Recopilación de artículos de Gabriel Pérez Alcalá (Profesor de Política Económica de ETEA) publicados en el Diario Córdoba
miércoles, 19 de diciembre de 2018
Vox
miércoles, 5 de diciembre de 2018
Más de lo mismo
miércoles, 21 de noviembre de 2018
Pobreza andaluza
miércoles, 7 de noviembre de 2018
Paro andaluz
miércoles, 24 de octubre de 2018
Economía regional básica
miércoles, 10 de octubre de 2018
Totalitarios, colaboracionistas, resistentes
Totalitarios, colaboracionistas, resistentes Pusieron, primero, una bandera con barras amarillas y rojas, y dijeron que era solo un viejo símbolo. Recuperaron, al tiempo, un viejo canto, y lo llamaron su himno. Renombraron las ciudades y las calles, dieron premios a los que hablaban su idioma e inventaron nuevas «tradiciones». Y le llamaron recuperación cultural. Y, como todos los demás hicieron lo mismo en su región, nadie vio nada malo en ello.
Pidieron, después, educar a sus hijos en su lengua. Hicieron que los hijos de los que no la hablaban la aprendieran, para mejor conocer la historia de la tierra que había acogido a sus padres, y superar así las diferencias entre los hijos de la burguesía y los de los inmigrantes. Y lo llamaron normalización lingüística. La escuela era suya y reescribieron la Historia, llenaron los libros de insidias y adoctrinaron a los hijos de los inmigrantes, hasta que renegaron de los orígenes de sus padres. Y a eso le llamaron cohesión social. Se resistieron algunos y los insultaron, y cuando los tribunales los ampararon, los niños eran ya adultos. Pero fueron muchos los que callaron y colaboraron, porque eran de allí o porque allí tenían trabajos y se vivía mejor que en los pueblos de donde venían. Y el resto, los que lo veían desde fuera, hicieron con que todo eso no pasaba.
Montaron una televisión propia y asaltaron con su propaganda el salón de todos los vecinos. Y lo llamaron pluralidad informativa. Obligaron a que los comercios se rotularan en su lengua y quisieron hacer una economía por su cuenta, pagando más a sus funcionarios, maestros y médicos y se endeudaron más que los demás, y lo justificaron porque eran el «motor económico de su país». Y a todo eso le llamaron sus intereses legítimos. Dentro, todos callaron y colaboraron porque les beneficiaba, y, fuera, solo unos pocos protestaron, pero sus votos valían menos para la estabilidad de los gobiernos.
Quisieron una policía que sirviera para la convivencia y levantara menos suspicacias, y, como así lo tenían países del «entorno», a pesar de hacer más ineficaces los servicios policiales, se les autorizó y se le llamó transferencia de Interior. También pensaron que, para mejor servir a sus empresas, era bueno que, además de las embajadas de todos, tuvieran representación propia para ayudar a sus multinacionales en el mundo, y de paso a su ciudadanía y, ya puestos, a su propaganda cultural. Y eso le llamaron oficinas de intereses comerciales. Y, como los que pudieron les imitaron, nadie protestó y todos colaboraron.
Y como ya tenían una bandera, un himno, la escuela con pensamiento y lengua única, una televisión, una administración, una policía y embajadas, escribieron una Constitución, que rompía la de todos. Dentro, nadie protestó porque les beneficiaba, y fuera, hubo algunos que se resistieron, pero muchos la justificaron. Y cuando un tribunal determinó que no garantizaba la igualdad de todos, se hicieron las víctimas. Y muchos los comprendieron y culparon al tribunal.
Se enfadaron, y empezaron a señalar al que no pensaba como ellos, y pusieron banderas para saber dónde vivían los tibios a su causa y «los otros». Se saltaron la legalidad y le llamaron referéndum; vulneraron las normas básicas del Parlamento y le llamaron mandato del pueblo. Se pusieron lazos amarillos para saber quién era de los suyos y fueron violentamente contra aquellos que opinaban diferente. Y le llamaron libertad de expresión democrática.
Y hubo quien sacó al totalitario que es, quien colaboró, quien calló y quien resistió.
Aún estamos a tiempo. Porque aún estamos a tiempo de parar a los totalitarios, es por lo que cada uno de los adultos de este país debiera pensar qué papel representa en la crisis catalana. Si es uno de ellos, un totalitario, un colaboracionista o un resistente. Aún estamos a tiempo de parar una deriva que llevaría a escribir aquello de Martin Niemöller: «Cuando los nazis vinieron por los comunistas/ guardé silencio/ yo no era comunista...».
10 de octubre de 2018
miércoles, 26 de septiembre de 2018
La agenda del Gobierno
miércoles, 12 de septiembre de 2018
Los 100 días del presidente Sánchez
miércoles, 29 de agosto de 2018
Límites de realidad
miércoles, 15 de agosto de 2018
Medias verdades
miércoles, 1 de agosto de 2018
Migraciones
miércoles, 18 de julio de 2018
Criterios de inversión
Una de las peticiones recurrentes del nacionalismo catalán ha sido el tema de las inversiones del Estado en Cataluña. Desde la época de Jordi Pujol, pasando por la de Artur Mas y ahora en la de Puigdemont/Torra, los catalanes se han quejado (¿cuándo no?) de una falta de inversión en Cataluña por parte del Estado. Cada vez que en alguna otra zona de España se hacía una línea de ferrocarril, la Generalitat reclamaba más inversión en los trenes de cercanías. De la misma forma que cada vez que se ampliaba un aeropuerto o se hacía uno nuevo, ellos pidieron la compensación hasta tener el segundo aeropuerto de España, otro en Gerona que usa Ryanair y otros cuatro inservibles (Sabadell, Reus, La Seu D’Urgell y Lérida), o sea, los mismos que Andalucía para la mitad de territorio. Como reclamaron más autopistas ante cada autopista que se hacía en Madrid o el Norte.
El saldo de esta permanente reclamación es que Cataluña, además de lo que ya se invirtió en el periodo anterior a la democracia (de lo que no se habla, pues, por ser en época vergonzante parece que no les aprovechara), ha recibido más inversión pública que la media nacional, siendo la primera que más ha recibido en valor absoluto entre 1995 y 2015, la tercera en términos relativos (tras Madrid y Baleares) y mucho más que Andalucía. Lo que determina que la dotación de capital público, es decir, infraestructuras de todo tipo para la prestación de servicios públicos sea en Cataluña superior a la de cualquier otra región de España. Sólo por habitante, y por razones de su despoblación, el cuadrante norte tiene más por habitante, pero eso no significa que Cataluña esté, en comparación con el resto del país, peor dotada. Dicho de otra forma, Cataluña no está infradotada en capital físico público, más bien al contrario en comparación con el resto de los territorios. Y los datos se pueden consultar en el fantástico trabajo que dirigieron Matilde Mas, Francisco Pérez y Ezequiel Uriel para la Fundación BBVA, con las series de datos del viejo Servicio de Estudios del Banco de Bilbao (Capital público en España. Evolución y distribución territorial (1900-2012)).
Hasta aquí los hechos. Lo sorprendente es que nadie en la escena política les desmonte el argumento, y que desde el mismo Gobierno, y, desde luego, desde los partidos que se llaman socialistas o progresistas, acepten incluso que el criterio de reparto de las inversiones públicas debe ser «en función del PIB». Lo que es una aberración en su misma formulación, pues si fuera el criterio para asignar las inversiones públicas, nos encontraríamos que habría que dotar de más servicios públicos (hospitales, escuelas, museos, carreteras, servicio de aguas, transporte público, comisarías, etc.) a las ciudades más ricas o a los barrios más ricos que a los más pobres, con lo que éstos nunca podrían converger. No sólo es una aberración social, sino que también lo es económica, puesto que la inversión ha de hacerse en aquel sitio y actividad donde genere un mayor rendimiento y, éste es, por un principio de primero de Economía que se llama de los «rendimientos marginales decrecientes», mayor en las zonas de menor renta. Es decir, que, ante alternativas de inversión, es más rentable, en términos de crecimiento económico y de bienestar, invertir en aquella población que menos PIB genera, la más pobre, no en la más rica. Lo que también es un principio elemental de redistribución de rentas y servicios, pues los ricos pueden dotarse de estos servicios en el sector privado.
Que la inversión pública nunca siguió exactamente criterios económicos lo sabemos los economistas desde hace tiempo, pues es un instrumento político, pero de ahí a aceptar que la inversión pública se asigne, además la del Estado que es de todos, en función del PIB sería una aberración que sólo tiene sentido en el mundo en el que vive el independentismo catalán, con el permiso de algunos ingenuos.
18 de julio de 2018
miércoles, 4 de julio de 2018
Fracaso migratorio en Europa
miércoles, 20 de junio de 2018
El Gobierno Sánchez
lunes, 4 de junio de 2018
Elecciones, por favor
Aunque sea recurrible, la sentencia del caso Gürtel no deja lugar a dudas: el Partido Popular se financió ilegalmente con prácticas corruptas; bastantes y muy relevantes personas se enriquecieron ilícitamente; y otras, especialmente los que tuvieron cargos en el partido, entre ellos el anterior presidente, el señor Aznar, y el actual presidente del partido, Mariano Rajoy, o lo consintieron o, en el mejor de los casos, no establecieron los mecanismos de control, como era su obligación, para que no ocurriera. Como, además, todo esto se ha investigado y conocido mientras el PP ha estado en el Gobierno, su política de negación, inacción, obstrucción e intoxicación, lejos de minimizar los efectos de esta corrupción, los amplifica. En definitiva, el PP se ha demostrado un partido que no es digno de confianza (y lo siento por los cuadros y afiliados que sí lo son), como no lo es el señor Rajoy, ni la mayoría de los cuadros del partido en la dirección nacional. Además, no han mostrado la diligencia debida para poner en conocimiento de la opinión pública lo ocurrido, pues, ni han hecho un informe de auditoría transparente, ni han aportado datos en la Comisión parlamentaria, ni han colaborado con la Justicia (y el caso de los discos duros es llamativo). Tampoco han mostrado arrepentimiento, ni repugnancia, ni la eficacia exigible para reconocer los hechos, repudiarlos y atajarlos, por lo que, en conclusión, no eran dignos de seguir gobernando. Más aún, no eran dignos de seguir gobernando porque ni siquiera son conscientes, a tenor de sus declaraciones (algunas de malos leguleyos como las de la secretaria general, la señora Cospedal) de lo que significa la sentencia.
Una sentencia así, en cualquier democracia saludable (si es que queda alguna), que establece la corrupción del partido del Gobierno e involucra al presidente del partido y del Gobierno, hubiera tenido, como primera consecuencia, una declaración pública de explicaciones, y, a continuación, una dimisión inmediata. Una dimisión inmediata y convocatoria de elecciones, pues las elecciones sirven esencialmente para saber en quién deposita la ciudadanía su confianza. Sin embargo, el señor Rajoy, en un acto reflejo, se enrocó. Lo que ha aprovechado un oportunista como Pedro Sánchez para ser presidente.
La legitimidad del señor Sánchez para ser presidente es indudable, pues ha tenido la mayoría de la Cámara, pero eso no es lo mismo que tener la confianza de una mayoría de los ciudadanos. El señor Sánchez no ha sido investido presidente del Gobierno porque haya concitado el apoyo de una mayoría, sino porque, en el sistema de moción de censura (lo de constructiva habría que verlo) el presidente Rajoy ha concitado más oposición. Estar en contra de algo solo implica apoyar lo contrario si no hay nada más que una alternativa. Es evidente que el señor Sánchez presentó su moción con un claro cálculo electoral: gana la visibilidad que no tiene por no ser líder de la oposición (y que le estaba arrebatando el señor Rivera) y tiene la posibilidad de llevar iniciativas que refuercen su discurso, al tiempo que refuerza el apoyo dentro de su propio partido, pues nada une más que el poder. Más aún, en caso de que perdiera las próximas elecciones, la posibilidad de tener mejor resultado que en las anteriores y no verse superado por Podemos le garantiza la continuidad en la Secretaría General del PSOE. El señor Sánchez tiene ahora oportunidades personales que hace un mes las encuestas no le daban. Por eso es presidente del Gobierno.
Pero es un presidente que no fue el más votado en las urnas. Un presidente que tuvo el 22,6% de los votos y que cuenta con solo 85 diputados. Por eso, en cualquier democracia decente (si es que queda alguna), el presidente Sánchez se sometería al veredicto de las elecciones de tal forma que la ciudadanía pueda darle su confianza. Necesitamos, pues, elecciones cuanto antes. Llegar a ser una democracia decente lo reclama, por favor.
4 de junio de 2018