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miércoles, 19 de diciembre de 2018

Vox

La irrupción de Vox en el panorama político ha sido una sorpresa para todos. Incluso para ellos, pues, ni las encuestas más optimistas les daban más de tres escaños. Nadie esperaba que llegaran a los 390.000 votos que han tenido, casi el 10% de los votos en Andalucía. Ni que obtuvieran 12 escaños y la llave del Gobierno. Y, menos, con una campaña como la suya: sin candidatos conocidos, sin estructura, sin presencia en los medios, sin publicidad. 

El análisis de este resultado es sencillo, pues, en mi opinión, se ha producido por el desgaste, ya largo, del Partido Popular y del PSOE. La sorpresa ha sido que los votantes que lo han causado se han comportado, esta vez, de una forma diferente a como se esperaba. 

Es evidente que la inmensa mayoría del voto a Vox son antiguos votantes del PP. Gente que ha optado por Vox desencantada al descubrir que el partido al que han votado desde los noventa era un nido de corrupción con exministros en la cárcel. Son gente que no ha entendido la leguleya gestión de Rajoy en Cataluña y que abomina de las concesiones, también del PP, a los nacionalistas, por lo que cuestiona las autonomías. Gente que quiere reivindicar su españolidad y que rechaza los ataques a sus símbolos de esta españolidad: la bandera, el himno, la historia imperial, los toros, la caza, etcétera. Gente que no termina de aceptar los cambios culturales y demográficos y se siente amenazada por el feminismo militante, la inmigración y la diversidad que comporta, la incertidumbre de la globalización. La mayoría no son nostálgicos franquistas, sino «personas de orden» que han perdido el referente que suponía el PP y a los que ha contaminado una eficaz campaña de fake news en redes al estilo Trump. Entre otras cosas porque el Partido Popular lleva años sin discurso, sin un proyecto de futuro, sin propuestas y sin presencia. Y, para ellos, el señor Moreno Bonilla no es nadie. 

El resto del voto a Vox es de origen variopinto, siendo significativos los votantes enfadados con la Junta y con los partidos tradicionales por el enquistamiento de problemas concretos en determinados barrios y localidades. Votantes que, por su nivel de renta, normalmente hubieran votado a opciones de izquierda, y que, por el enfado con la Junta y los políticos, en esta ocasión, en vez de votar a Podemos o abstenerse, han votado a Vox. Y, finalmente, ha ido a Vox una parte importante del voto antisistema de derecha. 

Pero todo esto no hubiera dado 12 parlamentarios y la llave del gobierno andaluz si, en paralelo, el voto al PSOE no se hubiera desmovilizado. Sin los abstencionistas del PSOE, Vox se hubiera quedado en menos de la mitad de escaños. Son «socialistas de toda la vida» que, en estas elecciones, se han quedado en su casa porque reconoce la corrupción y el amiguismo de su partido. Gente que le incomoda el Gobierno Sánchez, el apoyo de los independentistas y su trato de favor a Cataluña. Gente en contra de Susana Díaz por el triunfalismo de su propaganda y la superficialidad de su política. Gente harta de la Junta y sus promesas. 

La mayoría del voto a Vox procede del PP. Por eso, es el PP el que tiene que pensar en cómo volver a integrar este voto, sin perder por el centro el voto hacia Ciudadanos, reformulando ideas, renovando caras, haciendo pedagogía democrática. Pero la relevancia de este resultado tiene su origen en la desmovilización de los votantes del PSOE, por sus graves errores de proyecto, de gestión y de discurso. 

Fue la crisis de los dos viejos partidos la que trajo nuevos actores al panorama nacional (Ciudadanos, Podemos, etc.), pero han sido su inacción ante su corrupción, la escasa frescura de sus discursos, su escasísima renovación real, la que ha traído estos resultados. Veremos si reaccionan a tiempo, pues el partido solo acaba de comenzar. 

19 de diciembre de 2018 

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Más de lo mismo

Cuando escribo estas líneas no sé el resultado de las elecciones, pues escribo justo el domingo y a miles de kilómetros. Pero, siendo importantes, que lo son, no son relevantes, porque, gane quien gane, solo tendremos más de lo mismo. Aunque el bipartidismo se haya finiquitado y se configure un nuevo parlamento; aunque parezca que se avecina una forma nueva de gobernar; aunque ahora haya caras nuevas, mucho me temo que poco va a cambiar en la política andaluza. Y no va a cambiar porque nuestra política es una política infantil, localista, superficial y conservadora. No importa quién gobierne, pues estas características no cambian. 
 
La política española y andaluza es infantil porque, como los niños, los políticos no tienen sentido del tiempo, no saben mirar a largo plazo. Nuestros políticos viven intensamente el día a día, sueñan con ser algo de mayores, pero no saben qué. En la política española no se tienen en cuenta las variables importantes, solo se analizan (si se hace) las tendencias, no se debate sobre el mundo que se nos avecina. En España, y no digamos en Andalucía, los temas cibernéticos, de la biotecnología, de la nueva antropología o de las fronteras éticas ni siquiera suenan y, cuando lo hacen, se tratan ingenuamente, como cuentos de hadas. El mundo está cambiando, y nosotros, los andaluces, seguimos enfrascados en los mismos tópicos y debates. Un nuevo mundo y una nueva humanidad se nos avecina y nada hay en nuestra sociedad, ni desde luego, en nuestra política que lo anuncie. 
 
Nuestra política es increíblemente localista y cerrada, lo que mal casa con la geografía que habitamos. Bastaría con que supiéramos leer un mapa de la realidad para que nos diéramos cuenta de que España es un territorio de frontera: entre dos mares, entre dos continentes. Somos la frontera entre un continente joven, África, cuya población es ya de más de 1.200 millones y crece al ritmo de más de 30 millones cada año, y Europa, un continente de 740 millones, que no crece y que es viejo. En África nace una España en año y medio, una Andalucía en un trimestre. En 10 años, el desequilibrio poblacional y económico será tal que ni el Sahara, ni el Mediterráneo, ni los corruptos países del Magreb, ni las alambradas serán suficiente para contener la marea. Y, en primera línea, Andalucía. Una región que no sabe dónde está África. 
 
Además, nuestra política es muy superficial. Basta con haber escuchado los debates o leído las propuestas de nuestros candidatos y candidatas para darnos cuenta de lo simples de sus planteamientos. Para empezar, porque son incapaces de analizar con una media solvencia técnica los problemas de convergencia, paro, industrialización, dinámica social, inmigración, medio ambiente o corrupción de nuestra comunidad. Más aún, no solo no saben, sino que las soluciones las abordan con unas orejeras ideológicas del siglo XIX. Es increíble que todavía sea un argumento calificar a una medida de «derechas» o de «izquierdas», como si el calificativo justificara una acción. Como es asombroso que, en la pasada campaña electoral, se hayan utilizado ideas de los años treinta del pasado siglo. Como es un insulto a la ciudadanía que los políticos se insulten. 
 
Infantil, localista, banal y conservadora. Terriblemente conservadora, pues siempre discutimos de lo mismo, hacemos los mismos pobres análisis, damos las mismas ideologizadas soluciones y debatimos de la misma forma. En Andalucía son conservadores hasta los que dicen no serlo porque siempre buscan en el pasado las soluciones a los problemas del futuro. 
 
No sé si es ya la edad, que es posible, o la distancia desde la que escribo, que lo hago desde Austria, lo que sí sé es que la campaña electoral andaluza ha estado a la bajura de mis expectativas. Y lo que me temo es que el Gobierno de la Comunidad ni siquiera estará a la altura de éstas. 
 
5 de diciembre de 2018

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Pobreza andaluza

En Andalucía hay pobreza. Urbana y rural. Pobreza, personas pobres. Una pobreza que tenemos ahí, que conocemos, que no queremos ver, que ignoramos conscientemente. Bastaría con preguntar a cualquier adulto en la calle de cualquier ciudad andaluza por los nombres de los barrios pobres, y rápidamente tendríamos una, dos o varias respuestas. Todos los andaluces sabemos que en Andalucía hay pobres desde hace mucho tiempo. 
 
Para que nos hagamos una idea de la magnitud del problema basta con un dato del INE, que la Junta recoge en su pésimo informe Estrategia Regional Andaluza para la cohesión e inclusión social. Intervención en zonas desfavorecidas, aprobado el pasado 28 de agosto, (pág. 20): en Andalucía, según datos INE (2016), la tasa de riesgo de pobreza es del 35,4%, mientras que la media española es 13,1 puntos inferior. Lo que significa que el riesgo de pobreza en Andalucía es un ¡58% mayor! que en el resto de España. Un riesgo que se concentra en 187 barrios a los que la Junta ha llamado Zonas Desfavorecidas Identificadas (ZDI) en las que residen 1.490.215 personas, el 17% de la población andaluza (pág.28). Es decir, hay casi un millón y medio de andaluces que viven en barrios y zonas con alto riesgo de pobreza. 
 
Por supuesto, no todas estas zonas o barrios son iguales. En algo más de la mitad es donde se concentran las peores situaciones, con niveles no ya de riesgo, sino de pobreza cierta. Dicho en plata: en Andalucía casi 900.000 personas viven en situación de pobreza, con rentas familiares medias que están entre los 550-800 euros al mes (6.600-9.600 euros/año) o lo que es lo mismo, con rentas que son el 25% de la renta familiar media española. En Andalucía hay, pues, 900.000 personas que viven como si lo hicieran en Centroamérica. 
 
Son barrios en los que la tasa de paro llega al 50% de la población adulta y malviven con el trapicheo, con lo que salga y con las ayudas sociales (cuando llegan). Son barrios con un índice de abandono escolar de casi el 40%, con tasas de analfabetismo superiores al 5% y más de un 20% de personas sin estudios. Son barrios en los que menos del 5% tienen estudios de bachillerato. Barrios en los que las viviendas no llegan a 60 metros cuadrados, en las que se hacinan una media de 5 personas. Barrios en los que la gente no llega a finales de mes y pide a préstamo, además de la familia, no a un banco, sino a los usureros. Son barrios... 
 
Son barrios en los que las condiciones de vida no han cambiado significativamente en los 30 años de retórica autonómica, a los que los ciclos de crecimiento no llegan, pero sí llegan las crisis. Son barrios a los que las administraciones públicas no saben tratar. Son barrios a los que unas cuantas ONG, organizaciones de Iglesia, funcionarios voluntariosos y unos cuantos vecinos comprometidos contienen. Barrios que necesitan ayuda y, desde luego, otras políticas y actitudes sociales. 
 
En Andalucía hay pobreza. Y porque existe y me interpela como andaluz, me enfada la campaña en la que se han enzarzado unos y otros por frívola y superficial. Porque en esta pobreza hay una responsabilidad del PSOE que ha tenido más de 30 años para abordarla en serio y no con eslóganes vacíos que nada significan y recetas fallidas por ideológicas. Y una responsabilidad de la oposición, que, en un caso, ignora y se desentiende de estos problemas y no sabe proponer alternativas, y, en otro, la explota y busca soluciones en filósofos del siglo XIX. 
 
En Andalucía se vive muy bien, repetimos los andaluces a los foráneos. Y es cierto, pero según donde te haya tocado nacer. Andalucía te quiere, decía un anuncio de la Junta. Y es cierto, pero a unos más que a otros. Porque en Andalucía, aunque no queramos saberlo, hay pobreza. Hay andaluces pobres. 
 
21 de noviembre de 2018 
 

miércoles, 7 de noviembre de 2018

Paro andaluz

Que el paro es el primer problema que tiene la economía andaluza es una obviedad que no por repetida deja de ser cierta. Un problema que se repite EPA tras EPA, pues mientras que la media nacional ha bajado en la última encuesta hasta el 15,28%, Madrid está en el 11,86% y Cataluña en el 10,63% (economías regionales de nuestro tamaño), el mercado de trabajo andaluz sigue teniendo una tasa de paro del 22,85%. Además, la tasa de actividad, es decir, el porcentaje de población en edad de trabajar que está incorporada al mercado laboral, es sólo del 56,8%, dos puntos por debajo de la nacional y 4,2% por debajo de la catalana y casi 8,7% menor que la madrileña. 
 
¿Qué pasaría si la economía andaluza tuviera las tasas de actividad y de empleo iguales a la media nacional? ¿Y si tuviera los mismos datos de Madrid o Cataluña? Los cálculos son sencillos y se pueden resumir en seis cifras. Si Andalucía tuviera las tasas de España tendría 133.000 activos más y 440.000 empleos más. Con las cifras de Madrid tendría 454.000 activos más y 510.000 empleos más, mientras que con las de Cataluña tendría sólo 302.000 activos más, pero 750.000 empleos más. 
 
Lo significativo de este ejercicio es que cuantifica el número mínimo de puestos de trabajo a crear para empezar a pensar en una convergencia en renta con la media la nacional. Andalucía necesita crear unos 500.000 empleos más para ir reduciendo su brecha histórica. Como es indudable que no es posible crear esos 500.000 empleos en el Sector Público (entre otras cosas porque no habría quien soportara los impuestos para financiarlo y ya tenemos una administración pública sobrecargada) la pregunta es, entonces, cuántas empresas habría que crear o cuanto tendrían que crecer las empresas actuales, y si es posible hacerlo. Y la respuesta, por desgracia, es que es muy difícil que esto se produzca, pues en Andalucía el gen emprendedor no se valora (un porcentaje exagerado de jóvenes quiere ser funcionario), y a las empresas emprendedoras se les ponen trabas de todo tipo, pues nuestra cultura no ve el beneficio como legítimo y siempre considera al empresario como sospechoso. Mientras la sociedad andaluza no valore a los emprendedores y las administraciones públicas no sean más amables con las iniciativas empresariales, no se crearán los 500.000 puestos de trabajo que nos llevarían a converger en la renta media española. 
 
Lo esperanzador es que nuestra situación no se debe a una crisis diferencial andaluza, pues Madrid y Cataluña tuvieron una crisis industrial más profunda a principios de los 80, mientras que han sufrido los mismos avatares que nosotros en la última crisis. Como tampoco tiene que ver con una arquitectura institucional diferente, pues el Gobierno Central es el mismo y nuestra Comunidad Autónoma no ha tenido menos competencias que las otras comunidades, ni hemos tenido un sistema de financiación diferente que el de Madrid y Cataluña (algo que sí se podría argumentar con el País Vasco o Navarra). Tampoco se puede aducir el peso de la Historia, pues en 40 años de democracia, los andaluces hemos sido responsables en gran medida de nuestra propia economía, la tasa de analfabetismo es (oficialmente) irrelevante, nos hemos dotado de capital público suficiente (infraestructuras) y hemos tenido una significativa financiación europea. 
 
Quizás lo que hemos tenido, además de una cultura que desprecia o silencia, muchas veces por envidia, al emprendedor (¿cuántas estatuas tienen los empresarios? ¿cuántas medallas de oro de Andalucía se les conceden?) ha sido una política económica sectorial errónea y un exceso de presencia de los políticos en todos sitios. 
 
Las tasas de actividad y de paro son síntomas de una economía y una sociedad enfermas. Pues un buen sistema educativo da como resultado un capital humano empleable y una buena política económica da como resultado un tejido empresarial que lo emplea. Curiosamente dos de las cosas sobre las que tenemos que pedir cuentas en los próximos días. 
 
7 de noviembre de 2018

miércoles, 24 de octubre de 2018

Economía regional básica

Ya está en marcha la campaña electoral que nos llevará a las elecciones del próximo 2 de diciembre. Una campaña electoral que, a tenor de lo que estamos viendo en los últimos años, estará llena de tuits, noticias falsas, memes virales, exageraciones en las redes y debates intrascendentes. O sea, tendremos una campaña «de Luxe», con bastante zafiedad, que no tratará los temas que hay que tratar, empezando por el económico. 
 
Porque un primer tema que hay que tratar en esta campaña electoral es el del atraso relativo de la renta andaluza respecto de la del resto de España. El hecho objetivo, al que los andaluces nos hemos acomodado, es que el producto interior bruto per capita andaluz es, desde hace años, el 70-75% de la renta media española, concretamente, según datos del INE para 2017, el 74%. Para hacernos una idea más clara, si el PIB andaluz es 100, el español es 135, mientras que el catalán es 162 y el de Madrid es un 183 (¡casi el doble!). Y la diferencia es prácticamente la misma desde hace 30 años. 
 
El problema de fondo de esta persistente divergencia entre nuestra economía y la del resto de España es relativamente simple: la productividad media del ocupado andaluz es menor que la media española, al tiempo que hay una mucho mayor tasa de paro y una menor tasa de actividad. 
 
Andalucía no converge con la media española porque no crece en sectores de alta productividad. Es decir, mientras no se desarrolle un potente sector industrial (con más capital e innovación) y un sector de servicios avanzados (sanitario, educativo, financiero, comercial, servicios a empresas, etc.), mientras no crezcan las empresas andaluzas internacionalmente, no aumentará la productividad. Mientras Andalucía lo fíe todo a su tierra (la agricultura y la industria agroalimentaria básica), al clima y patrimonio histórico (el turismo) y a omnipresencia de la Junta (Administración y Servicios Públicos) la productividad media no será alta y crecerá lentamente, porque la acumulación de capital físico será muy baja. No es con olivos en seto, bares, hoteles y servicios públicos como crece la productividad de una economía (aunque también). 
 
Pero el problema más grave es la tasa de paro. Según la última EPA, la del segundo trimestre de 2018 porque la del tercer trimestre se publicará mañana, el número de parados en Andalucía era de 910.000 personas, o lo que es lo mismo, el 23,09% de tasa de paro. Puesto que la media española es del 15,28%, la de Cataluña es del 11,29% y la de Madrid es del 12%, se puede decir que Andalucía tiene una tasa de paro un 51% superior a la española, el doble de la catalana y un 92% más alta que la madrileña. Y lo malo no es solo que haya más de 910.000 personas en paro, es que eso supone, además, 300.000 hogares con todos sus miembros en paro, lo que determina una alta tasa de pobreza sin perspectivas de salida de la situación. Un paro que no tiene solución mientras no se creen más empresas y no aumenten de tamaño las que ya tenemos. 
 
Así pues, mientras el mercado de trabajo andaluz tenga un comportamiento tan divergente con respecto al resto de España y la estructura productiva no cambie, Andalucía no convergerá en renta. Si tenemos en cuenta que tenemos el mismo marco jurídico en el mercado de trabajo, que el nivel competencial de la Junta es de los más altos de España y que ha recibido per capita más fondos europeos que casi ninguna otra región, me temo que alguna responsabilidad en esto tienen los más de 36 años de gobierno del PSOE. Por eso, me gustaría oír en esta campaña alguna explicación que no ofenda mi inteligencia (acudiendo, por ejemplo, al atraso histórico), como me gustaría oír propuestas de la oposición que no sean obviedades. Pero mucho me temo que no tendremos ni explicaciones, ni propuestas. 
 
24 de octubre de 2018

miércoles, 10 de octubre de 2018

Totalitarios, colaboracionistas, resistentes

Totalitarios, colaboracionistas, resistentes Pusieron, primero, una bandera con barras amarillas y rojas, y dijeron que era solo un viejo símbolo. Recuperaron, al tiempo, un viejo canto, y lo llamaron su himno. Renombraron las ciudades y las calles, dieron premios a los que hablaban su idioma e inventaron nuevas «tradiciones». Y le llamaron recuperación cultural. Y, como todos los demás hicieron lo mismo en su región, nadie vio nada malo en ello. 

Pidieron, después, educar a sus hijos en su lengua. Hicieron que los hijos de los que no la hablaban la aprendieran, para mejor conocer la historia de la tierra que había acogido a sus padres, y superar así las diferencias entre los hijos de la burguesía y los de los inmigrantes. Y lo llamaron normalización lingüística. La escuela era suya y reescribieron la Historia, llenaron los libros de insidias y adoctrinaron a los hijos de los inmigrantes, hasta que renegaron de los orígenes de sus padres. Y a eso le llamaron cohesión social. Se resistieron algunos y los insultaron, y cuando los tribunales los ampararon, los niños eran ya adultos. Pero fueron muchos los que callaron y colaboraron, porque eran de allí o porque allí tenían trabajos y se vivía mejor que en los pueblos de donde venían. Y el resto, los que lo veían desde fuera, hicieron con que todo eso no pasaba. 

Montaron una televisión propia y asaltaron con su propaganda el salón de todos los vecinos. Y lo llamaron pluralidad informativa. Obligaron a que los comercios se rotularan en su lengua y quisieron hacer una economía por su cuenta, pagando más a sus funcionarios, maestros y médicos y se endeudaron más que los demás, y lo justificaron porque eran el «motor económico de su país». Y a todo eso le llamaron sus intereses legítimos. Dentro, todos callaron y colaboraron porque les beneficiaba, y, fuera, solo unos pocos protestaron, pero sus votos valían menos para la estabilidad de los gobiernos. 

Quisieron una policía que sirviera para la convivencia y levantara menos suspicacias, y, como así lo tenían países del «entorno», a pesar de hacer más ineficaces los servicios policiales, se les autorizó y se le llamó transferencia de Interior. También pensaron que, para mejor servir a sus empresas, era bueno que, además de las embajadas de todos, tuvieran representación propia para ayudar a sus multinacionales en el mundo, y de paso a su ciudadanía y, ya puestos, a su propaganda cultural. Y eso le llamaron oficinas de intereses comerciales. Y, como los que pudieron les imitaron, nadie protestó y todos colaboraron. 

Y como ya tenían una bandera, un himno, la escuela con pensamiento y lengua única, una televisión, una administración, una policía y embajadas, escribieron una Constitución, que rompía la de todos. Dentro, nadie protestó porque les beneficiaba, y fuera, hubo algunos que se resistieron, pero muchos la justificaron. Y cuando un tribunal determinó que no garantizaba la igualdad de todos, se hicieron las víctimas. Y muchos los comprendieron y culparon al tribunal. 

Se enfadaron, y empezaron a señalar al que no pensaba como ellos, y pusieron banderas para saber dónde vivían los tibios a su causa y «los otros». Se saltaron la legalidad y le llamaron referéndum; vulneraron las normas básicas del Parlamento y le llamaron mandato del pueblo. Se pusieron lazos amarillos para saber quién era de los suyos y fueron violentamente contra aquellos que opinaban diferente. Y le llamaron libertad de expresión democrática. 

Y hubo quien sacó al totalitario que es, quien colaboró, quien calló y quien resistió. 

Aún estamos a tiempo. Porque aún estamos a tiempo de parar a los totalitarios, es por lo que cada uno de los adultos de este país debiera pensar qué papel representa en la crisis catalana. Si es uno de ellos, un totalitario, un colaboracionista o un resistente. Aún estamos a tiempo de parar una deriva que llevaría a escribir aquello de Martin Niemöller: «Cuando los nazis vinieron por los comunistas/ guardé silencio/ yo no era comunista...». 

10 de octubre de 2018 

 

miércoles, 26 de septiembre de 2018

La agenda del Gobierno

Si uno mira en qué ha estado ocupado el Gobierno en los algo más de 100 días que lleva en el cargo, si se mira su agenda, se diría que los problemas de la ciudadanía, esos que le quitan el sueño y afectan a su bienestar diario, son más o menos los siguientes: la insolidaridad italiana ante los inmigrantes; el que Franco esté aún enterrado en el Valle de los Caídos; la validez del máster de Pablo Casado; el que el presidente tenga el título de doctor; que Pablo Iglesias se entretenga con Radiotelevisión Española; que un juez haya decidido mantener en prisión a los que el año pasado se saltaron la Constitución en Cataluña; buscar nuevas formas de impuestos; vender barcos a Arabia Saudí y modificar la Constitución para quitar los aforamientos (¡con 84 diputados!). Todo lo demás parece que lo tienen resuelto, y, si no, está en vías de solución, pues basta con aumentar el gasto público en 6.000 millones y subir los impuestos, aunque no se sepa cuáles ni cómo, ya que dudan si a las grandes empresas, a los que usan gasoil o a los que tienen cuentas en los bancos. Puesto que realmente no tenemos nada más que los problemas anteriores, y ya los tienen enfocados, nuestro presidente, poniendo en valor su doctorado sobre diplomacia comercial, se dio una vuelta por Latinoamérica y ha tratado los problemas bilaterales que tenemos con Colombia (la disputa un pecio que está quitando el sueño a los historiadores navales), Chile, Costa Rica y Bolivia, países que todos juntos no llegan a ser el 4% de nuestras exportaciones. Y como ya tiene resueltos los problemas de España, y ha dejado su impronta tanto en Europa como en Latinoamérica, va a hacer una gira por Canadá y Estados Unidos, para ayudar con su negociación comercial, y parada en la ONU, para enfocar los problemas del mundo. 
 
Con el programa de Gobierno que se está desarrollando, del que las acciones anteriores son la muestra, está claro que ya está casi resuelta la incipiente desaceleración de la economía española (creciendo ya por debajo del 3%) y, desde luego, el paro de 3,5 millones de personas. Como resuelve, si no inmediatamente, en unos meses, los problemas seculares de la educación, el futuro de las pensiones, la desigualdad crónica, la lentitud de la justicia, la situación de los barrios ignorados, el crecimiento del consumo de drogas, la situación de los inmigrantes al otro lado de la frontera de Ceuta y Melilla, los problemas de convivencia en Cataluña, el aumento de las emisiones, la regeneración de nuestra administración, el precio de la luz, la parálisis de Europa o las consecuencias del Brexit, en el que España tiene algo que decir por la frontera con Gibraltar. Mirando las agendas del Gobierno y sus declaraciones públicas, aquí parece que todo está resuelto, que el paro es cosa del pasado, que la corrupción se ha resuelto con un cambio de Gobierno, que Europa vuelve a funcionar, que la inmigración es una cuestión de que nos lleguen 200 millones desde Bruselas o que el tema catalán es solo tener paciencia. 
 
Oyendo los mensajes de nuestro presidente en sus entrevistas y por las escasas declaraciones que hacen sus ministros y ministras, parece que creen que los problemas desaparecen sin más que no nombrarlos, con sacarlos de la agenda. Parece que los problemas de fondo de nuestra sociedad y nuestra economía fueran culpa de Rajoy de tal forma que, desalojado éste del poder, se hubieran resuelto. Parece que el presidente Sánchez cree que gobernar es como hacer la tesis que él hizo, que basta con copiar algunas ideas (esta vez de Zapatero), adornarlas con algunos documentos oficiales, tener padrinos conocidos y buscarse un tribunal de amiguetes. 
 
Lo siento, pero me temo que los problemas que tenemos existen, y que ni España ni los tiempos están para malas tesis, ni para malos doctores. 
 
26 de septiembre de 2018

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Los 100 días del presidente Sánchez

Cumplidos los 100 días del Gobierno del presidente Sánchez, éste ha demostrado con hechos lo que se suponía que podía ser a partir de la forma en la que llegó al poder: un gobierno débil que concitó una mayoría para echar a Rajoy, no para gobernar; un gobierno superficial, sin más orientación que unos trending topics; un gobierno sin más programa que ocupar la Moncloa y ganar visibilidad para preparar unas elecciones. 
 
En política exterior, el estreno del Gobierno fue la acogida del Aquarius y una posición ante la inmigración que chocó con la realidad comunitaria. Europa no tiene un plan para resolver el problema de la inmigración, como se vio en la cumbre de junio, y España sólo tiene una posición de buenismo que es débil en Europa. Además, España no está preparada para acoger a los que llegan, pues se ha vuelto a las devoluciones en caliente, haciendo aquello que tanto se criticó en la oposición. Hay tanta improvisación, que el presidente Sánchez ni ha tenido tiempo de viajar a Marruecos, desde donde parten los inmigrantes, para hablar de esta cuestión. Del otro eje de nuestra política exterior, además de Europa y Marruecos, casi mejor no comentar, pues la gira latinoamericana de agosto ha sido precipitada y sólo ha llevado a dos países importantes, Colombia y Chile, pues Costa Rica y Bolivia entraron de relleno. Más hubiera valido preparar una buena ofensiva de política exterior y no cruzar el charco cuando los países importantes están en plena transición de gobierno o en elecciones. 
 
En política interior, el presidente Sánchez está siguiendo los mismos pasos de Zapatero que nos llevaron a los graves problemas que han fracturado a Cataluña y al conjunto de España. Los pasos de las concesiones. Y la primera, el trato bilateral sin exigir que la Generalitat se integre en la Mesa de la Financiación Autonómica es un error. Como es un error dejar que abran las oficinas de propaganda exterior. Como es un error retirar los recursos. Es un error considerar que los independentistas van a dar pasos atrás. Más que un error, una ingenuidad infantil, pues son totalitarios: la política de apaciguamiento al estilo Chamberlain fue lo que dio pie a Hitler y a Stalin a invadir Polonia. 
 
En política económica, poco o nada se ha hecho, pues andan con la negociación de los presupuestos. Los retoques al IVA han sido más ideológicos que reales, sólo han afectado al IVA cultural, pues el IVA de los bienes de primera necesidad parece que no corría prisa (quizás porque es más importante ir al cine que comprar leche). En cuanto al IRPF no sólo es un parche lo que proponen, es que no se han estudiado las estadísticas tributarias, pues de la misma forma que las grandes empresas no pagan el tipo teórico del Impuesto de Sociedades, en el IRPF hay un agujero que se llama la tributación por módulos, que es por donde se va una parte de la recaudación del impuesto. Lo demás han sido o brindis al sol, como el impuesto a la banca, o contradicciones flagrantes, como el impuesto al diésel. Y del Ministerio de Trabajo, mejor no hablar. 
 
Si a estas muestras sumamos las contradicciones en la defensa del juez Lamela, la falta de coherencia respecto a RTVE, la vuelta a confundir los problemas de nuestra enseñanza con viejas posiciones ideológicas (¿de verdad alguien cree que el problema de nuestra educación es la clase de religión o si un centro es público o concertado?), el lío de las venta de armas a Arabia Saudí, la legalización de un sindicato de prostitución o la cortina de humo de la exhumación de Franco, nos encontramos con un Gobierno que parece una ensalada de nueva cocina: mucha literatura, bastante decoración, una presentación elegante y una mezcla de sabores caótica, exótica y supuestamente saludable, pero que no quita el hambre y, desde luego, sale cara. Muy cara. 
 
12 de septiembre de 2018

miércoles, 29 de agosto de 2018

Límites de realidad

Ahora que el Gobierno está negociando la aprobación de los Presupuestos Generales del 2019, conviene que tenga en cuenta algunos límites, por si sigue vigente en este Gobierno aquella apreciación de su vicepresidenta, la señora Calvo, y que parece que Podemos hace suya, de que «el dinero público no es de nadie». 
 
La Constitución española, como todas las de las democracias liberales, contiene, además de una definición asertiva del Estado, un conjunto de derechos, unos procedimientos de elección y decisión, una organización de la Administración pública y un conjunto de principios programáticos para la acción de gobierno. Visto desde la ciudadanía, la Constitución son los límites dentro de los cuales puede actuar el Gobierno. No todo, pues, es posible, aunque se tenga mayoría en las Cámaras. 
 
En nuestra Constitución hay varios artículos referidos a la Hacienda Pública. El primero, el artículo 31, establece la obligación de «todos» a «contribuir al sostenimiento de los gastos públicos», según un sistema fiscal igualitario y progresivo. Y establecida la obligación, en el título VII se regulan los límites de la política fiscal. Especialmente en el artículo 135, reformado en el 2011, que sacraliza el principio de estabilidad presupuestaria. Más aún, fija que los límites de nuestro déficit serán los establecidos por la Unión Europea. Un artículo, este 135, que es una garantía para la ciudadanía de que el Gobierno será responsable con el dinero de todos, pues para expandir el gasto ha de justificar una subida de impuestos. Una garantía de que las deudas públicas tienen un límite. Un artículo, además, que está desarrollado en una ley orgánica, la Ley de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera de abril de 2012, y comprometido en el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza de 2 de marzo de 2012. Un artículo que, en su disposición adicional primera, fija el año 2020 como el primero sin déficit extraordinario. Hay, pues, unos importantes límites legales en la negociación de los presupuestos del año que viene, que no se deben sobrepasar, si se quiere mantener la credibilidad interna y externa. 
 
A estos límites legales, además, hay que sumar la situación financiera de nuestra Hacienda pública. Y es que la deuda pública española no ha parado de crecer desde el inicio de la crisis y seguirá creciendo, pues está previsto un déficit del 2,3% del PIB (unos 25.000 millones de euros) para este año y del 1,7% para el que viene. Tenemos una deuda pública del 101% del PIB (1,16 billones de euros, sí, ha leído bien: 1,16 millones de millones de euros) que tiene un vencimiento medio de 7 años y un tipo medio del 2%, lo que implica que cada año el Gobierno tiene que colocar en los mercados unos 160.000 millones de euros (porque no puede amortizar los vencimientos), de los cuales una parte importante tiene que venir del ahorro exterior (unos 70.000 millones), y que estamos pagando unos 22.000 millones de euros en intereses. Estamos, pues, llegando a un límite de deuda. 
 
Finalmente, hay una razón de macroeconomía básica y es que, dado que la economía española lleva ya cinco años de crecimientos en el entorno del 3% y ha alcanzado el nivel de renta de antes de la crisis, es más razonable buscar el equilibrio presupuestario que expandir deuda, pues se reducen las necesidades de financiación exterior y la prima de riesgo, al tiempo que no se sobrecarga de impuestos a las familias (con una presión fiscal total de casi el 40%), con lo que se transfiere renta para consumo. Si se quiere hacer política social, hay otras formas mucho más eficientes. 
 
Hay, pues, límites legales, financieros y lógica económica que el Gobierno debería tener en cuenta en su negociación con Podemos y con los ultranacionalistas. Aunque, claro, ninguno de los interlocutores del Gobierno lee la Constitución, a la mayoría no les preocupa la deuda pública y la poca economía que saben es del siglo XIX. 
 
29 de agosto de 2018

miércoles, 15 de agosto de 2018

Medias verdades

El debate público está lleno de medias verdades, o lo que es lo mismo de medias mentiras o ignorancias totales. El hecho es casi todos los temas importantes (migraciones, medioambiente, pobreza, igualdad de género, política territorial, Europa, etc.) se cargan de ideología hasta hacer de ellos un mero esperpento. Un esperpento interesado que, en la mayoría de los casos, fija en la opinión pública una visión muy incompleta de la realidad, sin base comprobable, y genera opiniones de tuit y debates estériles. El problema es que sobre esa visión de los problemas se vota, se configuran mayorías, e, incluso, se pretende legislar. 
 
Uno de esos temas sobre los que se dicen muchas medias verdades en el debate público es el tema de la distribución personal de la renta, el tema de la igualdad (o desigualdad) económica. Un tema nuclear pues explica una parte importante de la dinámica social (fracturas sociales, migraciones, etc.) y política (ejes ideológicos, adoctrinamientos identitarios, etc.). Sin enfocar con un mínimo de profundidad y sentido estas cuestiones es imposible que acertemos en la solución de muchos de los problemas de nuestro mundo y de nuestra sociedad. 
 
Aún no hemos logrado que la mayoría de opinión pública distinga entre riqueza (el conjunto de activos, incluido el capital humano, que producen renta) y la renta (el conjunto de los bienes y servicios de los que dispone una persona para satisfacer sus necesidades). Como aún no hemos logrado que, cuando se hable de renta total, se imputen «todos» los bienes de los que un hogar dispone, como la vivienda o los bienes públicos. Como es imposible que en todos los debates no salga un dato de desigualdad que compara riqueza física con renta disponible. 
 
Y lo mismo ocurre con los datos. Muchos de los que se usan no son más que inferencias a partir de estimaciones muy parciales de encuestas o indicios con poco rigor estadístico. Hay, por supuesto, buenas bases de datos de renta (LIS, PovcalNet, etc.), pero son parciales, pues se hacen a partir de encuestas de hogares, e incompletos, ya que no incluyen todos los conceptos de renta imputable de un hogar. 
 
Amparados en las ambigüedades conceptuales y en fuentes estadísticas de mucha peor calidad que las anteriores, hay grupos políticos y de activistas que, haciendo razonamientos difusos llegan a conclusiones con apariencia de verdad, pero que son medias mentiras. 
 
Y para muestra un botón. Una de esas medias verdades que más están circulando (porque le interesa a los partidos «nuevos») es la de que «los jóvenes españoles de hoy son más pobres de lo que fue la generación de sus padres», es decir, que la cohorte de edad de entre 20 y 30 años actual es más «pobre» de lo que fue la de sus padres hace 25-30 años, lo que supondría que dispone de un menor nivel de renta. Lo que no es cierto, pues basta mirar los datos. El primero es que la renta per capita española (en términos reales) es justo el doble de la de 1980. Más aún, en la década de los 80 la renta per capita máxima fue de 16.687 euros, mientras que la última década, en el peor año de la crisis (2013), no bajó nunca de los 21.914 euros, alcanzando en la actualidad los 25.306 euros. Por otra parte, en los ochenta el número de empleos osciló entre los 12 y los 14 millones, mientras que en la última década no ha bajado en ningún momento de los 17 millones. Finalmente, la tasa de paro juvenil fue en los ochenta similar a la actual y había menos universitarios. 
 
Debates como el anterior, con el corolario de que la nueva generación tendrá un menor nivel de bienestar que la actual, lo que es poco probable, pues tiene un mayor nivel de formación y heredará el capital acumulado por la generación actual, solo generan ruido y fracturas. Ruido y fracturas interesadas. 
 
15 de agosto de 2018

miércoles, 1 de agosto de 2018

Migraciones

Según el último informe de la Agencia de las Naciones Unidas para las Migraciones (International Organization for Migration) en el mundo se estima que hubo en el año 2015, último año con datos fiables, unos 244 millones de personas migrantes, lo que supone un 3,3% de la población mundial. De estos 244 millones, 70 millones están en países de Europa (con 12 millones en Alemania), otros 70 millones en Asia, 46,6 millones en los Estados Unidos, 28 en Australia, 9 en Canadá, etc. Una parte de la población mundial, pequeña pero significativa, vive en un país que no es en el que nació. Y aunque, principalmente, lo hace dentro de su continente, de su región, a un país fronterizo con el propio, hay una parte significativa de migraciones que se producen entre continentes y países lejanos. 
 
La causa principal de los flujos migratorios es económica, es decir, la gente emigra en búsqueda de unas oportunidades laborales y de renta que no son posibles de alcanzar en el país de origen. Emigrar es, entonces, y así se viene estudiando desde hace más de un siglo, una decisión racional similar a la de realizar una inversión: la probabilidad de que una persona emigre es tanto mayor cuanto mayor sea la diferencia de expectativa de bienestar (diferencias de salarios, de condiciones laborales, de acceso a bienes públicos) y tanto menor sea el coste de inmigrar e instalarse (coste del viaje, facilidades de instalación, conocimiento del idioma o la cultura, disponibilidad de contactos para acceder al mercado de trabajo, etc.). Por eso la mayoría de las migraciones se realizan en la misma región. Así, en América Latina, la mayoría de las migraciones son entre países fronterizos, por ejemplo, los bolivianos y paraguayos a la Argentina, los nicaragüenses a Costa Rica, los venezolanos a Colombia, y son fundamentalmente los mexicanos y caribeños los que emigran a los Estados Unidos, porque la diferencia entre coste y rendimiento es mayor. Y otro tanto ocurre en África: de los 32 millones de emigrantes que tiene África, 16 millones emigraron dentro del continente, fundamentalmente a Sudáfrica. O en Asia: 59 millones de inmigrantes en el continente, básicamente a Japón, Corea y Tailandia. 
 
Una migración intercontinental solo merece la pena si las diferencias de renta son altas (por encima de 10 veces la renta de origen) y los costes de instalación pequeños (conocimiento del idioma, contactos) de ahí la importancia de la «primera oleada» de inmigrantes: si éstos se instalan y logran un «nicho del mercado» laboral, el flujo de personas del mismo origen se incrementa significativamente. Es el caso de los chinos en Estados Unidos, de los argelinos en Francia, de los turcos en Alemania, de los latinoamericanos en España, de los filipinos en Oriente Próximo, etc. 
 
Teniendo esto en cuenta lo anterior podemos afirmar que los flujos migratorios entre África y Europa, acuerde lo que acuerde la Unión Europea, seguirán siendo importantes y crecientes, como lo serán, a pesar del presidente Trump, entre Estados Unidos y Latinoamérica. Y para ello basta con tener en cuenta unos simples datos: la renta per capita norteamericana es 7 veces más alta que la mexicana, 13 veces la salvadoreña o guatemalteca y 24 veces la hondureña. Mientras que la renta per capita alemana es 19 veces la renta nigeriana y entre 53 y 60 veces la de Mali, Mauritania, República Centroafricana o Chad. Y la gente de estos países lo sabe por la televisión, por internet, por los inmigrantes de «primera oleada». Por eso, ni un muro, ni un desierto, ni un mar, pueden parar las migraciones, ni hay política de fuerza que las ordene. 
 
Si de verdad se quieren ordenar los flujos migratorios, la solución no son más Centros de Internamiento de Extranjeros, ni más declaraciones grandilocuentes ridículas, sino una política de desarrollo global que implique una reducción de la desigualdad. En otras palabras, y es un guiño para economistas, un keynesianismo global, pues el otro tiene límites. 
 
1 de agosto de 2018 
 

miércoles, 18 de julio de 2018

Criterios de inversión

Una de las peticiones recurrentes del nacionalismo catalán ha sido el tema de las inversiones del Estado en Cataluña. Desde la época de Jordi Pujol, pasando por la de Artur Mas y ahora en la de Puigdemont/Torra, los catalanes se han quejado (¿cuándo no?) de una falta de inversión en Cataluña por parte del Estado. Cada vez que en alguna otra zona de España se hacía una línea de ferrocarril, la Generalitat reclamaba más inversión en los trenes de cercanías. De la misma forma que cada vez que se ampliaba un aeropuerto o se hacía uno nuevo, ellos pidieron la compensación hasta tener el segundo aeropuerto de España, otro en Gerona que usa Ryanair y otros cuatro inservibles (Sabadell, Reus, La Seu D’Urgell y Lérida), o sea, los mismos que Andalucía para la mitad de territorio. Como reclamaron más autopistas ante cada autopista que se hacía en Madrid o el Norte.

El saldo de esta permanente reclamación es que Cataluña, además de lo que ya se invirtió en el periodo anterior a la democracia (de lo que no se habla, pues, por ser en época vergonzante parece que no les aprovechara), ha recibido más inversión pública que la media nacional, siendo la primera que más ha recibido en valor absoluto entre 1995 y 2015, la tercera en términos relativos (tras Madrid y Baleares) y mucho más que Andalucía. Lo que determina que la dotación de capital público, es decir, infraestructuras de todo tipo para la prestación de servicios públicos sea en Cataluña superior a la de cualquier otra región de España. Sólo por habitante, y por razones de su despoblación, el cuadrante norte tiene más por habitante, pero eso no significa que Cataluña esté, en comparación con el resto del país, peor dotada. Dicho de otra forma, Cataluña no está infradotada en capital físico público, más bien al contrario en comparación con el resto de los territorios. Y los datos se pueden consultar en el fantástico trabajo que dirigieron Matilde Mas, Francisco Pérez y Ezequiel Uriel para la Fundación BBVA, con las series de datos del viejo Servicio de Estudios del Banco de Bilbao (Capital público en España. Evolución y distribución territorial (1900-2012)). 

Hasta aquí los hechos. Lo sorprendente es que nadie en la escena política les desmonte el argumento, y que desde el mismo Gobierno, y, desde luego, desde los partidos que se llaman socialistas o progresistas, acepten incluso que el criterio de reparto de las inversiones públicas debe ser «en función del PIB». Lo que es una aberración en su misma formulación, pues si fuera el criterio para asignar las inversiones públicas, nos encontraríamos que habría que dotar de más servicios públicos (hospitales, escuelas, museos, carreteras, servicio de aguas, transporte público, comisarías, etc.) a las ciudades más ricas o a los barrios más ricos que a los más pobres, con lo que éstos nunca podrían converger. No sólo es una aberración social, sino que también lo es económica, puesto que la inversión ha de hacerse en aquel sitio y actividad donde genere un mayor rendimiento y, éste es, por un principio de primero de Economía que se llama de los «rendimientos marginales decrecientes», mayor en las zonas de menor renta. Es decir, que, ante alternativas de inversión, es más rentable, en términos de crecimiento económico y de bienestar, invertir en aquella población que menos PIB genera, la más pobre, no en la más rica. Lo que también es un principio elemental de redistribución de rentas y servicios, pues los ricos pueden dotarse de estos servicios en el sector privado. 

Que la inversión pública nunca siguió exactamente criterios económicos lo sabemos los economistas desde hace tiempo, pues es un instrumento político, pero de ahí a aceptar que la inversión pública se asigne, además la del Estado que es de todos, en función del PIB sería una aberración que sólo tiene sentido en el mundo en el que vive el independentismo catalán, con el permiso de algunos ingenuos. 

 18 de julio de 2018

 


miércoles, 4 de julio de 2018

Fracaso migratorio en Europa

El documento de conclusiones del Consejo Europeo del pasado 28 de junio contiene 26 puntos: los doce primeros están dedicados a «Migración», el largo decimotercero a «Seguridad y Defensa», los cinco siguientes a «Empleo, crecimiento y competitividad», los puntos 19 a 22 a «Innovación y cuestiones digitales», y, los cuatro finales a «Otras cuestiones». La crisis migratoria, preocupación, por distintas razones, en diversos países, fue la clave de la reunión. 
 
Una lectura atenta, que recomiendo, de esos primeros 12 puntos nos dejan los siguientes tres mensajes claros. Primero, que para los Gobiernos europeos, el problema migratorio es una cuestión de «control efectivo de las fronteras exteriores» (punto 1), de ahí que el objetivo de toda la política migratoria de la Unión sea «evitar que se reanude la afluencia descontrolada de 2015, y a seguir conteniendo la migración ilegal en todas las rutas existentes y que puedan abrirse» (punto 2). Segundo, que para alcanzar este objetivo (puntos 3 a 6) la Unión traslada la responsabilidad a los países del otro lado de las fronteras exteriores, o sea, a ¡la guardia costera libia! (como si tal cosa realmente existiera), a la Turquía de Erdogan y a Marruecos. Carga la responsabilidad sobre los «traficantes de personas» y, para «eliminar los incentivos que empujan a las personas a embarcarse en travesías peligrosas», «pide al Consejo y a la Comisión que estudien con prontitud el concepto de plataformas regionales de desembarque» en los países fronterizos, eso sí «sin crear un efecto llamada», y, dentro de la Unión, la creación de Centros Controlados establecidos, o sea, los CIEs que ya operan, por ejemplo, en España. En el punto 7 se aprueba dar más dinero a Turquía y dotar con ¡500 millones de euros! (es decir, con 55 céntimos de euro por persona) a un fondo fiduciario de emergencia para África. El tercer mensaje (puntos 9 a 12) refuerza los anteriores: el tema de las migraciones es una cuestión fronteriza, al que hay que dedicar dinero, y es un problema de los países que tienen fronteras exteriores, que no debe contaminar a los demás. En algún momento de la reunión, alguien debió sugerir que el tema es algo más profundo y que tiene que ver con los problemas de desarrollo de África, porque se introdujo un punto 8 que así lo reconoce, pero que es pura retórica. 
 
A eso es a lo que llegaron las delegaciones de 28 países ricos y desarrollados, democráticos y sociales, gobernados por todas las ideologías, tras meses de preparación y más de 12 horas de reunión. Es decir, a un inmenso fracaso, con todas sus letras. Fracaso porque los líderes de la civilizada Europa o son miopes y no ven el problema de fondo, o son cínicos que, viéndolos no lo quieren resolver. Solo resolviendo la pobreza en África y los conflictos en Oriente Medio se puede bajar la presión migratoria, y con ella, los dramas en el Mediterráneo y los Balcanes, no poniendo más dinero para campos de concentración. Fracaso en no tener una política conjunta, en la que los países del Norte (¡tan desarrollados, tan solidarios, tan democráticos, tan moralmente superiores al resto, tan pulcros...!) se desentienden del problema, vaya a ser que generen en sus desarrolladas y moralmente elevadas sociedades inelegantes brotes de racismo. Fracaso en la plasmación misma de los valores sobre los que se quiere construir Europa. 
 
La cumbre europea ha sido un fracaso inmenso. Un fracaso inmenso y continuo porque una patera en el Mediterráneo, una caravana por los Balcanes, un solo inmigrante muerto es un fracaso no solo de nuestros líderes, sino de nuestras sociedades que asisten impasibles a este problema, y se creen a líderes iluminados y xenófobos (Orban, Kurz o Conte) o ingenuos (como Macron o Sánchez). Por cierto, que de la lectura de las conclusiones a lo que dijo el presidente Sánchez que había pasado hay un trecho tan largo que parece que no estuvo allí. 
 
4 de julio de 2018 
 

miércoles, 20 de junio de 2018

El Gobierno Sánchez

Reconozco que Pedro Sánchez me ha sorprendido favorablemente, pues la primera decisión importante que ha tomado, formar Gobierno, ha sido, al menos en mi opinión, muy inteligente. Más aún, hasta uno de los pocos errores que cometió le ha salido, por una casualidad, bien, pues Guirao es mucho más ministro que Huerta. 
 
La formación de Gobierno es realmente la gran decisión de un presidente, pues con ella, además de hacer una declaración de intenciones y mandar mensajes a la ciudadanía, constituye el equipo con el que puede ejercer el poder. 
 
Un análisis somero del Gobierno a partir de los curricula públicos de sus miembros (y basta una hoja de cálculo) nos da muchas pistas de los objetivos del presidente Sánchez. 
 
En primer lugar, es claro que este es el primer Gobierno español montado para ganar unas elecciones a medio plazo, no para gobernar ahora. Y este objetivo está claro pues este Gobierno está hecho para marcar la agenda política, para traer al debate público otros temas que no son la crisis económica (que se da por superada y en el que tendría ventaja el PP) y que preocupan especialmente a la clase media, urbana, de edad mediana o joven. Este es un Gobierno en el que los temas que se quieren tratar son los que han escogido a los ministros, un Gobierno trending-topic, montado por un equipo experto en perfiles psicológicos a partir de las tendencias sociales que se manifiestan en las redes. Este Gobierno, con 11 mujeres, no es explicable sin el éxito de la movilización del 8 de marzo, sin el intento de ganar el voto femenino. 
 
Como este Gobierno no es explicable sin Cataluña: Borrell no hubiera sido, a sus 71 años, ministro de Exteriores sin el discurso de la manifestación del 8 de octubre del pasado año. Como Carmen Calvo no hubiera sido vicepresidenta si no hubiera sido la negociadora con Soraya Sainz de Santamaría la aplicación del artículo 155. Ni es explicable Batet sin el intento de arañar votos en Cataluña. Ni es explicable este Gobierno sin la tendencia ecológica que se manifiesta en los nombramientos de Reyes Maroto y Teresa Rivera, junto con el mismo Borrell. Como no sería explicable la presencia de tres juristas (dos jueces y una fiscal) si no hubiera encuestas que señalan que los jueces son uno de los colectivos con mayor credibilidad ante la ciudadanía. Como Pedro Duque es ministro, y lo fue Màxim Huerta, por sus posicionamientos públicos, no porque tenga experiencia en gestión de ciencia o de universidades. 
 
Y, junto a las tendencias líquidas, la política sólida, de siempre. Con el nombramiento de Nadia Calviño y de Luis Planas (y Borrell), se manda un mensaje de tranquilidad a Europa y se le dice que se va a mantener la política de consolidación fiscal y de reformas. De la misma forma, con el nombramiento de Celaá y de Monzón se vuelve a posiciones ideológicas en los campos de la educación y la sanidad. Como con el nombramiento de Montero se lanza un mensaje al mismo PSOE, especialmente al andaluz, de suficiencia. Un mensaje que se le ha reforzado a los barones y cuadros del PSOE con los nombramientos de independientes, diciendo que el que se movió no «saldrá en la foto», salvo que haga méritos ahora. 
 
Pero más allá de lo que nos dice la composición del Gobierno, este es un Gobierno para unas elecciones, porque cambiados los temas de la agenda política, el segundo objetivo del Gobierno será encarar las elecciones municipales y autonómicas, primer test serio de las posibilidades de un nuevo Gobierno Sánchez. Y es que con 85 diputados de 350 diputados (24%) y 62 senadores de 266 (23%), un presupuesto aprobado para el año que viene y tres partidos en la oposición, este Gobierno no está pensado para gobernar, sino para calentar las primeras elecciones post-crisis y tener posibilidades de ganarlas allá por el otoño del año que viene. Durar más allá, sería un milagro. 
 
20 de junio de 2018

lunes, 4 de junio de 2018

Elecciones, por favor

Aunque sea recurrible, la sentencia del caso Gürtel no deja lugar a dudas: el Partido Popular se financió ilegalmente con prácticas corruptas; bastantes y muy relevantes personas se enriquecieron ilícitamente; y otras, especialmente los que tuvieron cargos en el partido, entre ellos el anterior presidente, el señor Aznar, y el actual presidente del partido, Mariano Rajoy, o lo consintieron o, en el mejor de los casos, no establecieron los mecanismos de control, como era su obligación, para que no ocurriera. Como, además, todo esto se ha investigado y conocido mientras el PP ha estado en el Gobierno, su política de negación, inacción, obstrucción e intoxicación, lejos de minimizar los efectos de esta corrupción, los amplifica. En definitiva, el PP se ha demostrado un partido que no es digno de confianza (y lo siento por los cuadros y afiliados que sí lo son), como no lo es el señor Rajoy, ni la mayoría de los cuadros del partido en la dirección nacional. Además, no han mostrado la diligencia debida para poner en conocimiento de la opinión pública lo ocurrido, pues, ni han hecho un informe de auditoría transparente, ni han aportado datos en la Comisión parlamentaria, ni han colaborado con la Justicia (y el caso de los discos duros es llamativo). Tampoco han mostrado arrepentimiento, ni repugnancia, ni la eficacia exigible para reconocer los hechos, repudiarlos y atajarlos, por lo que, en conclusión, no eran dignos de seguir gobernando. Más aún, no eran dignos de seguir gobernando porque ni siquiera son conscientes, a tenor de sus declaraciones (algunas de malos leguleyos como las de la secretaria general, la señora Cospedal) de lo que significa la sentencia. 

Una sentencia así, en cualquier democracia saludable (si es que queda alguna), que establece la corrupción del partido del Gobierno e involucra al presidente del partido y del Gobierno, hubiera tenido, como primera consecuencia, una declaración pública de explicaciones, y, a continuación, una dimisión inmediata. Una dimisión inmediata y convocatoria de elecciones, pues las elecciones sirven esencialmente para saber en quién deposita la ciudadanía su confianza. Sin embargo, el señor Rajoy, en un acto reflejo, se enrocó. Lo que ha aprovechado un oportunista como Pedro Sánchez para ser presidente. 

La legitimidad del señor Sánchez para ser presidente es indudable, pues ha tenido la mayoría de la Cámara, pero eso no es lo mismo que tener la confianza de una mayoría de los ciudadanos. El señor Sánchez no ha sido investido presidente del Gobierno porque haya concitado el apoyo de una mayoría, sino porque, en el sistema de moción de censura (lo de constructiva habría que verlo) el presidente Rajoy ha concitado más oposición. Estar en contra de algo solo implica apoyar lo contrario si no hay nada más que una alternativa. Es evidente que el señor Sánchez presentó su moción con un claro cálculo electoral: gana la visibilidad que no tiene por no ser líder de la oposición (y que le estaba arrebatando el señor Rivera) y tiene la posibilidad de llevar iniciativas que refuercen su discurso, al tiempo que refuerza el apoyo dentro de su propio partido, pues nada une más que el poder. Más aún, en caso de que perdiera las próximas elecciones, la posibilidad de tener mejor resultado que en las anteriores y no verse superado por Podemos le garantiza la continuidad en la Secretaría General del PSOE. El señor Sánchez tiene ahora oportunidades personales que hace un mes las encuestas no le daban. Por eso es presidente del Gobierno. 

Pero es un presidente que no fue el más votado en las urnas. Un presidente que tuvo el 22,6% de los votos y que cuenta con solo 85 diputados. Por eso, en cualquier democracia decente (si es que queda alguna), el presidente Sánchez se sometería al veredicto de las elecciones de tal forma que la ciudadanía pueda darle su confianza. Necesitamos, pues, elecciones cuanto antes. Llegar a ser una democracia decente lo reclama, por favor.

4 de junio de 2018

domingo, 27 de mayo de 2018

Oriente Próximo (II): las ideas y los intereses

En los últimos párrafos de la Teoría General del empleo, el interés y el dinero, John Maynard Keynes escribe que lo que mueve el mundo para bien o para mal, más que los intereses creados, son las ideas. En realidad, lo que mueve el mundo es la mezcla de ideas e intereses. Una mezcla que, en Oriente Próximo, es explosiva. 
 
Para comprender qué pasa en Oriente Próximo es necesario hacer referencia al papel central de la religión en su vida pública. En países crecientemente desacralizados, relativamente homogéneos y democráticos, como España, en los que la religión va siendo solo una parte pequeña de lo público, y se mantiene por su sustrato cultural en ritos de celebración familiar (como las comuniones) o en expresiones colectivas de identidad (como la Semana Santa), no comprendemos que la fuente de legitimidad política, el derecho a actuar y los principios básicos de la actuación pública, estén determinados por principios religiosos, como no entendemos la lógica política que se deriva de estos principios. En el seno del Islam el conflicto político no es tanto un conflicto religioso entre los chiíes y los suníes, pues tienen ideas religiosas similares, sino entre Irán y Arabia Saudí, y se transforma en un conflicto religioso porque Irán es de mayoría chií y Arabia Saudí de mayoría suní, y, dada la importancia de la religión para construir su identidad política, esta se usa como arma, convirtiéndose, entonces, en un conflicto religioso. Como se usa como arma de conflicto de todos contra Israel, y no tanto por una cuestión religiosa, que también y a pesar de que el Islam casi siempre fue tolerante con los judíos, sino porque también la identidad de los israelíes y su afirmación sobre el territorio (su Tierra Prometida) tiene una base religiosa. La religión, pues, es un elemento esencial para explicar y comprender la lógica de los conflictos en Oriente Medio, pero no es la causa originaria de estos conflictos. 
 
Las causas de los conflictos en Oriente Medio hay que buscarlas más en los distintos intereses de las élites que gobiernan las sociedades que lo componen. Intereses que se basan en el control de dos recursos materiales básicos: el agua y el petróleo. 
 
El agua es una de las claves para entender el problema de Oriente Próximo, pues es una de las zonas más secas del planeta. El control del agua ha sido lo que ha llevado, por ejemplo, a la no devolución de los Altos del Golán por parte de Israel desoyendo (por enésima vez) las resoluciones de la ONU. Como es el suministro de agua el mecanismo de control de conflictos en la franja de Gaza. Como es la carencia de agua la que limita el desarrollo de algunos países como Jordania. 
 
Pero son los intereses creados alrededor de la explotación del petróleo, su comercialización y sus finanzas, lo que genera fuertes conflictos entre los principales actores de Oriente Medio. Arabia Saudí, el mayor productor mundial, lucha por una subida del precio manteniendo la inestabilidad en Irak y presionando a Estados Unidos para que impida a Irán salir a los mercados internacionales, pues así, al tiempo que evita una caída del precio (que tampoco le interesa a los Estados Unidos) impide que los persas se recuperen económicamente. Irán quiere poder acceder a los mercados internacionales, esencialmente occidentales, pues los intercambios que realiza con China son muy poco ventajosos, pero quiere una apertura que no le lleve a la «contaminación burguesa» de su clase media. Al mismo tiempo, necesita una salida al Mediterráneo a través de Irak y de Siria, de ahí su intervención en ambos países. Turquía, con la excusa de controlar el terrorismo kurdo, quiere tener más participación en el petróleo del norte de Irak. Y, dentro de cada país, el interés de la élite que controla el recurso. 
 
Religión, agua, población, petróleo, dinero... Armas... Religión. Agítese y se tendrá el cóctel de Oriente Próximo. 
 
27 de mayo de 2018 
 

miércoles, 16 de mayo de 2018

Oriente Próximo: los actores (1)

De la política en Oriente Próximo se pueden decir muchas cosas, pero no se puede predicar de ella que sea sencilla: no hay ninguna zona geográfica del planeta en la que se entremezclen tantos agravios, injerencias e intereses como en las sociedades que habitan el espacio que va desde el Mediterráneo hasta las puertas de la India y desde el Cáucaso hasta el Índico. 

En ese espacio que hoy son los restos de lo que fue el Imperio Otomano viven más de 400 millones de personas en sociedades muy desiguales, no sólo en renta, sino también culturalmente, organizadas en unos veinte estados de diverso tipo: estados en guerra o fallidos como Siria, Irak, Palestina o Yemen; dictaduras militares como Egipto; repúblicas o monarquías teocráticas como Irán o Arabia Saudí; cuasi-democracias republicanas como Líbano o Turquía o monárquicas como Jordania; hasta democracias como Israel. Estados que tienen grandes diferencias de población, territorio, renta, situación geográfica e intereses. Veinte estados entre los que hay cinco actores esenciales: Irán, Arabia Saudí, Turquía, Egipto e Israel. 

Irán y Arabia Saudí son la clave de la nueva situación. Al ser los dos estados teocráticos su enfrentamiento tiene una base y una retórica religiosa, pero, en el fondo, hay un conflicto multidimensional secular. Culturalmente es la lucha entre persas y árabes. Demográficamente es la lucha entre una sociedad aislada de 80 millones y otra de 30 millones y, aunque cerrada, vinculada a Occidente y con aliados en la zona. Es la lucha de chiíes contra suníes por el control del centro de Oriente (Irak y Siria). Es la lucha por la supremacía ideológica y la legitimidad religiosa en el islam del siglo XXI. 

Actores principales, también, Turquía y Egipto. La Turquía de Erdogan, tras la fallida integración en la Unión Europea, ha virado su política interior hacia el autoritarismo y su política exterior hacia lo que fueron provincias del Imperio Otomano, manteniendo la estabilidad fronteriza con Rusia (por eso sigue en la OTAN). Erdogan ha cambiado una política de un siglo al intervenir decisivamente en sus fronteras del sur, aprovechando los conflictos en Siria e Irak, y con la excusa de resolver «el problema kurdo», alineándose, de momento, con los saudíes. Egipto, por su parte, estable por la mano de hierro del general Al-Sisi y saliendo de una crisis económica, gracias, entre otras causas, a la ayuda financiera saudí, no puede permitirse intervenir, pero sí alinearse con Arabia Saudí. 

Finalmente, la quinta potencia regional, Israel, se ha mantenido fiel a la línea de sus «halcones». Tres ejes son esenciales para entender la política exterior de Israel: uno, que es un Estado poblacionalmente muy débil, pues no llega a los 9 millones de habitantes (menos del 2,3% de la región); dos, que la mayoría de los países de su entorno lo consideran enemigo; y, finalmente, que para compensar su debilidad poblacional y la hostilidad cuenta con el apoyo explícito de los Estados Unidos, tiene uno de los más eficientes ejércitos de la zona y es, aunque no declarada, potencia nuclear, y no tendría escrúpulos en usar fuerza nuclear táctica. Tras las sucesivas guerras, Israel había logrado estabilidad fronteriza gracias a la paz con Egipto, la entente con Jordania, el muro con los palestinos, las fuerzas de interposición con el Líbano y su ejército en el Golán, zona siria que no devolverá porque supone controlar el agua del río Jordán. En el conflicto irano-saudí, Israel está contra Irán, porque es beligerante contra Israel (apoya a Hezbolá), ayudando implícitamente a los saudíes. 

A estos actores principales en el complejo Oriente Próximo hay que sumar las potencias mundiales: actores importantes como Estados Unidos y Rusia; comparsas como la Unión Europea, y novatos como China. Los demás (Siria, Irak, Palestina, Yemen, Líbano) son sólo figurantes que sufren los dramas. Unos dramas escritos por intereses políticos como la primacía en el islam, geoestratégicos como la salida al Mediterráneo o económicos como el agua o el petróleo. 

16 de mayo de 2018

jueves, 26 de abril de 2018

Estabilidad más inmovilismo igual a nada

En España parece que la política nacional va muy deprisa, que ocurren muchas cosas y muy rápido, cuando, en realidad, no pasa nada. Leemos ávidamente las noticias, dramatizamos y hacemos polémicas de varios días sobre cuestiones nimias (y nada más nimio que una foto de la Casa Real), nos ponemos sesudos en las tertulias, hacemos análisis, y... Corremos a la siguiente noticia, a la siguiente polémica que no tiene la más mínima importancia, porque, en realidad, en la política española no pasa nada. Y no pasa nada porque nada hacen nuestros políticos. 

La prueba de que no se hace nada la tenemos por doquier. En Cataluña sigue la fractura social que se ha venido cultivando en los últimos veinte años, sin que la aplicación del 155 haya variado ni un ápice la orientación política de una sociedad hacia el desastre de la «irreconcialización». Los independentistas han entrado en un debate jurídico contra uno de los sistemas judiciales más garantistas y lentos del mundo, mientras el Gobierno central aplica el 155 de una forma tan transitoria y light que parece que no se tenga gobierno. En la política catalana, en realidad, no ha cambiado nada, pues siguen los mismos relatos nacionalistas en TV3, las mismas orientaciones en la educación, los mismos atascos en las infraestructuras. Salvo que han perdido algunas sedes sociales de empresas, la admiración del resto de los españoles y la efervescencia «indepe-flower-power», en la política catalana, bajo su apariencia de actividad, no pasa nada. 

Nada hace tampoco el Gobierno vasco. ETA dejó de existir hace años, así que el gobierno eterno del PNV solo se tiene que preocupar por mantener su privilegiado concierto. Como nada pasa por Galicia, por Asturias, las Castillas o Extremadura, La Rioja, Aragón, Valencia o Murcia, por lo que sus gobiernos tampoco tienen mucho que hacer más allá de las quejas recurrentes por el tema de la financiación. Por ser recurrentes, hasta el presidente García-Page de Castilla-La Mancha dice hoy lo mismo que decía Bono hace veinte años del trasvase Tajo-Segura. Y en Madrid pasan tan pocas cosas que sus políticos se entretienen en inventarse currículos o conspirar contra sus líderes. 

Nada pasa en la política andaluza tampoco. Andalucía es, según el discurso oficial de la Junta (y lo he oído tres veces en los últimos días), una especie de paraíso de estabilidad, nueva palabra mágica, porque se han aprobado los presupuestos en tiempo y en forma (como si eso no fuera una obligación mínima exigible) y mejora la economía, como si fuéramos la única comunidad autónoma en la que esto ocurre. Nada parece que tenga que hacer la Junta con la tasa de paro diferencial, ni con el abandono escolar (más allá de maquillar la estadística) o con las listas de espera sanitaria. Como nada parece que tenga que hacer en esos barrios en los que se concentra el 10% de los andaluces que ya viven la marginación o están en riesgo de ella. Y como no hay nada que hacer, nada dice tampoco que se haga la leal oposición. 

Y, desde luego, nada tiene que hacer el Gobierno central. Nada tiene España que decir en Europa, ni el nuevo mapa político latinoamericano (salvo en Argentina, que para eso es gallego el presidente) y, desde luego, nada que decir con respecto al resto del mundo. Como nada hay que hacer para mejorar el mercado laboral, ni hacer ningún cambio en la política fiscal o de gasto (ya se ha hecho bastante presentando los presupuestos «más sociales de la historia»). Y, como es lógico, ya que nada pasa en España, nada hay que hacer con los problemas de articulación territorial. Y, en reciprocidad con la situación en Andalucía, tampoco la leal oposición tiene nada que decir que se haga. 

Leyendo las noticias parece que en la política española pasan muchas cosas, cuando, en realidad, no pasa nada. Quizás porque no hay nada que arreglar... Hasta las próximas elecciones. 

26 de abril de 2018

lunes, 9 de abril de 2018

Más sobre las pensiones

Uno de los problemas de la política es la forma parcial con la que se abordan los temas complejos. Se identifica un problema, se genera un debate a base de ideas simples (normalmente tuits o titulares), se dan tres o cuatro discursos reiterativos, se califica al contrario, se amplifica en las tertulias radiofónicas y televisivas y se dan tres soluciones mágicas, que no tienen ningún efecto porque la actualidad devora a sus propias noticias, se convoca una comisión de expertos en el Congreso o en el Parlamento correspondiente a los que nadie escucha… dejando el problema en una situación parecida a como estaba, si no peor. Si el problema se llega a abordar con un cierto rigor, entonces nos damos cuenta de que el tema tiene algunas implicaciones y lo abandonamos o no lo resolvemos, aparcando la solución para más adelante. Es lo que pasa con las pensiones que no es posible abordarlas si no tenemos en cuenta las consecuencias de su financiación. 

Dicho de una manera sencilla: la forma en la que financiamos las pensiones en España es parte del problema de la sostenibilidad y suficiencia de las pensiones. Es decir, el gasto total en pensiones no es sostenible en el tiempo, ni las pensiones pueden ser dignas y suficientes, mientras la forma de financiarlas sean las cotizaciones sociales. 

De la misma forma que el gasto total en pensiones está gobernado por dos variables, el número de pensionistas y la pensión media, y crece al ritmo de crecimiento (multiplicado) en el que crezcan las dos variables, la financiación está gobernada por tres variables, el número de trabajadores ocupados (cotizantes a la Seguridad Social), el salario medio y el tipo de cotización (en el entorno del 24% de los salarios medios). Pero mientras el número de pensionistas es función de la demografía y la pensión media decisión del Gobierno de turno, la financiación depende de variables que no sólo no controla el Gobierno (el número total de trabajadores cotizantes o los salarios medios), sino que el crecimiento de las dos variables al mismo tiempo es contradictorio, pues si crecen los salarios por encima de la productividad, no crece el empleo, por lo que el crecimiento de las dos variables (empleo y salarios) sólo se da en épocas de booms económicos, que son muy improbables en economías maduras y poco dinámicas como la nuestra. Peor aún, la única variable que puede tocar el Gobierno, el tipo de cotización, ya muy alto (cercano al 24%), tiene, además, el problema de que hace decrecer el número de trabajadores cotizantes o producir un ocultamiento de salarios, es decir, ¡produce paro! Dicho en plata: mientras no se reforme en profundidad el sistema de financiación de las pensiones en España, las pensiones en nuestro país o no son sostenibles o no serán suficientes, salvo recortes significativos en las otras grandes partidas de gasto social (educación y sanidad). 

Y es que las cotizaciones sociales son uno de los engaños fiscales mejor montados de la historia. Creadas por Bismarck para atraerse a los obreros en un contexto de pleno empleo (masculino), son recaudadas por las empresas y pagadas… por los consumidores. Con lo que las pensiones se financian con un impuesto indirecto sobre el consumo, más regresivo incluso que el IVA, que de paso encarece el factor trabajo y genera paro, lo que a su vez hace que se recaude menos y se compita peor en los mercados exteriores. Es decir, si hay un sistema perverso, y más en un país con una tasa de paro como la nuestra, para financiar una partida de gasto social que, además, sabemos creciente, y de la que depende parte de la estabilidad del consumo y el bienestar de la gente, son las cotizaciones sociales. 

Pero, como tantas cosas en nuestro país, las cotizaciones son sagradas… para partidos e ideologías que, curiosamente, se suelen declarar ateos. 

9 de abril de 2018

lunes, 26 de marzo de 2018

Sobre las pensiones, por enésima vez

Sobre las pensiones, por enésima vez Periódicamente, interesadamente o no, el tema de las pensiones salta a la opinión pública. Y lo hará con más asiduidad a medida que el número de pensionistas vaya creciendo en porcentaje de la población total y se vayan incorporando a las redes sociales. Las pensiones, como la igualdad entre hombres y mujeres o como el medioambiente, son temas sociales de primer nivel que han llegado a la agenda política para quedarse. 

El problema de las pensiones es un problema de formulación simple: la cuantía individual de las pensiones, especialmente de las más bajas, es muy pequeña en comparación con los estándares necesarios para mantener un nivel adquisitivo equiparable al salarial, por lo que, aunque un pensionista tenga una reducción de sus necesidades de consumo, la pensión es baja. Desde un punto de vista macroeconómico, el problema es que, dado el volumen de pensionistas (y su crecimiento) y la forma de financiación de las pensiones, no habrá bastante dinero para pagarlas ni, desde luego, para aumentarlas, pues se podría colapsar la economía (y si no, que se lo pregunten a los griegos). El problema de las pensiones es, pues, un problema de suficiencia y de sostenibilidad. O lo que es lo mismo, un problema de gasto público y de financiación. Y, al tiempo, un problema de distribución. 

Para resolverlo, hay tres soluciones, con sus respectivas variantes: ahorrar más, parchear el sistema o reformar el sistema. 

La primera, propuesta últimamente por el gobernador del Banco de España (¡qué decadencia intelectual desde los tiempos de Luis Angel Rojo!), es la de que se «ahorre más», una suerte de solución «a la chilena». Pero eso, a estas alturas del problema, no sirve. Eso debió ser parte de la solución hace veinte años. Y no lo es porque estamos en fase de regresión demográfica y no tenemos, como los chilenos, activos públicos (los derechos de explotación del cobre) que doten de capital suficiente al sistema. Para poder pensar en un sistema así, el sector público tendría que poder ahorrar casi un 10% del PIB anual, lo que no es el caso con un déficit del 3%, y ni siquiera lo hicimos en los mejores años. 

La segunda solución es lo que se ha intentado en las últimas reformas: parchear el sistema conteniendo el crecimiento de las pensiones, esperando que la financiación aumente por la mejora del mercado laboral. El problema es que contener el gasto para resolver el problema de sostenibilidad, ante el crecimiento del número de pensionistas, supone congelar las pensiones generando un problema de suficiencia y distribución. Y resolver el problema aumentando las cotizaciones es absurdo porque las cotizaciones, un impuesto decimonónico indirecto sobre el factor trabajo, generan paro y ocultación de rentas. Fijar la esperanza de sostenibilidad y suficiencia en la mejora de la productividad (subidas salariales) y en la reducción de la tasa de paro es hacer recurrente el problema. 

La tercera solución es reformar profundamente el sistema (como lo hicieron los daneses, los alemanes, ¡hasta los italianos!). Para ello, lo primero es considerar a las pensiones como un gasto esencial del estado del Bienestar (artículo 50 de nuestra Constitución). A continuación, establecer tres niveles de pensiones: un nivel básico igual para toda la ciudadanía, se haya cotizado o no, evitando que nadie pueda caer en la vulnerabilidad por razones de edad; un segundo nivel, según lo cotizado en toda la vida laboral; y un tercer nivel, según lo ahorrado privadamente. Para evitar las disparidades de rentas por pensión, el IRPF es un buen mecanismo de igualación. El tramo primero se actualizaría según el IPC y el segundo, según una fórmula de sostenibilidad. El tercero se actualiza automáticamente. 

Para hacer sostenible el sistema, habría que reformular las prioridades de gasto público y cambiar la financiación de cotizaciones sociales a impuestos. Pero esos aspectos y sus consecuencias sobre la economía española serán objeto de un artículo posterior. Porque de pensiones hay mucho que hablar. 

26 de marzo de 2018

miércoles, 14 de marzo de 2018

Discursos

Oigo a los políticos y lo que dicen carece casi de sentido para mí. Sus discursos me recuerdan a una fotocopia, que circulaba cuando era joven, allá por los primeros ochenta, que se puede encontrar en www.elvelerodigital.com, que habían hecho unos estudiantes universitarios polacos. Los polacos habían analizado las frases de los discursos del régimen y habían hecho cuatro columnas de frases y trozos de frases. Para articular un discurso uno sólo tenía que empezar por la primera casilla de la columna Z y seguir por cualquier casilla de la B, después por cualquiera de la C, pasar a cualquiera de la D, y volver a la columna A para repetir el proceso tanto como se quiera. El discurso finalizaba con una frase que empezara con la última casilla de la columna A. Con esta técnica se pueden construir más de 38.000 frases diferentes, lo que da para unas 105 horas de discurso, ruedas de prensas, declaraciones, etc. sin casi decir nada. Toda una técnica que los cubanos, gracias a Fidel Castro, y los venezolanos, con Chávez, elevaron a la categoría de arte.

Hace meses empecé a hacer el ejercicio de «deconstruir» los discursos de nuestros líderes políticos y llegué al borde de la desesperación. Mariano Rajoy, por ejemplo, usa una técnica muy simple: dice una obviedad y luego usa circunloquios para decir lo mismo. Un discurso largo de Rajoy se articula a partir de una premisa mayor («salida de la crisis», «estado de derecho») que parece evidente, para, a continuación, envolverla usando palabras clave como «moderación» o «sentido común» y seguir diciendo lo mismo. En la columna C de Rajoy, por ejemplo, siempre aparecen expresiones como «seguir intentando continuar la mejoría». Rajoy es capaz de construir un discurso de diez minutos para decir que el PIB creció el año pasado. 

Los discursos de Pedro Sánchez son similarmente vacuos: enuncia un titular en una oración simple y, luego, repite machaconamente lo mismo con pequeñas variaciones. En todos sus discursos aparece la palabra «izquierda» y «público» que son sus supremas argumentaciones. Para él es evidente que algo es sencillamente bueno porque es de «izquierdas» y todo lo de «izquierdas» es necesariamente bueno. 

Los de Pablo Iglesias, ahora tan callado, son cúmulos de tuits. Son discursos sin conectores lógicos. Su contenido es un conjunto de frases sencillas elevando a categoría algo negativo, sin ningún análisis ni de causas, ni de consecuencias. Son directos: un problema, una o varias soluciones simples. 

Mucho mejores, por lo elaborados, son los de Albert Rivera. Rivera tiene una técnica depurada en la que se nota su entrenamiento en las reglas clásicas. Sus discursos tienen las cuatro partes básicas de toda pieza oratoria expositiva: exordio, narración, argumentación y epílogo. Y si no fuera porque, a veces, sus narraciones son agresivas y, otras veces, sus argumentaciones son simples, diría que sus discursos son los que tienen más contenido, al menos, en mi opinión. De cualquier forma, la mayoría de los discursos que he analizado últimamente tienen muy poco contenido. Lo que denota una inmensa pereza en el análisis de la realidad que estamos viviendo, una carencia de ideas y una falta de proyecto. Estamos a menos de un año y medio de que vuelva a iniciarse el ciclo electoral y nuestros líderes parecen que aún no tienen pensado lo que decirnos. Menos mal que la opinión pública se está moviendo y aparecen temas de verdadera significación y discursos colectivos interesantes y significativos como el de la igualdad de género. 

Como pasó con los polacos bajo el régimen comunista, cuando los políticos no dicen nada es la calle la que hace los discursos. Y, muchas veces, mucho mejor. Aburridos del tema catalán estábamos entrando en un dejá vu que se ha roto con el éxito de las feministas de poner, espero que por algún tiempo, el tema de la igualdad de género en la agenda política, pues es mucho lo que hay de debatir (y conseguir) en esta cuestión. 

14 de marzo de 2018 

lunes, 26 de febrero de 2018

Franco, Memoria Histórica y presente

En España vivimos, según el censo del Instituto Nacional de Estadística (INE), un total de 41.999.325 españoles (quito a los extranjeros porque con ellos no va esta historia). O sea, 42 millones de personas. 

De estos 42 millones de personas, 18 millones (el 43%), tiene menos de 40 años, es decir, que han nacido en democracia, cuando Franco llevaba ya muerto un par de años. Otros 15,5 millones (otro 37%) nacimos entre 1953 y 1978, es decir, que vivimos nuestra infancia, adolescencia y primera juventud, en la segunda época de la dictadura franquista (y hablo de segunda época porque, desde muchos puntos de vista, 1952 marca un punto de inflexión en la dictadura). Finalmente, otros 5,6 millones (el 13%) nacieron entre 1939 y 1952, en lo que podemos llamar la posguerra. Sólo 2,8 millones de españoles vivos hoy (el 7%) nacieron antes de la guerra. Y de éstos, por una cuestión de edad, sólo unos cinco o seis mil pudieron luchar, pues sólo los nacidos antes de 1920 llegaron a empuñar armas. De todos los españoles vivos hoy, sólo el 0,012% pudo tener una participación activa en la Guerra Civil, y no llega ni al 0,5% los que pudieron tener, por una mera y simple cuestión de edad, un papel relativamente activo y responsable en ella o en la inmediata posguerra. 

Esto implica que sólo el 7% de los españoles, mayores de 80 años, puede tener recuerdos de la Guerra Civil; que otro 13% tiene recuerdos de adulto de la dictadura; que otro 37% conoce la Guerra Civil y la posguerra por los libros de historia; y, finalmente, y lo más importante, que un 43% de la ciudadanía de hoy no puede tener ningún recuerdo ni de la Guerra Civil, ni de Franco, sencillamente, porque nació en democracia, por lo que todo lo que puede conocer de ambos periodos es por los libros de historia y por su casa. 

Creo que es bueno que una sociedad conozca con profundidad y rigor su propia historia, como creo que es lógico que cada persona y cada familia quiera tener conocimiento, y guardar memoria, de su biografía y de las de sus antepasados. De igual forma, creo que es razonable que haya un compromiso público (transparencia en los archivos y en las documentaciones, subvenciones, etc.) para que se estudie la historia y se recupere la memoria. Como creo que es pedagógico que se recuerden hechos especialmente dolorosos. Pero sin sacralizar, ni idealizar a la historia o la memoria. Porque, inevitablemente, una y otra se falsean, bien para adornar algún hecho o aspecto, bien para matizar o justificarlos. Nadie cuenta su propia biografía con exactitud porque es imposible, porque la percepción y el juicio de lo que contamos, porque la intención del relato y los posibles receptores del mismo, lo mediatizan. Y si nadie puede contar su propia biografía con exactitud, ¿cómo contar la biografía de otros? ¿Y la biografía colectiva que es la historia? 

Por eso, porque siendo bueno, lógico, razonable y pedagógico que se escriba con rigor una historia de nuestro pasado reciente, y es bueno, lógico, razonable y pedagógico que se recupere la memoria, no es bueno, ni lógico, ni razonable que nos quedemos en eso y no en lo importante. Porque lo importante para los españoles del presente no es estar recordando siempre, sino vivir el presente y construir el futuro. Es decir, que siendo bueno, lógico y razonable el que se quite una calle a un asesino, lo importante es si la calle está asfaltada, si tiene iluminación por la noche, si tiene acerado, si hay árboles, si la basura se recoge, si es segura. Más aún, lo importante es si está habitada, si las viviendas son dignas, si los niños que las viven tienen buena escolarización, si los adultos que las habitan tienen trabajos dignos, si los mayores tienen una buena pensión. Y, todos, buena salud y viven en paz. Eso es lo importante. 

26 de febrero de 2018 

lunes, 12 de febrero de 2018

Groko (con permiso de los militantes)

Como es conocido, en Alemania se celebraron elecciones generales el pasado septiembre. Unas elecciones en las que ganó la CDU/CSU de la señora Merkel con el 33% de los votos, seguida por el SPD (socialistas) con el 20,5%, la AfD (extrema derecha) con el 12,6%, los Liberales con el 10,7%, la Izquierda con el 9,2% y los Verdes con casi un 9%. Ante estos resultados, con una ligera caída de apoyo para la señora Merkel (-1%), un fuerte varapalo para el SPD (-5%) y la aparición parlamentaria de la extrema derecha, solo había tres alternativas posibles: un gobierno de coalición amplia (CDU/CSU más los Liberales más los Verdes) que se bautizó con el nombre de Jamaika-Koalition (por los colores de los distintos partidos iguales a los de la bandera del país del Caribe); la reedición de la Grosse Koalition (GroKo) entre los dos partidos más votados, conservadores de Merkel más socialistas de Martin Schulz; y, finalmente, nuevas elecciones. 

Teniendo en cuenta estos resultados, la iniciativa correspondía a la señora Merkel, que, en principio, prefería la opción de una gran coalición. Sin embargo, el hecho de perder casi el 20% de sus votos y que posiblemente este sea el último mandato de la cancillera (en alemán existe el femenino de canciller) porque sería su cuarto gobierno, hizo que el SPD de Martin Schulz se negara a reeditar el gobierno. Como, por otra parte, para la CDU era importante intentar un acuerdo, ya que en Alemania no está bien visto no negociar (kompromiss es una palabra importante en su cultura política), se iniciaron conversaciones para un gobierno con los Liberales y los Verdes. Negociaciones que fracasaron en el 20 de noviembre con un desplante de los liberales. En ese momento, pues, solo quedaba la opción de una nueva Gran Coalición o elecciones. Pero el panorama se había movido, porque una repetición de las elecciones le podría dar más votos a la señora Merkel (a costa de los liberales) y no era seguro que mejorara a los socialistas. Por eso, ante las presiones del presidente federal Steinmeier, y por un sentido de Estado típicamente alemán, Schulz se avino a negociar una nueva coalición. 

El resultado es un acuerdo de 179 páginas titulado Un nuevo inicio para Europa; una nueva dinámica para Alemania; una nueva cohesión para nuestra tierra (www.cdu.de o www.spd.de), en el que, a lo largo de 14 capítulos, se desgrana un buen programa de gobierno sobre los tres ejes del título. Del texto se deducen algunas de las constantes de la política alemana de los últimos cincuenta años: Europa como solución y conjuro de sus demonios interiores; una economía liberal y competitiva en un Estado social financieramente responsable; una genuina preocupación por la cohesión social y las políticas sociales. Con una estructura lógica muy alemana y con temas de los que en España ni se habla (familia o infancia), mi único pero al acuerdo, además de algunas inconcreciones, es la ambigüedad sobre temas de medio ambiente. 

A este acuerdo solo falta ponerle nombres, pues también en la negociación de las carteras ha estado muy hábil la señora Merkel, ya que la cesión de la cartera de Hacienda, además de la de Asuntos Exteriores (y la tradicional de Trabajo) a los socialistas obligará a estos a correr con el coste político de sus promesas europeístas. El socio pequeño, la conservadora CSU, se lleva Inmigración, conteniendo a AfD y posibilitando una nueva victoria en Baviera. 

El único problema es que los socialistas tienen que consultar a sus militantes. Unos militantes que son más radicales que sus dirigentes y entre los que hay una fuerte división. Por eso, hasta el día 4 de marzo no sabremos si tendremos gobierno en Europa (perdón, en Alemania) o se abre un nuevo periodo de incertidumbre. Una incertidumbre para unos 450 millones de europeos que nos generan 460.000 militantes del SPD. 

12 de febrero de 2018