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miércoles, 29 de agosto de 2018

Límites de realidad

Ahora que el Gobierno está negociando la aprobación de los Presupuestos Generales del 2019, conviene que tenga en cuenta algunos límites, por si sigue vigente en este Gobierno aquella apreciación de su vicepresidenta, la señora Calvo, y que parece que Podemos hace suya, de que «el dinero público no es de nadie». 
 
La Constitución española, como todas las de las democracias liberales, contiene, además de una definición asertiva del Estado, un conjunto de derechos, unos procedimientos de elección y decisión, una organización de la Administración pública y un conjunto de principios programáticos para la acción de gobierno. Visto desde la ciudadanía, la Constitución son los límites dentro de los cuales puede actuar el Gobierno. No todo, pues, es posible, aunque se tenga mayoría en las Cámaras. 
 
En nuestra Constitución hay varios artículos referidos a la Hacienda Pública. El primero, el artículo 31, establece la obligación de «todos» a «contribuir al sostenimiento de los gastos públicos», según un sistema fiscal igualitario y progresivo. Y establecida la obligación, en el título VII se regulan los límites de la política fiscal. Especialmente en el artículo 135, reformado en el 2011, que sacraliza el principio de estabilidad presupuestaria. Más aún, fija que los límites de nuestro déficit serán los establecidos por la Unión Europea. Un artículo, este 135, que es una garantía para la ciudadanía de que el Gobierno será responsable con el dinero de todos, pues para expandir el gasto ha de justificar una subida de impuestos. Una garantía de que las deudas públicas tienen un límite. Un artículo, además, que está desarrollado en una ley orgánica, la Ley de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera de abril de 2012, y comprometido en el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza de 2 de marzo de 2012. Un artículo que, en su disposición adicional primera, fija el año 2020 como el primero sin déficit extraordinario. Hay, pues, unos importantes límites legales en la negociación de los presupuestos del año que viene, que no se deben sobrepasar, si se quiere mantener la credibilidad interna y externa. 
 
A estos límites legales, además, hay que sumar la situación financiera de nuestra Hacienda pública. Y es que la deuda pública española no ha parado de crecer desde el inicio de la crisis y seguirá creciendo, pues está previsto un déficit del 2,3% del PIB (unos 25.000 millones de euros) para este año y del 1,7% para el que viene. Tenemos una deuda pública del 101% del PIB (1,16 billones de euros, sí, ha leído bien: 1,16 millones de millones de euros) que tiene un vencimiento medio de 7 años y un tipo medio del 2%, lo que implica que cada año el Gobierno tiene que colocar en los mercados unos 160.000 millones de euros (porque no puede amortizar los vencimientos), de los cuales una parte importante tiene que venir del ahorro exterior (unos 70.000 millones), y que estamos pagando unos 22.000 millones de euros en intereses. Estamos, pues, llegando a un límite de deuda. 
 
Finalmente, hay una razón de macroeconomía básica y es que, dado que la economía española lleva ya cinco años de crecimientos en el entorno del 3% y ha alcanzado el nivel de renta de antes de la crisis, es más razonable buscar el equilibrio presupuestario que expandir deuda, pues se reducen las necesidades de financiación exterior y la prima de riesgo, al tiempo que no se sobrecarga de impuestos a las familias (con una presión fiscal total de casi el 40%), con lo que se transfiere renta para consumo. Si se quiere hacer política social, hay otras formas mucho más eficientes. 
 
Hay, pues, límites legales, financieros y lógica económica que el Gobierno debería tener en cuenta en su negociación con Podemos y con los ultranacionalistas. Aunque, claro, ninguno de los interlocutores del Gobierno lee la Constitución, a la mayoría no les preocupa la deuda pública y la poca economía que saben es del siglo XIX. 
 
29 de agosto de 2018

miércoles, 15 de agosto de 2018

Medias verdades

El debate público está lleno de medias verdades, o lo que es lo mismo de medias mentiras o ignorancias totales. El hecho es casi todos los temas importantes (migraciones, medioambiente, pobreza, igualdad de género, política territorial, Europa, etc.) se cargan de ideología hasta hacer de ellos un mero esperpento. Un esperpento interesado que, en la mayoría de los casos, fija en la opinión pública una visión muy incompleta de la realidad, sin base comprobable, y genera opiniones de tuit y debates estériles. El problema es que sobre esa visión de los problemas se vota, se configuran mayorías, e, incluso, se pretende legislar. 
 
Uno de esos temas sobre los que se dicen muchas medias verdades en el debate público es el tema de la distribución personal de la renta, el tema de la igualdad (o desigualdad) económica. Un tema nuclear pues explica una parte importante de la dinámica social (fracturas sociales, migraciones, etc.) y política (ejes ideológicos, adoctrinamientos identitarios, etc.). Sin enfocar con un mínimo de profundidad y sentido estas cuestiones es imposible que acertemos en la solución de muchos de los problemas de nuestro mundo y de nuestra sociedad. 
 
Aún no hemos logrado que la mayoría de opinión pública distinga entre riqueza (el conjunto de activos, incluido el capital humano, que producen renta) y la renta (el conjunto de los bienes y servicios de los que dispone una persona para satisfacer sus necesidades). Como aún no hemos logrado que, cuando se hable de renta total, se imputen «todos» los bienes de los que un hogar dispone, como la vivienda o los bienes públicos. Como es imposible que en todos los debates no salga un dato de desigualdad que compara riqueza física con renta disponible. 
 
Y lo mismo ocurre con los datos. Muchos de los que se usan no son más que inferencias a partir de estimaciones muy parciales de encuestas o indicios con poco rigor estadístico. Hay, por supuesto, buenas bases de datos de renta (LIS, PovcalNet, etc.), pero son parciales, pues se hacen a partir de encuestas de hogares, e incompletos, ya que no incluyen todos los conceptos de renta imputable de un hogar. 
 
Amparados en las ambigüedades conceptuales y en fuentes estadísticas de mucha peor calidad que las anteriores, hay grupos políticos y de activistas que, haciendo razonamientos difusos llegan a conclusiones con apariencia de verdad, pero que son medias mentiras. 
 
Y para muestra un botón. Una de esas medias verdades que más están circulando (porque le interesa a los partidos «nuevos») es la de que «los jóvenes españoles de hoy son más pobres de lo que fue la generación de sus padres», es decir, que la cohorte de edad de entre 20 y 30 años actual es más «pobre» de lo que fue la de sus padres hace 25-30 años, lo que supondría que dispone de un menor nivel de renta. Lo que no es cierto, pues basta mirar los datos. El primero es que la renta per capita española (en términos reales) es justo el doble de la de 1980. Más aún, en la década de los 80 la renta per capita máxima fue de 16.687 euros, mientras que la última década, en el peor año de la crisis (2013), no bajó nunca de los 21.914 euros, alcanzando en la actualidad los 25.306 euros. Por otra parte, en los ochenta el número de empleos osciló entre los 12 y los 14 millones, mientras que en la última década no ha bajado en ningún momento de los 17 millones. Finalmente, la tasa de paro juvenil fue en los ochenta similar a la actual y había menos universitarios. 
 
Debates como el anterior, con el corolario de que la nueva generación tendrá un menor nivel de bienestar que la actual, lo que es poco probable, pues tiene un mayor nivel de formación y heredará el capital acumulado por la generación actual, solo generan ruido y fracturas. Ruido y fracturas interesadas. 
 
15 de agosto de 2018

miércoles, 1 de agosto de 2018

Migraciones

Según el último informe de la Agencia de las Naciones Unidas para las Migraciones (International Organization for Migration) en el mundo se estima que hubo en el año 2015, último año con datos fiables, unos 244 millones de personas migrantes, lo que supone un 3,3% de la población mundial. De estos 244 millones, 70 millones están en países de Europa (con 12 millones en Alemania), otros 70 millones en Asia, 46,6 millones en los Estados Unidos, 28 en Australia, 9 en Canadá, etc. Una parte de la población mundial, pequeña pero significativa, vive en un país que no es en el que nació. Y aunque, principalmente, lo hace dentro de su continente, de su región, a un país fronterizo con el propio, hay una parte significativa de migraciones que se producen entre continentes y países lejanos. 
 
La causa principal de los flujos migratorios es económica, es decir, la gente emigra en búsqueda de unas oportunidades laborales y de renta que no son posibles de alcanzar en el país de origen. Emigrar es, entonces, y así se viene estudiando desde hace más de un siglo, una decisión racional similar a la de realizar una inversión: la probabilidad de que una persona emigre es tanto mayor cuanto mayor sea la diferencia de expectativa de bienestar (diferencias de salarios, de condiciones laborales, de acceso a bienes públicos) y tanto menor sea el coste de inmigrar e instalarse (coste del viaje, facilidades de instalación, conocimiento del idioma o la cultura, disponibilidad de contactos para acceder al mercado de trabajo, etc.). Por eso la mayoría de las migraciones se realizan en la misma región. Así, en América Latina, la mayoría de las migraciones son entre países fronterizos, por ejemplo, los bolivianos y paraguayos a la Argentina, los nicaragüenses a Costa Rica, los venezolanos a Colombia, y son fundamentalmente los mexicanos y caribeños los que emigran a los Estados Unidos, porque la diferencia entre coste y rendimiento es mayor. Y otro tanto ocurre en África: de los 32 millones de emigrantes que tiene África, 16 millones emigraron dentro del continente, fundamentalmente a Sudáfrica. O en Asia: 59 millones de inmigrantes en el continente, básicamente a Japón, Corea y Tailandia. 
 
Una migración intercontinental solo merece la pena si las diferencias de renta son altas (por encima de 10 veces la renta de origen) y los costes de instalación pequeños (conocimiento del idioma, contactos) de ahí la importancia de la «primera oleada» de inmigrantes: si éstos se instalan y logran un «nicho del mercado» laboral, el flujo de personas del mismo origen se incrementa significativamente. Es el caso de los chinos en Estados Unidos, de los argelinos en Francia, de los turcos en Alemania, de los latinoamericanos en España, de los filipinos en Oriente Próximo, etc. 
 
Teniendo esto en cuenta lo anterior podemos afirmar que los flujos migratorios entre África y Europa, acuerde lo que acuerde la Unión Europea, seguirán siendo importantes y crecientes, como lo serán, a pesar del presidente Trump, entre Estados Unidos y Latinoamérica. Y para ello basta con tener en cuenta unos simples datos: la renta per capita norteamericana es 7 veces más alta que la mexicana, 13 veces la salvadoreña o guatemalteca y 24 veces la hondureña. Mientras que la renta per capita alemana es 19 veces la renta nigeriana y entre 53 y 60 veces la de Mali, Mauritania, República Centroafricana o Chad. Y la gente de estos países lo sabe por la televisión, por internet, por los inmigrantes de «primera oleada». Por eso, ni un muro, ni un desierto, ni un mar, pueden parar las migraciones, ni hay política de fuerza que las ordene. 
 
Si de verdad se quieren ordenar los flujos migratorios, la solución no son más Centros de Internamiento de Extranjeros, ni más declaraciones grandilocuentes ridículas, sino una política de desarrollo global que implique una reducción de la desigualdad. En otras palabras, y es un guiño para economistas, un keynesianismo global, pues el otro tiene límites. 
 
1 de agosto de 2018