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miércoles, 27 de febrero de 2019

Votantes o ‘hooligans’

Ya estamos metidos en tiempo electoral. En realidad, no hemos salido de él en los últimos años. Con el «no debate» de presupuestos, y digo «no-debate», porque nadie, ni la ministra, habló de economía, se ha abierto oficialmente el ciclo electoral. O sea, el peor momento para hablar de política. Porque, lejos de ser un tiempo en el que la ciudadanía trate a la política con respeto, en el que los políticos apelen a los votantes con propuestas que se debatan racionalmente y se presenten candidatos/as, las campañas electorales se están convirtiendo en un tiempo de ruido en el que la competición electoral es la excusa para el exceso, un tiempo en que los políticos, lejos de apelar respetuosamente a los/las votantes, quieren convertirlos en bandas de hooligans, de fanáticos idiotas. 
 
Para ello, los principales partidos cuentan con profesionales que segmentan la población por características (los «target»), establecen los slogans que apelan a lo más elemental y visceral («claim»), buscando el impacto («led») y la aceptación («likes»). Ya no existen grupos de trabajo en los partidos que hayan estudiado los temas, piensen propuestas coherentes con la situación real y con su ideología, e intenten convencer a una mayoría. Lo que hay son profesionales de la propaganda que movilizan a los afiliados y simpatizantes dándoles frases para debates, tuits para circular, videos para viralizar. Además, se tienen, más o menos en nómina, opinadores profesionales que simplifican los temas, hacen metáforas exageradas, y califican a los otros como de «izquierdas» o de «derechas», como si un calificativo fuera en sí mismo un argumento. En vez de partidos con ideas que se debaten, lo que hay son marcas que hay que diferenciar obligatoriamente en la «competencia electoral». Marcas que se compran, que identifican al que se acerca a ellas. Identidades que sirven para calificar o descalificar lo que se diga según la marca del que lo diga. Lo importante en la lógica electoral actual, no es de qué se hable (da lo mismo hablar de igualdad, de paro o de política exterior), ni la racionalidad de lo dicho, lo importante es ser de algún grupo, que seas de «los nuestros». Parece que, en política, va pasando como en el fútbol, que lo importante no es si te gusta el juego o lo entiendes, sino si eres de un equipo o de otro. Y, por supuesto, si ese equipo gana. 
 
Y cuando la ciudadanía entra en este juego, al que incitan los expertos y los políticos, cuando lo importante no es el juego, sino tener unos colores, todo se polariza, se construyen los «nosotros» frente a los «ellos». Se entra en la lógica política del conflicto, de la guerra. La lógica del teórico nazi Carl Schmitt. Desaparece el debate racional, no hay diálogo porque no se habla de nada ideal o concreto, ni posibilidad de acuerdo, solo posiciones extremas que nada dicen, descalificaciones, ruido y furia. La democracia se simplifica en el recuento de seguidores, desaparece lo común, lo que nos une, para subrayar lo que nos separa, lo que nos diferencia. Y, en estos contextos, es cuando aparecen Podemos y Vox, Trumps y Maduros. Para los partidos lo importante, entonces, no es convencer a los otros, a los que opinan diferente, lo importante es movilizar a los propios. 
 
Frente a esta dinámica, una «dinámica Mouriño», solo hay tres soluciones en la ciudadanía: la denuncia permanente de la estupidez de no pocos debates, el silencio educado o el ruego a los políticos de que vuelvan a hacer y hablar de política seriamente. 
 
No. No es solo el crecimiento de la desigualdad en la crisis lo que está generando el deterioro de la democracia y la eclosión de los populismos, pues más desigualdad había en los primeros años de la democracia. Lo que deteriora nuestra democracia son esos políticos que no respetan a la ciudadanía y quieren ponerle una camiseta, haciendo de cada votante un hooligan. 
 
No lo permitamos. 
 
27 de febrero de 2019

miércoles, 13 de febrero de 2019

Los tres problemas del presidente Sánchez

El gobierno del presidente Sánchez lleva en Moncloa ocho meses y, sin embargo, está ya tan desgastado como si llevara ocho años. Un desgaste que tiene, en mi opinión, mucho que ver con tres problemas que no puede o no sabe resolver y que le van a abocar a unas elecciones en este año. 
 
El primer problema del Gobierno del presidente Sánchez es que nació débil, porque fue fruto de un pacto anti-Rajoy, con los podemitas y los nacionalistas catalanes y vascos, socios poco fiables donde los haya, y por contar con solo 85 diputados sobre 350, además de minoría en la Mesa del Congreso y en Senado. A esto hay que sumar que no tiene ni siquiera una buena base territorial, pues hoy el PSOE no gobierna ni Andalucía, ni Cataluña, ni Madrid, ni las grandes ciudades (salvo Sevilla). El presidente tiene poco poder de maniobra, máxime si en las elecciones de mayo se sigue llevando sorpresas como la de Andalucía. 
 
El segundo problema que tiene el Gobierno, con diferencia el más grave, es que no tiene un proyecto para la legislatura, no sabe qué hacer. En gran medida, porque el relato de la moción de censura fue desalojar a un gobierno manchado por la corrupción y convocar elecciones (algo que no hizo). Sin embargo, está pretendiendo gobernar a partir de trending-topics de fin de semana, como si toda la ciudadanía estuviera conectada a las redes, lo que le lleva a cometer muchos errores, con anuncios que luego desmiente. Errores como los que afectan al mercado de trabajo, pues las medidas que proponen son fruto de una fijación ideológica antigua, de dos supuestos falsos (que el Estatuto de los Trabajadores de 1981 es una buena ley y que el mercado laboral de 2025 necesitara volver al marco regulatorio de 2008) y de un pésimo análisis del paro español. Errores como los anuncios de transición energética. Errores como los del ministro Ábalos de mandar a las Comunidades Autónomas el tema del taxi y las VTC. Errores como la exhumación de Franco, que ha creado un problema donde no existía, pues los jóvenes se están posicionando sobre su figura (y no siempre en contra), con el peligro de convertirlo en un mito y transformando su tumba privada en un lugar de peregrinación, cuando en el Valle se controlaba por el Estado. Errores como la negociación con los independentistas, y no solo por la cantidad de cesiones simbólicas que se han hecho, empezando por aquel Consejo de Ministros en Barcelona de diciembre, sino por las tangibles que se están planteando a cambio de su voto a los presupuestos, empezando por las inversiones en infraestructuras. Por otra parte, la actitud presidencial de pensar que España es una república presidencialista, pues no sabe usar a la Casa Real, y gestionar el Gobierno como un grupo de ejecutivos le está pasando factura. 
 
El tercer problema del presidente Sánchez es que está desconectado de su partido. Parece no saber en qué situación está su militancia, especialmente en Andalucía, como parece no importarle lo que se juegan sus cuadros en las próximas elecciones. Una gran parte del PSOE no se siente representado en el Gobierno y ha dejado de ser su conexión con la realidad social. Y no ayuda a reconectarlo propuestas como la de la candidatura de Pepu Hernández en Madrid. Es como si pensara que puede ganar las generales sin su partido, que puede llegar directamente a los votantes, o que desea que algunos de sus candidatos pierdan en mayo para remodelar el PSOE a su imagen. 
 
Con estos tres problemas, me temo que la voluntad del presidente Sánchez de «agotar la legislatura» se me antoja ciencia-ficción. Como veo difícil el que tenga un buen resultado electoral, pues, lejos de haber convocado elecciones al rebufo de la salida de Rajoy, se va a ver abocado a hacerlo por su debilidad, sus errores y sin apoyo de su partido. 
 
13 de febrero de 2019