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lunes, 24 de mayo de 2004

La política de Bush

Cuando, tras los acontecimientos del 11 de Septiembre, el presidente Bush anunció una generalizada rebaja de impuestos y el presidente de Reserva Federal, Alan Greenspan, decidió una significativa e inmediata bajada de tipos de interés, la mayoría de los analistas de la economía internacional, y este que escribe entre ellos, aplaudieron ambas medidas. Aquel año de 2001 la tasa de crecimiento de la economía norteamericana se venía ralentizado, desde antes de los atentados, por el ajuste de la burbuja financiera de las empresas "punto.com". El golpe que la caída de las Torres Gemelas podría suponer sobre la confianza del consumidor medio norteamericano aconsejó la acción rápida de una política monetaria expansiva (de bajos tipos de interés), y la acción, más lejana en el tiempo, de una política fiscal doblemente expansiva (con reducciones de impuestos y subida del gasto). El resultado de ambas decisiones, siguiendo las enseñanzas de la macroeconomía más ortodoxa, fue un fuerte incremento en la tasa de crecimiento económico que, compensando las fuerzas negativas de la incertidumbre, hicieron que la economía norteamericana volviera a la senda de crecimiento económico. La economía norteamericana ahuyentó así el peligro de una recesión que hubiera sido perniciosa no sólo para ella, sino para el conjunto de la economía mundial. 

Pero, si bien no se entró en recesión, el crecimiento norteamericano de los dos últimos años no ha sido como el del ciclo expansivo de la era Clinton. Y es que nuevas circunstancias aparecieron en el panorama económico norteamericano que ensombrecieron su desempeño económico: los escándalos financieros de las cuentas de no pocas empresas (Enron, World Com, etc.) y las guerras de Afganistán e Irak. Los escándalos financieros aumentaron la desconfianza de los norteamericanos en el valor de su patrimonio y enfriaron las expectativas de consumo. Las guerras, victoriosas en un primer momento, pero costosas en sangre y dinero, están haciendo caer la confianza en la política exterior norteamericana, al tiempo que provocan problemas en no pocos mercados. 

Ante estos problemas, y para evitar que esta pérdida de confianza y expectativas se traduzca en esa crisis de crecimiento que se había evitado en aquel dramático primer momento del 11-S, las autoridades fiscales y monetarias norteamericanas están manteniendo esa triplemente expansiva orientación de la política económica. El resultado es que la economía norteamericana crece, pero crece con dos graves problemas: un impresionante déficit público (alrededor del 5% del PIB), lo que está aumentando espectacularmente la deuda pública norteamericana, y un no menos gigantesco déficit exterior. 

Pero no acaban ahí los problemas de la economía norteamericana. La forma en la que se ha realizado la expansión fiscal, con reducciones de impuestos directos para los ricos y las clases medias altas, y la expansión del gasto, con incremento en gasto militar, pero no en infraestructuras y en protección social, está llevando a una peor distribución de la renta y un debilitamiento de las posibilidades de crecimiento en el largo plazo. Más aún, la ineficacia demostrada de su ejército y de sus mercenarios para controlar la situación en Irak y la imposibilidad de poner en funcionamiento la producción de petróleo está llevando al crudo a una situación de precios que es alarmante. 

El resultado de estos dobles déficits, de la forma en la que se producen y del caos irakí, en suma, de la ineptitud generalizada de la Administración Bush, es el afloramiento de tensiones inflacionistas en todo el mundo, lo que supone una alta posibilidad de subidas generalizadas de tipos de interés, menores expectativas de crecimiento y más dificultades para todos. 

Y es que, por desgracia, la economía que tan mal gestiona el presidente Bush es tan grande y poderosa, y nosotros tan débiles, que cuando tiene problemas a todos nos atañe. 

lunes, 10 de mayo de 2004

Los límites del diálogo

Diálogo. Es la palabra de moda en la política española. En el discurso de investidura del entonces candidato y hoy presidente Zapatero se utilizó tantas veces que aburrió contarla. Diálogo. Es una palabra que tiene buena prensa. Suena bien y tiene una hermosa etimología: "a través de la palabra, palabra entre varios". Además, irradia un aura de democracia participativa y directa que es grata a la izquierda. Diálogo. Precisamente lo que faltaba en la política española tras el periodo de mala educación de Aznar. Porque dialogar significa reconocer al otro, respetarlo, suponerle buena voluntad, tratarlo como adulto, cortésmente. El problema es que el diálogo es, sencillamente, un proceso. Un proceso que, en política, ha de llevar a una decisión sobre determinados temas. Es un proceso que ha de determinarse en los interlocutores y que ha de tener un momento oportuno. Por eso el diálogo no puede ser ilimitado. Y decir esta obviedad fue, en mi opinión, lo que faltó en el discurso de investidura. La primera condición para que el diálogo sea un método en política es que ha de tener un resultado decisional. Un diálogo educado, brillante o chispeante puede ser, en sí mismo, agradable, pero también inútil. Esos diálogos al estilo de las comedias de Oscar Wilde o Woody Allen son ingeniosos, divertidos, con doble sentido y mucho humor, pero no sirven en política. Porque la esencia de la política es la dominación y el convencimiento y esos diálogos no son útiles para tomar decisiones. No hemos votado a un presidente de gobierno para que se haga ocurrente generador de titulares o un contertulio de radio enterado, ni para que luzca en los salones de la alta sociedad, sino para que asuma responsabilidades y tome decisiones. El primer límite, pues, del diálogo ha de ser el que ha de tener un resultado. Y un resultado de acción que sea estable en el tiempo. Los asuntos dialogados han de ser asuntos zanjados. 

El segundo límite del diálogo político en democracia viene dado por los temas. Se puede hablar de todos los temas, pero no todos los temas son convenientes en todo momento. Más aún, hay temas que, por su naturaleza, tienen poco que dialogar, como no sea constatar la imposibilidad de llegar a un consenso. Son los temas ontológicos y dicotómicos. Por ejemplo, no se puede dialogar para llegar a un consenso sobre la independencia del País Vasco o Cataluña. Se puede dialogar sobre la mayor o menor autonomía en España, pero la independencia supondría romper el concepto de España. Afirmar una cosa es negar la otra. Es una cuestión tan dicotómica como estar o no embarazada: no se puede estar un poco embarazada. 

El tercer límite del diálogo político en democracia es la legitimidad de los que hablan. Se puede dialogar con todo el mundo. Pero como no podemos ir a departir con el presidente de todos los temas todos los ciudadanos todos los días (y por eso existe la democracia representativa) es necesario delimitar quién es el interlocutor del Gobierno. Y, en esto, lo siento, pero todas las instituciones y grupos no tienen la misma legitimidad. Para empezar no es legítimo el diálogo con terroristas porque éste estaría causado por el ilegítimo uso que hacen de la violencia y no por la fuerza de sus razonamientos o de los votos que libremente consiguen. De igual forma, es menos significativo el diálogo con grupos pequeños que con grupos grandes: no puede tener, por ejemplo, en un diálogo para la reforma constitucional, el mismo valor el consenso alcanzado con todos los grupos menos el PP, que con el mismo Partido Popular. Y eso por la sencilla razón de que, en democracia, cada uno de nosotros es un voto, y la suma de los votos del PP es mayor que la de todos los demás juntos. No puede, entonces pesar en el diálogo más ERC o IU que el PP. El diálogo en política tiene, pues, límites en los resultados, en los temas y en los interlocutores. Y si no los tiene, lo siento, pero a pesar de valorar la civilizada actitud de dialogar, como ciudadano me veré en la obligación de pedir que me devuelvan mi voto.