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lunes, 11 de abril de 2005

Un proceso erróneo

Estamos inmersos en un proceso de reforma constitucional de enorme calado. Un proceso que se inició en la investidura del Presidente Zapatero, que ha seguido con el Plan Ibarretxe y tiene su última etapa en el borrador del Estatuto de Cataluña. Un proceso del que saldrá, al final, un conjunto de instituciones que regirán nuestra vida política y del que dependerá, en no poca medida, nuestro bienestar futuro. Por eso el proceso en el que estamos inmersos es tan importante y crucial. Pero, y he aquí lo preocupante, el proceso es erróneo. 

El primer error del proceso es de legitimidad política, de quiénes lo están liderando. Y es que, en realidad, no ha habido una demanda mayoritaria de los ciudadanos de una reforma de los Estatutos y de la Constitución. Hace sólo dos años, y al margen de Ibarretxe, de reforma estatutaria sólo hablaban algunos altos cargos, algunos senadores y algunos juristas. Es cierto que siempre se dijo que el Senado no funcionaba, que las Comunidades Autónomas no participaban suficientemente en el Estado, pero siempre pensó que se podían resolver esos problemas con reformas parciales de los Reglamentos de las Cortes, de algunas leyes orgánicas y de los Estatutos. El proceso, pues, no se inicia desde la opinión pública, se ha iniciado por impulso de los nacionalistas, secundados por el PSOE para conseguir erosionar al PP en dos comunidades en las que éste tiene baja implantación. Pero los nacionalistas representan sólo al 10% del total de los españoles y no son ni el 50% en sus comunidades. ¿Cómo puede, entonces, ser legítimo en democracia un proceso en el que se ignora al 37,64% de los votantes representados por el Partido Popular, y a una parte importante de ese 42,64% que votó al PSOE? ¿Cómo puede ser legítimo un proceso que sólo se inicia para contentar a un grupo de políticos radicales de dos comunidades? ¿Cómo puede ser legítimo un proceso que obligará a cambiar la Constitución por una ley aprobada por un Parlamento autónomo? El proceso tiene, pues, un error de legitimidad política de inicio. Y de este error primero, el segundo. 

El segundo error es el foro del debate. Y es que este debate se está haciendo en la calle, que es el terreno de los radicales. El debate se está haciendo ante la opinión pública de una forma inconexa y deslavazada: Maragall dice una tontería, Bono o Ibarra le responden, Montilla templa, Sevilla acerca y los radicales de ERC o del PNV amenazan. Y, mientras, nadie dialoga con el PP y Zapatero nada dice. Nadie sabe, realmente, lo que opina sobre el tema el PSOE como organización, porque nadie sabe realmente si Zapatero tiene poder, ideas o liderazgo suficiente para poner orden en su propio partido. Parece como si la corriente del debate iniciado tuviera su propia dinámica interna, una dinámica de río desbordado, una dinámica que favorece a los más radicales, los que más vociferan, no a los que mejores ideas aportan. Y del segundo error, el tercero. 

El tercer error del proceso es de lógica. Porque un debate sin cauces lleva a un proceso sin criterios. Y es que el proceso se ha iniciado sin un análisis de los problemas de las instituciones. ¿Dónde hay un informe de expertos en diseño institucional que diga qué funciona mal y que aporte alternativas de soluciones? De hecho, en lo que se está discutiendo no se habla de eficacia en la prestación de los servicios públicos, no se están asignando las competencias según un criterio de qué puede hacer mejor para el ciudadano la Administración Central, qué las Comunidades Autónomas, qué los Ayuntamientos, sino que se sigue un simple criterio de qué constituye el núcleo del Estado para desmontarlo según las ambiciones independentistas de algunos. No se están pidiendo competencias para mejorar la vida de los ciudadanos, sino aquellas que llevan más directamente a una independencia irreversible. 

Sin legitimidad, ni orden jurídico, sin lugar de debate, sin lógica, el proceso constituyente es un desastre, un cúmulo de errores de consecuencias imprevisibles. Un cúmulo de errores que, Dios no lo quiera, no se sintetice en los libros de historia dentro de equis años como el "error Zapatero". Y es que, entonces, tendrá difícil solución y habremos pagado sus consecuencias.