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lunes, 29 de diciembre de 2003

Fracaso europeo

He sido un firme partidario del proyecto de Constitución europea. Y no porque me pareciera un buen texto, sino porque suponía un paso adelante en ese sueño político que es la Unión. Por eso, y sin dramatizar lo ocurrido este mes en Bruselas, me parece que los europeos hemos perdido una buena oportunidad de construir nuestro futuro. 

¿Por qué ha fracasado la cumbre de Bruselas? En los medios de comunicación de toda Europa se ha respondido a esta cuestión buscando culpables. Si esta fuera la respuesta, habría que decir que todos somos culpables de este fracaso: los que asistieron a la cumbre como líderes, los parlamentarios de la Convención que redactaron el proyecto, los funcionarios de las delegaciones... los apáticos ciudadanos europeos que elegimos a todos los demás. Pero esta lista no responde a la pregunta. No, señalar culpables no es encontrar las causas del fracaso. 

En mi opinión, la cumbre de Bruselas ha fracasado porque los europeos hemos olvidado algunas palabras esenciales para construir el Estado que ha de plasmarse en una Constitución. Hemos olvidado el significado de palabras como consenso, igualdad, responsabilidad política, separación de poderes, diplomacia. Hemos olvidado partes esenciales de una verdadera Constitución. 

La cumbre de Bruselas ha fracasado, en primer lugar, porque los europeos estamos olvidando, en medio de nuestras disensiones sobre Irak, el Pacto de Estabilidad y los Fondos, el porqué de la Unión. De hecho, ya no hay consenso en la necesidad de una Europa fuerte en un mundo globalizado, pues hay algunos líderes europeos, Aznar entre ellos, para los que la Unión es un simple fondo de dinero, siendo lo importante para el futuro la proximidad política a la hiperpotencia norteamericana. Sin consenso sobre la visión del futuro, la Constitución necesariamente había de fracasar. Porque una Constitución es la expresión de un consenso sobre la visión de la política. 

La cumbre de Bruselas ha fracasado, en segundo lugar, porque los europeos hemos abordado la redacción de la Constitución como un tratado. Es decir, la Constitución europea se parece más a un acuerdo entre grupos de interés y Estados que a un "contrato social" entre ciudadanos iguales. De ahí las dificultades con el reparto del poder en los órganos. Y es que nuestros líderes, Aznar y Miller significativamente, han olvidado que uno de los pilares esenciales de cualquier Estado democrático es que las decisiones se toman por mayoría, y que todos los ciudadanos valemos lo mismo en democracia. Un Estado unido y fuerte sólo es posible si todos somos iguales. Por eso, aferrarse al reparto de poder de Niza ha sido una traición a este principio de igualdad. 

La cumbre de Bruselas ha fracasado, en tercer lugar, porque los europeos nos equivocamos al diseñar la institución que había de redactarla. La Convención estaba mal diseñada porque al estar compuesta por representantes de los representantes de los ciudadanos se ha abusado del principio de representación, evitándose la exigencia de responsabilidades directas. La mezcla de miembros de los poderes ejecutivo y legislativo de cada país ha producido tensiones innecesarias que han colaborado en el fracaso. Sin responsabilidad, no hay poder de representación. 

La Constitución europea ha fracasado, finalmente, porque los europeos estamos olvidando, además de los principios que nos unen, la más elemental educación. Cada vez más estamos sustituyendo la diplomacia por el compadreo, las negociaciones por el cotilleo de cóctel. Una cumbre no es ya una reunión de un club de adultos, sino un botellón de adolescentes acomplejados obsesos del fútbol y del chiste fácil. 

La cumbre de Bruselas ha sido un fracaso. Un rotundo y profundo fracaso de todos los europeos. Porque estamos olvidando algunos conceptos clave sobre los que se asienta nuestro propio sistema político. Extraño olvido que debiera hacernos reflexionar, pues, al fin y al cabo, a los líderes que van a Bruselas los escogemos nosotros. ¿O también esto lo hemos olvidado? 

lunes, 15 de diciembre de 2003

Lecciones básicas de Hacienda Pública

Partido Socialista de Cataluña y Ezquerra Republicana incluye un decálogo sobre la financiación autonómica, que merece más que algún comentario y aclaración. Y es que, entre los diez puntos que se han dado a conocer, hay algunos que sólo pueden ser explicables desde la ignorancia, pues suponen un profundo desconocimiento de la más elemental Hacienda Pública, es decir, de la más básica teoría de la imposición y del gasto público. 

Lección primera: los impuestos no los pagan los territorios, los pagan las personas que son las que generan y poseen la renta. Y, cuando existe progresividad, como es el caso español a pesar de los intensos esfuerzos del Partido Popular por limarla, los más ricos pagan en porcentaje, y necesariamente también en valor absoluto, más que los pobres. Y cuando sólo existe proporcionalidad unos y otros pagan lo mismo en valor relativo y más en valor absoluto los que más tienen. Puesto que los residentes en Cataluña son más ricos, en media, que los residentes en el resto del país, los impuestos recaudados de estas personas son mayores, en valor relativo y en valor absoluto, que los de otras comunidades. Dicho de otra forma, los residentes en Cataluña pagan más de media más no porque sean catalanes, sino porque son más ricos y los impuestos en España son progresivos. 

Lección segunda: los impuestos no se pagan según lo que se recibe sino porque son impuestos, y basta mirar la etimología de la palabra para saberlo. Es decir, los impuestos son una exacción que recibe el poder político basada en la coacción y, en cierto sentido, en el convencimiento moral. Por eso los impuestos no son un precio que pagamos por los gastos públicos. Pensar en que uno recibe lo que paga es no saber que hay bienes públicos indivisibles (como la seguridad o la justicia, las infraestructuras, etc.) que hacen que cada uno reciba más que la parte que ha puesto. Y es, además, suponer que son una especie de contribuciones voluntarias al bien común, lo que es totalmente falso. Ni los impuestos son un precio, ni una cuota voluntaria a una asociación, sino que son exacciones de pago obligatorio con sanciones que pueden llevar a penas de cárcel. 

Lección tercera: la inversión pública en infraestructuras ha de hacerse, y es un criterio casi más elemental, donde sea mayor su beneficio, es decir, en aquellas comunidades en las que la diferencia entre lo que aumenta la renta y lo que cuesta la infraestructura sea mayor. Asignar infraestructuras según el PIB, como se propone, es lo mismo que creer que es mejor una tercera autovía entre Marbella y Sotogrande que una primera entre Antequera y Lucena, por el mero hecho de que las dos primeras ciudades tienen más renta que las segundas. Esta lección se basa en la ley de los rendimientos decrecientes que es de economía elemental. 

Lección cuarta: si los impuestos no los pagan los territorios y los gastos no se pueden asignar a las personas que los pagan, carece de sentido hablar de "déficit fiscal" de Cataluña. Y no vale el ejemplo de la Unión Europea por dos razones: primera, porque en la UE no hay los mismos impuestos en todos los países; y, segunda, porque efectivamente se aporta por países y no por residentes. 

En definitiva, disponer de los ingresos según el criterio de población, exigir gastos en infraestructuras en función del PIB y reducir esa simple cuenta que llaman déficit fiscal de Cataluña a cero es reconocer, públicamente, que no se tiene ni idea de por qué se pagan los impuestos y son progresivos, cómo se asigna el gasto público y a qué se llama saldo de las cuentas públicas. 

O sea, no saber los fundamentos de hacienda pública. Y lo que es más grave, supone, para gentes que se autocalifican de izquierda, no tener un análisis ideológico coherente. Mucho me temo que el PSOE va a tener que abrir una academia nocturna el próximo trimestre en la que impartir asignaturas básicas de Economía, Hacienda Pública, Filosofía política e, incluso, Historia del Partido, porque la ignorancia de algunos de sus líderes no se cura con un par de horas de Jordi Sevilla. Y mucho tienen que estudiar porque, si no, en los exámenes finales de marzo van a tener un suspenso que sólo podrían recuperar dentro de cuatro años. 

lunes, 1 de diciembre de 2003

Errores pactados

Cuando se lean estas líneas ya habrá habido diversas reacciones de políticos, economistas, periodistas y opinantes sobre la ruptura del Pacto de Estabilidad consumada la semana pasada. Ya se habrán buscado y hallado culpables, ya se habrá elevado el Pacto a la categoría de mito o de verdad inmutable, ya se habrá utilizado su ruptura como pecado, traición o moneda de cambio en las negociaciones de la Constitución, ya se habrá analizado política y económicamente y se habrán proyectado catastróficas consecuencias futuras. Sin embargo, y sin negar la gravedad de lo ocurrido (pues siempre que se falta la palabra dada se pierde un trozo de dignidad y confianza), es conveniente valorarlo sosegadamente. Hay que empezar diciendo que el Pacto de Estabilidad estaba mal diseñado. Aunque lo diseñaran los técnicos de los Bancos Centrales de Alemania y Francia. Y estaba mal diseñado por su objetivo, por las relaciones económicas que suponía y por su duración. El Pacto de Estabilidad estaba mal diseñado porque se diseñó sólo para dar credibilidad a la política monetaria en los primeros años de lanzamiento y consolidación del euro. Y, precisamente en eso, que suponía subordinar la política fiscal, aquella que manejan los políticos y es la esencia de la política, a la política monetaria, estaba su primer error. Un grave error que se basaba, a su vez, en otras ideas no menos erróneas: que la política económica es una cuestión técnica y no política, es decir, que los políticos, que dependen de los votos y de la opinión pública, iban a subordinar sus intereses a lo que dictaran los técnicos monetaristas de los Bancos Centrales; que la política monetaria es más importante y efectiva que la política fiscal; y, finalmente, y es un error muy típico de la muy laureada escuela de Chicago, que la política fiscal es una especie de caja negra que funciona sin lógica y sin conexión con la actividad real, siendo sólo relevante el resultado final, y el que se llegue a ella con leyes de hierro inmutables. 

Pero más aún, además de los errores de concepto, tanto de política como de economía, el pacto estaba mal diseñado porque no estaba pensado para Europa. Y es que, frente a lo que ocurre en los Estados Unidos, el peso del Sector Público en las economías europeas es muy grande, las economías familiares reciben servicios del sector público financiados con impuestos y ahorran de una forma diferente a las norteamericanas y, finalmente, el tejido empresarial, y los mercados financieros y de trabajo, aún son muy localistas. En este contexto, la política monetaria europea tiene una eficacia relativamente menor que la que tiene en los Estados Unidos y unos efectos sobre las economías nacionales mucho más dispersos. Más aún, la ausencia de un gobierno federal fuerte, como el norteamericano, determina una lógica política muy diferente. 

Pero el Pacto no sólo era erróneo en su concepto, sino excesivo en su fundamentalismo y dogmatismo. Y era fundamentalista porque exigía el mismo trato para economías avanzadas que para las atrasadas y dogmático porque sacralizaba el equilibrio presupuestario como una verdad inmutable, con lo que obligaba a las economías a invertir con ahorro propio o a no invertir. 

Por todas estas razones no creo que sea un trauma para Europa la ruptura del Pacto. También se rompió el pacto de coordinación del Sistema Monetario Europeo en las tormentas monetarias del 92, y España fue una de las culpables, y nadie se acuerda ahora. Lo que sí tenemos que aprender son las lecciones y repetir el método para hallar las soluciones de encontramos entonces: que no basta coordinar resultados (déficit o cotizaciones) sino los fundamentos (impuestos y gastos e inflación y tipos); que, aunque tengan muchos premios Nobel, los norteamericanos y sus discípulos no tienen ni idea de economía europea y basta recordar cómo tres premios Nobel como Becker, Modigliani o Buchanan nos dijeron, en Córdoba, que el euro no nacería por ser una locura. Y, finalmente, que no podemos olvidar que la política económica es sólo una parte de la política. Y, mal que nos pese, la política se basa en la fuerza, sea ésta lo que sea, y en el uso racional de la fuerza. Por eso, la lógica de la fuerza es la lógica de la política. Convertirla en la fuerza de la razón es el don de los políticos. Un don que parece no tienen nuestros líderes europeos. Aunque sí tienen el de la inoportunidad.