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lunes, 19 de junio de 2006

¿Más democracia?

En el momento en el que escribo estas líneas aún no se ha celebrado el referéndum para la aprobación del Estatuto de Cataluña, pero cuando se lean ya se habrá celebrado. Con lo que se habrá cerrado el primer acto del proceso de reforma del Estado. El debate estatutario, celebrado el referéndum catalán, ya se está terminando, incluso en las Comunidades que lo tienen, aún, en marcha. Hoy solo queda aceptar el resultado de las urnas, valorar su significado político y terminar el proceso con la aprobación de los demás. Un proceso que ha sido impecablemente democrático, pero que, al menos en mi opinión, no ha reforzado la democracia en España por un par de razones de peso. 

Y creo que no lo ha hecho, en primer lugar, porque el proceso de reforma estatutaria se ha construido sobre la idea de marginar al Partido Popular, restándose posibilidades a una alternancia efectiva. El PSOE se ha aprovechado de leyes que cambian la distribución del poder, los Estatutos, para hacer más difícil la posibilidad de alternancia. En este juego le ha ayudado la cerril y dogmática estrategia del PP que, en vez de hacer propuestas inteligentes, se ha automarginado radicalizando su discurso y cayendo en el tremendismo. El resultado es que el viraje de los socialistas hacia posiciones nacionalistas les será electoralmente rentable. A partir de ahora, el PP o gana por mayoría absoluta o tendría un gobierno inestable y en permanente conflicto con las dos Comunidades Autónomas más pobladas. Zapatero , pues, se ha mostrado como un magnífico Secretario General de PSOE (y el PSC un fuerte ariete de esta estrategia de "ir contra el PP"), lo que posiblemente lleve a su partido a mantenerse en el poder en distintas instancias, pero está siendo, desde este punto de vista, un mal presidente del Gobierno, porque esta ruptura de ese acuerdo elemental de la democracia por el que se acepta que el otro tiene buena voluntad y es parte de la comunidad, daña nuestra convivencia democrática al eliminar posibilidades de alternancia. No ha ganado, pues, nuestra democracia por la forma del proceso. 

Es cierto, en segundo lugar, que después de 25 años de funcionamiento, la descentralización política del Estado necesitaba una reforma que ordenara las competencias, permitiera un margen de libertad y adaptación a la evolución de cada autonomía y cambiara el sistema de financiación. Pero el proceso se ha deslegitimado, desde la lógica organizativa más elemental, cuando, en vez de proponerse un pacto general a partir de criterios de eficacia en la prestación de servicios y ámbitos políticos adaptados a las comunidades, el criterio de qué espacio ocupa cada administración se ha decidido por una parte. Dicho de otra forma, en un proceso lógico de reforma del Estado se debieran de haber pronunciado primero las Cortes Generales, tanto el Congreso como el Senado, sobre qué competencias deberían tener las Comunidades Autónomas (y, en su caso, haber propuesto una reforma constitucional) y si todas han de tener o no las mismas. Pero al hacerse desde una de las Comunidades, ahora se obliga al resto a ir a las competencias aprobadas para ésta con el fin de que el sistema tenga coherencia. Al final, el edificio del Estado será lo que la clase política catalana ha querido que sea porque al celebrarse el debate como se ha hecho no hemos debatido conceptos básicos como eficiencia o federalismo. Y, más grave aún, la posibilidad de rectificación en el futuro será prácticamente imposible, dada la distribución del poder al que se ha llegado y la ausencia de mecanismos de retrocesión. 

Porque en el proceso que ayer cerró se ha marginado a una parte importante de los españoles y porque el proceso está condicionado por uno de los protagonistas de tal forma que no ha habido un debate igualitario entre todos, creo que lo que estamos haciendo no beneficia la democracia en España. Más aún, posiblemente desde hoy tengamos menos democracia que la que teníamos.

lunes, 5 de junio de 2006

Latinoamérica

Latinoamérica está viviendo un interesante momento político y económico. Un momento histórico que viene, en parte determinado porque este año 2006 es año electoral en las cinco grandes potencias económicas y políticas de la región: Colombia, Perú, México, Argentina y Brasil. Cinco elecciones presidenciales a las que hay que sumar la reciente victoria de Evo Morales en Bolivia, el primer año de mandato de Oscar Tavarez en Uruguay, los elementos ya conocidos de la retórica populista de Chaves en Venezuela y el fin de ciclo, por cuestiones puramente naturales, de la dictadura cubana. 

En Latinoamérica están madurando tres procesos que se iniciaron hace ya algo más de una década: un proceso de crecimiento económico, un proceso de consolidación de instituciones democráticas, y, finalmente, un proceso de caída de la tutela norteamericana. 

Latinoamérica crece. Según informes de organismos internacionales, la economía latinoamericana ha venido creciendo en los últimos años a un ritmo medio de casi el 5%. Y hay países, por ejemplo Argentina, cuyo crecimiento ronda el 8% y no es un país petrolero. Su deuda externa global se ha reducido significativamente (México, Brasil y Argentina, otrora en suspensión de pagos, han resuelto parte de sus problemas e incluso han saldado sus deudas con el FMI), y todo ello con una cierta disciplina fiscal, sin una inflación de dos dígitos y con un cierto equilibrio en sus cuentas exteriores. La macroeconomía financiera funciona sin problemas siguiendo la receta del FMI. El problema es que todo esto se está produciendo con altas tasas de paro y salarios de miseria lo que fuerza a la emigración de una parte de la población, precisamente parte de su fuerza laboral joven y más preparada. Si a esto le sumamos que muchos de estos países han dilapidado parte de sus recursos naturales, el resultado es la persistencia de no pocos problemas económicos estructurales que generan problemas sociales y políticos, dando la imagen de que no se avanza, de que Latinoamérica vive estancada. Y es que, y lo he aprendido allí, las prescripciones de política económica del FMI sirven para convertir a un país en un buen deudor que crece y paga, pero ese crecimiento no es sinónimo de desarrollo. 

En segundo lugar, la democracia, a pesar de todo, se ha ido consolidando y hay países en los que funciona sin tentaciones caudillistas. Hoy es impensable un golpe militar en Chile, Argentina, Brasil o Uruguay, como era impensable hace unos años que en estos países gobernaran administraciones de izquierda o centro izquierda. Y de igual forma, nadie puede pensar en una vuelta al Priísmo en México, como empiezan a alejarse los fantasmas de las largas guerras civiles en Centroamérica. Los casos de Chaves o las tentaciones de Evo Morales son excepcionales, pero no dejan de ser, en parte, resultados perversos del mismo proceso democrático. La cultura democrática se está asentando en Latinoamérica. Con no pocas dificultades, puesto que defrauda a veces las expectativas, al no alcanzar suficientes mecanismos de justicia. Y es que, y también se puede aprender allí, democracia no es sólo tener derecho al voto, sino que haya también la posibilidad de ejercicio efectivo de derechos. 

Y, curiosamente, estos procesos coinciden con el momento en el que los Estados Unidos han dejado de priorizarla en su política exterior, pues se están concentrando en el agujero de Oriente Próximo (lleno, por cierto, de petróleo) y ante el reto estratégico de China, y están dejando de intervenir activa y directamente en sus asuntos. Hay datos, pues, esperanzadores de cambio en esta zona del planeta especialmente querida para nosotros. Un continente que necesita ayuda, pero no salvadores iluminados, ni internos ni externos. Un continente que necesita comprensión y no recetas milagrosas. Y esto también lo he aprendido estudiando el otro lado del Atlántico.