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lunes, 14 de marzo de 2005

Desordenada, injusta y fea

Una competencia clave en cualquier Ayuntamiento es la de urbanismo. Y lo es porque el entorno urbano en el que se desarrolla la vida de la comunidad condiciona, de una forma determinante, la vida y el bienestar de cada uno de los ciudadanos. Por eso la norma máxima que regula la actuación de los ciudadanos en este tema, el Plan General de Ordenación Urbana (PGOU), es una de las normas esenciales en la vida de una ciudad. Una norma esencial que tiene tres dimensiones que no debemos olvidar nunca. 

La primera dimensión del PGOU es la dimensión política. Y es que al ser un PGOU una norma que establece la forma de la ciudad, ésta determina un orden en el que se posibilitan las relaciones sociales: un orden en la edificación, en los espacios, en los servicios, en la forma en la que nos movemos. Un orden que facilita el que nos veamos como comunidad o como simple suma de barrios. De ahí que la incompletitud, la incoherencia o el incumplimiento del Plan generen desorden. Para que sea completo y coherente basta con que el PGOU sea lógico y factible. Pero para que, además, no se genere desorden es necesario que se cumpla. Por eso, cuando un Ayuntamiento permite el incumplimiento del PGOU, el resultado final es una ciudad caótica y desordenada, sin servicios esenciales e incómoda. 

Una segunda dimensión de un PGOU es la dimensión económica. Porque un PGOU es una norma que crea y distribuye rentas. Y es que el PGOU determina el valor de mercado de esos pequeños monopolios que son los solares. Un valor de mercado que depende de la situación y la calificación que el Plan confiere a cada solar. Un valor que genera, para el propietario, rentas de plusvalías que se producen por la mera voluntad de la comunidad representada en el Ayuntamiento. De ahí que el PGOU sea un instrumento de distribución de rentas. Pero, para que se puedan conjugar los intereses de la comunidad que crea el monopolio, con los de los propietarios, es necesario que el PGOU sea transparente en su tramitación, democrático en su promulgación y estable a lo largo del tiempo. Y que se complete con cesiones de espacios a la comunidad o con impuestos sobre las plusvalías. Porque si no se cumplen estos requisitos, se están distribuyendo, entre unos pocos, rentas que crea la comunidad por el hecho de determinar qué suelo es urbanizable o no y qué coeficiente de edificabilidad tiene cada metro cuadrado. Y si el desorden creado por el incumplimiento de un Plan es malo por antisocial, la injusticia económica creada por el oscurantismo en la gestión de un Plan o de los impuestos de plusvalías es peor porque se da a unos pocos lo que crean todos. 

La tercera dimensión de un PGOU es la dimensión estética. Porque si la arquitectura es el arte del espacio y de las formas visto desde el interior y el exterior de la obra de arte que es un edificio, el urbanismo es el arte de conjugar armoniosamente esas posibles obras de arte en el reducido espacio de una calle, una plaza, una ciudad. Por eso, un PGOU ha de tener, también, un criterio estético. Un criterio estético que sea coherente con el alma de la ciudad y de sus gentes y, desde luego, que permita enlazar armoniosamente su pasado con su futuro. Un criterio estético que al vulnerarse da como resultado una ciudad inhóspita, inhabitable, fea. 

Estas son las tres claves esenciales de cualquier decisión sobre urbanismo. Tres claves que han olvidado todos nuestros alcaldes, empezando por Julio Anguita y terminando por Rosa Aguilar, cuando han hecho dejación de sus funciones permitiendo las parcelaciones ilegales que coartan el crecimiento de la ciudad, que estropean la Sierra o que atentan contra Medina Azahara; cuando no han querido ver el impacto de los adosados en la Sierra o los fraudes en la edificabilidad en el Centro; cuando promueven algunas modificaciones al Plan, y la última es la del Meliá, que generan rentas para algunos sin que quede claro a quién benefician y a quién perjudican. Por eso, por este olvido y esta dejación de funciones estamos haciendo, y por mucho tiempo, una ciudad cada vez más desordenada, más injusta,... y, además, más fea. 

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