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lunes, 29 de septiembre de 2008

Regulación, intervención y crisis

A cuenta de las medidas que tanto los bancos centrales como los gobiernos están tomando para lidiar con la crisis, se está generando una inmensa cantidad de ruido mediático que está impidiendo a la ciudadanía hacerse una idea cabal de lo que se está haciendo. Viejas voces acuden a explicar la crisis y dar remedios. Ahora aparecen antiguos intelectuales marxistas que auguran el enésimo "fin del capitalismo" y apoyan no solo más intervención, sino "la madre de todas las intervenciones". Folclóricos líderes empresariales, como el presidente de la CEOE, piden un "estado de excepción en la economía". Incluso algunas voces religiosas demonizan, reviviendo debates del XIX, al mercado con "toda su pompa y boato". Todo para explicar la excepcionalidad y justificar la intervención. Hay mucha opinión catastrofista, mucha histeria, mucho ruido que ensordece y entontece. 

Lo que ha ocurrido en los mercados financieros es lo que conocemos, desde hace casi ochenta años, como un fallo del mercado. Incluso hay una preciosa explicación que debemos a "la mente maravillosa" de Nash. Un fallo del mercado se produce, normalmente, cuando el resultado de los comportamientos de los agentes lleva a una situación que nadie desea. Es decir, que buscando todos el máximo beneficio, e incluso actuando todos de buena fe, todos se perjudican. Precisamente para evitar esto es por lo que se consideran deseables regulaciones que garanticen el funcionamiento de los mercados, y mecanismos de política económica que reequilibren sus resultados. Así, la mayoría de los economistas, incluso los muy liberales como el que esto escribe, no solo aceptan la existencia del Estado como condición para el desarrollo de los mercados, sino que creen imprescindibles sus regulaciones. Eso sí, buenas regulaciones. Pero una cosa es una regulación y otra la intervención pública. Porque una regulación es un conjunto de usos y normas que fijan los límites de la acción de los agentes, otorgando a todos igualdad de oportunidades, permitiendo una razonable retribución de la inversión y obligando a resarcir los daños que pudieran producirse, mientras que una intervención supone obligar a los agentes a hacer algo. Una regulación son unas reglas del juego para que gane el mejor, una intervención es una decisión para que gane uno. Y eso es muy peligroso por varias razones. La primera es cuando la intervención se produce se argumenta la excepcionalidad, pero no se plantean las reformas que hay que hacer para que no se repita. El origen de la crisis actual hay que buscarlo en la ausencia de regulaciones internacionales de los mercados financieros (por eso hay un fallo de mercado), pero también en los defectos de la regulación americana (la obsoleta Glass-Steadall Act), por lo que toda intervención a corto plazo que no incluya un cambio en esta situación no garantiza que no se repita. 

El segundo peligro de las intervenciones es el problema del "riesgo moral". Y es que si ahora se salva a los bancos en los Estados Unidos o a las inmobiliarias en España se está diciendo a los bancos y empresarios que pueden ser irresponsables, que lo único que tienen que hacer es ser lo suficientemente grandes y tener mucha gente afectada para que el Gobierno intervenga. Algo que también ocurre a nivel local, por ejemplo, con las parcelaciones ilegales. 

Finalmente, un tercer problema de las intervenciones es el del coste y su reparto, porque el coste de la intervención lo pagan los contribuyentes de los sectores competitivos, respetuosos de las leyes y responsables, mientras que se benefician los que no fueron cumplidores. Teniendo en cuenta esto, hay que tener mucho cuidado al pedir y apoyar una intervención. Más aún, habría que ver a quién beneficia, quién la paga y por qué. Y, desde luego, evaluar correctamente lo que ocurre si no se interviene. Porque, a veces, una dieta no es mala, sino que es hasta recomendable para compensar los excesos. 

29 de septiembre de 2008 

lunes, 15 de septiembre de 2008

Dispersión de paro

Antes del verano, en España había, según la Encuesta de Población Activa, más de 2,3 millones de parados, lo que arrojaba una tasa de paro del 10,44% de la Población Activa. Una tasa de paro alta, y creciendo, que, además, no se reparte por igual por todo el territorio nacional. De hecho, y haciendo el análisis por provincias, en nuestro país hay 16 provincias con un paro inferior al 8% (entre ellas las tres vascas, Zaragoza y Barcelona), mientras que hay 8 (incluyendo a Ceuta y Melilla, cinco andaluzas y Las Palmas) por encima del 16% de paro. 

¿Cómo es posible que bajo la misma política económica y similares marcos institucionales haya tanta disparidad? La respuesta no es simple porque hay multitud de variables (económicas, políticas y sociales) que explican las diferencias de desempeño de los mercados de trabajo, pero hay tres causas importantes de esta dispersión española. 

La primera, y más importante, es la inmensa diversidad de la estructura económica española. Haciendo un análisis de las estructuras sectoriales provinciales, podemos identificar dos tipos de provincias que tienen una tasa de paro baja: las industriales y las débilmente pobladas. Los casos paradigmáticos de las economías industriales son el País Vasco, Navarra, La Rioja y Barcelona. Es decir, provincias con una alta concentración industrial y de servicios, densamente pobladas, cercanas a los mercados europeos y con una buena dotación de capital humano y de infraestructuras. Los casos paradigmáticos del segundo tipo, de las economías envejecidas, son Soria, Palencia, Huesca, Teruel. Es decir, provincias estancadas poblacionalmente, con una estructura económica terciarizada (por la expansión del sector público), agricultura tradicional y escasa industria. Y frente a estos dos tipos de provincias, el resto, especialmente las provincias andaluzas. Es decir, economías con fuerte crecimiento poblacional, terciarizadas por los servicios públicos, gran sector de la construcción, clásico sector agrario y débil tejido industrial. Economías, además, alejadas de los mercados europeos, con bajos niveles de infraestructuras, poblamiento relativamente disperso y peor dotadas de personal cualificado (doble fracaso escolar y menor gasto por alumno que las industrializadas). O sea, que una provincia poblada sin sector industrial significativo, tendrá con seguridad, una tasa de paro alta. 

La segunda causa de la dispersión de la tasa de paro hay que buscarla en la escasa movilidad espacial de la mano de obra española. Y es que, desde la década de los sesenta, las migraciones interiores españolas han sido muy limitadas, pues lo hacemos dentro de la provincia o hacia provincias limítrofes. La vivienda en propiedad, la estructura familiar, la protección social, etc. tienen mucho que ver con esta menor movilidad. Con diferencias de paro mucho menores que las actuales, aunque mayores en salario, los andaluces y extremeños emigraron masivamente en los 60 hacia Cataluña y el País Vasco, lo que equilibraba, igualándolas, las tasas de paro de entonces. Los españoles vivimos en nuestra casa, aunque sea en paro. 

La tercera causa de las dispersiones de las tasas de paro hay que buscarlas en factores característicos de algunas comunidades. El terrorismo cortó en los ochenta los movimientos migratorios hacia el País Vasco, al tiempo que expulsaba a una parte de la población. Por otra parte, la imposición lingüística en la Cataluña de los últimos años, es, también, una forma de proteger su baja tasa de paro. Es curioso, pero en España, la mayor probabilidad de estar en paro se da no sólo entre los de menor cualificación, y, a veces, por ser mujer, sino porque uno es de una provincia del Sur (de esas que no se industrializaron en la época franquista) y no habla nada más que castellano. Y lo llamativo es que los que más se quejan de trato discriminatorio son los que no tienen esas características. Paradojas de la política española con consecuencias económicas. 

15 de septiembre de 2008