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lunes, 30 de enero de 2006

Un acuerdo surrealista

El acuerdo de la semana pasada entre el PSOE, el tripartito y CiU, que tan profusamente se ha fotografiado y tantas loas ha tenido, es, por lo que conocemos de su articulado, un conjunto de ambigüedades, medias palabras y temas importantes sin cerrar tan grande que, en la práctica, estamos casi como al principio. Sin embargo, sólo con los artículos publicados sobre financiación ya podemos hacernos una idea del surrealismo de la propuesta. Un surrealismo que supera los límites de la democracia y de los conceptos políticos y económicos básicos. 

Y es que en el pacto alcanzado (disposición adicional novena bis) se contemplan los porcentajes de cesión del IRPF, del IVA y los impuestos especiales a Cataluña, pero este acuerdo, que afecta a la financiación de las Comunidades Autónomas del Régimen General, se debe tomar en el Consejo Económico y Financiero en el que están todas representadas, por lo que el PSOE está rompiendo un principio básico y vulnera principios democráticos al ningunear a las demás comunidades. Ya se sabe, en temas de financiación, lo que cuenta es lo que opine la Generalitat. 

Pero la cosa va más allá, hasta llegar al límite del absurdo, en la disposición adicional séptima que regula la inversión del Estado en Cataluña en los próximos siete años. En primer lugar, porque el Estatuto ataría a otra ley, la de Presupuestos Generales del Estado, que es anual, con lo que se le quita flexibilidad a la política de inversiones y soberanía a los representantes que escojamos en la próximas elecciones. En segundo lugar, porque si se territorializa con un criterio fijo la inversión del Estado es como si esta inversión ya no fuera del Estado, sino de las comunidades. Y, finalmente, porque el criterio de territorialización por PIB regional es, desde la racionalidad económica, una soberana estupidez, ya que el objeto de la inversión pública es hacer crecer la renta, el PIB, y hacer disminuir las diferencias regionales, por lo que, si se supone un rendimiento de la inversión constante en todo el territorio nacional, este criterio de inversión dejaría, en el mejor de los casos, las diferencias de renta tal y como están, y, en el peor, las agrandaría. En otras palabras, con esta disposición, reforzada por el artículo 208.5, Cataluña se garantiza que Extremadura y Andalucía nunca tendrán su nivel de renta. 

El resto de los artículos que se han dado a conocer son del mismo tenor de cercanía a las tesis del tripartito, que ha conseguido su Agencia Tributaria en dos años (art. 205), el que se llegue a la cesión de todos los impuestos, salvo las Cotizaciones Sociales y el Impuesto de Sociedades (art. 208.2), que siempre estén protestando según el falaz criterio del "esfuerzo fiscal" (art. 208.3), la bilateralidad en las negociaciones con la Administración Central (art. 214) e, incluso, el que tengan que ir a negociar a Bruselas con el gobierno, pues se les cede la capacidad normativa en el IVA minorista, un impuesto que hoy no existe (disposición adicional undécima). Por eso uno no sabe qué ha negociado Zapatero, de qué se queja ERC y, desde luego, no entiende la satisfacción de Ibarra, Bono o Chaves en el Comité Federal del PSOE. Es decir, sólo en los artículos sobre financiación, la Generalitat ha conseguido todo lo que pretendía, sólo que se le ha puesto un cierto plazo para hacerlo más llevadero a los demás. Si el resto del proyecto se ha pactado con la misma lógica, mucho me temo que el Estatuto sigue siendo lo mismo que al principio: una Constitución de un nuevo Estado a medio plazo y un Tratado de dominación de Cataluña sobre el conjunto de España. 

lunes, 16 de enero de 2006

Lo mismo de todos los años

Posiblemente de todos los problemas que tiene la economía española, que los tiene, sea la inflación el más persistente. La inflación española se debe, y en esto estamos una mayoría de economistas de acuerdo, a un exceso de demanda global sobre una oferta que no se adapta. La demanda crece más deprisa de lo que crece la oferta. Un crecimiento de la demanda que se debe, esencialmente, a tres causas: el crecimiento del número de familias por la inmigración; el crecimiento de la renta familiar media por la disminución del paro (más salarios por familia, no mejores salarios unitarios); y, finalmente, el crecimiento del nivel de endeudamiento de las familias por efecto de la creencia, que comparten los bancos, de que, dados los precios de la vivienda, el patrimonio inmobiliario tiene un alto valor y va ser igualmente alto en el futuro. Las familias españolas, que confían en unos tipos de interés relativamente moderados, no tienen ningún incentivo, ni siquiera en un horizonte lejano, para ahorrar. Dicho de otra forma, los españoles consumimos porque nos endeudamos, y lo hacemos porque confiamos en el futuro. 

El problema no es de demanda, el problema es que la oferta española de bienes y servicios no se ha adaptado a su demanda. De ahí vienen no sólo los problemas de inflación, sino los que tenemos de balanza de pagos y los que seguimos teniendo en el mercado de trabajo. Y el problema que tenemos en nuestros mercados es, esencialmente, un problema de competencia. En gran medida, porque ni la sociedad civil, ni, desde luego, nuestros responsables políticos, saben qué es la competencia. 

La competencia es una situación de relación social en la que dos o más sujetos aspiran a obtener una misma cosa. Una misma cosa que, en el caso de un mercado, es que un consumidor compre un bien determinado y no el producido por otro. Así pues, la competencia es una característica que ha de percibir el consumidor, por lo que es necesario que le lleguen varias ofertas que sean comparables. El grado de competencia no está relacionado, pues, directamente, como cree una mayoría de gente, con el número de empresas que producen un determinado bien, sino con las que concurren por el conjunto de los consumidores. De hecho, hay mercados con muchas empresas que mal compiten porque tienen el mercado segmentado por zonas, mientras que hay mercados con pocas empresas con una competencia feroz. Y el antiguo mercado de la cerveza es paradigmático de estos mini-monopolios de facto: en Córdoba sólo se podía beber Aguila, en Sevilla Cruzcampo y en Madrid Mahou. Por el contrario, el mercado de la telefonía móvil con sólo tres operadores es un buen ejemplo de un mercado competitivo. 

Las condiciones de competencia, por otro lado, condicionan las características de las empresas. Así, mercados muy competitivos fuerzan a las empresas a una constante innovación, bien para añadir valor o calidad a los productos, bien para abaratar los costes de producción. Y eso lleva, en muchos mercados, a que las empresas tengan que adquirir un tamaño determinado para poder competir o a que busquen constantemente la innovación. Con lo que llegamos al meollo de la cuestión de porqué tenemos una oferta inadecuada a la creciente demanda española. Y es que puesto que no hemos creado condiciones de competencia en muchos de nuestros mercados, tenemos muchas empresas débiles de puro pequeñas y atrasadas. Empresas que no son capaces de competir no sólo en los mercados exteriores, sino que están perdiendo el partido incluso en casa. Empresas que no creen en la innovación. Empresas que sólo acuden a la administración para pedir subvenciones y no para aprovechar las oportunidades de expansión que ésta les brinda. Empresas pequeñas, débiles y poco arriesgadas que configuran nuestro tejido productivo. Y, aunque hay excepciones, es esto lo que hace vulnerable a la economía española: su tejido productivo. Y siento ser tan duro, pero creo que es necesario ser políticamente incorrecto de vez en cuando. Aunque sólo sea para no que tener que repetir todos los años un artículo sobre inflación.