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lunes, 19 de diciembre de 2016

PISA y mucho más

Hace un par de semanas se publicó el famoso informe PISA (Programme for Internacional Student Assessment) de la OCDE que compara los resultados educativos en lectura, conocimientos de ciencias y habilidades matemáticas de estudiantes de 15 años en más de 70 países. Y como pasa desde que se publica, España y, especialmente, Andalucía, dan resultados malos: si el máximo es 10, España da en lectura 7,9 y Andalucía solo 7; en ciencias 7,2 y nuestra comunidad autónoma, solo 6,3; y, finalmente, en matemáticas, 6,7 y 5,8, respectivamente. España está en la media, Andalucía por debajo. Y el problema no es solo el que reflejan estos datos, es más profundo. 

Porque un sistema educativo básico, el que forma a las personas hasta el inicio de la edad adulta (los 16 años), funciona bien si están en la escuela los que tienen que estar, los estudiantes aprenden lo que han de aprender en el tiempo que han de aprenderlo y si, terminada esa etapa de educación básica, continúan en su formación. Es decir, un sistema funciona bien si la tasa de escolarización se acerca al 100% (algo que prácticamente se ha logrado); si la tasa de repetición es pequeña (no del 38% como tenemos en Andalucía frente al 12% de la OCDE); si en el Informe PISA se está cerca del 10 (y no en el 6,38 de media); y la tasa de abandono escolar tiende a cero (y no es del 23,8%, frente al 10% en la Unión Europea). Con estos datos en la mano tenemos que decir que, objetivamente, la educación andaluza va mal y no es solo por los datos del informe PISA. 

Las causas de nuestros problemas educativos son múltiples. Desde luego, no son causas de nuestros problemas ni el franquismo, ni los cambios normativos, ni la LOMCE, pues, si así fuera, no habría en España diferencias regionales tan acusadas con Comunidades Autónomas (Castilla-León, Madrid, Navarra o Galicia) con todos los indicadores similares a los de los mejores países. Ni se puede decir que la causa es el menor nivel de renta per cápita o del gasto medio educativo, pues entonces Castilla-León o Galicia no estarían donde están. Como tampoco lo son los recortes en educación, pues entonces Portugal no hubiera subido como lo ha hecho, ya que su recorte en gasto por estudiante ha sido el doble que el español. No hay, finalmente, una causa regional idiosincrática como el clima, nuestra mentalidad o los referentes sociales de las familias andaluzas. Realmente no creo que los problemas de fondo de nuestro sistema educativo sean esos, aunque puedan encontrarse correlaciones entre estas causas y nuestros resultados. 

Posiblemente las causas sean más simples y tengan más que ver con cómo gestionamos nuestros recursos, especialmente los claustros, pues si los estudiantes son el objetivo de la educación, el profesorado es la esencia del sistema. Seguramente, si mejoráramos la ratio de profesores por estudiante, cubriéramos las bajas, simplificáramos la burocracia con la que se carga a la actividad y posibilitáramos la innovación docente, diéramos más autonomía a los centros, para que hagan realmente proyectos educativos adaptados a su entorno, si les estabilizáramos los claustros, si modificáramos los métodos de gestión administrativa, si les diéramos autoridad a las direcciones y amparo al profesorado, etc. Los resultados serían otros. Desde luego que existen causas sociales (bucles de pobreza en barriadas con familias sin expectativas), como existen causas económicas (un esclerótico mercado de trabajo), que se correlacionan con nuestros resultados educativos, pero la clave de nuestros males, en mi opinión, está en un erróneo concepto de nuestra gestión educativa. 

Un concepto erróneo que tiene mucho que ver con la concepción política de la educación como fuente de votos y un mecanismo de legitimación. Quisimos la competencia educativa porque, gestionada desde Sevilla, nos iba a ir mejor. La tenemos desde hace más de 30 años y hemos conseguido poco. Por supuesto, la culpa es de Madrid. 

19 de diciembre de 2016 

lunes, 5 de diciembre de 2016

Elecciones en Austria

En el momento en el que escribo estas líneas, los austríacos están votando. Son la repetición de unas elecciones presidenciales que se anularon por errores en la custodia de los votos por correo y, puesto que el resultado de las elecciones anteriores se dirimió por solo 31.000 votos, las encuestas dan un empate técnico cuyo desenlace lo tendrá quien esto lea en estas mismas páginas. 

Estas presidenciales en Austria no son, en sí mismas, importantes. El presidente federal austríaco tiene unas competencias meramente representativas, aunque puede convocar elecciones legislativas, ya que el poder real radica en la Cancillería. Además, quien sea el presidente de Austria no es especialmente relevante para el conjunto de Europa, ni para el mundo, pues Austria es un muy rico país de poco más de 8 millones de habitantes (ligeramente mayor que Andalucía) sin proyección marítima. Los dos candidatos, Alexander van der Bellen y Norbert Hofer, son dos personas radicalmente diferentes. Alexander van der Bellen es un político independiente, de 70 años, profesor de economía, de fuertes convicciones ecologistas, europeísta en un sentido amplio y una visión cosmopolita de Austria, está apoyado por los Verdes, por los socialdemócratas del SPÖ y los moderados del ÖVP. Frente a él, Norbert Hofer es un joven político del viejo FPÖ de Georg Haider (extrema derecha), con fuertes anclajes nacionalistas, liberal en lo económico, revisionista frente a Europa, contrario a la inmigración (especialmente la de origen musulmán) y con una visión de una Austria clásicamente germánica. 

La campaña electoral ha sido modélica en las formas y muy dura en los contenidos. En las formas, la campaña ha sido suave, como es tradición en la educada Austria, pues, desde la presencia en la calle (con charangas y caramelos) hasta el debate en televisión del jueves pasado, los dos bandos han sido respetuosos, aunque los mensajes hayan sido muy antagónicos. En el debate televisivo, incluso, los dos candidatos se trataron con una cortesía impropia de dos políticos tan en las antípodas ideológicas. 

Pero lo relevante de estas elecciones no es ni su importancia real, ni las personas que encarnan las candidaturas, ni su educada campaña (con algún chanchullo por parte del FPÖ), sino las dos concepciones de la sociedad y de la política que se enfrentan en ellas. Van der Bellen representa un conjunto de valores cosmopolitas que construye la identidad a partir de reconocer que los seres humanos somos esencialmente iguales, y que lo que nos diferencia (el color de la piel, la lengua o la cultura) es contingente, que podría ser de otra forma, que «el otro» es solo «el mismo yo con otras circunstancias». Van der Bellen arma un discurso en el que la identidad se construye por agregación de culturas: las sociedades del futuro serán, para él, multiculturales, todos debemos ser cosmopolitas. Por su parte, Hofer representa la romántica y muy germánica idea de que lo que nos identifica, lo que nos hace pertenecer a una comunidad y nos une, es lo cercano, es decir, la lengua, la raza, la religión, un conjunto de mitos más o menos compartidos. Para Hofer, lo que nos da identidad, y nos hace comunidad, es lo circunstancial, lo social. Frente a van der Bellen, la posición de Hofer es extremista porque es excluyente. 

En las elecciones austríacas, como ya ocurrió en las norteamericanas, y seguramente ocurrirá en las francesas, lo que late, no es, pues, sólo una cuestión de quién es el presidente, sino un enfrentamiento entre dos conceptos de ser humano y de los valores sobre los que construir nuestras sociedades. Un enfrentamiento entre el cosmopolitismo y el nacionalismo. 

No sé, cuando firmo este artículo en Linz, quién ha ganado finalmente. Si ha ganado van der Bellen significa que la idea de la ciudadanía cosmopolita aún resiste. Si ha ganado Hofer es que el incendio del nacionalismo identitario acaba de prender en Europa, como ha prendido ya en Norteamérica. Y, si es así, ¡pobre Europa! 

5 de diciembre de 2016

lunes, 21 de noviembre de 2016

El peligro de Trump

La elección del señor Trump como próximo presidente de los Estados Unidos ha sido, en estas dos últimas semanas, objeto de análisis, debates, manifestaciones y, desde luego, de preocupación. Pero conviene recordar algunas obviedades sobre el sistema democrático norteamericano para rebajar lo que se anda diciendo, pues la democracia americana es diferente a cualquiera de las europeas, tanto para bien, como para mal. 

La primera es que los norteamericanos han escogido sólo a un presidente, no un dictador. Ni escogieron un mesías cuando eligieron al presidente Obama, ni ahora han escogido a un dictador fascista (aunque en algunas declaraciones lo parezca). La segunda obviedad es que, siendo el presidente la cúspide del sistema político norteamericano, su arquitectura institucional es mucho más compleja y está llena de «checks and balances». Para empezar, aunque las cámaras estén dominadas por personas del Partido Republicano, eso no garantiza que Trump pueda aprobar las leyes que quiera, básicamente, porque no controla el Partido (no hay un «comité federal» que les diga a los congresistas lo que tienen que votar) y porque los congresistas (todos «diputados» y un tercio de los senadores) vuelven a las urnas dentro de dos años, por lo que, lógicamente, sólo votarán lo que quiere Trump si coincide con lo que quieren sus electores. La tercera obviedad es que Estados Unidos es un estado de derecho. Imperfecto, como todos, pero con la particularidad de que un tribunal inferior (no como en España) puede llegar a parar una ley a instancias de un simple ciudadano. Una estrategia que, igual que ha funcionado para ralentizar la puesta en marcha de iniciativas progresistas, funcionará para limitar las regresiones que pudiera proponer el presidente electo. Y, finalmente, está el tema competencial. En los Estados Unidos, el poder está muy distribuido entre el Gobierno Federal, los Estados y los Ayuntamientos. Trump tendrá mucho poder en política exterior y en grandes orientaciones de política interior, pero no tiene competencias directas sobre educación (más allá de grandes iniciativas federales, pues es competencia de los ayuntamientos), ni sobre sanidad (el problema del «Obamacare»), ni sobre seguridad interior (la policía es local), ni sobre leyes civiles en los Estados. Incluso sobre impuestos tiene una limitada competencia. 

Sin embargo, Trump es ciertamente un peligro, tanto para los norteamericanos, como para el resto del mundo. Para los norteamericanos, porque a pesar de que tiene un poder limitado sobre ellos, sus intereses pueden verse defendidos por sus congresistas y sus derechos protegidos por sus tribunales, las ideas y las formas del señor Trump están polarizando a la sociedad norteamericana y llevando a la marginación a minorías, fracturando aún más a una sociedad, ya de por sí fracturada por razones de renta, status, raza, etc. 

Pero peor será para los demás. Trump es un peligro para los mexicanos y latinoamericanos porque serán perseguidos en los Estados Unidos y habrá más presión en las condiciones de vida en América Latina. Como será un peligro para nosotros, los europeos, porque su política en Oriente Próximo causará más desolación y más presión migratoria, al tiempo que su acercamiento a Rusia nos obligará a invertir más en armas y a cuidar nuestras fronteras bálticas y polacas. También porque le dará alas a los xenófobos y populistas de todo tipo en Europa. A los asiáticos porque, si vuelve al proteccionismo, los condena a una crisis económica profunda. 

Trump es, para mí, un peligro no porque vaya a hacer de los Estados Unidos una dictadura o porque refleje una América que no me gusta (pues siendo un viejo admirador siempre he sido consciente de sus defectos), sino porque su política económica será una vuelta atrás y generará heridas en la sociedad norteamericana, y porque su política exterior hará peor un mundo ya de por sí complicado. Lo que me consuela es que los Estados Unidos son la democracia más antigua del mundo y dentro de dos años vuelve a haber elecciones, aunque sean parciales. 

21 de noviembre de 2016 

lunes, 7 de noviembre de 2016

Elecciones desquiciadas

No sé quién ganará las elecciones norteamericanas mañana. Probablemente, la señora Clinton. Pero no sé si esto es más un deseo que una realidad, pues las últimas encuestas que se están publicando en los medios americanos le dan solo entre 5 y 9 puntos de ventaja global, que luego hay que desgranar por Estados, pues el voto popular no es directo, sino a través del colegio de compromisarios, por lo que hay que ganar en los grandes Estados y en muchos pequeños. Todas las personas con las que he hablado en los Estados Unidos la última semana confían en esa victoria, pero no dejan de tener un punto de fatalismo, por las desquiciadas elecciones que se están viviendo. Probablemente ganará la señora Clinton. Frente a la victoria del presidente Obama de hace ocho años, que despertó una ola de entusiasmo, la posible victoria de Clinton no genera ninguno. La señora Clinton es, desde luego, una política muy preparada: máster por Yale, abogada, primera dama de un Estado y en la Casa Blanca, senadora, secretaria de Estado. Seguramente hay muy pocas personas en los Estados Unidos que tengan el conocimiento y la experiencia de la señora Clinton para ser presidente. Su mensaje es, además, muy moderado dentro del Partido Demócrata. Clinton es una demócrata del MidWest-Costa Este, lo que significa, en términos europeos, que sus posiciones son progresistas en temas sociales (aborto, pena de muerte, armas), pero liberales en temas económicos. Con la salvedad de los acuerdos comerciales, en los que ha tomado una postura restrictiva a la que le han llevado las primarias contra el senador Sanders, más antiglobalización, sus propuestas tienen un fuerte sello continuista con la presidencia de Obama. Su campaña se ha dirigido especialmente a los mismos grupos que auparon a la presidencia a Obama: las mujeres, las minorías raciales (afroamericanos e hispanos), las clases populares de las ciudades, los jóvenes, etc. a los que habría que sumar las clases medias universitarias de todo el país. El problema es que la señora Clinton, siendo una muy buena candidata y con un buen planteamiento de las elecciones, ha hecho una campaña demasiado clásica, demasiado «lo de siempre», especialmente ante un candidato antisistema como es Donald Trump. 

Donald Trump es, precisamente, lo contrario a la señora Clinton, pues es un «outsider» de la política. Empresario de éxito relativo, pues suspendió pagos en 1989, es uno de los tiburones inmobiliarios de los Estados Unidos, especializado en hoteles y casinos. Asiduo de la prensa del corazón por sus sonados matrimonios y líos, protagonista de un «reality show», Trump es una especie de Jesús Gil, americano y rubio, que cambió el fútbol por los concursos de misses. Sus propuestas en la campaña son muy simples y apelan, directamente, al imaginario más populista relacionando delincuencia con inmigración, paro con apertura, corrupción con Washington, etc. Trump ha dado una visión catastrofista de la situación americana manipulando cifras, para aparecer como un «salvador». Su mensaje se dirige, esencialmente, a aquellos que tienen un perfil más claramente nacionalista y una visión esencialista de los Estados Unidos como un país de WASP, es decir, de blancos, anglosajones y protestantes. Por clases sociales, tiene un apoyo minoritario entre las clases más pobres, pues la pobreza en los Estados Unidos va muy unida a la raza, y no tiene el de las mujeres, pero sí el de los pequeños y medianos empresarios y obreros especializados. Su eslogan de campaña es muy potente («let’s make America great again») y es un clásico, como lo es su sucia campaña que sigue al pie de la letra los manuales más cínicos y ha dislocado la campaña. 

Entre estos dos candidatos, no sé quién ganará las elecciones mañana pues depende de la participación, pero sí sé que nos jugamos mucho, porque en el desquiciado entorno en el que nos movemos lo que nos faltaba era un presidente populista como Donald Trump con una UE en coma. 

7 de noviembre de 2016 


lunes, 24 de octubre de 2016

Miedo

En el debate interno sobre estrategia que está manteniendo Podemos se viene discutiendo desde hace un mes sobre el grado de radicalidad de sus planteamientos. Un debate que se puede sintetizar en dos posturas: Pablo Iglesias habla de «dar miedo», mientras que Errejón sugiere «la seducción» como arma estratégica. Ambos con el mismo objetivo: el poder. 

Cuando Pablo Iglesias dice que «el día que dejen de dar miedo serán uno más y ese día no tendrán ningún sentido como fuerza política», lo que está diciendo es que quiere situar a Podemos como una fuerza revolucionaria cuya raíz ideológica es el antagonismo extremo con los que opinan diferente. Cuando Errejón dice que hay que usar la seducción, se sitúa en el plano de la democracia, del reconocimiento al otro, de la aceptación de las reglas del juego. 

La propuesta de Iglesias es, a pesar de su atractivo para sus bases, realmente peligrosa para el conjunto, pues el día que los españoles tengamos que tener miedo, en que unos nos sintamos amenazados por los otros, volverán a tener sentido político las palabras «ellos» y «nosotros». El día que tengamos que tener miedo dejaremos de ser una comunidad de hombres y mujeres libres, con sus fracturas, pero libres, para volver a ser miembros de «partidos», en los que habrá «bandas». El día que tengamos miedo Iglesias habrá logrado dar cumplimiento a la visión política del teórico nazi Carl Schmitt, que la concebía como un antagonismo, como una lucha entre los «amigos» y los «enemigos». El día en que tengamos miedo a una fuerza política porque «solo tiene sentido si da miedo» será el día de «Juego de Tronos». El día en el que renunciamos a construir una democracia. 

Porque la democracia se basa en no tener miedo. Es no tener miedo a pensar de una forma diferente, no tener miedo a decir lo que se piensa, no tener miedo a que te encarcelen sin un juicio justo, no tener miedo a que te excluyan de tu puesto de trabajo o te quiten tus propiedades, no tener miedo a que las administraciones discriminen a los que piensan de otra forma, no tener miedo… No tener miedo a ninguno de nuestros conciudadanos, no tener miedo al forastero, no tener miedo al extranjero. No tener miedo. Reconocer en el otro, en los otros, una buena voluntad. Confiar en que el otro, en los otros, es esencia de la convivencia y es la esencia de la democracia. Sin una mínima confianza en el otro, sin esa mínima confianza que elimina el recelo, no es posible la vida en sociedad, por lo que no es posible la democracia. El miedo de una ciudadanía es la medida de la calidad de una democracia, porque el miedo es inversamente proporcional a la confianza en los otros. 

Sin terminar de superar el miedo a ETA y sus adláteres, con miedo al terrorismo yihadista (que tantos derechos se está llevando por delante); con miedos cotidianos a un accidente de tráfico o perder el trabajo; con miedos sociales como el miedo al qué dirán... generar un nuevo miedo, aunque sea sólo en una parte de la sociedad, es lo último que nos faltaba por oír que ha de hacer una fuerza política por la ciudadanía. Y menos de una fuerza política que se dice democrática y moderna, pues la democracia es una forma de gobierno con los discrepantes, no una forma de gobierno de las unanimidades, ni votar a mano alzada en las asambleas, y la modernidad es liberación, no generar miedo. 

No sé si finalmente ganará la posición de Pablo Iglesias en Podemos, aunque lo normal es que sí, pues este debate lo han tenido todos los partidos revolucionarios desde el siglo XVIII y siempre ganaron los radicales. Lo que me preocupa es que Iglesias llevará a Podemos por un camino en los que soplan vientos totalitarios. Eso sí, un camino democráticamente elegido a la búlgara. 

24 de octubre de 2016 

martes, 11 de octubre de 2016

De las formas

En España, la palabra ‘educación’ tiene dos acepciones fundamentales que distinguimos, esencialmente, con los adjetivos con que la calificamos. En una primera acepción, educación significa, básicamente, el proceso por el que una persona adquiere un conjunto de conocimientos, desarrolla unas habilidades y practica unos valores. Esta educación se suele reconocer en forma de títulos de tal forma que, cuando decimos que alguien recibió una “magnífica educación”, pensamos que estudió en colegios o institutos reconocidos y en universidades prestigiosas. 

En una segunda acepción, educación significa tener modales, conocer y practicar usos sociales que permiten convivir. Es cumplir un código de conducta en los hechos cotidianos que ayudan a relacionarnos. Hechos simples como no decir palabrotas, no dar voces, ir vestido adecuadamente según la ocasión, no tirar nada al suelo, etc. son parte de esta educación. Cuando decimos que una persona tiene una ‘buena educación’, normalmente pensamos que es una persona que guarda las formas, que en ningún momento va a ponernos en una situación incómoda. Según esta acepción, uno está ‘bien’ o ‘mal’ educado, sin gradaciones, y, en general, la responsabilidad de esta ‘buena’ o ‘mala’ educación es familiar. 

Haber recibido una ‘magnífica educación’, no implica estar ‘bien educado’. Seguramente, la sociedad española con más posibilidades educativas de toda la historia sea la nuestra. Nunca el nivel de analfabetismo fue tan bajo (no llega al 2% de la población), ni el nivel de cualificación tan alto (el 30% de los españoles tiene educación superior). Nunca ninguna generación de españoles tuvo, como nuestros jóvenes, tantas oportunidades educativas, ni más recursos por estudiante, ni menor ratio profesor/alumno, ni más libros y medios a su alcance. Nunca tuvimos unos sistemas pedagógicos tan potentes como los que tenemos ahora. Aquellos que añoran, por ejemplo, los tiempos universitarios pasados idealizan lo que vivieron, pues no eran mejores las universidades españolas de finales de los 70 que las que ahora tenemos. Y basta con comparar la calidad media de los claustros (¿qué porcentaje de cátedros hablaba inglés en 1978 o había pisado el extranjero?), las ratios, las oportunidades de intercambios internacionales, las prácticas en empresa, las bibliotecas, los medios audiovisuales o los laboratorios para hacernos una idea de lo mucho que se ha invertido (nunca suficientemente) y se invierte en la educación en España. 

Sin embargo, al mismo tiempo, no creo que nunca hubiera tanto porcentaje de ‘mala educación’ en España como ahora. Y la prueba de esto lo tenemos todos los días en nuestros platós de televisión, en el Parlamento, en las redes sociales, incluso en los periódicos. Miren algunos programa de debate en televisión o no digamos ya los de cotilleo, asómense a un debate en el Congreso (como el del martes pasado sobre precisamente educación), estudien las discusiones que se producen en las redes sociales, hagan una breve investigación de las palabras que se usan en las radios o los periódicos, paseen por cualquier zona de botellón o por los aledaños de un campo de fútbol y verán la “mala educación” de nuestra sociedad. Parece que la ‘mala educación’ vende, que romper las formas es ahora el modelo social. 

Creo que las formas son fundamentales para vivir en sociedad, que una buena educación es parte del cemento con el que se construye una comunidad. Creo que la buena educación no está reñida con la profundidad de las discrepancias, pues se puede discrepar y debatir educadamente. Creo que la cortesía, lejos de ser una muestra de hipocresía, manifiesta el valor de ponerse en el lugar del otro, de los demás. Guardar las formas es un elemento esencial de cualquier civilización. 

Quizás por eso me desagradan, además de por las diferencias ideológicas, los populismos, pues sus líderes parecen permanentemente enfadados con el mundo. Quizás por eso hace dos semanas sentí bochorno por el espectáculo de los socialistas. Quizás por eso cada vez me desagrada más la política, porque, además de vacía, cada vez es más maleducada. 

martes, 27 de septiembre de 2016

Inercia

Llevamos casi un año sin gobierno y la economía española sigue funcionando a velocidad de crucero, con algunos problemas graves en vías de mejora. A la espera de tener datos del tercer trimestre (que mejorarán los que ahora tenemos), las principales variables macroeconómicas están en el buen camino: el PIB está creciendo por encima del 3%; los precios están estables; la ocupación ha crecido hasta los 18,3 millones de personas; la balanza de bienes y servicios es positiva y la deuda externa se reduce significativamente. Es cierto que seguimos teniendo problemas, y algunos muy graves como una tasa de paro del 20%, un déficit público de más del 5% y una deuda total por encima del 250% del PIB (de los que 101 puntos son de deuda pública). Como es cierto que seguimos sin resolver problemas básicos de desigualdad social, que tenemos enquistados desde hace años y que la crisis no ha hecho nada más que exacerbar. 

Para explicar esta situación de una economía que crece sin el impulso de una política económica activa, que es extraña para muchas economías desarrolladas, los economistas acudimos (una vez más) a una analogía con un concepto de la Física, y decimos que toda economía tiene una «inercia» que mantiene la tendencia. Es decir, puesto que los datos macroeconómicos son solo la agregación de las decisiones individuales de millones de familias, empresas e instituciones, y éstas mantienen su actividad y toman sus decisiones diarias solo lejanamente influidas por las decisiones de los Gobiernos, una economía puede seguir funcionando al margen de la formación o no de un Gobierno tras unas elecciones. Lo que, en el caso de España, es más cierto porque, en realidad, el margen de actuación de nuestro Gobierno es muy limitado por su pertenencia a la zona euro. 

La inercia de una economía, esa capacidad para funcionar e ir resolviendo sus problemas al margen del impulso político, depende de muchos factores, esencialmente, tres: el peso del Sector Público en el conjunto de la actividad, pues cuanta menos actividad dependa de la administración, menos dependencia de la ejecución presupuestaria y, por lo mismo, menos parte de la economía se ve afectada por la parálisis del Gobierno; de la calidad de sus instituciones económicas (leyes civiles, mercantiles y laborales, sistema financiero, etc.) y de sus administraciones públicas, pues son las que permiten el funcionamiento eficiente de la actividad económica; y, finalmente, de la cohesión social y de la articulación de su sociedad civil. 

La economía española tiene una alta inercia básicamente porque tiene un Sector Público contenido, porque sus instituciones económicas son estables y dependen más de la Unión Europea que de sus decisiones internas (política monetaria, límites en la política fiscal, regulaciones básicas de mercados, etc.), y porque, a pesar de las desigualdades y de los problemas, sigue teniendo una alta cohesión social, en la que el papel de la familia (se entienda por esta palabra lo que se entienda) sigue siendo esencial. En definitiva, la economía española tiene la inercia que tiene y crece como crece, en gran medida, porque la sociedad española está mostrando en esta situación, como en otras que podríamos poner de manifiesto si el discurso catastrofista y dramático que se ha instalado dejara ver la realidad con datos, una madurez y seriedad que no tiene su estructura política, y desde luego, que no tienen sus líderes políticos. 

Pero la inercia económica, como la física, tiende a cero por la incertidumbre, que actúa de freno como el rozamiento, por lo que no se debe estar mucho tiempo sin Gobierno. La inercia económica no dura más allá de tres o cuatro años, aunque se note su disminución año a año. De ahí que sea conveniente que, al menos en ese periodo (antes si fuera posible), vayamos pensando en formar un Gobierno, bien porque se llegue a un pacto razonable, bien porque, tras seis o siete elecciones, los españoles volvamos a dar la mayoría absoluta a algún partido. 

lunes, 12 de septiembre de 2016

Colombia, año cero

De todas las noticias recientes que nos llegan del «otro lado del charco» quizás la más relevante, por su importancia, profundidad y calado sea la de la firma de los acuerdos de paz en Colombia. 

Y es que con los acuerdos de paz en Colombia se pone fin a la más antigua guerra civil del continente americano. Una guerra que, heredera de la tradición guerracivilista colombiana, se desató por un problema agrario en el contexto de la Guerra Fría en los primeros años 60, se sostuvo en la lógica del enfrentamiento de bloques y, desaparecida la Unión Soviética, se mantuvo por el narcotráfico y el apoyo venezolano. Una situación de guerra que se alimentó a sí misma: lo que empezó siendo la reivindicación de una injusta transformación agraria, se convirtió en una excusa en el tablero internacional, hasta derivar en un modo de vida para una parte de la población que ha vivido de la misma guerra. Un conflicto con demasiados «daños colaterales»: asesinatos, desapariciones, violaciones, desplazamientos, pobreza, injusticia. Y, a nivel macro, una democracia con zonas oscuras por la obsesión de la seguridad, una administración corrupta, una economía con mucho dinero manchado de coca (lavado en Panamá) y una estructura social desigual y violenta. Un conflicto que hacía de Colombia un país enfermo. 

Los acuerdos de paz son el fruto de la estrategia diseñada por el presidente Uribe (ahora en contra del acuerdo) ejecutada por el presidente Santos (ministro de Defensa en el gobierno Uribe) de «debilitar para negociar», y de la constatación, por parte de la guerrilla, de que su causa carecía de soporte político, viabilidad social y capacidad tecnológica a medio plazo, aunque aún podían causar mucho dolor al país. Los acuerdos, un documento de 297 páginas muy farragoso titulado Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera (www.cancilleria.gov.co), se articulan alrededor de seis ejes temáticos clave: un plan de desarrollo rural de Colombia que sea el motor del crecimiento en el territorio controlado por la guerrilla; la transformación de la guerrilla en un movimiento político integrado en la democracia colombiana, con plenas garantías para su participación, con escaños garantizados; el cese del conflicto y de la violencia; la búsqueda de una solución al problema del narcotráfico; la identificación y reparación de las víctimas del conflicto; y, finalmente, la implementación, verificación y refrendo del acuerdo. Se complementan estos capítulos, muy engarzados unos con otros y con muchas repeticiones, con unos protocolos y anexos en los que se establecen precisiones muy necesarias. En general, y en mi opinión, un buen documento que, con algunas lagunas, como la normalización en la zona actualmente controlada por la guerrilla de la acción del Estado, y con algunos guiños de difícil cumplimiento como algunas modificaciones legales, puede ser la base para que Colombia reinicie su historia. 

Ahora queda lo más difícil: transformar la paz en convivencia. Algo que sólo es posible si los acuerdos generan cuatro dinámicas de superación del conflicto. La primera es una dinámica de participación política no violenta y normalizada, algo complejo, pero no imposible, en un país tan dual (como casi todos los latinoamericanos) como Colombia. La segunda es una dinámica de integración psicosocial de las personas cuya vida ha sido la guerrilla o la guerra contra ella, pues son personas que no han conocido otra vida, que tienen armas, que saben vivir en el conflicto y, en algunos casos, al margen de la ley, personas que han de reconstruir una biografía. La tercera, la más delicada, es la dinámica del reconocimiento de las víctimas, el perdón y la reparación dentro de lo posible. Y, finalmente, la dinámica de la reescritura de la historia, del relato de la sociedad colombiana de lo vivido. 

Colombia ha firmado la paz. Y eso es una buena noticia no sólo para los más de 48 millones de colombianos, sino para una humanidad que vive demasiados conflictos. 

12 de septiembre de 2016 

martes, 23 de agosto de 2016

Burbujitas turísticas

No sólo lo reflejan las estadísticas y las estimaciones que ya se van conociendo, es que lo están sufriendo los que están de veraneo en cualquier sitio: este año es año de record turístico. Con un crecimiento en el número de turistas internacionales del 12% hasta junio, lo que nos llevará a superar los 70 millones de turistas a finales de año, y un crecimiento del turismo interior del 8%, este año 2016 va a ser año de record. Un record que está haciendo que la economía española crezca por encima del 3,2% (el sector aporta casi un tercio de este crecimiento), que se creen casi 440 mil empleos en el sector servicios y que la cuenta corriente de nuestra balanza de pagos sea superavitaria. El turismo vuelve a ser, como ya lo fue en el pasado en todos los momentos críticos la tabla de salvación de la economía española. 

El crecimiento en el número de visitantes exteriores, fundamentalmente europeos (más de 15 millones de británicos, 11 millones de franceses, 10 millones de alemanes, etc.), se debe, no sólo a una mejoría de nuestra competitividad, sino al hundimiento de nuestros principales competidores cercanos por temas de seguridad. Es cierto que la relación calidad-precio de nuestra oferta turística ha mejorado en los últimos años, pero lo realmente significativo para explicar el boom turístico que estamos viviendo es la profunda crisis del turismo en los países de la orilla sur del Mediterráneo. Salvo Marruecos, que se mantiene como destino, Argelia y Libia hace años que dejaron de ser destino turístico de los europeos, como lo están dejando de ser tres potencias como Túnez (turismo de playa muy competitivo), Egipto (una caída de más del 35% en el número de visitantes en los dos últimos años) o Turquía (una caída de más del 10% este pasado año). A eso hay que sumarle, la crisis griega, especialmente frente al turismo alemán, y la debilidad de euro respecto del dólar, lo que ha encarecido a los destinos caribeños y asiáticos. España va a batir records turísticos, pues, por tercer año consecutivo, además de por otros factores, por la percepción de inseguridad y la pérdida de imagen de destinos musulmanes. 

A estos records está contribuyendo también el turismo interior, que no sólo se está reanimando por la superación de la crisis en capas sociales medias, sino porque los españoles están sustituyendo también el turismo exótico por turismo doméstico y por las mismas razones de seguridad, percepción y precios. 

Este crecimiento de la demanda turística está teniendo un correlativo crecimiento de la capacidad instalada. No sólo han mejorado las tasas de utilización de la capacidad previamente instalada por la ampliación del periodo de apertura de muchos establecimientos, lo que ha llevado a la contratación de más personal, sino que, en los dos últimos años, además, se está ampliado la oferta y, este año, se están incrementando los precios. Los empresarios turísticos tradicionales están ampliando con prudencia, pero en un sector en el que la inversión es pequeña en relación con el volumen de facturación, con un periodo de maduración casi inmediato y tan flexible en la contratación se están multiplicando los empresarios rápidamente, lo que hace crecer la oferta y la competencia. 

El sector turístico bate records y anima el crecimiento de la economía española, mejora las tasas de empleo, hace crecer la recaudación, genera expectativas y reactiva la inversión. Pero su crecimiento tiene elementos muy coyunturales, genera empleo temporal y de baja cualificación (los nuevos “jornaleros”), aumenta la ocultación fiscal, está empezando una espiral de crecimiento de precios y está genera un tipo de empresas con muy poca tecnología. Si no fuera porque el turismo es un bien de consumo se diría que estamos a las puertas de una burbuja económica. Como, además, para tomarse unas cañas y unos espetos no hace falta un préstamo, sólo estamos ante unas burbujitas. Unas burbujitas que, desde luego, no hay que inflar. 

22 de agosto 2016 

martes, 9 de agosto de 2016

Telebasura, polibasura

De verdad que no termino de entender a los políticos españoles. Creo que a base de hablarse a sí mismos y de sí mismos viven al margen de la realidad que ellos mismos fabrican. Me temo que están en una especie de programa de telebasura en el que siempre hablan de los mismos y de lo mismo, en el que se fabrican debates impostados y autorreferenciales y cuyo objetivo es rellenar el tiempo. 

Nuestros políticos no paran de darles vueltas a la investidura de un presidente del Gobierno. No se dan cuenta de que esto es condición necesaria, aunque no suficiente, para empezar a hacer política, pues sin Gobierno no hay oposición, no hay iniciativa política, no hay propuestas, porque… no hay Gobierno para ejecutarlas. Y, si esto es así, hoy solo hay dos opciones razonablemente viables: o se favorece la investidura de Rajoy con la abstención del PSOE, o vamos a unas terceras elecciones en las que los escaños del PP subirían por razones casi evidentes, sin que esto beneficie al resto. Es cierto, como dice el señor Sánchez, que “una mayoría no quiere a Rajoy”, pero no es menos cierto que una mayoría mayor no lo quiere a él, y que una mayoría mayor aún no quiere al señor Iglesias y que una mayoría mucho mayor no quiere al señor Rivera. Si la condición para ser presidente en España hubiera sido que una mayoría de los votantes lo quisiera, no hubiéramos tenido ningún presidente. Creo que no son tiempos de impostar la voz en ruedas de prensa, ni de componer el gesto, ni hacer el papel de damisela o cabarellete ofendido, sino de aceptar la pura y simple realidad. Con los números en la mano y siguiendo las reglas de la lógica política, la decisión es muy simple: o Rajoy o elecciones. Rajoy es, así, una condición necesaria para salir del bucle en el que estamos, aunque Rajoy no sea importante en sí mismo, como son irrelevantes los otros líderes políticos que tenemos. 

Y si el tema sobre el presidente es una cuestión casi evidente, el mantra de que los ciudadanos hemos votado “para que” los políticos se pongan de acuerdo es un sinsentido que oculta el hecho evidente de los resultados. Es un sinsentido porque el multipartidismo imperfecto que tenemos no es el fruto de una decisión racional, consciente y estratégica de un ente llamado “ciudadanía”. En absoluto. El multipartidismo imperfecto que tenemos es el resultado de una agregación de votos, sin que necesariamente lo que ha salido sea la preferencia de ninguno de los votantes. Más aún, cada uno de los votantes hubiera preferido una mayoría absoluta del partido al que ha votado, y dudo mucho que el resultado que tenemos sea ni siquiera la segunda preferencia de una mayoría de votantes. Máxime si tenemos en cuenta que muchos votantes votan no a “favor de”, sino “en contra de”. De hecho, el consenso de todos los partidos no sería la segunda preferencia de ningún votante racional, pues siempre habría una coalición de su primera preferencia con otro partido más próximo que sería preferible. El resultado que tenemos no es mejor ni peor que ningún otro, es el que es y no tiene significado en sí mismo, es sólo un hecho que hay que gestionar. Una gestión que implica negociar, no confrontar, no ponerse estupendo. No son tiempos de debates estériles, sino de hacer propuestas para los presupuestos, sobre la posición de España ante el terrorismo yihadista, la financiación autonómica, etc. 

Realmente no termino de entender a los políticos españoles ni la política española. Quizás porque no sé dónde está el entretenimiento en ver a unos señores en un plató hortera, hablando a voces de personas que sólo son importantes porque se habla de ellos en ese programa y que en nada nos afectan en nuestra vida. Quizás por eso me aburre la televisión y empieza a hartarme la política. 

8 de agosto de 2016 

martes, 5 de julio de 2016

Gobierno a la vista

Los resultados de las elecciones del pasado día 26 suponen un punto final a una serie de tendencias, lo que, en mi opinión, hará que tengamos Gobierno. 

El primer resultado importante es que el Partido Popular remonta. No es sólo que tenga 7,9 millones de votos (685.000 más que en diciembre), es que tiene el apoyo del 33% de los votantes. El PP tiene un suelo electoral potente, por lo que su perspectiva es de crecimiento. En este contexto, al PP le interesa gobernar porque así puede capitalizar la mejoría económica y porque es menos traumático renovarse en el Gobierno que en la oposición, pero tampoco le importarían unas terceras elecciones, si lograra echarle la culpa a Ciudadanos o al PSOE. Es evidente que para conseguir cualquiera de las dos cosas, Rajoy tendrá que presentarse a la investidura. Y tanto para concitar el apoyo de Ciudadanos, como la abstención del PSOE, tendrá que hacer un discurso de futuro, reformas y pactos. En mi opinión, se equivocaría si hace un discurso de reivindicación de su legado o de ataque a los socialistas. Ya no es tiempo de afirmaciones ideológicas, sino de gestión de consensos. 

El segundo resultado importante es que, en política, «dos más dos no son cuatro», Errejón dixit. La suma de Podemos más Izquierda Unida ha tenido 5 millones de votos, un millón menos de los que tuvieron por separado en las elecciones de diciembre. En mi opinión, esta pérdida se ha debido al hecho de la misma coalición, y la experiencia de PSOE e IU en las elecciones del 2000 podía haberles servido. Esta vez, creo que ha ocurrido igual, es decir, que una parte del millón de votos de menos de la nueva coalición se ha debido a que muchos votantes de IU se han ido a la abstención (por eso también ha habido una menor participación). El votante de Izquierda Unida es un votante muy ideologizado (vota una opción que no gobierna y sin representación), encuadrado a través del Partido Comunista, con un discurso elaborado claro, al que toda referencia a la transversalidad le repele. Por su parte, la coalición también ha anclado a Podemos en una posición de izquierda, lo que ha generado rechazo en aquellos que en las elecciones generales anteriores venían de otras opciones políticas. El error ya no tiene marcha atrás. Sus expectativas sólo vuelven a ser crecientes si sabe capitalizar la oposición al posible Gobierno del PP, sustituyendo al PSOE, lo que le va a resultar muy difícil. 

El PSOE vuelve a ser la clave y tiene, otra vez, una difícil decisión. Aunque ha ganado a las encuestas, ha perdido las elecciones. Creo que 1,6 millones votos menos que en 2011, 100.000 votos menos que hace seis meses y 85 escaños (cinco menos) en el Congreso debieran hacer pensar al PSOE que tiene un problema. Un problema grave que necesita un nuevo y mucho más potente liderazgo y un nuevo y mucho más potente discurso. Al PSOE no le interesan nuevas elecciones, por lo que tiene que facilitar de alguna forma un gobierno del PP, pero, al mismo tiempo, tiene que liderar la oposición y renovarse. 

Ciudadanos, por su parte, sólo tiene una opción de sobrevivir y crecer. Con 3,2 millones de votos, mayoritariamente antiguos votantes del PP, sólo puede tener expectativas de futuro si es decisivo en la formación de Gobierno, si es un verdadero partido bisagra siendo útil al PP y al PSOE. Y eso sólo lo puede hacer si logra pactar con el PP y servir de coartada a la abstención del PSOE. Desde luego, unas nuevas elecciones serían un desastre para ellos. 

Si el análisis anterior es correcto, al único al que le podrían interesar otras elecciones es al PP, que es también el único que puede formar gobierno, mientras que a todos los demás no les interesa una tercera vuelta. En cuanto los partidos sean conscientes de esto, tendremos, en mi opinión, Gobierno. 

4 de julio de 2016 

martes, 21 de junio de 2016

Segunda vuelta

Estamos a una semana de las elecciones y las encuestas dibujan unos resultados muy interesantes, muy parecidos a los de las elecciones de diciembre, pero con perfiles más nítidos. Es como si estuviéramos celebrando la segunda vuelta de las anteriores. 

El primero es que la sociedad española sigue igual de polarizada en el eje derecha-izquierda (con toda la simplicidad que esto implica) que antes de la aparición de los nuevos partidos. Si, como dicen las encuestas, el PP tiene un apoyo del entorno del 30%, Unidos-Podemos de un 25%, el PSOE del 21% y Ciudadanos de alrededor del 15%, esto implica, suponiendo que el PNV es conservador y que Esquerra Republicana de izquierdas, que los españoles estamos divididos como siempre, la mitad es de derechas (PP, Ciudadanos, PNV, UPN, etc.) y la otra mitad de izquierdas (PSOE, Unidos-Podemos, ERC, etc.). Y la prueba de que estamos polarizados es que el 30% que apoya al PP nunca votaría a Unidos-Podemos, de la misma forma que el 25% de éstos y una parte importante de los que votan al PSOE nunca votarían al PP. Eso supone que, para alrededor del 70% de los votantes, tan importante es que gane su partido, como que otro no gane. O sea, que sigue habiendo dos Españas (como hay dos Francias, dos Estados Unidos, dos Italias, etc). 

El segundo resultado es que, por la incapacidad manifiesta de los grandes partidos para regenerarse, se consolida un cuatripartidismo imperfecto. Al PP se le ha escapado un electorado de centro importante para la formación de gobierno por su incapacidad para cambiar a sus dirigentes, mientras que el PSOE ha perdido su capacidad de influencia en la izquierda por su volatilidad ideológica. Lo que ha cambiado en la política española en los últimos años no es la orientación ideológica de la población, sino la estructura de partidos, la estructura de los «intermediarios políticos». La novedad no es solo que hay un partido, Ciudadanos, que limita el crecimiento de los dos grandes partidos por el centro, sino que los comunistas se han actualizado en las formas (han pasado de los largos discursos a los tuits y de los bares a la televisión) y están ganando la batalla de la izquierda al PSOE. En las elecciones del domingo, la gran novedad (salvo milagro) será el tercer puesto del PSOE. 

El tercer resultado es que, dada nuestra estructura de partidos y el sistema electoral, inevitablemente se van a necesitar dos partidos y la abstención de otro para conformar gobierno. A partir de las encuestas no es posible saber cómo va a quedar realmente constituido el Congreso, pero aun en las mejores hipótesis para los dos bloques, la suma de PP más Ciudadanos no llegaría a la mayoría absoluta, como tampoco la de PSOE más Unidos Podemos. La clave, como ya ocurrió en diciembre, la va a volver a tener el PSOE. Pero esta vez en una posición más clara, por ser más débil. Ahora no va a poder liderar el gobierno, por lo que sus opciones son tres: la primera es permitir, con su abstención, un Gobierno del PP que cuente con el apoyo de Ciudadanos; la segunda es un Gobierno de coalición con Podemos, siendo estos mayoritarios; y, tres, nuevas elecciones con más desgaste. Cualquiera de las tres es mala para las expectativas del PSOE a medio plazo, pero las dos últimas serían, en mi opinión, un suicidio. 

Sinceramente no creo que en lo que queda de campaña se vaya a producir ningún cambio significativo sobre lo que hoy vemos. El PP está intentando movilizar a su electorado (especialmente el aznarista) con el miedo a Podemos, Ciudadanos está queriendo pescar en el votante que ha cambiado de partido últimamente, el PSOE ha llamado a rebato a toda su estructura y se bate barrio a barrio (especialmente en Andalucía) y Podemos confía en el voto de los viejos comunistas. Lo dicho. Una típica segunda vuelta. 

20 de junio de 2016 

martes, 7 de junio de 2016

Otra mirada sobre el Brexit

El próximo día 23, los británicos están llamados a las urnas para decidir si continúan siendo miembros de la Unión Europea, de una forma especial, o se van. Un referéndum en el que los europeos nos jugamos mucho más de lo que creemos. 

El mero hecho de que el referéndum se celebre en los términos en los que se ha planteado (véanse el Anexo I de las Conclusiones del Consejo Europeo del 18 y 19 de febrero pasado), y no en los de dentro («in») o fuera («out»), es un fracaso estrepitoso para el mismo concepto de Europa como cuerpo político. Los británicos están votando cómo quieren ser parte de Europa, mientras que el resto de los europeos no podemos votar si estamos de acuerdo con esa forma que van a tener ellos de estar. Con este referéndum los europeos estamos renunciando al principio democrático elemental de la igualdad, pues, si de lo que se trata es de decidir sobre el futuro de todos, y lo es porque la pertenencia del Reino Unido nos afecta a todos, todos tendríamos que poder participar. Si sale el sí, los británicos, una vez más, habrán modelado Europa según sus intereses y no según el interés común de todos. 

Si saliera el sí, y los británicos siguieran en Europa, lo que los británicos habrán conseguido es sacralizar la excepción británica en dos temas de mucho calado: las finanzas y la emigración. Es decir, excluir de las reglas económicas comunes al sistema financiero británico, y hacer una excepción en las reglas de movilidad de personas dentro de la Unión. Y lo primero es lo que realmente les importa. 

Hace años que el Reino Unido dejó de ser líder en cualquier sector de la economía real y vive de la intermediación en los flujos financieros mundiales. Los británicos dependen de las finanzas como nosotros dependemos del turismo. Más aún, perdido su peso político por su debilidad poblacional y económica real, el poder político británico se basa en la información que generan las finanzas. Por eso, la política británica tiene tres ejes esenciales que coinciden con la visión del mundo y los intereses de los banqueros afincados en Londres: el libre comercio, la autonomía de la política monetaria y la autorregulación financiera. Como, por otra parte, necesitan a Europa como mercado primario interior, buscan permanentemente la excepción dentro de ella. En definitiva, con este referéndum, y si gana el sí, los británicos protegen el poder que tienen sobre los flujos financieros europeos, tanto interiores como exteriores, pues Londres es la segunda plaza financiera del mundo. Por eso, el Gobierno de Su Majestad Británica no quiere perder soberanía, porque su sistema financiero necesita la flexibilidad de su sistema jurídico, mucho más liberal que el continental, al tiempo que no quiere tener la supervisión de Frankfurt. 

La contrapartida para el resto de los europeos de la excepción británica es que estamos aceptando que, siendo los banqueros de Europa, pueden tener un gobierno autónomo para ellos, con sus propias reglas. Sólo la debilidad de las estructuras políticas europeas (dentro de su propia burbuja de irrealidad), la nacionalista y pragmática concepción de Europa que tienen los partidos y las opiniones públicas europeas, la ausencia de visión de los líderes europeos, empezando por Juncker y Tusk, y la superficialidad del cálculo político con la que se tratan temas como este, pueden explicar los términos del referéndum británico. 

Por eso, en mi opinión, si saliera el sí, el referéndum británico, lejos de ser la salvación de Europa como nos han vendido nuestros políticos, es un paso más hacia la muerte de Europa. Creo que el mejor resultado para Europa sería que saliera el no, que los británicos se equivocaran votando la salida. Nos harían un favor a todos porque podríamos empezar otra vez a pensar en una Europa unida, y alejarnos del complejo mundo de nadas burocráticas en el que la hemos convertido. 

6 de junio de 2016 

martes, 24 de mayo de 2016

Aburrimiento político

La política española, bajo esa apariencia de cambio y dinamismo, es increíblemente repetitiva. Hay poca novedad en nuestra política, pues la mayoría de las ideas que se proponen tienen décadas, cuando no algún siglo. Cambian algunas caras, cambian algunos mensajes, pero no cambian los actores, ni cambian las ideas. Tenemos una política aburrida. 

Es aburrida la monótona cantinela del Partido Popular. No es ya que Rajoy lleve más de 20 años en primera fila de la política (fue ministro en 1996), sino que los nuevos dicen lo mismo que decían sus mayores, solo que sin corbata. El PP lleva con el mismo mensaje desde que Aznar lo fijó hace 20 años: en política exterior, dos lugares comunes sobre Europa y el terrorismo internacional; en política interior, nacionalismo español; en política económica, bajar impuestos; en política educativa, clases de Religión; en el resto de los temas, mantener lo que hay; y, en cuanto a la corrupción, mirar hacia otro lado. Su debate con el PSOE se centra ahora en Zapatero, como antes en González, y moviliza a su electorado con el miedo, de raíz guerracivilista, a una “izquierda radical”. 

El PSOE es igual de repetitivo. Desde que se fue González, único líder real que ha tenido, sigue con sus luchas internas y sus contradicciones. Aún no sabemos si Pedro Sánchez es (como Almunia y Zapatero) un candidato provisional para unas elecciones o el verdadero líder del PSOE. Como no sabemos, porque ellos tampoco lo saben, si son constitucionalistas o nacionalistas de geometría variable, si creen en el Estado o en el mercado. Igual que el discurso del PP es una actualización del de Aznar, el del PSOE sigue siendo el ambiguo de Zapatero: blando en política exterior; federalista asimétrico (una contradicción) en temas territoriales; difuso en política económica; ocurrente en las demás cuestiones. Su estrategia electoral es también simple: ir contra Rajoy, sin que nos sepan decir por qué Pedro Sánchez podría ser mejor. 

Los partidos “nuevos” son, aunque parecen novedosos, “remakes” ideológicos de viejas estructuras. 

Ciudadanos recuerda mucho al Partido Reformista Democrático, el partido de Garrigues y Roca, del que fue secretario general Florentino Pérez. Un partido que intentó hace 30 años la “Operación Roca”, o sea, trasladar desde Cataluña al resto de España las ideas liberales y centradas que entonces tenía CiU. La estrategia de Ciudadanos es similar: ante el desgaste político del partido en el gobierno (entonces el PSOE y ahora el PP) y el estancamiento del otro, aparece un líder catalán, de discurso moderado y potente, que se propone como partido bisagra. Todo esto promovido por un medio de comunicación (entonces “Cambio 16” y Pedro J Ramírez) y apoyado por la CEOE. La diferencia es que Rivera no viene del nacionalismo catalán y es más fotogénico. 

Podemos es igualmente “retro” y cualquiera que viviera la Transición reconoce sus propuestas. Podemos es la coalición “vintage” de los movimientos de izquierda de los setenta, incluido ahora el Partido Comunista de España. Su asamblearismo es el mismo que se vivía en la CNT y en la ORT; sus votaciones a mano alzada siguen los manuales del PCE; el apoyo al régimen cubano y a los regímenes izquierdistas latinoamericanos es el mismo que movía a las manifestaciones anti--norteamericanas de hace 40 años, cartel del Che incluido; sus conexiones con regímenes dictatoriales son tortuosos como que los que había con la URSS o con la Rumanía de Ceaucescu; el anti--capitalismo está en cualquier pasquín del Partido de los Trabajadores. Que ahora parezcan como novedosas propuestas de Anguita, que ya eran rancias hace 30 años, sólo se puede explicar por el conservadurismo izquierdista y la moda de lo retro. 

La política española es repetitiva. En realidad, todas las elecciones generales desde hace 30 años son la misma. La política española es muy aburrida. La duda es si esto es el reflejo de una democracia madura, o de una sociedad sin imaginación que, a pesar de todo, funciona. 

23 de mayo de 2016 

lunes, 9 de mayo de 2016

Elecciones y paro

Es ya un lugar común el decir que el paro es el principal problema de la economía española. Desde la crisis del petróleo de los setenta tenemos enquistada una tasa de paro mayor que la media de los países industrializados. Nunca, en los últimos cuarenta años, la economía española se acercó a las tasas de paro del 4-5% que son las cifras de un buen mercado de trabajo. Y, precisamente porque hemos tenido estas cifras de paro durante tanto tiempo, y porque es un problema que han sufrido más del 85% de las familias españolas, el paro ha sido, desde la primera encuesta que hizo el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) en 1979, la primera preocupación de la ciudadanía. Solo tras los atentados del 11-M (en 2004) y tras la ruptura de la tregua de ETA (en 2006), el terrorismo fue considerado más problemático que el paro. El paro ha sido catalogado como el principal problema de España en el 96,5% de las encuestas del CIS en los últimos 36 años. Es lógico, pues, que el paro sea uno de los ejes centrales de la campaña electoral. El problema es que las propuestas que hicieron los partidos en la anterior campaña electoral, y que ahora seguramente repetirán, no sirven para resolver el paro. De hecho, los problemas de nuestro mercado de trabajo, que van mucho más allá del paro, ni siquiera serán medianamente enfocados. 

Para empezar, el problema del paro en España no se puede ver como una mera cuestión aislada, parcial e interna, que se resuelve con un cambio de legislación, porque la economía española es una economía abierta, integrada en Europa y en el euro, tecnológica y financieramente dependiente del exterior. Más aún, el mercado de trabajo español, además del paro, tiene un conjunto muy importante de disfunciones que van desde la precariedad laboral y los bajos salarios hasta problemas de dualización, paro juvenil o de larga duración. Problemas que hay que abordar al mismo tiempo, pues la mejora en uno puede generar un empeoramiento en otro. 

Para luchar contra el paro y los demás problemas del mercado laboral español es necesario un cambio profundo de nuestro modelo productivo. Y esto implica que necesitamos más empresas, básicamente porque, en una economía moderna, más del 80% del empleo se genera en el sector privado (en España el 83,25%), siendo insostenibles ratios de empleo público superiores al 18-20%. Más empresas y empresas más grandes, más tecnológicas y volcadas a la innovación. Más empresas industriales, energéticas, de bio, de servicios avanzados... y no tanta empresa de "parque temático" orientadas hacia un turismo necesariamente estacional. Mercados de bienes y servicios mucho más flexibles y competitivos, con muchas menos regulaciones previas y fragmentadas que asfixian la iniciativa. Un sistema impositivo mucho más moderno, con un IRPF realmente progresivo, un impuesto de sociedades más competitivo y unas cotizaciones sociales mucho más bajas que no penalicen (como lo hacen) el empleo. Un mercado laboral más flexible, con un nuevo Estatuto de los Trabajadores y nuevos convenios colectivos, reformados sobre conceptos más modernos de las relaciones laborales (y no sobre viejos conceptos como "explotación" o "lucha de clases"). Una revisión profunda de la protección al desempleo (culpable en parte del paro de larga duración). Una pactada y estable reforma de nuestro sistema educativo... 

Como puede verse, para luchar contra el paro, y el resto de problemas de nuestro mercado laboral, se necesita mucho más que un mero cambio legislativo partidista o un conjunto de soluciones simples, ideológicamente sesgadas, articuladas en cinco tuits y un debate televisivo. Si alguien piensa que la solución a los problemas laborales de España es la vuelta a legislaciones antiguas, basadas en conceptos del siglo XIX, o que pasa por más empleo público sin más, sin matices, es que no sabe economía moderna o es un demagogo populista. Lo malo es que de ambos tipos tenemos muchos en la política y en los platós de televisión. 

9 de mayo de 2016 

lunes, 25 de abril de 2016

Demasiado lento por demasiado tiempo

Hace unos días el Fondo Monetario Internacional publicó la revisión de su informe de coyuntura, el World Economic Outlook (WEO), de la economía mundial. El título, Too slow for too long (Demasiado lento por demasiado tiempo), refleja la esencia del informe: la economía mundial está entrando en un periodo de lento crecimiento y, según los cálculos, este periodo puede alargarse varios años. La economía mundial creció el pasado 2015 a un ritmo de sólo el 3,1%, la tasa más baja desde el año crítico de 2009, y muy por debajo de la media de los 20 años anteriores a la crisis de 2008-09 que fue de 4,2. Las previsiones para los próximos tres años es que este crecimiento se mantendrá en el entorno del 3%. El origen de esta ralentización del crecimiento de la economía mundial se focaliza en las tres economías tractoras de la economía mundial. Así, la larguísima crisis europea (la economía europea lleva estancada por debajo del 2% desde hace casi una década), la bajada del crecimiento de la economía norteamericana (al 2,4%) y las menores tasas de la economía china hacen que las demás economías del planeta, especialmente las exportadoras de petróleo y de materias primas, sufran también una profunda caída en sus tasas de crecimiento, que se hace, a su vez, más honda, por la bajada de los precios internacionales de las materias primas. La economía mundial está entrando en una peligrosa espiral de estancamiento, pues de los cuatro motores del mundo, uno (Europa) lleva años sin funcionar, otro (Japón) hace décadas que "ni está, ni se le espera", y los dos principales (USA y China) dan muestras de fatiga. Lo peor es que este estancamiento se produce en unas condiciones de políticas fiscales moderadamente expansivas y en unos entornos monetarios sumamente expansivos, pues nunca los tipos de interés internacionales estuvieron tan bajos (en el entorno del 0,2-0,3%), ni las inyecciones de liquidez fueron nunca tan importantes como en la actualidad. 

Parece que el modelo de crecimiento de la globalización, al menos tal y como la concebimos desde los noventa, empieza a agotarse. Si analizamos el detalle de las variables macroeconómicas en las distintas economías del plantea, una parte importante de su crecimiento en las dos décadas anteriores a la crisis se explica por el crecimiento inducido desde el exterior, bien en forma de aumento de las exportaciones (Japón en su momento, Alemania, Francia o Italia desde siempre y China más recientemente), bien en forma de aumento de la inversión extranjera en su territorio (Europa periférica, Latinoamérica, Africa). La globalización, ese proceso de aumento de los flujos de intercambio que aumenta la eficiencia de los mercados, ha sido la principal causa del crecimiento mundial en las últimas décadas. Pero da muestras de agotamiento. Basta mirar al ejemplo más acabado del modelo, el proceso europeo, para saber de sus límites, pues el modelo de crecimiento de la Unión Europea de ampliaciones sucesivas tiene la misma base que el de la globalización, si bien con una estructura de instituciones democráticas y completado con unos fondos comunes que soportan políticas comunes. 

Quizás por eso, porque los líderes mundiales son conscientes de que hay que darle un nuevo impulso al modelo, es por lo que el presidente Obama está estos días negociando con la cancillera Merkel el Transatlantic Trade and Investment Partnerchip (TTIP), que crearía el área de libre comercio más grande del mundo. Pero ese impulso sería más potente si fuera más allá del libre comercio e inversión y se complementara con la expansión de los estados del bienestar de los países más pobres, como se hizo en las ampliaciones europeas. Así, no sólo creceríamos todos otra vez y más rápido, sino que creceríamos de una forma más equitativa y, probablemente, más sostenible. 

Lector impenitente del WEO desde hace años, reconozco que sueño con uno que se titule More equal, faster and greener. Algo que es eso, un sueño. 

25 de abril de 2016 

martes, 12 de abril de 2016

El peso de la historia

La semana pasada estuve en los Estados Unidos. La precampaña electoral sigue su curso y, mientras se van despejando dudas en el campo demócrata a favor de la señora Clinton (más por los errores del senador Sanders, que por aciertos propios), en el campo republicano el senador Ted Cruz intenta frenar a Trump, aunque ambos me parecen, por lo que he visto y leído, igualmente peligrosos, tanto para los Estados Unidos, como para el resto del mundo. Mi reflexión, sin embargo, no va de política norteamericana, sino de la diferente actitud con la que unos y otros presentamos lo que somos, la diferente forma de enfocar la vida pública. Es un hecho que los Estados Unidos no tienen casi historia. Cuando empiezan a construir sus primeras colonias en el Este, allá por 1620, cualquiera de nuestras ciudades tenía más de dos mil años. Y cuando empiezan a explorar su territorio, el de Europa tenía mapas de más de 400 años. No, los Estados Unidos no tienen casi historia. Por eso, es raro que ellos hablen del pasado, y menos, frente a los europeos, y cuando lo hacen lo hacen con una precisión pasmosa. Pero no les preocupa. Nosotros, sin embargo, rebosamos historia. Continuamente, cuando vamos a presentar nuestras ciudades o cuando vienen a visitarnos, hacemos alarde de nuestra historia, de lo antiguo que es todo, de nuestras tradiciones de décadas, cuando no de siglos. Contamos una historia que realmente no conocemos (¿qué sabemos realmente de las condiciones de vida, economía, leyes, salud, educación, familia o vida cotidiana en el Califato?) y de la que nos sentimos orgullosos, sin saber bien el porqué. 

Los norteamericanos no tienen casi monumentos. Los monumentos en los Estados Unidos son, en realidad, esos edificios gigantescos que son los rascacielos y, junto a ellos, esas iglesias neogóticas del siglo XIX que son malas imitaciones de Notre Dame. Nosotros, en cambio, tenemos miles de monumentos que van desde arcos de triunfo o teatros romanos hasta mezquitas y palacios de origen musulmán, junto a cientos de iglesias románicas, góticas o barrocas. En los Estados Unidos, cuando te quieren mostrar su ciudad, te suelen enseñar tres cosas: las sedes de sus empresas o sus gigantescos centros comerciales, los museos de arte moderno o de ciencias en medio de algún parque y los campus de sus universidades. Nosotros les hacemos un tour de edificios religiosos, museos llenos de reliquias y palacios. Si comparamos lo que enseñamos nosotros con lo que enseñan ellos, vemos una inmensa diferencia: nosotros nos enorgullecemos del pasado, de lo que otras generaciones, que ni conocimos, hicieron. Ellos, en cambio, se enorgullecen de lo que se hace ahora. Nosotros contamos el legado de otros, ellos cuentan lo que hacen hoy. Nosotros enseñamos edificios "muertos" (o casi) que utilizamos como reclamos de visitantes o como "photo-call" de turistas, ellos edificios que llenan todos los días de gente que trabaja, que genera ideas, en los que se hace ciencia. Nosotros contamos historias que significan muy poco o nada para la ciudadanía (¿o es que alguien aspira a ser Abderramán III?). Ellos ensalzan a modelos sociales que inspiran todos los días a miles de norteamericanos. Nosotros vivimos de lo que otros hicieron, ellos viven pensando en lo que harán en el futuro. 

Es cierto, los Estados Unidos no tienen historia, ni monumentos. Nosotros tenemos monumentos e historia. Ellos, sin embargo, viven sus monumentos, mientras que nosotros solo conservamos y explotamos los nuestros. Ellos tienen ciudades vivas que cambian y crecen todos los días, mientras nosotros hacemos de nuestras ciudades parques temáticos de sí mismas. Ellos están obsesionados por la tecnología, nosotros por la gastronomía. Ellos gastan dinero en lo que puede venir, nosotros en mantenernos como siempre. Ellos fracasan y reempiezan, nosotros evitamos fracasar. Nosotros tenemos un pasado, los norteamericanos, un futuro. Quizás sea eso lo que nos pasa: que no avanzamos por el tremendo peso de nuestra historia. 

11 de abril de 2016 

lunes, 28 de marzo de 2016

Terrorismo contra Europa

Esta Semana Santa hemos tenido otro atentado terrorista en Europa y los europeos hemos vuelto a hacer lo de siempre: hemos calificado el hecho; nos hemos solidarizado con las víctimas; cada país ha hecho el recuento de sus compatriotas y, en función de esto, se le ha dado más o menos importancia a la noticia; se ha convocado a los ministros de Interior; y, finalmente, y en paralelo, el país que ha sufrido el atentado ha hecho declaraciones duras, ha iniciado la captura del terrorista y ha reforzado la cooperación militar en Oriente Próximo. Por lo demás, todo igual. Los europeos seguimos reaccionando como si cada atentado fuera un asunto interno de cada país, como si no tuviera conexión con los demás. No nos damos cuenta de que reaccionando así somos más débiles, porque uno a uno ningún país de Europa puede luchar solo contra el terrorismo internacional. No nos damos cuenta de que reaccionando así nos encerramos en nosotros mismos, con lo que destruimos la idea de la construcción europea. No nos damos cuenta de que considerando que el atentado de Bruselas es una cuestión belga rompemos la idea misma de Europa. 

Ningún país europeo puede, por sí solo, luchar contra el terrorismo internacional. Ni Francia, ni el Reino Unido, las dos grandes potencias militares de Europa Occidental y viejos imperios coloniales en los países de donde nace el nuevo terrorismo, pueden luchar en tantos frentes. Francia, con una pequeña ayuda del resto de Europa, intenta frenar el terrorismo del Norte de África que la dispersión de los arsenales de Gadafi propició, al tiempo que, tras los atentados de París, participa activamente en la guerra de Siria. El Reino Unido, de la mano de los norteamericanos, mantiene su actividad en los países en los que tuvo intereses y en los que ha luchado recientemente: Iraq, Afganistán, Pakistán, Nigeria, Kenia, etcétera. Ambos lo hacen descoordinadamente entre sí y con el resto de los socios europeos, pues Francia sigue sin participar plenamente en la estructuras militares comunes y no comparte información, mientras que el Reino Unido mantiene su "relación especial" con los norteamericanos. Los demás socios europeos participan de una forma testimonial en esta lucha antiterrorista, tanto desde un punto de vista de información como de recursos. Una ojeada a un mapa de las misiones de defensa en las que está España, Alemania o Italia nos indica lo poco que nos involucramos los demás en la lucha antiterrorista (y no digamos los países pequeños o los del Este). Europa es frente a la amenaza terrorista poco más que un grupo desorganizado de países que dedican un residuo de su presupuesto a esta lucha. 

Pero no bastan los recursos, hace falta tener una política común antiterrorista. Hoy, más que nunca, necesitamos una política de seguridad común que vaya mucho más allá de la defensa clásica, porque las amenazas potenciales no son solo los rusos (que lo siguen siendo, especialmente para los países bálticos), sino el terrorismo internacional que se genera alrededor de nuestras fronteras. Europa necesita una política europea común antiterrorista, necesita empezar a considerar que el terrorismo en suelo europeo es un asunto de todos, porque sin esta política no movilizaremos eficazmente los recursos, ni atajaremos las causas profundas que producen tanto dolor. Frente al terrorismo internacional islámico, Europa tiene que reaccionar con más recursos y, sobre todo, con una política claramente europea. Y la prueba más evidente de que frente al terrorismo internacional es clave tener una política firme la tenemos en los Estados Unidos. En los últimos años, el número de muertes en los Estados Unidos por terroristas desde el 11-S es mucho menor que el número de víctimas de París en los atentados de noviembre, mientras que los atentados en suelo americano son cuatro veces menos (véase www.start.umd.edu). 

Frente a los problemas, necesitamos, una vez más, más Europa, no menos. Unidos podríamos reducir los atentados, separados seguiremos contando muertos. 

28 de marzo de 2016 

lunes, 14 de marzo de 2016

Traición a Europa

Ensimismados en el bucle de la superficial política española, olvidamos que en el mundo ocurren hechos que nos afectan y que deberían interpelarnos. Las elecciones norteamericanas, los problemas de China, las guerras en Oriente Próximo, etc, configuran una realidad que nos afecta. Pero de todo lo que ocurre, lo que más debería preocuparnos son las cuestiones que se dirimen en Europa. El referéndum británico, la crisis de los refugiados y el acuerdo con Turquía, la deriva autoritaria en el Este, la situación en Ucrania o Libia o la política del BCE son temas que debieran ocuparnos, y sobre los que nuestros políticos dicen poco, quizás porque lo ignoran todo. 

En Europa nos estamos jugando mucho con la forma en la que nuestros gobiernos, también el nuestro (pues estar en funciones no le exime de su responsabilidad), están abordando dos problemas que están carcomiendo la misma idea de Europa: el neonacionalismo y el olvido de principios democráticos esenciales. 

La estrategia de la construcción europea, desde la declaración Schuman de 1950, fue siempre dar pasos concretos que pusieran cada vez más cosas en común: carbón, acero, agricultura, mercados, libertades, derechos, moneda, bandera, tribunales, etc. Más asuntos en común de tal forma que no hubiera un proyecto nacional que compitiera con otros, sino una cooperación europea que compitiera en el mundo. Paso a paso se fue cediendo soberanía hasta crear un conjunto de instituciones políticas comunes, que superaran los nacionalismos que nos llevaron a las dos guerras mundiales. Europa fue el antídoto contra los nacionalismos porque ser europeísta era y es incompatible con ser nacionalista. 

Los británicos siempre estuvieron contra esta estrategia de integración. Primero, en los sesenta, creando el viejo EFTA, luego, a partir de su incorporación, ralentizando todas las cesiones de soberanía. Todos sus líderes, con muy pocas excepciones, fueron euroescépticos (lo que es una forma fina de decir nacionalistas), sencillamente, porque no creían en Europa como idea, sino como un conjunto de intereses. Cameron es el cénit de esta política. Una política a la que la miopía y ausencia de convicciones europeas del resto de los líderes ha prestado alas aceptando el chantaje del referéndum. 

El acuerdo con el Reino Unido es una traición a los principios de la construcción europea porque supone una indecente cesión al nacionalismo británico. Un neonacionalismo que también tiene alas en Hungría y Polonia y que puede dar al traste con la misma construcción europea. El nacionalismo, cualquier nacionalismo, pone en cuestión la idea de Europa y la cesión ante ellos es una traición a esa idea. 

Pero siendo esto grave, más grave es, en mi opinión, la traición a Europa que supone el olvido de principios democráticos esenciales en la gestión de los refugiados, cuyo último e indigno acto es la oferta a Turquía de 6.000 millones de euros para que interne en campos de refugiados a los que huyen de las guerras de Oriente Próximo, y el silencio cómplice con la violación de los derechos humanos del Gobierno de Erdogan. Los europeos vamos a pagar para que otros violen los Derechos Humanos por nosotros, y vamos a hacer la vista gorda, una vez más, a las derivas autoritarias del otro lado de nuestras fronteras. Vamos a caer más bajo aún de lo que ya estamos cayendo con la gestión que se está haciendo de los casi dos millones de refugiados que están en nuestras fronteras y que andamos ninguneando y ocultando. 

Si con el neonacionalismo británico (y húngaro y polaco) ponemos en peligro la construcción europea, con la gestión de la crisis de los refugiados estamos poniendo en peligro nuestra democracia y conceptos esenciales del estado de derecho, solidaridad e igualdad. Vivimos tan embobados con la política-entretenimiento que estamos consintiendo que nuestros gobiernos traicionen principios esenciales de nuestro ser como europeos. En Europa nos jugamos mucho más que quién es el próximo presidente del Gobierno, en Europa nos lo jugamos todo. Aunque no lo queramos verlo. 

14 de marzo de 2016 

lunes, 29 de febrero de 2016

Daños limitados

La política es una suma de obviedades. Una de las obviedades más repetidas es que, por razones económicas, "necesitamos cuanto antes un gobierno estable". Se argumenta que mientras no tengamos un gobierno estable la marcha de la economía puede sufrir "daños", por lo que es imprescindible conformarlo como sea y evitar nuevas elecciones. 

Es evidente que toda incertidumbre genera parálisis en la toma de decisiones. En economía, la incertidumbre sobre cualquier aspecto relevante de una decisión suele implicar su aplazamiento porque la incertidumbre impide formar expectativas que es la variable clave de las decisiones. Esto es especialmente cierto en aquellas decisiones que tienen una mayor proyección en el tiempo, como las de inversión, de tal forma que, unas elecciones, en las que puede haber un cambio de orientación en la política económica, tienen siempre impacto sobre la tasa de crecimiento en el corto plazo. Pero no daña más el funcionamiento de una economía la incertidumbre sobre un gobierno que la certeza de un gobierno estable con una política económica errónea. Es decir, lo que necesitamos para que la economía vaya bien no es necesariamente un gobierno estable, sea cual sea y pronto, sino que no haya una política económica errónea, la haga un gobierno estable o no. Dicho de otra forma, no es la ausencia de Gobierno lo que puede perjudicar nuestra tasa de crecimiento en el corto plazo, pues Gobierno en funciones tenemos de la misma forma que tenemos leyes que se siguen cumpliendo, sino la posibilidad de que haya un Gobierno que realice un cambio profundo en la orientación de nuestra política económica, virando hacia una política errónea. 

Algo que es mucho más difícil de lo que parece que saben los políticos en España, pues, el margen de autonomía que tiene cualquier Gobierno de la zona euro en su política económica es relativamente limitado. Y es que todos los países de la zona euro tienen cedida la soberanía sobre la política monetaria, como todos tienen reglas de cumplimiento de política fiscal (que no son tan fáciles de negociar como algunos de nuestros políticos creen), como tienen cedidas no pocas de las competencias sectoriales y las de regulaciones de mercados. Solo hay una política económica plenamente nacional, que es la relativa a mercado de trabajo, y otra en la que los países tienen mucha autonomía, que es la que determina la composición del gasto y de los impuestos. 

La marcha, pues, de nuestra economía no depende, pues, tanto como quiere hacérsenos creer, de lo que haga o deje de hacer nuestro Gobierno, pues tenemos soberanía compartida sobre ella con los demás socios de la Unión Europea y los de la zona euro y somos una economía pequeña abierta, integrada y endeudada. Lo que pase en los próximos años con la economía española será el fruto de las circunstancias del entorno económico (los problemas de China y los emergentes, la situación del mercado de petróleo y los efectos sobre las petroleras y el sistema bancario, los problemas en Europa), más que de las decisiones que tome el Gobierno que se forme, sea cual sea su orientación ideológica. 

Gracias a la historia, la economía española no es ya una economía cerrada, ensimismada y castiza, sino una economía abierta e integrada en Europa. Y ojalá que fuera más abierta y más integrada en Europa, pues las únicas variables económicas que estamos controlando bien son aquellas cuyas decisiones compartimos, mientras que los mercados que dependen de nosotros, como el mercado de trabajo, tendemos a gestionarlos mal (y no hay más que irse a la diferencia de nuestra tasa de paro con la europea), como solemos equivocarnos en las políticas sectoriales que no compartimos (como educación). 

Es cierto que necesitamos un gobierno y lo necesitamos ya, pero no porque sea crítico para nuestra economía, sino para nuestra salud mental, pues no creo que los españoles podamos soportar mucho tiempo más el permanente show al que nos someten nuestros políticos.

29 de febrero de 2016
 

lunes, 15 de febrero de 2016

Un juego interesante

He de confesar que estos días veo la política española como si fuera un deporte o un espectáculo y no como la cosa seria que debiera ver. No sé si lo hago así para no deplorar la escasa preparación de los líderes que tenemos o para no criticar la superficialidad de las propuestas (ahórrense el programa que ha presentado el PSOE y las transparencias de los cinco puntos del PP). El hecho es que, en mi opinión, estamos en el primer tiempo de un partido o si lo prefieren en el primer acto de una obra, que continuará tras la formación o no de gobierno, y en el que estaremos inmersos por unos años. 

Creo que Rajoy se ha equivocado al dejar la iniciativa a Sánchez. 

Creo que las razones de este error tienen que ver con su cansancio, su carácter y su estrategia. 

Rajoy está desgastado, cansado y dolido. Como él, además, es un líder lento y poco creativo no ha reaccionado en absoluto, lo que ha paralizado al Gobierno y a su partido. Su estrategia, por otra parte, se ha basado en la idea de que una repetición de las elecciones podría mejorar sus resultados, al tiempo que Podemos superaría al PSOE, lo que le facilitaría a él formar un gobierno anti-Podemos. Una estrategia que ya no puede funcionar por los casos de corrupción que están aflorando. Ante esto, si no quiere abocar a su partido a un desastre, tendría que esperar que Sánchez formara gobierno, presentar su dimisión y convocar un congreso del PP para hacer una profunda regeneración de su partido preparándolo para el largo juego que se avecina. El problema para el PP es que Rajoy no va a hacer nada de eso, pues su discurso es del que "resiste gana", no cree que Rivera le pueda superar y aún confía en que al PSOE le salgan tantos casos de corrupción como los suyos. Desde mi punto de vista, Rajoy y su estrategia de "paso a paso" son el problema del PP. 

Sánchez, por el contrario y a pesar de su debilidad, está jugando razonablemente bien. Su única opción de mantener el liderazgo del PSOE y no tener que aceptar su desastre electoral es ser investido. Si lo lograra sería confirmado como secretario general y sería el candidato en las próximas elecciones. Sánchez está buscando el reconocimiento como líder del PSOE fuera del partido, pues sólo así puede lograrlo dentro. Y para ello está desplegando una estrategia de "profecía autocumplida", comportándose como un presidente de gobierno al que sólo le falta la investidura. 

Pero Sánchez no lo tiene fácil. El PP votará en su contra, mientras Ciudadanos está haciendo todo lo posible para que sea investido, pues, a pesar de que Rivera es un líder en alza y podría arañar votos del PP, necesita tiempo para articular el partido, y Podemos sigue con su ofensiva ofensiva. 

No sé si Pedro Sánchez y sus militantes están dispuestos a compartir gobierno con Pablo Iglesias (lo que, en mi opinión, los desangraría por el centro frente a Ciudadanos y no ganarían nada a su izquierda), pero en el caso de que no sea así y Podemos se quedara fuera del Gobierno, Iglesias tiene dos opciones interesantes: votar a favor del "gobierno de cambio" en el último minuto pactando un paquete de leyes sociales para vender como un éxito el que no estén dentro (paquete que Ciudadanos tendría que tragar para no desdecirse de lo que haya hablado con el PSOE), o, abstenerse, y lanzar un aviso al PSOE de su propia debilidad, pues cualquier gobierno del PSOE con 90 diputados, siempre estará a merced de Podemos. 

Logre o no Pedro Sánchez ganar este set formando gobierno, lo que me parece es que vamos a estar inmersos en un juego permanente, que llenará horas de televisión. Lo que nadie puede garantizar es que vaya a ser medianamente interesante o útil.

15 de febrero de 2016
 

lunes, 1 de febrero de 2016

Intereses

Mientras uno enarbola los "intereses de España", y otro interpreta que los votantes, y no sólo los suyos, quieren "un gobierno de cambio", lo que realmente está pasando es que los líderes políticos están defendiendo su propio interés. 

Mariano Rajoy sabe que ha perdido las elecciones. Con casi 3,6 millones de votos menos que en 2011, una bajada de 15,9 puntosy una pérdida de 63 escaños, tendría que haber presentado su dimisión. Su único atisbo de esperanza para seguir al frente del PP es que, al ser el partido más votado, y si el PSOE aceptara abstenerse "por responsabilidad", taparía su derrota logrando la Moncloa. Como sabe que Sánchez no va a abstenerse, Rajoy está dispuesto a aceptar nuevas elecciones con la esperanza de movilizar votos a su derecha, arañar voto útil a Ciudadanos y que Podemos termine de socavar al PSOE. Por el contrario, si finalmente el PSOE lograra formar gobierno, Rajoy tendría que aceptar su derrota y presentar su dimisión. Si a Mariano Rajoy le hubiera preocupado el interés de España podría haber intentado un acuerdo con Ciudadanos y el PSOE en que se diseñara un conjunto de pactos y hubiera dejado que otra persona liderara ese hipotético gobierno como prueba de voluntad de acuerdo. 

Pedro Sánchez también tendría que haber presentado su dimisión la noche electoral. Con 1,5 millones de votos menos que Rubalcaba en 2011 (¡5,7! millones menos que Zapatero en 2008) y el peor resultado de la historia del PSOE no hay país democrático en el que el líder de la oposición no hubiera presentado su dimisión. Igual que para Rajoy, su única esperanza de mantenerse en la Secretaría General de PSOE es formar gobierno. No tiene ni siquiera la posibilidad de una segunda vuelta porque Podemos le arañaría votos, no le ganaría ninguno a Ciudadanos y no tiene bolsas de abstencionistas. Pedro Sánchez o es presidente ahora o no lo será nunca, puesto que si fracasa a la hora de formar gobierno tendría que reconocer su profunda derrota. Por eso no va a facilitar la investidura de Mariano Rajoy y luchará contra una repetición de las elecciones. A Pedro Sánchez no le preocupa ni su propio partido, pues sabe que para que él sea presidente del Gobierno ha de sacrificar al PSOE ante Podemos. Si el PSOE pacta con Podemos, Pedro Sánchez será presidente de gobierno, pero probablemente el precio será la división del PSOE, pues Pablo Iglesias es un animal político cuyo objetivo confeso es la hegemonía de la izquierda dinamitando al PSOE. Para curarse en salud por si esto ocurriera (y hay precedentes como el Tripartito del PSC con ERC en Cataluña, Cantabria, Madrid, etc.) es por lo que va a acudir a la "militancia", para que no ser él el que cargue con la responsabilidad de unos pactos con Podemos. Lo que no parece darse cuenta es que con este movimiento lo que logra es lo que quería evitar: manifestar claramente la división del PSOE a la que Iglesias siempre hace referencia. Y si no que se lo pregunten a la CUP. 

Pablo Iglesias sigue fiel a sus lecturas leninistas: apoyarse en la socialdemocracia para dividirla y llegar al poder. Lo importante para él es el poder. Lo que puede hacerse con el poder no es, para él, importante, pues para Iglesias el cambio es la forma de perpetuarse en el poder. Por eso, cambia de propuestas sobre la marcha y plantea un reparto de sillones antes que políticas. Por eso llegará a un acuerdo con un Sánchez que necesita llegar a un acuerdo a cualquier precio. 

No sé lo que va a pasar finalmente, ni cuál de los dos perdedores se hará con el Gobierno, aunque supongo que será Sánchez, con la abstención de los independentistas, lo que sí sé es que tendremos un presidente de gobierno perdedor que no ha mirado más allá de sus personales intereses. Lo demás sólo será retórica. Como casi siempre.

1 de febrero de 2016 

jueves, 21 de enero de 2016

Enfermedad venezolana

En economía decimos que un país padece la "enfermedad holandesa" cuando tiene una fuerte dependencia de un sector exportador que genera profundos desequilibrios en la economía. El término se acuñó en los 70 para describir la situación de la economía holandesa a raíz del descubrimiento de gas en sus costas. El boom de las exportaciones del gas llevó a una fuerte apreciación del florín, entonces su moneda, y a un crecimiento de los salarios en los sectores vinculados al gas. Esa apreciación del florín y la subida de salarios en el sector exportador tuvieron como consecuencia una subida generalizada de los salarios, lo que provocó inflación diferencial y pérdida de competitividad. El resultado fue que sectores enteros desaparecieron porque resultaba más barato importar de Alemania o Bélgica que producir en Holanda. El boom de precio del petróleo de 1973 hizo el resto: lo que Holanda ingresaba por petróleo salía hacia el exterior porque cada vez necesitaba importar más. Holanda se curó tras un profundo ajuste salarial, una fuerte flexibilización de su mercado laboral y vincular su moneda al marco alemán. 

Aunque se llame la "enfermedad holandesa", la primera economía que la sufrió,y durante el tiempo más largo, fue la economía española, especialmente la castellana, pues la entrada del oro y la plata americana generó una "enfermedad holandesa" de casi dos siglos. Australia (oro), Sudáfrica (diamantes), Argentina (carne y grano), Noruega (petróleo), Chile (cobre) o Colombia (café y, aunque no lo reconozcan, coca) han sido otros que la han sufrido. Todos los que hicieron una seria política de ajuste y de estabilidad (Australia, Noruega, Chile, Colombia en menor medida) retomaron sus tasas de crecimiento y han desarrollado economías estables, maximizando a largo plazo los beneficios de su excepcional dotación de recursos. Aquellos países que no trataron a tiempo su enfermedad holandesa, países con gobiernos populistas que en vez de invertir los ingresos, subvencionaron las rentas de sus ciudadanos, sin incrementar su competitividad, hicieron crónica su enfermedad hasta el punto de ser países, a pesar de su impresionante dotación de recursos, de renta baja. Argentina es, posiblemente, uno de los casos más llamativos, pues el peronismo cronificó su mal holandés de tal forma que,teniendo allá por la década de los cuarenta una renta per cápita superior a la española en 1,5 veces, hoy es 3 veces inferior. 

Hoy el país que sufre con más virulencia la "enfermedad holandesa" es Venezuela. Venezuela padeció el mal holandés desde que descubrió petróleo, y lo padeció en una variante más peligrosa, pues, al mismo tiempo que generaba profundos desequilibrios macroeconómicos, se generalizó la corrupción y la permanente inestabilidad política. El resultado de décadas de enfermedad fue la Revolución Bolivariana de Hugo Chaves. Con las mayores reservas de petróleo del mundo (casi 300.000 millones de barriles), la política económica bolivariana ha llevado a la institucionalización del mal holandés. Venezuela genera el 50% de su PIB exportando petróleo, pero estos ingresos los reparte directamente en forma de gasto público y subvenciones, lo que ha llevado a que nadie tenga incentivos para producir, máxime cuando tiene una política de precios intervenidos. El resultado es que Venezuela tiene que importar una parte significativa de sus bienes de consumo (desde alimentos hasta papel) e inversión (maquinaria, productos químicos, etc.), lo que supone una cantidad superior a los ingresos de sus exportaciones. Esta política populista genera una inflación del 159% anual, un paro real que sobrepasa el 20% y un déficit público superior al 24%. El problema es que el precio del petróleo ha caído un 70% respecto al precio de hace dos años, lo que implica para los venezolanos una caída de su renta per cápita de más del 37%, sin expectativas de subir, lo que supone una profunda crisis en la economía venezolana. 

Una crisis profunda que durará años, tantos que se acuñará el término económico de "enfermedad venezolana" para una enfermedad holandesa tratada por políticos populistas. 

18 de enero de 2015