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lunes, 17 de julio de 2006

Cataluña y el País Vasco

La actividad política es, al menos en mi opinión, una actividad esencialmente racional, en la que la comprensión de los procesos y de sus consecuencias es básica para poder formarse una opinión razonable y actuar en consecuencia.

Creo que era razonable que el Gobierno de Rodríguez Zapatero quisiera abordar la reforma del Estado de las Autonomías. Es un hecho que el diseño de 1978 era un diseño abierto que, veinticinco años después, había que replantearse, tanto en el tema de las competencias como de la financiación. Incluso puedo llegar a entender, con un cierto esfuerzo, que Zapatero y Maragall quisieran emular a Suárez y Tarradellas con la recuperación de no pocos símbolos e memorias de la República. Pero no puedo quedarme conforme, por las consecuencias que tendrán, con dos resultados del proceso que se han producido sin haberse debatido abiertamente. Y es que, en el fondo, se han dilucidado dos cuestiones claves de nuestra arquitectura constitucional: la primera es que una parte de España, un territorio, puede alterar el pacto constitucional, o hacer que se altere, sin que lo discuta o decida el resto de los firmantes de aquel pacto; y, segunda, se ha decidido que el Estado español no sea federal puro, sino esa contradicción que supone ser "federal asimétrico", es decir, que unos territorios tendrán más competencias, y financiación que otros, con lo que, en la práctica, se ha acentuado la asimetría que tenía el sistema de origen, por la existencia de los Fueros navarro y vascos, y que se había corregido en parte con el referéndum andaluz y el famoso "café para todos". Se abre, así, la posibilidad de una separación a largo plazo de las comunidades con mayorías nacionalistas (que responden a sentimientos identitarios). Lo que explica el proceso que estamos viviendo en el País Vasco.

Porque, sentadas estas dos cuestiones, la Constitución, a la que curiosamente no nombró el Presidente en su discurso que certificaba el inicio del diálogo, deja de ser intocable en su contenido, aunque no se toque su letra por lo garantista de su reforma, y puede ser desbordada para amparar una mayor autonomía de algún territorio. Una mayor autonomía que puede llegar a ser la independencia, siempre que se haga desde un cierto respeto a los procedimientos y se haga con discreción. Y esto puede hacerse a iniciativa de un Parlamento, siendo el proceso catalán el precedente. Así pues, a partir de septiembre se hablará de una mesa de partidos en el País Vasco, bordeando los procedimientos democráticos, y, después de las municipales del año que viene y con HB legalizada, Ibarretxe, amparado por una nueva mayoría, planteará una reforma del Estatuto que habrá llevado a las elecciones, cuyo referéndum, después de las generales de 2008, serán un plebiscito de independencia. Eso sí, se nos dirá que esto es democrático, aunque a los demás no se nos consulte, y se invocará a Quebec y a Montenegro, y se argumentará que se ha producido en ausencia de violencia. Con lo que al fin del proceso, los terroristas de ETA habrán conseguido lo que querían, la independencia del País Vasco, a cambio de renunciar a las armas y, al menos a corto plazo, a Navarra.

Yo voté socialista en las elecciones de 2004. Y en estas mismas páginas expuse, en un ejercicio de salud democrática, las razones de ese voto. Creí, entonces, que el PSOE iba a tratar la reforma del Estado de las Autonomías con más sentido federal (el que siempre tuvo por su historia) y con más ponderación (pensé que era un partido no nacionalista). No ha sido así y, a pesar de que valoro algunas de sus iniciativas de gobierno, este gobierno ya no puede contar con mi voto. Y como no me lo puede devolver, ni se va a volver atrás en su política, mucho me temo que lo ha perdido para las próximas muchas elecciones. Mi problema, ahora, será buscar a quién dárselo. Porque el PSOE lo ha perdido, pero el PP aún no lo ha ganado.

17 de julio de 2006