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lunes, 1 de diciembre de 2003

Errores pactados

Cuando se lean estas líneas ya habrá habido diversas reacciones de políticos, economistas, periodistas y opinantes sobre la ruptura del Pacto de Estabilidad consumada la semana pasada. Ya se habrán buscado y hallado culpables, ya se habrá elevado el Pacto a la categoría de mito o de verdad inmutable, ya se habrá utilizado su ruptura como pecado, traición o moneda de cambio en las negociaciones de la Constitución, ya se habrá analizado política y económicamente y se habrán proyectado catastróficas consecuencias futuras. Sin embargo, y sin negar la gravedad de lo ocurrido (pues siempre que se falta la palabra dada se pierde un trozo de dignidad y confianza), es conveniente valorarlo sosegadamente. Hay que empezar diciendo que el Pacto de Estabilidad estaba mal diseñado. Aunque lo diseñaran los técnicos de los Bancos Centrales de Alemania y Francia. Y estaba mal diseñado por su objetivo, por las relaciones económicas que suponía y por su duración. El Pacto de Estabilidad estaba mal diseñado porque se diseñó sólo para dar credibilidad a la política monetaria en los primeros años de lanzamiento y consolidación del euro. Y, precisamente en eso, que suponía subordinar la política fiscal, aquella que manejan los políticos y es la esencia de la política, a la política monetaria, estaba su primer error. Un grave error que se basaba, a su vez, en otras ideas no menos erróneas: que la política económica es una cuestión técnica y no política, es decir, que los políticos, que dependen de los votos y de la opinión pública, iban a subordinar sus intereses a lo que dictaran los técnicos monetaristas de los Bancos Centrales; que la política monetaria es más importante y efectiva que la política fiscal; y, finalmente, y es un error muy típico de la muy laureada escuela de Chicago, que la política fiscal es una especie de caja negra que funciona sin lógica y sin conexión con la actividad real, siendo sólo relevante el resultado final, y el que se llegue a ella con leyes de hierro inmutables. 

Pero más aún, además de los errores de concepto, tanto de política como de economía, el pacto estaba mal diseñado porque no estaba pensado para Europa. Y es que, frente a lo que ocurre en los Estados Unidos, el peso del Sector Público en las economías europeas es muy grande, las economías familiares reciben servicios del sector público financiados con impuestos y ahorran de una forma diferente a las norteamericanas y, finalmente, el tejido empresarial, y los mercados financieros y de trabajo, aún son muy localistas. En este contexto, la política monetaria europea tiene una eficacia relativamente menor que la que tiene en los Estados Unidos y unos efectos sobre las economías nacionales mucho más dispersos. Más aún, la ausencia de un gobierno federal fuerte, como el norteamericano, determina una lógica política muy diferente. 

Pero el Pacto no sólo era erróneo en su concepto, sino excesivo en su fundamentalismo y dogmatismo. Y era fundamentalista porque exigía el mismo trato para economías avanzadas que para las atrasadas y dogmático porque sacralizaba el equilibrio presupuestario como una verdad inmutable, con lo que obligaba a las economías a invertir con ahorro propio o a no invertir. 

Por todas estas razones no creo que sea un trauma para Europa la ruptura del Pacto. También se rompió el pacto de coordinación del Sistema Monetario Europeo en las tormentas monetarias del 92, y España fue una de las culpables, y nadie se acuerda ahora. Lo que sí tenemos que aprender son las lecciones y repetir el método para hallar las soluciones de encontramos entonces: que no basta coordinar resultados (déficit o cotizaciones) sino los fundamentos (impuestos y gastos e inflación y tipos); que, aunque tengan muchos premios Nobel, los norteamericanos y sus discípulos no tienen ni idea de economía europea y basta recordar cómo tres premios Nobel como Becker, Modigliani o Buchanan nos dijeron, en Córdoba, que el euro no nacería por ser una locura. Y, finalmente, que no podemos olvidar que la política económica es sólo una parte de la política. Y, mal que nos pese, la política se basa en la fuerza, sea ésta lo que sea, y en el uso racional de la fuerza. Por eso, la lógica de la fuerza es la lógica de la política. Convertirla en la fuerza de la razón es el don de los políticos. Un don que parece no tienen nuestros líderes europeos. Aunque sí tienen el de la inoportunidad. 

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