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lunes, 19 de diciembre de 2005

Contradicciones

En estos días se están debatiendo en tres foros diferentes algunas cuestiones esenciales que determinarán, con diferente importancia, nuestra economía en los próximos años. Estos tres foros son la reunión de la Organización Mundial de Comercio en Hong-Kong, la cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea en Bruselas y el Congreso de los Diputados en Madrid en el que se está negociando la financiación autonómica al hilo del proyecto de reforma del Estatuto de Cataluña. En Hong-Kong, en Bruselas y en Madrid se van a tomar decisiones que nos van a afectar, para bien o para mal, en los próximos años. 

En Hong-Kong no se está hablando de desarrollo o de pobreza, sencillamente se están debatiendo reglas de comercio internacional, es decir, aranceles, subvenciones, subsidios a la exportación e intereses de determinados colectivos y empresas de determinados países. En Bruselas, mucho más cercana, no se está hablando de criterios de política económica, sino del reparto de dinero por países, de qué corresponde a quién (y no el por qué) en este entramado de intereses políticos y económicos en que hemos dejado a la Unión Europea. Y en Madrid se está discutiendo no sólo de qué nivel del Estado es el que gasta qué, sino de cuánto va a recaudar quién. Al final, en las tres negociaciones no se habla de otra cosa que de dinero, de mucho dinero, obviándose cualquier referencia, que no sea meramente retórica, no ya a principios éticos elementales, sino ni siquiera a una lógica económica o política básica. 

Y no se debaten los principios y no se argumentan los instrumentos porque los que están reunidos son representantes de países o regiones, de colectividades humanas que se asientan en un determinado territorio, y no representantes del conjunto de la humanidad, del conjunto de los ciudadanos de la Unión o del conjunto de todos los españoles. Los que se sientan en las mesas de negociación son representantes de países, en los dos primeros casos, y de un determinado territorio en el segundo. Nadie representa en ninguno de los dos primeros foros al interés general respondiendo ante una mayoría de los ciudadanos del planeta o de la Unión, sino ante una pequeña porción de ellos. Y, por lo que parece, tampoco en la negociación de la financiación autonómica nadie parece representar los intereses generales del conjunto de los españoles. De ahí que sea muy difícil que se llegue a soluciones que fueran satisfactorias de principios generales de igualdad, solidaridad o eficacia. 

De ahí que los resultados sean, normalmente, un monumento a la contradicción, un atentado contra la misma humanidad, contra el más elemental sentido común, contra la más sencilla economía. Contradicciones como que los europeos pagamos para el mantenimiento de cada una de nuestras vacas casi dos dólares diarios, mientras hay casi 600 millones de personas en el mundo que malviven con menos de un dólar. Contradicciones como que Europa está dispuesta a dar 2000 millones de ayuda al desarrollo, mientras que por la protección de su agricultura le hace perder a los países pobres más de 5.000 millones. Contradicciones como que el Reino Unido pretende no aportar casi nada a las arcas comunitarias y España seguir recibiendo como hasta ahora, mientras se les restringe a los países del Este las ayudas para su propio desarrollo. Contradicciones como que mientras un 32% de los andaluces vive, según la Encuesta de Condiciones de Vida, por debajo del umbral de pobreza relativa española, se discute que haya menos aportaciones de las regiones ricas a la solidaridad interterritorial o se sugiere una bajada de impuestos. Contradicciones, contradicciones, contradicciones. Contradicciones que son, paradójicamente al mismo tiempo, humanas e inhumanas. Quizás porque, a fuer de contradictorios, seguimos pensando en el reparto de la renta en términos de territorios, y no de personas que, al final, son las que son pobres. 

19 de diciembre de 2005 

lunes, 5 de diciembre de 2005

La lógica del Estatuto

La "Propuesta de Reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña", que se ha empezado a debatir en el Congreso de los Diputados, plantea cinco cuestiones básicas, entrelazadas con una lógica política aplastante. Estas cinco cuestiones son: la definición de Cataluña como nación, las competencias de la Generalitat, la financiación, el poder judicial catalán y las relaciones bilaterales "resto de España-Cataluña". Las tres primeras se implican de tal forma que la consecución de alguna de ellas lleva aparejada la de las otras dos, mientras que las últimas son consecuencia lógica de las anteriores. 

La definición de Cataluña como nación en el Estatuto no es una cuestión semántica, sino política, porque al reconocerse en una ley que Cataluña es una nación se está reconociendo que hay, en el conjunto de España como cuerpo político, un conjunto de personas, los catalanes, que son diferentes de los demás, y, por lo mismo, posibles sujetos de derechos y obligaciones diferentes, al tiempo que se reconoce la existencia de un sujeto político nuevo, Cataluña. Es decir, lo grave no es reconocer que Cataluña es un conjunto de personas con una cultura o una lengua diferente (lo que es un hecho), sino que, porque existe esta diferencia, puedan constituir un cuerpo político diferenciado del resto de España más allá de esa diferencia. Pero el proyecto de Estatuto va más allá, pues, coherentes con esta premisa de que Cataluña es una nación, sus redactores han llenado de contenido esta definición y, sin nombrarlo, se han dado, a través de las competencias que pretenden asumir, un Estado. Y es que de las 32 competencias exclusivas que recoge el artículo 149 de la Constitución de 1978, que mañana celebramos, sólo ¡6! quedarían para el Estado. Y de estas seis (los números 1, 4, 10, 12, 13, 26 y 31) sólo la cuarta, Defensa, es sustantivamente importante. O sea, de aceptarse el régimen competencial del Estatuto, y generalizarse para el resto de las comunidades autónomas, el Gobierno de España estaría compuesto por poco más que un ministro de Defensa, la directora del INE, y un conjunto de coordinadores, sin poder efectivo alguno. De ahí que, en este contexto competencial, núcleo de la propuesta, el control de la financiación por parte de la Generalitat sea necesario, porque no se pueden gestionar las competencias sin recursos. Y, de igual forma, la creación de un poder judicial independiente es coherente con lo anterior porque el cuerpo jurídico que resulte con el tiempo, con la continuidad de las leyes hasta ahora vigentes para no generar inseguridad jurídica, será, en un plazo no muy lejano, diferente del que se aplique en el resto de España. Siendo, igualmente lógico y muy pragmático, por razones de derecho internacional y por el tenor literal de los Tratados constitutivos de la Unión Europea, que no se declare, al menos de momento, Cataluña, como estado independiente. 

Planteada la situación con esta lógica y siendo conscientes de que es imposible negar a los parlamentarios catalanes los cinco temas que reclaman, las negociaciones que se han iniciado se desarrollarán con un guión relativamente claro. Lo más probable es que cedan un poco en lo simbólico de la definición de nación, que no haya, por ahora, un poder judicial separado, y que haya una cierta subordinación en las relaciones entre lo que quede que sea España y la Generalitat, pero no rebajarán sus pretensiones de competencias, que es la clave, y tendrán, tarde o temprano, la financiación que necesitan para ellas. Y todo será perfectamente constitucional sin más que aplicar con profusión el artículo 150.2 de la Constitución. 

Alcanzado el acuerdo, Zapatero, que nos metió estúpida e ingenuamente en este lío, nos venderá que siendo Cataluña cuasi-independiente, España gana. Lo siento, pero mucho me temo que los que ganan son Maragall y Carod-Rovira, porque todos los demás perderemos. Así pues, felicitémosles por su hermosa lección de política, que para exigir responsabilidades ya habrá muchas oportunidades en las muchas próximas elecciones. Aunque, por desgracia, eso ya no resolverá nada. 

5 de diciembre de 2005 

lunes, 7 de noviembre de 2005

El nuevo mercado de trabajo español

A pesar de que los datos de paro publicados recientemente son aparentemente contradictorios el hecho es que estamos en unos niveles de empleo y paro que la economía española no ha conocido nunca. Y digo nunca porque es cierto que hemos tenido cifras de paro menores, pero con tasas de actividad femenina mucho más bajas y, hoy tenemos, además, más de dos millones de inmigrantes en nuestra población activa. Por eso, porque el mercado de trabajo español es un mercado de trabajo nuevo, es por lo que es necesario analizar qué es lo que ha cambiado en él para poder explicar por qué hoy tenemos una tasa de paro menor a la media europea. 

El primer cambio importante en nuestro mercado de trabajo surge como consecuencia del cambio en los comportamientos demográficos que se iniciaron hace tres décadas. Y es que el mercado laboral registra, con un retraso de casi veinte años, las tendencias demográficas de una población ya que la evolución de la natalidad determina la cantidad de personas que se incorporarán al mercado laboral. Así, en la década de los ochenta entraron en el mercado laboral los nacidos en pleno boom económico de los sesenta, con lo que, a pesar del millón y medio de puestos de trabajo, la tasa de paro se mantuvo muy alta. Por el contrario, la natalidad española ha registrado, desde principios de los ochenta, un continuo descenso, hasta estabilizarse en una de las tasas más bajas de Europa, con lo que el número de españoles que vienen entrando en el mercado laboral en los últimos años es cada vez menor. Dado que al mismo tiempo se empiezan a jubilar cohortes numerosas y que se retrasa la edad de entrada por la mayor escolarización, los nacionales españoles en la población activa se mantienen estables y con tendencia a la baja. Por eso la mayoría de los puestos de trabajo que se crean han de ser ocupados por inmigrantes y necesitamos de la entrada de nacionales de otros países para mantener la actividad. 

El segundo motor de cambio de nuestro mercado laboral ha sido económico. Y es que el modelo de crecimiento de la economía española también ha cambiado. El ciclo de crecimiento de los ochenta se basó en una fuerte expansión del sector público, por la construcción del estado del bienestar y la descentralización administrativa, y en las expectativas derivadas de la entrada de España en la Unión Europa, que hacían que se instalaran en España empresas multinacionales industriales y de servicios. El empleo que se creaba entonces fue en el sector público, la industria (en menor cuantía) y los servicios básicos. Por el contrario, el ciclo de crecimiento actual se basa en la construcción, en la industria auxiliar y en los servicios destinados a la venta y se financia con endeudamiento de las familias. El empleo que se crea es, lógicamente, en estos sectores, pero es de menor cualificación que el creado en el anterior ciclo, es más inestable y, normalmente, de menor productividad unitaria y salarios medios más bajos. 

Y, finalmente, el tercer motor de cambio de nuestro mercado laboral ha sido de índole institucional. Y es que la política seguida con respecto al mercado de trabajo, fruto del consenso entre los distintos gobiernos, sindicatos y empresarios e iniciada ya hace más de una década, ha sido de una lenta flexibilización, lo que ha permitido transformar en puestos de trabajo y disminución de la tasa de paro el crecimiento económico. Sin esta flexibilización, que se ha concretado, por ejemplo, en nuevas formas contractuales, la existencia de las Empresas de Trabajo Temporal, la reducción de las indemnizaciones por despido, la articulación de sistemas retributivos ligados a la productividad, etc. nada de lo conseguido hubiera sido posible. 

Así pues, si hoy tenemos una tasa de paro baja y en descenso y si tenemos un mercado laboral que, a pesar de sus problemas, es fuerte es porque la realidad demográfica y económica española ha cambiado y, no menos importante, porque la política seguida y mantenida ha sido lo suficientemente pragmática y consensuada. Lo que en los tiempos que corren no es poco. 

7 de noviembre de 2005

lunes, 24 de octubre de 2005

Modelo español

El modelo de crecimiento económico español, desde prácticamente 1998 hasta la fecha, es relativamente simple. La economía española crece, significativamente por encima de la media europea, porque las familias españolas, escasamente endeudadas en los noventa y propensas a convertir sus ahorros en casas, mantienen y amplían su consumo. Como, paralelamente, ha mejorado la situación laboral, con una fuerte disminución del paro (fruto de la flexibilización del mercado laboral de los noventa) y se ha ampliado la población por la inmigración, la economía española crece a un fuerte ritmo. El consumo de las familias es el motor del crecimiento de la economía española en los últimos años. Y, junto a él y relacionado con él, la inversión en vivienda. 

Pero este crecimiento sólo ha sido posible porque las familias se están endeudando fuertemente. Una deuda de las familias que es lógica si tenemos en cuenta que los tipos de interés reales son cercanos al cero, pues tenemos una inflación por encima del 3%, mientras que los tipos de interés generales del mercado están en el entorno del 3%. Dicho de otra forma, las familias se están endeudando porque el dinero no les está costando prácticamente nada, con lo que adelantamos renta futura para consumirla o invertirla hoy. Un juego que permiten los bancos porque, con pocas opciones de colocación del dinero por los bajos tipos de interés de la deuda y las incertidumbres en no pocos mercados, prefieren financiar la compra de casas y el consumo de bienes duraderos con la garantía del valor esperado de los inmuebles en el futuro. Como nuestra oferta interna crece más lentamente, por falta de competitividad, el resultado de esta situación es un fuerte déficit en la Balanza de Pagos. 

El modelo de crecimiento, pues, de la economía española tiene su origen en la disminución de los tipos de interés que el euro ha propiciado, en el escaso nivel de endeudamiento de los españoles en los noventa y en las expectativas que tenemos de que la construcción va a seguir manteniendo su valor. El comportamiento del sector público, la política fiscal, es, en este contexto, relativamente neutral, porque mantiene el equilibrio en las cuentas públicas. 

Pero esta pauta de crecimiento tiene dos límites. El primer límite de nuestro modelo de crecimiento basado en la construcción viene dado por la capacidad de absorción de la vivienda nueva. A finales de 2004 había en España tres millones de viviendas vacías por lo que, al ritmo actual de construcción, puede producirse un exceso de oferta que paralice el crecimiento de los precios. El segundo límite es el del máximo nivel de endeudamiento de las familias permitido por el sistema financiero. Y es que el nivel de endeudamiento que los bancos pueden financiar depende de la capacidad de pago de las familias, por lo que llegado a un nivel alto, la financiación se vuelve escasa. Precisamente para no sobrepasar este límite es por lo que la autoridad monetaria, el Banco de España, vigila el comportamiento del Sistema Financiero. Y porque existen estos dos límites es por lo que los economistas sabemos que el modelo de crecimiento de la economía española se agota. No sabemos cuándo, pero es un modelo insostenible en un largo plazo. 

Y junto a los límites, un peligro: una subida de tipos. Y es que habiéndonos endeudado tanto y a tipos de interés variables, los españoles hemos hecho muy sensible nuestra economía a los tipos de interés. Demasiado sensible. Por eso la inflación no nos debe de dejar indiferentes. Porque una subida de inflación en Europa podría motivar una subida de tipos y jugarnos nuestro crecimiento. 

Para esquivar este peligro y no llegar a los límites es por lo que hay que cambiar el modelo de crecimiento. En ello nos va nuestro bienestar en los próximos años. 

lunes, 10 de octubre de 2005

Estatuto de Cataluña, una lectura desapasionada

He leído la "Propuesta de Reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña" y son tantas las cuestiones de fundamentos políticos, las trampas jurídicas, las pequeñas ambigüedades, las grandes falacias y los clamorosos silencios, que es difícil sintetizar las alegaciones. Así que lo mejor, ante lo que nos jugamos, es que seamos ciudadanos responsables y leamos el proyecto de Estatuto (que se puede conseguir en castellano en www.parlament-cat.net), cotejándolo con nuestra vigente Constitución. Y para esta lectura, desapasionada, quiero aportar dos ideas. 

Dejando aparte el Preámbulo, que es una extraña mezcla de ignorancia histórica, revanchismo y desaires, lo primero que se puede decir del proyecto de Estatuto es que es una Constitución por la que se crea un Estado Catalán con una vaga forma republicana. Y es una Constitución completa porque tiene los cuatro elementos esenciales de cualquier Constitución: incluye, en primer lugar, una definición del cuerpo político (arts. 1 a 14), la nación catalana, del territorio de soberanía y de los símbolos; sigue, en segundo lugar, con una declaración de derechos (arts. 15 a 54); define, en tercer lugar, la estructura por la que se va a ejercer el poder legislativo y ejecutivo (arts. 55 a 94) y la completa (arts 95 al 109) con la creación del poder judicial; y, finalmente, y lo hace en dos momentos, recoge el conjunto de competencias que dan contenido a la soberanía (arts 116 a 173), que son todas la de cualquier Estado (salvo curiosamente Defensa), dejando para el final las competencias de Hacienda pública (art. 202 a 225) por la que todos los recursos recaudados en Cataluña, también los de la Seguridad Social (ambiguamente dicho en el art. 165), se atribuyen al nuevo Estado. El Estatuto es, pues, una Constitución de un cuerpo político, de su forma de Gobierno, de sus competencias y recursos, que vacía de contenido, para los ciudadanos de Cataluña, la Constitución Española vigente. Pero el Estatuto va más allá y es también un Tratado. Un Tratado porque regula la forma en la que se han de transferir estas competencias con el fin de no caer en un vacío legal (arts. 110 a 115 y disposiciones transitorias) y las relaciones con las demás comunidades autónomas, lo que sea, después de esto, España y la Unión Europea (arts. 179 a 201). Y es un Tratado porque, aceptada la primera parte que constituye a Cataluña como un Estado soberano, ésta se relaciona con lo que quede de España de igual a igual en una Comisión Bilateral; participa en las instituciones españolas con derecho de veto (y el art. 176 es taxativo); exige su participación en todos los organismos del Estado (Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial, Tribunal de cuentas, Agencia Tributaria, Banco de España, Comisión Nacional del Mercado de Valores, etc.), aunque la recíproca no se contemple; y, por último, y por razones jurídicas internacionales, regula su representación a través de lo que quede de España en la Unión Europea en todos los asuntos "que afecten a sus competencias o intereses" (art. 184), o sea, en todo. Para terminar de perfilar su Política Exterior, obliga a una coordinación (art. 197) exigiendo que la política exterior del conjunto esté supeditada, a las decisiones soberanas de la Generalitat. El Estatuto es, así, también un Tratado. Pero un Tratado asimétrico, sin reciprocidad, por el que Cataluña hace oír su voz en lo que quede de España, la Unión Europea y el mundo. Un Tratado de relación entre Cataluña y lo que sea España más asimétrico incluso que los vigentes tratados constitutivos de la Unión Europea entre estados soberanos. 

La propuesta de Estatuto catalán es, en síntesis (y se puede comprobar sin más que leer los artículos referenciados), una reforma constitucional encubierta que tendrá, como primera consecuencia, la creación de Estados y la conversión de España en una Confederación de, como mínimo cuatro o cinco, Estados Independientes. Pero las consecuencias políticas, económicas y sociales deben ser, también, objeto de otra reflexión desapasionada. De cualquier manera, si esto es lo que quieren Zapatero y el PSOE, que lo digan claramente, porque Maragall ya ha hablado presentando la propuesta. Y si no, que obren en consecuencia. 

lunes, 26 de septiembre de 2005

Elementos para gobernar

El clamoroso fracaso de la Asamblea de la ONU de las últimas semanas, la profunda parálisis en la que está sumida la Unión Europea desde hace meses y la desastrosa gestión de los daños del Huracán Katrina nos deben hacer reflexionar sobre la esencia de la acción del gobierno, sobre la aplicación de la política a los problemas de las personas. Y es que para resolver problemas, ampliar los derechos de los ciudadanos (que es lo mismo que ampliar la libertad), dotar a las personas de al menos un mínimo para vivir dignamente y resolver los conflictos son necesarios cuatro elementos clave e isojerárquicos: instituciones eficaces, objetivos claros, recursos humanos y materiales suficientes y poder político (que, a la postre, es poder de coacción). Cuatro elementos tan esenciales e interrelacionados que de faltar alguno es imposible llevar a cabo políticas que sirvan a los ciudadanos. Cuatro elementos que constituyen la arquitectura de ese edificio abstracto que podemos llamar Estado. 

Así, la ONU no puede cumplir con sus claros y cuantificados objetivos, como por ejemplo los del Milenio de Lucha contra la Pobreza, porque es una institución muy débil, no puede movilizar suficientes recursos para alcanzar sus objetivos y carece absolutamente de poder político. De hecho, es una institución en la que las decisiones, por derecho de veto de los cinco vencedores de la 2ª Guerra Mundial y la composición del Consejo de Seguridad, no se toman pensando en el conjunto de la Humanidad, sino en los intereses de los "Grandes", que, además, pueden castigarla sin recursos, como hizo Estados Unidos, y desafiar sus normas o leyes, como hacen abiertamente todos los grandes. Desde esta perspectiva está claro que si no hay una profunda reforma de la ONU, democratizando su funcionamiento, aportando recursos para su funcionamiento y políticas y cediendo poder soberano para que pueda implementarlas, nunca cumplirá ningún papel relevante en los sangrantes problemas del mundo. 

La Unión Europea, por su parte, tiene una institucionalidad compleja, aunque alejada de los ciudadanos por la ausencia de interés de los Estados en ceder soberanía. Sin embargo, esta sólida (y mejorable) institucionalidad está siendo lentamente vaciada de contenido, porque hay interés en impedirle tener unos objetivos políticos ambiciosos, hay una tendencia a recortar sus recursos y, desde luego, se hacen esfuerzos para limitar su poder coactivo. De ahí viene la incapacidad de gobernar la política económica de la Unión, de obligar al cumplimiento del Pacto de Estabilidad, de oponerse a las veleidades económico nacionalistas de algunos países, o de poner en marcha ambiciosos proyectos como la Agenda de Lisboa. 

Los Estados Unidos sí son un Estado. Tienen instituciones sólidas, objetivos claros, recursos suficientes y poder político. Su problema es que, desde la llegada al poder de los ultraliberales neocons han debilitado sus instituciones federales, han desviado recursos para el servicio de intereses particulares y han usado tarde en la emergencia el poder coactivo del Gobierno, lo que ha puesto de bruces a su opinión pública ante la realidad del deterioro institucional que han ido viviendo sin saberlo. 

De esta incompleta e inconclusa reflexión se pueden extraer algunas lecciones sobre nuestra realidad política, sin más que preguntarse si el proceso constitucional en el que estamos inmersos refuerza las instituciones políticas comunes, tiene objetivos claros, genera más recursos para el conjunto o permite un más eficaz ejercicio del poder. Pero no sé si es demasiado técnica o desalentadora para nuestro, de momento, común Gobierno. 

lunes, 12 de septiembre de 2005

Inglés y ordenadores

La semana pasada, el presidente Chaves, en un rasgo de sensatez y oportunidad que le honra, fijó, ante su partido y la opinión pública andaluza, las dos prioridades para el curso político que se inicia: la primera, la reforma del Estatuto; la segunda, la enseñanza en Andalucía. Y si de la primera habló con una cierta ambigüedad calculada, de la segunda habló con una precisión que me preocupa por su ignorancia. Y digo ignorancia, porque, para empezar, confundió los objetivos de la política educativa con los instrumentos para alcanzarlos. De la misma forma que presentó propuestas voluntaristas alejadas de las posibilidades y de las necesidades reales del sistema educativo que tenemos. Tanto que parece que con inglés y ordenadores se resuelven todos los problemas de nuestra enseñanza. 

Nadie puede discutir que, en el mundo del siglo XXI, es bueno hablar inglés y manejar las tecnologías de la información. Como tampoco es discutible que la forma más fácil de que nuestros hijos cumplan el objetivo de aprender un buen inglés es mandarlos a Eton. El problema es que como eso no es posible para todos, la solución que han encontrado nuestros políticos es traer los colegios británicos aquí. De ahí los colegios bilingües. Pero esta solución, altamente inviable por la escasez de profesores en el Reino Unido y la dificultad de formar rápidamente a los profesores ya existentes, denota lo poco que se ha reflexionado sobre el porqué en España no se hablan idiomas y sobre cómo resolverlo. En España la mayoría de la población no habla idiomas porque se enseñan mal. En primer lugar, porque no tenemos suficientes buenos profesores de idiomas, que además de hablar perfectamente, sepan pedagogía de los idiomas. En segundo lugar, porque usamos una anticuada pedagogía basada en la gramática. Y, en tercer lugar, porque tenemos, en inglés, como en todas las asignaturas, demasiados alumnos por aula. Si nuestros políticos se hubieran preguntado cómo es posible que en el norte de Europa se hable inglés al final de la enseñanza secundaria, hubieran encontrado que estos tres factores son más esenciales que sus escasos colegios bilingües. No, no creo que tener colegios bilingües sea, hoy, y en Andalucía, más importante que tener todas las asignaturas en todos los colegios con menos ratio de alumnos o que, por dar las clases en inglés, se resuelvan los problemas de motivación, buenos modales y disciplina entre nuestros alumnos. 

Como tampoco creo que tener muchos ordenadores en el aula favorezca necesariamente la enseñanza. Al contrario, es muy probable que, en no pocas materias y para determinadas edades, sea contraproducente. Porque el ordenador es sólo un instrumento para el manejo de la información, del saber, pero no puede sustituir el mismo saber. El que un alumno pueda dar la solución de un problema de física usando el ordenador no quiere decir que el alumno sepa resolver el problema, sino que ha encontrado la solución que otro, que sí sabe, metió en el ordenador. El ordenador debe ser un instrumento para el aprendizaje, pero no puede, como de hecho ocurre con la mayoría de las tecnologías en el aula, sustituir lo verdaderamente importante en el aprendizaje: el esfuerzo de pensar y aprender. No, realmente no creo que tener más ordenadores haga que nuestros profesores estén más motivados, nuestros alumnos aprecien el valor del esfuerzo y sepan más en el futuro. Al contrario, mucho me temo que con los ordenadores vamos a hacer personas tecnodependientes, que serán incapaces de pensar si no tienen una pantalla delante y que se tragarán cualquier información como cierta por el mero hecho de haberla visto escrita en internet. 

Que la educación sea parte del debate político me parece una gran idea. Pero habría que haber empezado por una descripción de la realidad de nuestro sistema educativo y de sus problemas, en vez de por unas propuestas frívolas y dictadas por la moda. Pero eso pasa en muchos ámbitos de nuestra vida política. En demasiados. 

lunes, 29 de agosto de 2005

Otra vez el petróleo

El precio del petróleo ha vuelto a subir espectacularmente en los últimos meses. El precio medio del petróleo brent, referencia en Europa, ha pasado de costar 25 dólares/barril a principios del año pasado, a costar más de 66 dólares en la semana pasada. Es decir, una subida del 164% en poco más de un año y medio, lo que es claramente preocupante. 

Las causas coyunturales de este encarecimiento son las mismas que ya analizábamos en septiembre del año pasado. La oferta de petróleo se encuentra a casi máxima capacidad, que no se alcanza por los problemas coyunturales de Ecuador (por huelga de los trabajadores de la empresa estatal) y en el golfo de México (por los huracanes), y por la tradicional política saudí de no utilizar la totalidad de su capacidad productiva. El problema, a corto plazo, es, pues, de demanda. Y es que la demanda se ha expandido en los últimos años a un ritmo muy alto, especialmente impulsada por la fortaleza del crecimiento chino y por el mantenimiento del crecimiento en los Estados Unidos. Crecimientos del PIB que, dada su intensiva utilización de petróleo (mucho más que en Europa), hacen que aumente significativamente la demanda y, con ella, los precios. A esta situación estructural hay que sumar otros dos factores: la entrada de grandes fondos de inversión en los mercados de futuros del petróleo, debido a la pérdida de rentabilidad de los mercados de divisas y los bajos tipos de interés generalizados en el mundo, y, desde luego, el factor estacional, pues en estos meses siempre sube el petróleo por el aprovisionamiento de las reservas en el Hemisferio Norte ante la temporada invernal que empezará dentro de un mes y medio. Al límite, pues, de capacidad de producción, y sin posibilidad de incrementarla mucho en unos meses por lo que tardan las instalaciones petrolíferas en estar listas (entre 18 y 24 meses) y con demandas crecientes, el petróleo está caro y seguirá caro en los próximos años. O mejor, seguirá paulatinamente encareciéndose. 

Debemos, pues, acostumbrarnos a un petróleo caro. Dicho de otra forma, debemos empezar a acostumbrarnos a precios de la gasolina por encima de un euro y a energía eléctrica más cara. Y ello porque el petróleo es una materia prima no renovable, de la que se conoce la localización de entre el 60 y el 70% de sus existencias en el mundo (los océanos y la Antártida están poco explorados), y porque la mayoría del stock de capital que poseemos usa petróleo. Puesto que este capital sigue expandiéndose y las reservas son relativamente fijas, el precio a largo plazo del petróleo seguirá, en tendencia, subiendo hasta que se agote o se cambie significativamente la tecnología. Podrá bajar transitoriamente, pero no significativamente, ni por mucho tiempo. Los grandes periodos con petróleo barato han pasado. ¿Estamos, entonces, ante una nueva crisis del petróleo como las de los setenta? Decididamente no. Por cuatro razones: en primer lugar, porque la subida del precio es menos intensa que la que se vivió en aquellas dos crisis (recordemos que en la primera crisis, la de 1973, el petróleo subió más del 260%); en segundo lugar, porque se produjo en mucho menos tiempo, escasamente cuatro meses, con lo que los choques sobre los precios fueron más duros (y la prueba está en la fuerte subida que se produjo en las tasas de inflación); en tercer lugar, porque las estructuras productivas de las grandes economías eran más intensivas en petróleo, al estar menos terciarizadas (la industria suponía, entonces, mucho más del 30-40% del PIB, cuando ahora no llega a esas cifras), por lo que se gastaba más petróleo por unidad de producto; y, finalmente, porque muchos gobiernos y sociedades reaccionaron con políticas miopes de compensación de los precios, vía subvenciones o reducciones de impuestos. Pero el que no estemos ante una crisis hoy no quiere decir que unos precios tan altos no sean un importante problema. Un importante problema que debería hacernos reflexionar seriamente sobre el origen de la energía que gastamos. Una reflexión que debería empezar por un debate público sobre el tema. Un debate que será más importante para nuestro bienestar futuro que los cansinos debates a los que nos tienen acostumbrados nuestros políticos. 

lunes, 15 de agosto de 2005

África, ahora

Desde hace unos años, cuando llega el verano, pienso en África. No estoy seguro de si es porque hace mucho calor o porque las vacaciones me producen una cierta mala conciencia. El caso es que, en estas fechas, siempre pienso, y algunos años escribo, sobre África. 

A pesar de lo poco que se está publicando sobre África en nuestros medios de comunicación, la situación africana estaba en la agenda política de los países ricos desde hace meses. El Gobierno británico, principal antigua potencia colonial en el continente, convocó a principios de año una serie de reuniones de alto nivel sobre la cuestión africana, sus conflictos, su inseguridad, su pobreza, sus problemas sanitarios. A finales de junio, Blair viajó a los Estados Unidos, antes incluso que visitar las capitales europeas tras su toma de posesión como presidente de turno de la Unión, y a pesar de la crisis europea tras los referenda, para intentar convencer a Bush de un plan de ayuda masiva a los países africanos. Un plan conocido como el "gran empujón" que pusiera en funcionamiento una serie de mecanismos virtuosos, que sacara al menos a una parte importante del continente, de los círculos viciosos de la pobreza. Más aún, en la cumbre del G-7+1 de principios de Julio, uno de los temas estrella, que el atentado de Londres eclipsó, era la condonación de deuda a un conjunto de países africanos (y a algunos latinoamericanos). África estaba de moda a principios del verano. 

Pero, ¿por qué ahora? ¿por qué lo que pasa en el continente pobre y olvidado nos empieza a preocupar? Dos explicaciones plausibles se me ocurren que explique este interés de los poderosos en África. Seguramente ninguna de ellas sea completamente cierta, aunque la suma de las dos puede explicar este repentino interés en este continente. 

Pensemos bien. Pensemos que, a pesar de la evidencia en contra, los países ricos se han dado cuenta de que, si quieren ser coherentes con los valores que firmaron en la Declaración del Milenio de lucha contra la pobreza, es necesario sacar a los africanos de la miseria en la que se encuentran. Porque África es un agujero negro en esas brillantes cifras del crecimiento mundial de los últimos años. Porque la batalla más ardua en la lucha contra la pobreza en el mundo se libra en África. Porque no terminar con la pobreza extrema del África subsahariana es no terminar con la pobreza en el mundo. Esta puede ser una primera causa de porqué África ahora. 

Pero también podemos pensar menos bien, que quizás las razones de este interés no sean tan altruistas sino más, valga la redundancia, interesadas. Quizás África ahora porque es el flanco sur del mundo islámico. Porque es la fuente más importante de inmigrantes a los países ricos y, además, de inmigrantes desesperados. Porque su inestabilidad es muy costosa en términos de precios de las materias primas. Porque impenetrable Asia por el poderío económico japonés, chino e indio, África puede ser un mercado a explotar. Porque es uno de las pocas regiones del planeta que tiene todos los recursos minerales que necesitamos para nuestra industria. Porque... 

No sé bien a qué se ha debido este repentino interés de los países ricos en África. No sé si este interés por África que Tony Blair manifestó se debió a algunas de estas razones, a que quiere pasar a la historia de la Gran Bretaña como el último gran primer ministro africanista, o a que le ha movido la conciencia alguna de las espléndidas novelas sobre el continente que escribió Joseph Conrad o las más recientes de Javier Reverte. No lo sé. Y, a estas alturas de la película, la verdad es que no me importa. Porque lo importante, hoy, es que ese interés se traduzca en ayuda efectiva ya, empezando por los países del Sahel en los que la langosta y la sequía están agravando una situación ya angustiosa. Y es que de no ser así, de no hacerlo ya, cuando llegue la ayuda, no habrá nadie a quien ayudar. Se habrán muerto de hambre, de enfermedad, de desesperanza. 

martes, 2 de agosto de 2005

El engaño de las balanzas fiscales

Entre las cosas que los nacionalistas catalanes, los de Ezquerra Republicana y los de Maragall, le sacaron al Presidente Zapatero en el debate del Estado de la Nación de mayo está la publicación, en fecha no muy lejana, de las Balanzas Fiscales. Tendremos, pues, Balanzas Fiscales, aunque sean un instrumento muy imperfecto, por su naturaleza, de análisis económico, y aunque sean un material políticamente explosivo. Pero la debilidad intelectual y política de este Gobierno, no por conocida, deja de ser asombrosa. 

Y digo debilidad intelectual porque las Balanzas Fiscales, por si alguien aún no lo sabe, son sólo la contabilización por territorios de los Ingresos y Gastos Públicos y su correspondiente saldo. El problema es que las balanzas fiscales no son un buen instrumento de análisis porque los que pagan los impuestos y los que se benefician de los gastos no son los territorios, sino las personas que viven en ellos. Y basta tener en cuenta el "Efecto Sede" para invalidar las balanzas fiscales. 

Todos pagamos todos los impuestos. Cada uno de nosotros paga el IVA de los bienes y servicios que consume, las Cotizaciones Sociales del trabajo con el que se produjeron esos bienes, el IRPF de sus rentas. Pagamos impuestos todos los días. Sin embargo, los dos primeros, el IVA y las Cotizaciones Sociales, así como los Impuestos Especiales, los recaudan las empresas y los ingresan en Hacienda, mientras que el IRPF y el Impuesto de Sociedades los pagamos directamente a Hacienda. Y, puesto que compramos bienes producidos en otros sitios y nos pagan rentas empresas radicadas en otros lugares, es muy difícil que coincidan el territorio en el que vive la persona que paga el impuesto con el territorio en el que se liquidan a Hacienda. Así, en el caso del IVA y de las Cotizaciones Sociales las empresas los liquidan siguiendo el criterio de la dirección efectiva, es decir, donde se toman las decisiones finales de las empresa, por lo que el IVA que recauda Eroski, Carrefour o Mercadona y que pagamos los cordobeses, se ingresa a Hacienda en Mondragón, Madrid o Valencia. Y otro tanto ocurre con las Cotizaciones Sociales. E incluso con el IRPF o el Impuesto de Sociedades. No sé dónde reside habitualmente la duquesa de Alba, pero sé que tiene propiedades en Córdoba de las que obtendrá un rendimiento por el que pagará impuestos allí donde resida habitualmente. Y, de igual forma, ocurre con el Impuesto de Sociedades, por lo que la mayoría de las grandes empresas españolas y las filiales de las multinacionales, liquidan su Impuesto de Sociedades en Madrid o Barcelona. Y, desde luego, ni Repsol, ni Telefónica, ni la Caixa, ni el BBVA consiguen sus beneficios sólo en Madrid, Barcelona o Bilbao. Hay, pues, que distinguir entre el territorio en el que viven los ciudadanos que pagan los impuestos, del territorio en el que se liquidan. A esta distorsión es lo que se llama "Efecto Sede". Y por él, Madrid o Cataluña tienen, necesariamente, balanzas fiscales positivas. Esta confusión, pues, entre el lugar de residencia de la persona que realmente paga el impuesto y aquel en el que se recauda, es lo que hace que las balanzas fiscales, por el lado de los impuestos, estén tan distorsionadas que carezca de sentido usarlas para tomar decisiones. Las balanzas fiscales son una inmensa mentira con la que quieren justificar una discriminación. Es decir, son unas inmensas falacias políticas. 

No son las balanzas fiscales lo que debería publicar el Gobierno, sino la estructura impositiva. Es decir, cuántos impuestos totales paga la familia media española según cada nivel de renta. Si lo hiciera se vería entonces cómo quienes realmente soportan la carga del Estado son las familias trabajadoras con rentas de entre 4 y 12 millones de pesetas anuales. O verían la escasa progresividad de nuestra imposición. O la discriminación impositiva por origen de la renta. Este análisis les permitiría tomar decisiones fiscales más racionales y más acordes con su ideario de izquierdas y no con su nuevo ideario nacionalista. Y, desde luego, les permitiría mentir menos. 


lunes, 4 de julio de 2005

Pobreza

1. La pobreza existe. Aunque no queramos verla porque no aparece todos los días en los periódicos o en las televisiones. Y la padecen muchas personas en casi todas las sociedades. En realidad, no hay "países ricos" y "países pobres", eso es sólo una forma de hablar, porque hay pobres en los ricos Estados Unidos o en Europa, como hay cientos de millones de pobres en China o la India, en Latinoamérica o en África. La mayoría de la Humanidad es pobre, muy pobre. 

2. La pobreza es un arma de destrucción masiva. Porque la pobreza mata. Más eficazmente que las bombas nucleares o químicas. Mata de sed, de hambre, de enfermedad evitable, de explotación. Desde hace muchos años y sin escándalo. El pobre muere, pero también mal vive, enfermo, agobiado, marginado. 

3. La pobreza no es un problema de producción o de crecimiento. La pobreza es un problema de distribución. Sólo de distribución. Desde hace más de treinta años, la renta per cápita mundial es más que suficiente para que no haya pobreza extrema. Sólo hacen faltan mecanismos de redistribución de la renta. Mecanismos que conocemos y que funcionan en las sociedades en las que hay menos pobres. Mecanismos que podríamos implementar para el mundo. 

4. La pobreza no es irremediable. Acabar con la pobreza es posible. Porque la pobreza no está determinada por la historia, ni por la organización económica. Ni la historia se repite, ni el mercado produce inexorablemente pobres. 

5. La pobreza es un mal. Acabar con la pobreza es un imperativo ético, una cuestión de humanidad. Ningún sistema de creencias puede aceptar la pobreza como un bien, porque ningún ser humano que merezca este adjetivo puede aceptar la muerte evitable de otro. 

6. Acabar con la pobreza es, también, una cuestión de interés. Porque la pobreza lleva a la desesperación y la vulnerabilidad, al conflicto. La pobreza alimenta la violencia, el terrorismo y la guerra. La pobreza hace crecer terroristas en los campos de refugiados de Palestina, Sudán o Afganistán, Y es la causa y la consecuencia de no pocas guerras, y África es el ejemplo más sangrante, aunque no el único, de esto. 

7. Los organismos internacionales pueden hacer mucho para acabar con la pobreza. Las Naciones Unidas con todas sus agencias, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del Comercio pueden hacer mucho contra la pobreza. Para empezar podrían exigirse cumplir con sus propios principios fundacionales y evitar conflictos, promover el desarrollo y gestionar la economía mundial. Es decir, debieran poner fin a su incompetencia porque ésta produce pobres. 

8. Los gobiernos de los que llamamos países ricos pueden hacer mucho para acabar con la pobreza. Con sólo una parte de lo que dedican a protegerse de los pobres, podrían terminar con la pobreza. Con sólo la mitad de lo que prometieron solemnemente, podrían acabar con la pobreza. Con sólo cambiar algunas reglas injustas de comercio, que, además, van en contra de los principios que ellos mismos proclaman, podrían acabar con la pobreza. Y es que su miedo y su hipocresía, y los de las sociedades que representan, producen pobreza. 

9. Los gobiernos de los que llamamos países pobres pueden hacer mucho para acabar con la pobreza. Para empezar, podrían ser menos corruptos, luchar contra su propia corrupción. Porque la corrupción, al igual que la marginación de sus pobres de la vida política, genera círculos de pobreza. 

10. Todos debemos hacer mucho más para acabar con la pobreza. Porque si hay un problema real en el mundo es que, mientras yo escribo esta página que usted lee, hay personas que están muriendo sólo porque son pobres. 

martes, 21 de junio de 2005

Tres modelos de Europa

En este periodo de reflexión que ha decretado la cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno sería conveniente que pensáramos sobre las bases de lo que hemos estado construyendo, sobre eso que siempre damos por supuesto.

Aún a riesgo de simplificar, se puede decir que hay tres visiones básicas sobre qué podría ser Europa, tres modelos básicos de construcción europea: un modelo de "soberanía nacional", otro "economicista" y, finalmente, un modelo "federalista".

El modelo de "soberanía nacional" concibe Europa como una confederación, más o menos unida, de Estados, en la que cada uno mantiene la esencia de su soberanía estatal, y sólo la limita a través de Tratados con los demás. Las reglas europeas, resultantes de estos Tratados, se fijan en función de los intereses de cada país, dejando para el conjunto aquello que no pueden hacer solos. El marco político es, así, el Estado nacional, mientras que la estructura política europea es, entonces, sólo una asociación para mejor servir a los intereses de cada Estado. Ideológicamente es un modelo "neonacionalista" en la que nadie se siente europeo, sino de su nación (tenga Estado o no) y sólo vagamente vinculado a los demás. Por eso, es el modelo de los partidos de extrema derecha, y no tan extrema, como el Frente Nacional de Le Pen en Francia, los neofascistas de Fini en Italia, los ultraconservadores británicos. Y también, curiosamente, es el modelo de la extrema izquierda de los viejos partidos comunistas. Y el de los partidos independentistas de las regiones europeas.

El segundo modelo, el "economicista", separa lo político de lo económico. En este modelo, Europa debe ser, políticamente, sólo la suma de los Estados que la componen, y en esto se parece al anterior. Sin embargo, y puesto que según esta concepción el Estado no ha de intervenir en la economía más allá de la simple regulación de mercados, Europa debe ser, no un Estado, sino un inmenso mercado único, con las instituciones políticas necesarias para que funcione, pero nada más. La política se reservaría, así, al ámbito nacional, pero la economía tendría una dimensión europea. Ideológicamente es un modelo "neoliberal", con cierto carácter nacionalista en política. Por eso, es el modelo que sostienen la mayoría de los partidos de los países nórdicos, los partidos británicos, la mayoría de los partidos alemanes y franceses y, desde luego, una mayoría del PP y del PSOE español.

El tercer modelo, que podemos llamar "federalista", Europa es una realidad política, económica y social. Es una nación única, con diversidades, pero única, en el mismo sentido en que lo son India o los Estados Unidos. Es una unidad que puede dotarse de un Estado, más o menos descentralizado, pero soberano, que es necesario porque el mercado no sólo necesita regulaciones, sino también correcciones, y porque si Europa quiere aportar algo en un mundo globalizado sólo lo puede hacer unida, ya que el tamaño, en política internacional, importa. Un modelo que propugna para Europa un marco jurídico común y un conjunto de derechos comunes, una política exterior y de defensa común, una política económica y social común. Ideológicamente es el modelo de los "europeístas", más o menos liberales o sociales, pero, desde luego, no nacionalistas locales. Por eso, no hay ningún partido político que lo respalde, sino sólo algunos grupos minoritarios de políticos y ciudadanos.

Estos son los modelos que laten en los discursos de cada uno cuando se habla de Europa. Estos son los modelos sobre los que hay que empezar a reflexionar y debatir, sobre los que hay que ver sus ventajas y sus inconvenientes, sus pros y sus contras, porque resuelto este debate, los demás debates, incluyendo el de presupuestos, son debates menores. El problema es que no tenemos demasiado tiempo, porque el mundo da una vuelta cada día y no se para hasta que los europeos decidamos qué hacer con Europa en el siglo XXI.

lunes, 6 de junio de 2005

Y ahora, ¿qué?

Tras los referenda de Francia y Holanda la Constitución Europea está en fase terminal. Se muere, casi sin remedio. Lo que quiere decir, sin dramatizar sus consecuencias, que conviene reflexionar sobre qué se está haciendo y, sobre todo, qué se está haciendo mal en la construcción europea. Y, a continuación, pensar en qué podemos hacer. 

Para empezar, reconozcamos que la construcción europea se está haciendo, no de espaldas a los ciudadanos, sino sin cercanía al ciudadano y sin comunicación. La construcción europea está siendo una cuestión de élites, de políticos enterados, burócratas cualificados y economistas, pero no de ciudadanos. Los ciudadanos no perciben a la Unión, ni lo que significa, ni lo que implica, ni por qué es buena, ni por qué falla. Nadie, al menos que yo sepa, ha hecho un informe de qué habría pasado en nuestras economías si no hubiera existido Europa. Nadie ha repetido aquel informe sobre el "coste de la no Europa" de Paolo Cecchini. Nadie parece pararse a pensar qué sería de las infraestructuras españolas, por poner un ejemplo, de nuestro crecimiento en los últimos años o de nuestra agricultura si no hubiera sido por los fondos estructurales, por el euro o por la PAC. Como nadie parece valorar que seamos ciudadanos de la Unión. No valoramos Europa, y lo más grave, parece como si no importara. No valoramos Europa, y desde luego, no se comunica lo que vale. En segundo lugar, reconozcamos que no hay una dimensión europea en nuestros políticos y en nuestros ciudadanos. Europa no está en la agenda política porque no pensamos en ella en los términos en los que Kennedy hablaba a los americanos, es decir, en qué podemos hacer por ella, y no en qué puede hacer por nosotros. Europa es, así, una referencia etérea, algo para sacar dinero, no una realidad común que construir. Y, finalmente, reconozcamos que el proyecto europeo, tal y como lo estamos construyendo, con tanta indecisión, con tantos intereses y salvedades, no ahuyenta las incertidumbres de la gente. Algo estamos haciendo mal cuando no sabemos comunicar lo que es Europa y lo que significa, cuando no es una preocupación de los ciudadanos, cuando no responde a las aspiraciones de la gente. 

Entonces, ¿qué hacer? Mi propuesta, en línea con lo que ya he sostenido en estas mismas páginas, es sencilla: más Europa, más Constitución y menos Tratados. Y es que quizás sea el momento de hacer un referéndum europeo y preguntar claramente a la ciudadanía de todos los países y al mismo tiempo: ¿queremos construir unos Estados Unidos de Europa con todas sus consecuencias, es decir, con una Constitución sencilla que recoja los valores que nos unen y los derechos que nos reconocemos, un marco institucional por el que nos vamos a regir (un parlamento europeo bicameral, un gobierno europeo responsable ante el parlamento, una judicatura europea), unas competencias amplias (política de defensa, exterior, interior, fiscal, monetaria y de regulación de mercados, seguridad social y protección del medio ambiente, infraestructuras, etc.) y un marco de prelación de normas y de subsidiariedad de las demás estructuras políticas preexistentes, sin salvedades y sin disposiciones adicionales, sin tantos artículos de salvaguarda, sin tantas unanimidades? Reconoceríamos, así, a los europeos como cuerpo político único y, fijando la regla de que si en un país gana el no, este país queda excluido de esta constitución y se revisarán los tratados con él, pero que si gana el sí, se integra con todas sus consecuencias, daríamos un incentivo a los políticos para que comunicaran mejor lo que implica Europa, valoraríamos a Europa en su verdadera dimensión, ahuyentaríamos incertidumbres de la gente. Estoy seguro de que muchos noes franceses y holandeses se cambiarían. Mi solución, pues, es no arrugarse ante el no, es subir la apuesta. Porque, como decíamos cuando éramos más jóvenes, nunca corazón cobarde conquistó mujer hermosa. 

lunes, 23 de mayo de 2005

Problemas educativos

Ahora que termina el curso, que hace ya meses del famoso informe PISA sobre la educación (en el que no salen nada de bien parados los adolescentes españoles) y que la universidad española está soliviantada por la adaptación al Espacio Universitario Europeo, es un buen momento para preguntarnos qué estamos haciendo con la educación en España. Porque algo pasa en nuestro sistema educativo. Y mucho me temo que lo que pasa es que en esto de la educación, de todos los niveles, hemos cometido todos, padres, profesores y políticos de todos los partidos, algunos errores de bulto en los últimos veinte años. En primer lugar, no hemos establecido un marco legal educativo estable, sino que hemos hecho de los fundamentos de la educación un campo de batalla político. Por eso tenemos una legislación educativa en reforma permanente en casi todos los niveles, que se ha ido, además, enmarañando con legislación autonómica. Hemos sido torpes con la educación porque no hemos tenido una política de Estado educativa. La educación española, en todos los niveles, no tiene, así, ni fundamentos, ni objetivos, ni planificación. 

El segundo error ha sido la cesión, sin coordinación, de las competencias educativas a las Comunidades Autónomas. Porque hemos usado las escuelas para el adoctrinamiento político y la construcción nacional de tal forma que sorprenden leer algunos contenidos autonómicos de geografía, lengua o ciencias sociales. Tan natural parece esta orientación de la educación que, en una entrevista, Maragall soltó que soñaba con que los niños de las escuelas catalanas recitaran el Estatut, pero no dijo que soñara con una buena escuela. La educación española, en todos los niveles, es localista, cateta, cerrada. 

Un tercer error es que hemos olvidado que el aprendizaje, esencia de la educación, ha de ser exigente. Todos estamos olvidando el valor del propio esfuerzo y la responsabilidad de educarnos y educar. En el sistema educativo español la calidad es un mito retórico, pero nadie exige una educación de calidad. Y es que hay muchos pactos tácitos entre los distintos agentes para cargar la responsabilidad en el otro: los alumnos no estudian, según ellos, porque los profesores no los motivan; los profesores no están motivados, según ellos, porque la sociedad, padres y alumnos, no valoran su trabajo; los padres delegan la educación en los profesores porque, según ellos, para eso les pagan; los gestores no pueden hacer más, según ellos, porque no tienen recursos suficientes; y, los políticos ven frustradas sus reformas porque, según ellos, los profesores se resisten. O sea, que hay un juego a varias bandas en el que nadie asume la responsabilidad de exigir que se hagan las cosas bien. La educación española es, en todos sus niveles, de baja calidad, porque no exigimos, ni asumimos, responsabilidades. 

Un cuarto error ha sido el diseño curricular y la coherencia entre los contenidos y los métodos. Y es que hemos sumado contenidos en las enseñanzas básicas, sin sustituir ninguno y, además, manteniendo los viejos métodos pedagógicos. Y, encima, hemos empezado con nuevos métodos para contenidos en los que no son adecuados. Seguimos memorizando cosas absurdas, pero ponemos ordenadores para enseñar a sumar. Los niños no hablan inglés (y mal escriben castellano), pero metemos un segundo idioma extranjero. O pretendemos tener colegios bilingües como si lo mejor para aprender inglés fuera dar clases de matemáticas. La educación española no tiene ni coherencia de contenidos, ni lógica de métodos pedagógicos. La educación española es incompleta e incoherente porque no aplicamos los estudios que los pedagogos han elaborado, sino que tenemos ocurrencias y seguimos modas, copiando métodos sin sentido. 

Teniendo esto en cuenta, y algunas otras cosas que no caben en una página, mucho me temo que si las generaciones futuras nos examinaran de la educación que les estamos dando, todos los que ahora tenemos alguna responsabilidad sobre el tema recibiríamos un suspenso profundo. Y lo malo es que éste no es recuperable en septiembre. 

lunes, 9 de mayo de 2005

Una política económica para Europa

Que la economía europea no va bien desde hace años es un hecho que no se termina de aceptar. Y basta el simple dato de crecimiento y su comparación con la de las principales economías del planeta para corroborar lo que nadie parece quiere reconocer y, mucho menos, de lo que nadie quiere responsabilizarse. En el decenio que va de 1996 hasta el presente, la economía norteamericana ha crecido en tasa media interanual al 3,4%, mientras que la economía europea lo ha hecho sólo al 2%, y Japón, esa economía de la que decimos que está en crisis desde hace más de una década, lo ha hecho al 1,6%. No, la economía europea no va bien. 

Y posiblemente no va bien porque la economía europea no tiene un sujeto decisor responsable, un verdadero gobierno federal europeo, que vele por el funcionamiento del conjunto y que responda de él ante el electorado, sino un sujeto decisor difuso, las cumbres de Jefes de Estado y de Gobierno o los Consejos de Ministros de Economía, que no es responsable del conjunto, sino de cada una de las partes, y responde sólo a los intereses nacionales. El primer problema de la economía europea es que no tiene instituciones que piensen en los intereses del conjunto y sepan que éste es más que la suma de las partes. Una lección que, valga el símil, igual debiéramos de pensar mejor para el proceso de descentralización que vivimos en España. 

Pero, además, Europa no va bien, porque nadie ha definido su objetivo, empezando por reconocer sus carencias. La primera idea que tendrían que tener nuestros políticos sobre la economía europea es que ha de funcionar como una economía competitiva e integrada. Competitiva porque Europa no puede ser una economía cerrada. Esto la obliga a ser una economía mundialmente competitiva. Y puesto que la competitividad de una economía se consigue, a igualdad de calidad, con costes unitarios de los bienes y servicios establemente bajos, la economía europea, si no quiere reducir sus salarios medios, ha de invertir en tecnología para que sus productos sean cada vez de más calidad y sus trabajadores más productivos por hora. Y para que sea posible esta inversión en tecnología, las empresas han de tener un mercado interior amplio, con competencia leal entre las empresas y regulaciones estables y claras. Por eso necesitamos instituciones comunes y políticas económicas comunes y no sólo coordinadas. 

Desde esta perspectiva, las líneas de política económica que habría que seguir son relativamente sencillas. En primer lugar todas las monedas europeas, empezando por la libra, deberían desaparecer para integrarse en el Euro. Porque no es posible tener un mercado único integrado y con competencia si hay empresas que pueden estar protegidas por el tipo de cambio de su país. Un mercado único europeo exige que las empresas y los consumidores puedan tomar sus decisiones sin distorsiones de tipo de cambio o diferencias de tipos de interés. En segundo lugar, ha de producir la armonización fiscal europea. El primer paso sería que, al igual que el IVA, se definan impuestos sobre las personas físicas y sobre las personas jurídicas (sociedades) de contenido europeo y tipos máximos y mínimos. 

El segundo paso debería ser que los ingresos de la Unión se definan sobre un porcentaje de esta cesta de impuestos. Se reequilibra la carga de los ciudadanos, puesto que aportarían según su nivel de renta y gasto y no según su nacionalidad como ahora. En tercer lugar, hay que redefinir las políticas de gasto y su territorialización. Y, finalmente, habría que armonizar las condiciones laborales europeas y definir salarios mínimos en el conjunto de una forma gradual para evitar artificiales competencias entre países. 

Con este programa, igual echamos a andar la economía europea y evitamos las perennes crisis políticas de cada discusión presupuestaria como la que se avecina en el próximo año. Y podríamos aprender mucho en esto de los americanos. 

Pero dudo que este programa ni siquiera se esté discutiendo en Europa, cuando en algunos países como el nuestro de lo que se trata ahora es de destruir las instituciones comunes que tenemos. 

lunes, 11 de abril de 2005

Un proceso erróneo

Estamos inmersos en un proceso de reforma constitucional de enorme calado. Un proceso que se inició en la investidura del Presidente Zapatero, que ha seguido con el Plan Ibarretxe y tiene su última etapa en el borrador del Estatuto de Cataluña. Un proceso del que saldrá, al final, un conjunto de instituciones que regirán nuestra vida política y del que dependerá, en no poca medida, nuestro bienestar futuro. Por eso el proceso en el que estamos inmersos es tan importante y crucial. Pero, y he aquí lo preocupante, el proceso es erróneo. 

El primer error del proceso es de legitimidad política, de quiénes lo están liderando. Y es que, en realidad, no ha habido una demanda mayoritaria de los ciudadanos de una reforma de los Estatutos y de la Constitución. Hace sólo dos años, y al margen de Ibarretxe, de reforma estatutaria sólo hablaban algunos altos cargos, algunos senadores y algunos juristas. Es cierto que siempre se dijo que el Senado no funcionaba, que las Comunidades Autónomas no participaban suficientemente en el Estado, pero siempre pensó que se podían resolver esos problemas con reformas parciales de los Reglamentos de las Cortes, de algunas leyes orgánicas y de los Estatutos. El proceso, pues, no se inicia desde la opinión pública, se ha iniciado por impulso de los nacionalistas, secundados por el PSOE para conseguir erosionar al PP en dos comunidades en las que éste tiene baja implantación. Pero los nacionalistas representan sólo al 10% del total de los españoles y no son ni el 50% en sus comunidades. ¿Cómo puede, entonces, ser legítimo en democracia un proceso en el que se ignora al 37,64% de los votantes representados por el Partido Popular, y a una parte importante de ese 42,64% que votó al PSOE? ¿Cómo puede ser legítimo un proceso que sólo se inicia para contentar a un grupo de políticos radicales de dos comunidades? ¿Cómo puede ser legítimo un proceso que obligará a cambiar la Constitución por una ley aprobada por un Parlamento autónomo? El proceso tiene, pues, un error de legitimidad política de inicio. Y de este error primero, el segundo. 

El segundo error es el foro del debate. Y es que este debate se está haciendo en la calle, que es el terreno de los radicales. El debate se está haciendo ante la opinión pública de una forma inconexa y deslavazada: Maragall dice una tontería, Bono o Ibarra le responden, Montilla templa, Sevilla acerca y los radicales de ERC o del PNV amenazan. Y, mientras, nadie dialoga con el PP y Zapatero nada dice. Nadie sabe, realmente, lo que opina sobre el tema el PSOE como organización, porque nadie sabe realmente si Zapatero tiene poder, ideas o liderazgo suficiente para poner orden en su propio partido. Parece como si la corriente del debate iniciado tuviera su propia dinámica interna, una dinámica de río desbordado, una dinámica que favorece a los más radicales, los que más vociferan, no a los que mejores ideas aportan. Y del segundo error, el tercero. 

El tercer error del proceso es de lógica. Porque un debate sin cauces lleva a un proceso sin criterios. Y es que el proceso se ha iniciado sin un análisis de los problemas de las instituciones. ¿Dónde hay un informe de expertos en diseño institucional que diga qué funciona mal y que aporte alternativas de soluciones? De hecho, en lo que se está discutiendo no se habla de eficacia en la prestación de los servicios públicos, no se están asignando las competencias según un criterio de qué puede hacer mejor para el ciudadano la Administración Central, qué las Comunidades Autónomas, qué los Ayuntamientos, sino que se sigue un simple criterio de qué constituye el núcleo del Estado para desmontarlo según las ambiciones independentistas de algunos. No se están pidiendo competencias para mejorar la vida de los ciudadanos, sino aquellas que llevan más directamente a una independencia irreversible. 

Sin legitimidad, ni orden jurídico, sin lugar de debate, sin lógica, el proceso constituyente es un desastre, un cúmulo de errores de consecuencias imprevisibles. Un cúmulo de errores que, Dios no lo quiera, no se sintetice en los libros de historia dentro de equis años como el "error Zapatero". Y es que, entonces, tendrá difícil solución y habremos pagado sus consecuencias. 

lunes, 28 de marzo de 2005

Se buscan líderes para Europa

La cumbre de Bruselas del Miércoles Santo ha sido de las más breves de la historia de la Unión. Y al mismo tiempo de las más reveladoras de los tristes tiempos que se viven en el proyecto europeo. Tristes porque Europa no tiene líderes, ni ideas nuevas sobre política económica. 

Europa no tiene líderes que tengan talla política o ideológica como para marcar la agenda de la Unión y fijar objetivos en ella. Nuestros políticos viven una crisis de ideología y de pensamiento que los incapacitan para ser algo más que pequeños alcaldes de sus propias naciones. Crisis de ideología y de pensamiento sobre el mundo y Europa, sobre las libertades y sobre la economía. Y para certificarlo basta una sencilla mirada a nuestro alrededor. 

Los líderes socialistas europeos, Blair, Schröeder y Zapatero a la cabeza, no son referentes ideológicos de la izquierda, ni del proyecto europeo, ni de casi nada. Tony Blair, en otro tiempo líder emergente de la izquierda más civilizada de Europa, ha perdido casi completamente su prestigio porque su política exterior de apoyo a Bush mal casa con aquella cacareada ideología de la Tercera Vía superadora de los dogmatismos de mercado, porque ha sido incapaz de gestionar las crecientes desigualdades en el Reino Unido y porque, como mal británico, no tiene ningún interés en que Europa funcione más allá de una zona de libre comercio con la libra fuera del euro. Por su parte, Schröeder es un político de impulsos, capaz de generar ilusión por unas semanas, pero es incapaz de ejercer el poder a lo largo del tiempo: tras más de cuatro años en la cancillería, teniendo claro las reformas que necesita su país, aún no ha encontrado la forma de convencer a los alemanes de su necesidad y no ha encontrado el coraje suficiente para llevarlas a cabo. Finalmente, nuestro presidente, Zapatero, no sólo es que carezca de ideas de qué hacer con Europa, es que no puede tener prestigio y liderazgo político un presidente del Gobierno que está destrozando su propia base de poder y que es incapaz, tras más de un año en el poder, de decir siquiera qué es lo que quiere hacer para poner orden institucional en su propio país. 

Y si los líderes de la izquierda causan tristeza por su incapacidad, peor parados salen los de la derecha. Porque los dos principales, Chirac y Berlusconi, suman a su desconcierto ideológico, su deriva autoritaria y conservadora y un cierto tufillo antieuropeo, el estigma de tener cuentas pendientes con la justicia, el primero por su corrupta gestión del Ayuntamiento de París y el segundo por la corrupta gestión de sus negocios no sólo en Italia, sino también en España. 

Con estos líderes, y con otros veinte como ellos, más el débil Durao Barroso como Presidente de la Comisión, es normal que una reunión en Bruselas sobre la política económica europea dure sólo cinco horas: es el tiempo que necesitan sólo para saludarse y acordar que en la rueda de prensa se repiten las ideas de hace diez años. Y esto por la sencilla razón de que la mayoría de ellos no sabe nada de política económica, porque ninguno de ellos tenía nada nuevo que decir, porque estaban todos deseando irse de vacaciones, porque están todos esperando la batalla de los fondos en los próximos meses,... porque son unos pobres hombres a los que les viene muy grande el cargo que tienen y, ni todos juntos, son capaces de cargar con la responsabilidad de tomar decisiones y gestionar la segunda, de momento, economía del planeta. 

Europa, como institución política, necesita nuevos líderes. Y la economía europea los demanda imperiosamente. Por eso, los ciudadanos europeos debiéramos poner algunos anuncios en los periódicos en los que sólo digamos: para cubrir diversos puestos de alto nivel en varias capitales europeas se buscan personas dinámicas, honradas, sociables y creativas. Conocedoras del mundo y con capacidad para la toma de decisiones. Sueldo y status remunerador. Los interesados deben contactar con los partidos políticos para que los escojamos en las próximas elecciones. En esta selección del personal nos jugamos mucho. 

lunes, 14 de marzo de 2005

Desordenada, injusta y fea

Una competencia clave en cualquier Ayuntamiento es la de urbanismo. Y lo es porque el entorno urbano en el que se desarrolla la vida de la comunidad condiciona, de una forma determinante, la vida y el bienestar de cada uno de los ciudadanos. Por eso la norma máxima que regula la actuación de los ciudadanos en este tema, el Plan General de Ordenación Urbana (PGOU), es una de las normas esenciales en la vida de una ciudad. Una norma esencial que tiene tres dimensiones que no debemos olvidar nunca. 

La primera dimensión del PGOU es la dimensión política. Y es que al ser un PGOU una norma que establece la forma de la ciudad, ésta determina un orden en el que se posibilitan las relaciones sociales: un orden en la edificación, en los espacios, en los servicios, en la forma en la que nos movemos. Un orden que facilita el que nos veamos como comunidad o como simple suma de barrios. De ahí que la incompletitud, la incoherencia o el incumplimiento del Plan generen desorden. Para que sea completo y coherente basta con que el PGOU sea lógico y factible. Pero para que, además, no se genere desorden es necesario que se cumpla. Por eso, cuando un Ayuntamiento permite el incumplimiento del PGOU, el resultado final es una ciudad caótica y desordenada, sin servicios esenciales e incómoda. 

Una segunda dimensión de un PGOU es la dimensión económica. Porque un PGOU es una norma que crea y distribuye rentas. Y es que el PGOU determina el valor de mercado de esos pequeños monopolios que son los solares. Un valor de mercado que depende de la situación y la calificación que el Plan confiere a cada solar. Un valor que genera, para el propietario, rentas de plusvalías que se producen por la mera voluntad de la comunidad representada en el Ayuntamiento. De ahí que el PGOU sea un instrumento de distribución de rentas. Pero, para que se puedan conjugar los intereses de la comunidad que crea el monopolio, con los de los propietarios, es necesario que el PGOU sea transparente en su tramitación, democrático en su promulgación y estable a lo largo del tiempo. Y que se complete con cesiones de espacios a la comunidad o con impuestos sobre las plusvalías. Porque si no se cumplen estos requisitos, se están distribuyendo, entre unos pocos, rentas que crea la comunidad por el hecho de determinar qué suelo es urbanizable o no y qué coeficiente de edificabilidad tiene cada metro cuadrado. Y si el desorden creado por el incumplimiento de un Plan es malo por antisocial, la injusticia económica creada por el oscurantismo en la gestión de un Plan o de los impuestos de plusvalías es peor porque se da a unos pocos lo que crean todos. 

La tercera dimensión de un PGOU es la dimensión estética. Porque si la arquitectura es el arte del espacio y de las formas visto desde el interior y el exterior de la obra de arte que es un edificio, el urbanismo es el arte de conjugar armoniosamente esas posibles obras de arte en el reducido espacio de una calle, una plaza, una ciudad. Por eso, un PGOU ha de tener, también, un criterio estético. Un criterio estético que sea coherente con el alma de la ciudad y de sus gentes y, desde luego, que permita enlazar armoniosamente su pasado con su futuro. Un criterio estético que al vulnerarse da como resultado una ciudad inhóspita, inhabitable, fea. 

Estas son las tres claves esenciales de cualquier decisión sobre urbanismo. Tres claves que han olvidado todos nuestros alcaldes, empezando por Julio Anguita y terminando por Rosa Aguilar, cuando han hecho dejación de sus funciones permitiendo las parcelaciones ilegales que coartan el crecimiento de la ciudad, que estropean la Sierra o que atentan contra Medina Azahara; cuando no han querido ver el impacto de los adosados en la Sierra o los fraudes en la edificabilidad en el Centro; cuando promueven algunas modificaciones al Plan, y la última es la del Meliá, que generan rentas para algunos sin que quede claro a quién benefician y a quién perjudican. Por eso, por este olvido y esta dejación de funciones estamos haciendo, y por mucho tiempo, una ciudad cada vez más desordenada, más injusta,... y, además, más fea. 

lunes, 28 de febrero de 2005

Financiación andaluza

Uno de los problemas de la opinión pública es que el debate se produce sobre hechos que ya se han realizado o sobre ideas que ya están asentadas. Discutimos sobre cosas que ya han pasado, no sobre las que han de ocurrir. Así, hablamos de las reformas impositivas o sobre los tratados europeos, sobre la reforma de los Estatutos o de la Constitución europea cuando ya se han tomado las decisiones. Unas veces es por opacidad de los poderes públicos en su intento de controlar la agenda política, pero otras, la mayoría de las veces, es porque los ciudadanos no somos conscientes de que los hechos políticos y económicos son el resultado de procesos que maduran con el tiempo. Este control de los temas y esa inconsciencia del tiempo hacen que la opinión pública sólo participe pasivamente en la acción de gobierno. 

En los próximos meses se van a tomar algunas decisiones clave para nuestro futuro político y económico. Y es que, a lo largo de este año, se van a tomar decisiones en Bruselas sobre el Marco Presupuestario de la UE para el periodo 2007-2013, al mismo tiempo que, con la reforma de los Estatutos, empezando por el catalán, se quieren tomar decisiones sobre la financiación de las Comunidades Autónomas. 

Para tomar conciencia de cuánto nos jugamos en estos dos debates que se avecinan basta con tener en cuenta que en Andalucía el peso del Sector Público autonómico andaluz es más del 20% de nuestra renta regional y que somos la región española que más ayudas recibe de Europa. Pero estamos hablando de mucho más que de dinero, estamos hablando al hilo del dinero de las instituciones que van a gobernar nuestra vida en el futuro. 

En el debate europeo están en juego tres cuestiones económicas esenciales: en primer lugar, la cantidad de dinero que cada país miembro ha de aportar, tema en el que hay un grupo de países, liderado por Alemania, que quieren reducir sus aportaciones hasta el 1% del PIB; en segundo lugar, los criterios de asignación de los fondos, cuestión en la que el informe Sapir abría el debate, hace más de un año, sobre la pertinencia de los actuales criterios y sus efectos, y en el que hay una tendencia, por múltiples razones, a reducir los fondos agrarios y los de cohesión; y, finalmente, la cuestión política del reparto por países y regiones, con la derogación del "cheque británico" y la pérdida de subvenciones en los países mediterráneos por el efecto de la ampliación al Este como ejes de la discusión. 

Pero también está en juego la construcción de Europa, pues si priman los intereses económicos y políticos de los Estados en detrimento del conjunto, y se reducen los fondos europeos y se asignan con un criterio de poder entre países, podemos encontrarnos que se dinamita el proceso de ese sueño de un Estado Europeo. 

De que nuestros políticos sean capaces de tener en cuenta los problemas de Europa como conjunto, de que tomen decisiones adecuadas sobre los criterios y de que seamos capaces de negociar a múltiples bandas y con múltiples criterios dependerá lo que recibamos hoy, pero también de lo que hagamos mañana como ciudadanos europeos en el mundo. 

En el debate sobre la financiación autonómica hay también, y además de dinero, mucho de debate político, incluso ideológico. Porque al debatir la financiación autonómica, con ese engendro intelectual de las balanzas fiscales, estamos discutiendo de dinero, sí, pero también de la arquitectura institucional del Estado. Y aquí el debate tiene un fondo ideológico porque algunas de las realidades que sufrimos desde hace tiempo, los regímenes forales, y algunas de las propuestas que se están realizando mal se casan con los principios de igualdad que recoge el artículo 1 de nuestra Constitución, con el de solidaridad del artículo 2 o el de "equilibrio adecuado y justo" al que alude en el 138, y que son pilares básicos de nuestra democracia. 

De que el Gobierno central y nuestro gobierno autonómico no cedan a las presiones nacionalistas, Maragall incluido, depende también lo que recibamos en el futuro, pero más aún, depende la convivencia futura como ciudadanos españoles. 

Mucho nos jugamos como ciudadanos andaluces, españoles y europeos en los próximos meses. Mucho nos jugamos y es bueno que empecemos a reflexionar hoy, en el día de esta nuestra patria pequeña que llamamos Andalucía. Sobre todo porque no nos tengamos que arrepentir de las decisiones que se tomen. 

lunes, 14 de febrero de 2005

Autocríticas

En unos días estamos llamados a las urnas en un referéndum consultivo sobre el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa. Y, a pesar del aparente desinterés con el que la ciudadanía se ha tomado esta consulta, hay un debate, relativamente superficial, que es sano que se produzca. La pena es que el debate de fondo que sería entrar en debatir si es necesario construir un Estado federal europeo, para qué y cómo, se está viendo contaminado por pequeñas críticas que, al final, son las que moverán o no a votar en uno u otro sentido a una mayoría. 

Se dice que el texto que vamos a votar tiene una ilegitimidad de base por la forma en la que se ha elaborado. Lo cual es una inmensa inexactitud. Porque los que lo han elaborado, la Convención, son parlamentarios de todos los países de la Unión, elegidos democráticamente. Más aún, en el proceso de elaboración hemos podido cada uno de nosotros, así como organizaciones civiles, participar enviando nuestras sugerencias bien a nuestros representantes, bien a la comisión. Si lo que se entiende por "poco democrático" es que no se ha discutido su articulado en asambleas populares, es cierto que en este sentido no ha sido debatido el texto como lo fue la primera Constitución francesa, pero todos coincidiremos que es poco menos que una quimera irrealizable el hacerlo en un cuerpo electoral como el del conjunto de la UE de 25 miembros. Los que sólo creen que es democrático un proceso directo desconocen muchas dimensiones de lo que es una democracia. 

Se dice que el texto que vamos a votar es sólo un Tratado y no es una constitución, como si así la decisión tuviera menos importancia. Y puede que formalmente los que así argumentan lleven razón. Pero es un Tratado constituyente por tres razones. En primer lugar, porque en el artículo I-7, se dice que "la Unión tendrá personalidad jurídica". En segundo lugar, porque en el texto se regulan las tres cuestiones esenciales que caracterizan cualquier constitución de un estado democrático: la forma política de los instrumentos jurídicos y su obligatoriedad; la definición de ciudadanía y los derechos inherentes a ella; y finalmente, el conjunto de instituciones que regulan la representación de los ciudadanos y el control sobre el poder político. Y, por último, este texto es más que un tratado porque con él cedemos soberanía en algunos aspectos de nuestra vida política para crear un ente supraestatal al que nos obligamos. No sé si será el texto una Constitución, pero creo que se le parece bastante. 

Se dice que el texto contiene un modelo neoliberal de economía y política. Y lo que demuestran lo que esto dicen es que ni han leído este texto, ni saben lo que es el liberalismo. Porque, en primer término, este texto es un instrumento político que regula instituciones políticas que afectan a la economía, como afectarán a otros ámbitos de nuestra vida. Y, porque, en segundo lugar, el texto hace referencia reiteradamente en infinidad de artículos a una "economía social de mercado" y hay un conjunto importante de derechos sociales que se recogen en distintos artículos. Si el texto tiene muchos artículos y hay algunas partes muy detalladas dedicadas a la economía no es porque sea esto más importante, sino porque este es un texto que refunde Tratados anteriores y muchos de ellos sólo tenían en su articulado objetivos económicos. Pero no por eso es menos social. Una política económica saneada y equilibrada es condición sinequanom para la cohesión social y la solidaridad intergeneracional. 

Se dice que esta Constitución no es cristiana, y es cierto que no se escribe en ningún lugar ese adjetivo, pero tampoco en la nuestra de 1978 se escribe, así como en otras muchas, y han sido valores cristianos, como también laicos e ilustrados, los que la han inspirado. 

Se dice que esta constitución consagra la guerra preventiva, y quienes eso dicen no han leído bien el artículo I-41. 

Se dice que... creo que se están diciendo muchas cosas, y es bueno que se digan, mientras se digan sobre el texto que hemos de votar. Pero no se dice que es una clara irresponsabilidad no ir a votar o votar en contra por castigar de alguna forma al gobierno que ha convocado el referéndum o por fastidiar a los franceses. Eso es confundir lo que votamos. Y ahora toca votar por Europa. Y, desde luego, y por muchas otras razones, yo voy a votar sí. 

lunes, 31 de enero de 2005

Mercado de trabajo e inmigración

El mercado de trabajo español ha vivido, en los últimos tiempos, un profundo cambio. En pocos años, España ha creado empleo, ha disminuido la tasa de paro hasta el 10,3% y ha absorbido un flujo creciente de inmigrantes. 

Con una población activa total cercana a los 19 millones de personas, hay más de un millón de inmigrantes legales en nuestro suelo que suponen, según los datos oficiales, más del 6,3% de la fuerza laboral española. A este millón hay que sumar otro millón de inmigrantes ilegales, muchos de los cuales se legalizarán en los próximos meses, con lo que el total de inmigrantes es más del 10% de la población activa. Los inmigrantes que proceden de la UE, un 20% del total de legales, suelen ocupar puestos de trabajo de alta cualificación, bien en sus propias empresas, bien en empresas multinacionales. Por el contrario, los inmigrantes de otras áreas geográficas (Europa del Este, África y Latinoamérica), casi el 75% de los legales y la práctica totalidad de los ilegales, ocupan puestos de trabajo de baja cualificación, especialmente en la agricultura, la construcción, el servicio doméstico y el sector turístico. 

Esta inmigración, tanto la legal como la ilegal, tiene indudables efectos sobre el mercado de trabajo español, en particular, y sobre la economía, en general. El primer efecto es el de aumentar la competencia y flexibilidad en el mercado de trabajo. Una competencia que se produce porque el trabajador extranjero, normalmente, no tiene preferencia geográfica y no tiene ninguna rigidez ocupacional, pues lo que quiere es, sencillamente, trabajar. 

Los inmigrantes, así, encuentran trabajo porque son más flexibles, y están social y políticamente menos protegidos, que los trabajadores españoles, por lo que el paro español se explica por nuestra menor adaptación, geográfica y funcional. Esta competencia, fuerte en el mercado laboral de baja cualificación, produce una moderación en la evolución de los salarios, lo que genera una disminución de los costes empresariales y, en los mercados abiertos a la competencia, una moderación en la tasa de inflación. El resultado de esta situación es que las empresas aumentan sus beneficios, mientras que los trabajadores nacionales abandonan en manos de los extranjeros determinadas actividades, máxime si tienen algún grado de protección social. Pero hay un segundo efecto importante más, que aflora si los trabajadores son legales: la mano de obra inmigrante, si es legal y está contratada legalmente, genera un fuerte incremento de los ingresos públicos, tanto por las cotizaciones sociales, como por impuestos. La inmigración, pues, aumenta la competitividad de las empresas, mejora los beneficios empresariales, aumenta la recaudación y, puesto que los inmigrantes también son consumidores, aumenta la demanda interna. Todo ello, además, manteniendo actividades que, de otra forma, entrarían en crisis. Y estos efectos son fácilmente rastreables en la economía española de los últimos años. 

Pero la inmigración también tiene efectos colaterales. Y el primero de ellos es que, al producirse una competencia sobre los salarios de baja cualificación, las diferencias salariales se amplían, variando la distribución de la renta, si no hay un sistema impositivo progresivo. El segundo es que la inmigración obliga a la flexibilización real del mercado laboral, pues el mantenimiento de un mercado rígido haría aparecer una importante economía sumergida. En tercer lugar, con un grado medio de protección social para los nacionales, la inmigración incide sobre el paro de larga duración. Y, finalmente, la inmigración puede tener, de no hacerse políticas de asimilación, un coste social a partir de un determinado número de inmigrantes concentrados. Y también se pueden observar estos efectos en la economía española. 

Por todo esto hemos de reconocer que la inmigración ha sido uno de los motores del crecimiento y del cambio económico español de los últimos años. Lo mismo que la emigración española lo fue del milagro económico europeo de los 60. No reconocerlo es igual a no reconocer lo que los nuestros hicieron allí. Y, desde luego, también aquí. 

lunes, 17 de enero de 2005

Constitución Europea y Plan Ibarretxe

En el proceso constituyente en el que estamos inmersos hay dos documentos encima de la mesa cuya comparación es interesante. Dos documentos cuyos preámbulos, de una simple página, son tan dispares en su filosofía y por sus consecuencias que sorprende que se refieran ambos a nuestra realidad política. Dos documentos que están escritos desde unas perspectivas tan diferentes que no son compatibles, de aprobarse ambos, de puro contradictorios. El primero es la Propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi, el Plan Ibarretxe, el segundo es el Tratado por el que se establece una Constitución Europea. 

El preámbulo del Plan Ibarretxe tiene cinco párrafos y una frase conclusiva. En el primer párrafo se afirman la identidad y singularidad de los vascos y una pretensión territorial que incluye a Navarra y al País Vasco francés. En el segundo y tercer párrafos se establece un supuesto derecho de secesión, que mal nombra derecho de autodeterminación. En el cuarto se manifiesta la voluntad de llevar a cabo la propuesta. Y, finalmente, el quinto sintetiza lo dicho en los anteriores y explicita que lo que se pretende es hacer de España un "estado compuesto, plurinacional y asimétrico". En resumen, se afirma la identidad de unas personas (los vascos y vascas) subrayando su singularidad, su diferencia, se pretende un cierto imperialismo territorial (Navarra y el País Vasco francés), se subraya un victimismo de la historia (por lo que han de autodeterminarse de una supuesta colonización) y, finalmente, se pretende una asimetría, que es necesariamente desigualdad para los demás, sin referencia a la solidaridad con otros. 

Frente a este preámbulo, los seis párrafos del preámbulo la Constitución Europea. En el primero se dice que a Europa la inspira "una herencia cultural, religiosa y humanista" común, a partir de la que se han desarrollado los grandes logros políticos de "los derechos humanos, la democracia, la igualdad, la libertad y el Estado de Derecho". En el segundo y en el tercero se afirma que los europeos estamos convencidos de que hemos de caminar juntos hacia el progreso y el bienestar de todos, que hemos de estar abiertos a la civilización, que pretendemos el bien en el mundo, y que para ello, y sin renunciar a lo que somos, estamos dispuestos a "superar antiguas divisiones y, cada vez más estrechamente unidos, a forjar un destino común". En el cuarto se establece el lema de Europa, "Unida en la diversidad", para en el quinto subrayar que se quiere continuar con lo bueno de los Tratados anteriores, y, finalmente, en el sexto, agradecer a los que han hecho posible el texto su trabajo. En resumen, se afirma lo que nos une a los europeos, se reconoce el doloroso pasado de divisiones, se reitera la voluntad de unidad, se mira al futuro pensando en las generaciones futuras y en papel de los europeos en el mundo, según los criterios de igualdad, libertad y solidaridad con todos. Leídos los preámbulos en los que se sintetizan los pilares del articulado que se desarrollan en los dos documentos, hay un abismo entre ambos. Un abismo de valores y de principios políticos, un abismo de razones y de sentido, un abismo de realidad y de futuro. No soy de los que opinan que los juicios políticos se deban emitir desde los sentimientos, sino desde la razón. Sin embargo, leyendo ambos preámbulos he sentido una inmensa pena con el Plan Ibarretxe y una genuina emoción con el de la Constitución europea. Porque por el primero me siento rechazado, mientras que con el segundo me siento incluido. Porque por el Plan Ibarretxe me rompen la idea de España que había aprendido a amar desde pequeño, mientras que con la Constitución europea me siento orgulloso de ser constructor de un Estado grande y solidario que nos puede hacer bien a nosotros y en el mundo. Porque leyendo el Plan Ibarretxe siento que me quieren quitar algo que es también mío, mientras que con la Constitución me hacen propietario de todo un continente. No, no se debe hacer la política con los sentimientos, pero mi razón y mis sentimientos me llevan a rechazar el Plan etnitista, asimétrico y desigualitario de Ibarretxe y a aplaudir y a apoyar esa Constitución unitaria, solidaria y abierta que me hace parte de Europa.