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lunes, 25 de abril de 2016

Demasiado lento por demasiado tiempo

Hace unos días el Fondo Monetario Internacional publicó la revisión de su informe de coyuntura, el World Economic Outlook (WEO), de la economía mundial. El título, Too slow for too long (Demasiado lento por demasiado tiempo), refleja la esencia del informe: la economía mundial está entrando en un periodo de lento crecimiento y, según los cálculos, este periodo puede alargarse varios años. La economía mundial creció el pasado 2015 a un ritmo de sólo el 3,1%, la tasa más baja desde el año crítico de 2009, y muy por debajo de la media de los 20 años anteriores a la crisis de 2008-09 que fue de 4,2. Las previsiones para los próximos tres años es que este crecimiento se mantendrá en el entorno del 3%. El origen de esta ralentización del crecimiento de la economía mundial se focaliza en las tres economías tractoras de la economía mundial. Así, la larguísima crisis europea (la economía europea lleva estancada por debajo del 2% desde hace casi una década), la bajada del crecimiento de la economía norteamericana (al 2,4%) y las menores tasas de la economía china hacen que las demás economías del planeta, especialmente las exportadoras de petróleo y de materias primas, sufran también una profunda caída en sus tasas de crecimiento, que se hace, a su vez, más honda, por la bajada de los precios internacionales de las materias primas. La economía mundial está entrando en una peligrosa espiral de estancamiento, pues de los cuatro motores del mundo, uno (Europa) lleva años sin funcionar, otro (Japón) hace décadas que "ni está, ni se le espera", y los dos principales (USA y China) dan muestras de fatiga. Lo peor es que este estancamiento se produce en unas condiciones de políticas fiscales moderadamente expansivas y en unos entornos monetarios sumamente expansivos, pues nunca los tipos de interés internacionales estuvieron tan bajos (en el entorno del 0,2-0,3%), ni las inyecciones de liquidez fueron nunca tan importantes como en la actualidad. 

Parece que el modelo de crecimiento de la globalización, al menos tal y como la concebimos desde los noventa, empieza a agotarse. Si analizamos el detalle de las variables macroeconómicas en las distintas economías del plantea, una parte importante de su crecimiento en las dos décadas anteriores a la crisis se explica por el crecimiento inducido desde el exterior, bien en forma de aumento de las exportaciones (Japón en su momento, Alemania, Francia o Italia desde siempre y China más recientemente), bien en forma de aumento de la inversión extranjera en su territorio (Europa periférica, Latinoamérica, Africa). La globalización, ese proceso de aumento de los flujos de intercambio que aumenta la eficiencia de los mercados, ha sido la principal causa del crecimiento mundial en las últimas décadas. Pero da muestras de agotamiento. Basta mirar al ejemplo más acabado del modelo, el proceso europeo, para saber de sus límites, pues el modelo de crecimiento de la Unión Europea de ampliaciones sucesivas tiene la misma base que el de la globalización, si bien con una estructura de instituciones democráticas y completado con unos fondos comunes que soportan políticas comunes. 

Quizás por eso, porque los líderes mundiales son conscientes de que hay que darle un nuevo impulso al modelo, es por lo que el presidente Obama está estos días negociando con la cancillera Merkel el Transatlantic Trade and Investment Partnerchip (TTIP), que crearía el área de libre comercio más grande del mundo. Pero ese impulso sería más potente si fuera más allá del libre comercio e inversión y se complementara con la expansión de los estados del bienestar de los países más pobres, como se hizo en las ampliaciones europeas. Así, no sólo creceríamos todos otra vez y más rápido, sino que creceríamos de una forma más equitativa y, probablemente, más sostenible. 

Lector impenitente del WEO desde hace años, reconozco que sueño con uno que se titule More equal, faster and greener. Algo que es eso, un sueño. 

25 de abril de 2016 

martes, 12 de abril de 2016

El peso de la historia

La semana pasada estuve en los Estados Unidos. La precampaña electoral sigue su curso y, mientras se van despejando dudas en el campo demócrata a favor de la señora Clinton (más por los errores del senador Sanders, que por aciertos propios), en el campo republicano el senador Ted Cruz intenta frenar a Trump, aunque ambos me parecen, por lo que he visto y leído, igualmente peligrosos, tanto para los Estados Unidos, como para el resto del mundo. Mi reflexión, sin embargo, no va de política norteamericana, sino de la diferente actitud con la que unos y otros presentamos lo que somos, la diferente forma de enfocar la vida pública. Es un hecho que los Estados Unidos no tienen casi historia. Cuando empiezan a construir sus primeras colonias en el Este, allá por 1620, cualquiera de nuestras ciudades tenía más de dos mil años. Y cuando empiezan a explorar su territorio, el de Europa tenía mapas de más de 400 años. No, los Estados Unidos no tienen casi historia. Por eso, es raro que ellos hablen del pasado, y menos, frente a los europeos, y cuando lo hacen lo hacen con una precisión pasmosa. Pero no les preocupa. Nosotros, sin embargo, rebosamos historia. Continuamente, cuando vamos a presentar nuestras ciudades o cuando vienen a visitarnos, hacemos alarde de nuestra historia, de lo antiguo que es todo, de nuestras tradiciones de décadas, cuando no de siglos. Contamos una historia que realmente no conocemos (¿qué sabemos realmente de las condiciones de vida, economía, leyes, salud, educación, familia o vida cotidiana en el Califato?) y de la que nos sentimos orgullosos, sin saber bien el porqué. 

Los norteamericanos no tienen casi monumentos. Los monumentos en los Estados Unidos son, en realidad, esos edificios gigantescos que son los rascacielos y, junto a ellos, esas iglesias neogóticas del siglo XIX que son malas imitaciones de Notre Dame. Nosotros, en cambio, tenemos miles de monumentos que van desde arcos de triunfo o teatros romanos hasta mezquitas y palacios de origen musulmán, junto a cientos de iglesias románicas, góticas o barrocas. En los Estados Unidos, cuando te quieren mostrar su ciudad, te suelen enseñar tres cosas: las sedes de sus empresas o sus gigantescos centros comerciales, los museos de arte moderno o de ciencias en medio de algún parque y los campus de sus universidades. Nosotros les hacemos un tour de edificios religiosos, museos llenos de reliquias y palacios. Si comparamos lo que enseñamos nosotros con lo que enseñan ellos, vemos una inmensa diferencia: nosotros nos enorgullecemos del pasado, de lo que otras generaciones, que ni conocimos, hicieron. Ellos, en cambio, se enorgullecen de lo que se hace ahora. Nosotros contamos el legado de otros, ellos cuentan lo que hacen hoy. Nosotros enseñamos edificios "muertos" (o casi) que utilizamos como reclamos de visitantes o como "photo-call" de turistas, ellos edificios que llenan todos los días de gente que trabaja, que genera ideas, en los que se hace ciencia. Nosotros contamos historias que significan muy poco o nada para la ciudadanía (¿o es que alguien aspira a ser Abderramán III?). Ellos ensalzan a modelos sociales que inspiran todos los días a miles de norteamericanos. Nosotros vivimos de lo que otros hicieron, ellos viven pensando en lo que harán en el futuro. 

Es cierto, los Estados Unidos no tienen historia, ni monumentos. Nosotros tenemos monumentos e historia. Ellos, sin embargo, viven sus monumentos, mientras que nosotros solo conservamos y explotamos los nuestros. Ellos tienen ciudades vivas que cambian y crecen todos los días, mientras nosotros hacemos de nuestras ciudades parques temáticos de sí mismas. Ellos están obsesionados por la tecnología, nosotros por la gastronomía. Ellos gastan dinero en lo que puede venir, nosotros en mantenernos como siempre. Ellos fracasan y reempiezan, nosotros evitamos fracasar. Nosotros tenemos un pasado, los norteamericanos, un futuro. Quizás sea eso lo que nos pasa: que no avanzamos por el tremendo peso de nuestra historia. 

11 de abril de 2016