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lunes, 19 de diciembre de 2016

PISA y mucho más

Hace un par de semanas se publicó el famoso informe PISA (Programme for Internacional Student Assessment) de la OCDE que compara los resultados educativos en lectura, conocimientos de ciencias y habilidades matemáticas de estudiantes de 15 años en más de 70 países. Y como pasa desde que se publica, España y, especialmente, Andalucía, dan resultados malos: si el máximo es 10, España da en lectura 7,9 y Andalucía solo 7; en ciencias 7,2 y nuestra comunidad autónoma, solo 6,3; y, finalmente, en matemáticas, 6,7 y 5,8, respectivamente. España está en la media, Andalucía por debajo. Y el problema no es solo el que reflejan estos datos, es más profundo. 

Porque un sistema educativo básico, el que forma a las personas hasta el inicio de la edad adulta (los 16 años), funciona bien si están en la escuela los que tienen que estar, los estudiantes aprenden lo que han de aprender en el tiempo que han de aprenderlo y si, terminada esa etapa de educación básica, continúan en su formación. Es decir, un sistema funciona bien si la tasa de escolarización se acerca al 100% (algo que prácticamente se ha logrado); si la tasa de repetición es pequeña (no del 38% como tenemos en Andalucía frente al 12% de la OCDE); si en el Informe PISA se está cerca del 10 (y no en el 6,38 de media); y la tasa de abandono escolar tiende a cero (y no es del 23,8%, frente al 10% en la Unión Europea). Con estos datos en la mano tenemos que decir que, objetivamente, la educación andaluza va mal y no es solo por los datos del informe PISA. 

Las causas de nuestros problemas educativos son múltiples. Desde luego, no son causas de nuestros problemas ni el franquismo, ni los cambios normativos, ni la LOMCE, pues, si así fuera, no habría en España diferencias regionales tan acusadas con Comunidades Autónomas (Castilla-León, Madrid, Navarra o Galicia) con todos los indicadores similares a los de los mejores países. Ni se puede decir que la causa es el menor nivel de renta per cápita o del gasto medio educativo, pues entonces Castilla-León o Galicia no estarían donde están. Como tampoco lo son los recortes en educación, pues entonces Portugal no hubiera subido como lo ha hecho, ya que su recorte en gasto por estudiante ha sido el doble que el español. No hay, finalmente, una causa regional idiosincrática como el clima, nuestra mentalidad o los referentes sociales de las familias andaluzas. Realmente no creo que los problemas de fondo de nuestro sistema educativo sean esos, aunque puedan encontrarse correlaciones entre estas causas y nuestros resultados. 

Posiblemente las causas sean más simples y tengan más que ver con cómo gestionamos nuestros recursos, especialmente los claustros, pues si los estudiantes son el objetivo de la educación, el profesorado es la esencia del sistema. Seguramente, si mejoráramos la ratio de profesores por estudiante, cubriéramos las bajas, simplificáramos la burocracia con la que se carga a la actividad y posibilitáramos la innovación docente, diéramos más autonomía a los centros, para que hagan realmente proyectos educativos adaptados a su entorno, si les estabilizáramos los claustros, si modificáramos los métodos de gestión administrativa, si les diéramos autoridad a las direcciones y amparo al profesorado, etc. Los resultados serían otros. Desde luego que existen causas sociales (bucles de pobreza en barriadas con familias sin expectativas), como existen causas económicas (un esclerótico mercado de trabajo), que se correlacionan con nuestros resultados educativos, pero la clave de nuestros males, en mi opinión, está en un erróneo concepto de nuestra gestión educativa. 

Un concepto erróneo que tiene mucho que ver con la concepción política de la educación como fuente de votos y un mecanismo de legitimación. Quisimos la competencia educativa porque, gestionada desde Sevilla, nos iba a ir mejor. La tenemos desde hace más de 30 años y hemos conseguido poco. Por supuesto, la culpa es de Madrid. 

19 de diciembre de 2016 

lunes, 5 de diciembre de 2016

Elecciones en Austria

En el momento en el que escribo estas líneas, los austríacos están votando. Son la repetición de unas elecciones presidenciales que se anularon por errores en la custodia de los votos por correo y, puesto que el resultado de las elecciones anteriores se dirimió por solo 31.000 votos, las encuestas dan un empate técnico cuyo desenlace lo tendrá quien esto lea en estas mismas páginas. 

Estas presidenciales en Austria no son, en sí mismas, importantes. El presidente federal austríaco tiene unas competencias meramente representativas, aunque puede convocar elecciones legislativas, ya que el poder real radica en la Cancillería. Además, quien sea el presidente de Austria no es especialmente relevante para el conjunto de Europa, ni para el mundo, pues Austria es un muy rico país de poco más de 8 millones de habitantes (ligeramente mayor que Andalucía) sin proyección marítima. Los dos candidatos, Alexander van der Bellen y Norbert Hofer, son dos personas radicalmente diferentes. Alexander van der Bellen es un político independiente, de 70 años, profesor de economía, de fuertes convicciones ecologistas, europeísta en un sentido amplio y una visión cosmopolita de Austria, está apoyado por los Verdes, por los socialdemócratas del SPÖ y los moderados del ÖVP. Frente a él, Norbert Hofer es un joven político del viejo FPÖ de Georg Haider (extrema derecha), con fuertes anclajes nacionalistas, liberal en lo económico, revisionista frente a Europa, contrario a la inmigración (especialmente la de origen musulmán) y con una visión de una Austria clásicamente germánica. 

La campaña electoral ha sido modélica en las formas y muy dura en los contenidos. En las formas, la campaña ha sido suave, como es tradición en la educada Austria, pues, desde la presencia en la calle (con charangas y caramelos) hasta el debate en televisión del jueves pasado, los dos bandos han sido respetuosos, aunque los mensajes hayan sido muy antagónicos. En el debate televisivo, incluso, los dos candidatos se trataron con una cortesía impropia de dos políticos tan en las antípodas ideológicas. 

Pero lo relevante de estas elecciones no es ni su importancia real, ni las personas que encarnan las candidaturas, ni su educada campaña (con algún chanchullo por parte del FPÖ), sino las dos concepciones de la sociedad y de la política que se enfrentan en ellas. Van der Bellen representa un conjunto de valores cosmopolitas que construye la identidad a partir de reconocer que los seres humanos somos esencialmente iguales, y que lo que nos diferencia (el color de la piel, la lengua o la cultura) es contingente, que podría ser de otra forma, que «el otro» es solo «el mismo yo con otras circunstancias». Van der Bellen arma un discurso en el que la identidad se construye por agregación de culturas: las sociedades del futuro serán, para él, multiculturales, todos debemos ser cosmopolitas. Por su parte, Hofer representa la romántica y muy germánica idea de que lo que nos identifica, lo que nos hace pertenecer a una comunidad y nos une, es lo cercano, es decir, la lengua, la raza, la religión, un conjunto de mitos más o menos compartidos. Para Hofer, lo que nos da identidad, y nos hace comunidad, es lo circunstancial, lo social. Frente a van der Bellen, la posición de Hofer es extremista porque es excluyente. 

En las elecciones austríacas, como ya ocurrió en las norteamericanas, y seguramente ocurrirá en las francesas, lo que late, no es, pues, sólo una cuestión de quién es el presidente, sino un enfrentamiento entre dos conceptos de ser humano y de los valores sobre los que construir nuestras sociedades. Un enfrentamiento entre el cosmopolitismo y el nacionalismo. 

No sé, cuando firmo este artículo en Linz, quién ha ganado finalmente. Si ha ganado van der Bellen significa que la idea de la ciudadanía cosmopolita aún resiste. Si ha ganado Hofer es que el incendio del nacionalismo identitario acaba de prender en Europa, como ha prendido ya en Norteamérica. Y, si es así, ¡pobre Europa! 

5 de diciembre de 2016