y sociales, que pueden transformar su tamaño en poder político y capacidad de influencia, es por lo que es necesario, antes de que se conviertan en monstruos, crear instituciones democráticas que puedan controlarlos. De otra forma nos veríamos abocados a la tiranía de las multinacionales de todo tipo y al vaciamiento real de nuestras democracias. Pero este proceso mina el mismo concepto de Estado. Ese monopolio de violencia sobre una población asentada en un territorio, según la maravillosa definición de Max Weber, empieza a resquebrajarse cuando cede soberanía sobre la economía o la política exterior, cuando sus leyes son meras traducciones de acuerdos intergubernamentales. El Estado, así, va quedando, tras este proceso, en una realidad virtual, con cada vez menos competencias, menos funcionarios, menos recursos, engranaje básico de otro ente multinacional pluricultural. La Constitución Europea es, en este contexto, la expresión legal final del este proceso que los europeos hemos vivido con mayor intensidad. Por eso no es casual que sea ahora, ni que se acelere su redacción ante las amenazas e incertidumbres del mundo post 11-S y M. 

En España, además, está madurando ahora otro proceso que iniciamos hace 25 años con la Constitución. Un proceso paralelo de descentralización política y administrativa. Un proceso que respondía a la diversidad de España y que se acentuó como reacción al centralismo franquista. Un proceso que, en no poca medida, ha permitido hacer más cercano el poder político al ciudadano. Un proceso que, empezado en un contexto político determinado, debe ser replanteado ante la nueva realidad política del mundo, tanto para descentralizar otras funciones, como para volver a centralizar otras que se mal descentralizaron. Y porque estamos cediendo soberanía hacia arriba y hacia abajo, y eso cuestiona el hecho en el que se fundamenta toda nuestra Constitución que se recoge el artículo primero que declara que la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado, es por lo que, le guste o no al ministro, me guste o no, estamos en un momento constituyente. Un momento del que hemos de ser todos conscientes y en el que todos hemos de hablar. Y no sólo los nacionalistas historicistas o los oportunistas del tipo Maragall, que son a los únicos a los que, de momento, se les oye.